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LALA SABIDURÍA

SABIDURÍA
ESPIRITUAL
ESPIRITUAL

según los
Padres del
desierto y la
tradición
monástica. Pedro
Latorre. (Laico casado)
Í N D I C E

Introducción pág.
3
1ª Parte:
LOS PADRES DEL DESIERTO
Los orígenes del monacato pág. 5
Comunidad y soledad 8
Una espiritualidad fundada en la realidad 9
Permanecer consigo mismo 14
Desierto y tentación 21
La ascesis 25
Silencio y juicio 27
El conocimiento de nuestros sentimientos 32
Apetitos y tendencias: gula, lujuria y avaricia 34
Los 3 “logismoi” de la vida emocinal: melan-
colía, ira y acedia 40
Los 3 “logismoi” del reino espiritual: vanaglo-
ria, envidia y orgullo 45
Modo de tratar las pasiones: contra la ira, el
miedo y la vanagloria 48
El orden en la vida espiritual 60
Tener la muerte ante los ojos 63
La contemplación como camino de sanación 66
La mansedumbre, señal del hombre espiritual 70
Visión global 73

2
2ª Parte
RETORNAR AL CORAZÓN
El camino de San Benito
San Benito de Nursia Pág. 77
Muchos senderos, un solo camino 80
Schola Caritatis : Escuela de Amor 81
La humildad en el amor 83
El corazón purificado por la Palabra 85
La oración que no cesa 87
Ser conducido por el Espíritu 88
Lectio Divina 89
La Palabra despierta el corazón 90
La ascesis 96
El trabajo de la obediencia 99
Silencio 106
Vigilias 107
La presencia de Dios 107
Ora et labora : trabajo y oración 109
Discretio : la capacidad de discernir 113
Paz benedictina 112
Con María, la Madre de Jesús 121
La Esposa del Verbo 130

3
INTRODUCCIÓN

Esta pequeña obra contiene unas pince-


ladas sobre la impactante y consoladora obra
de los llamados “padres del desierto” y de la
espiritualidad monástica cristiana.

Al igual que nosotros, los antiguos eremi-


tas y monjes experimentaron su incapacidad
para alcanzar la vida y la paz verdaderas por
sí mismos, y, desde su impotencia, sintieron
en su alma la invitación a buscar la plenitud
sólo en Dios.

Ellos nos cuentan sus vivencias y la sabi-


duría que han atesorado gracias a la pre-
sencia del Espíritu Santo en sus vidas.

Bienvenidos a lo más genuino de la tradi-


ción espiritual cristiana.

4
5
Los orígenes del monacato
Ya desde las primeras comunidades judeo-
cristianas, comienza a instaurarse una forma de
vida particular seguida por ciertos cristianos. Su
rasgo más destacado es el celibato, razón por la
que son llamados “solitarios”, distinguiéndose
también por su intensa oración y sus ayunos. Du-
rante los tres primeros siglos, estos ascetas vi-
vieron insertados en la comunidad parroquial, y
su morada habitual era su hogar.
Hacia el siglo IV cesan las persecuciones con-
tra los cristianos y se establece una nueva prác-
tica. Algunos ascetas dejan la comunidad cris-
tiana para aislarse en completa soledad, pero son
reprobados porque su vida se considera incom-
patible con la necesaria permanencia en una “a-
samblea” eclesial.
6
Con el paso del tiempo estos ascetas serán
denominados “monachos” (monje), en sentido de
solitario o solo, o también uno o unificado, para
referirse al que ha logrado la unificación de su
ser en Dios.

San Antonio procedía de una familia de cam-


pesinos acomodados del valle del Nilo. Nacido a
mediados del siglo III, empezó viviendo como
anacoreta en la forma tradicional, junto a su
aldea nativa. Posteriormente se retiró al desier-
to, entre el Nilo y el mar Rojo, donde acondicionó
una celda. San Jerónimo, San Atanasio y otros
personajes ilustres visitaron el lugar. Gente de
toda clase y condición acudían a él en busca de
consejo. Incluso el emperador Constantino y sus
hijos le escribían cartas.
El monacato egipcio todavía no se regía por
una regla clara y su régimen de vida era bastante
anárquico. En algunos casos se llegaron a ciertas
excentricidades en la práctica de ayunos y peni-
tencias, pero mayoritariamente su piedad fue
sincera, plagada de oración, virtudes, amor al
prójimo y mansedumbre.
Los antiguos solitarios siempre admitieron la
presencia de uno o varios discípulos, y fue san
Pacomio quien organizó la iniciación a la vida mo-
nástica, dedicada a la búsqueda absoluta de Dios

7
en el marco de una vida fraterna en comunidad,
la llamada vida cenobítica.

EL MONACATO EN OCCIDENTE
Las primeras fundaciones monásticas se hicie-
ron en la Galia, hacia el siglo IV, por obra del o-
bispo san Martín de Tours, en Milán por san Am-
brosio y en Hipona por San Agustín. Juan Casiano
fundó diversos monasterios en Marsella a cuyos
monjes transmitió las experiencias de los anaco-
retas egipcios, que había conocido en sus viajes.

Muchas sentencias de estos «antiguos pa-


dres» han llegado hasta nosotros y dan prueba
de su capacidad de observación de los abismos
del corazón humano y su sabiduría para mantener
el combate de la fe.

8
9
“Quien no sabe estar solo, debe cuidarse de la
comunidad.
Cuando Dios te llamó, estuviste solo. Solo debiste
aceptar la llamada de Cristo, cargar con tu cruz, lu-
char y orar. Y solo morirás.
No puedes huir de ti, porque Dios mismo ha queri-
do llamarte y separarte. Si te niegas a estar solo
rechazas la llamada que te hace Cristo y, por tanto,
no puedes tomar parte en la comunidad de sus ele-
gidos.
Quien no está en la comunidad, debe cuidarse
de la soledad.
La llamada de Cristo no se te ha hecho solamente
a ti; estás llamado dentro de una comunidad. Y si la
desprecias y rechazas a los hermanos, rechazas
también a Cristo.
Por lo tanto, sólo dentro de la comunidad cristia-
na aprendemos a estar solos en el sentido recto de
la palabra; únicamente en la soledad aprendemos a
ocupar el lugar que nos corresponde dentro de la
comunidad.
Ambas realidades comienzan simultáneamente con
la llamada de Cristo, y ambas realidades entrañan
graves peligros.
El que anhela la comunidad desechando la soledad
a la que es llamado, se arroja al vacío y al fracaso de
los afectos humanos. El que busca la soledad fuera
de la comunidad, perece en el abismo de la vanidad,
la autoidolatría y la desesperación”.

D. Bonhoeffer (Vida en comunidad)

10
11
UNA ESPIRITUALIDAD
FUNDADA EN LA REALIDAD

“¿Quieres conocer a
Dios? Aprende antes a
conocerte a ti mismo”.
(Evagrio Póntico)

Cierta espiritualidad moralizante nos


presenta un modelo de grandes ideales que todos
deberíamos alcanzar: ser solidarios,
comprometidos, tener dominio de uno mismo y
ofrecer un amor desinteresado…
Este planteamiento puede hacernos vivir
fuera de nuestra propia realidad: quisiéramos
identificarnos de tal manera con los modelos
propuestos que llegamos a olvidar nuestras ver-
daderas limitaciones y debilidades.
Esta situación provoca una auténtica frac-
tura interior que, en ciertas ocasiones y para
determinadas personas, puede ser tan perjudicial
como para hacerles enfermar psíquica e, incluso,
físicamente.
Ideal y realidad quedan inevitablemente se-
parados. Como consecuencia de ello, al no poder
alcanzar el modelo que nos proponemos, proyec-
tamos sobre los demás nuestra impotencia y nos
volvemos exigentes y severos con todos.
12
“Si ves que un monje joven
se esfuerza en llegar al
cielo por su propia
voluntad, agá-rrale
fuertemente por los pies y
tira para abajo, porque eso
no le sirve de nada.”
(Smolitshc, 32)
Los padres del desierto transmiten una
espiritualidad muy diferente al mora-lismo o a la
exigencia: el camino hacia Dios se inicia desde el
conocimiento de nuestras pasiones y de nuestra
verdadera realidad.
Sin esta sabiduría previa corremos el riesgo
de que nuestra idea de Dios sea falsa y se con-
vierta en una proyección de nosotros mismos. Por
eso, cierto tipo de piedad religiosa no sirve más
que para huir de la propia verdad y para elevarse
con arrogancia sobre los demás.
Algunos son fascinados por ciertas propues-
tas espirituales porque creen que pueden caminar
por estas sendas sin haber recorrido antes el an-
gosto camino del propio conocimiento, del en-
cuentro con el lado oscuro de uno mismo. Les su-
cede como a Ícaro, que se hizo unas alas de cera
y cuando se acercó al sol se derritieron y cayó al
vacío.
El camino espiritual debe iniciarse prestando
mucha atención a las pasiones, porque sólo en-
13
tonces el hombre comienza a entender algo de
Dios: el trato con nuestros defectos es el camino
que nos lleva a Dios.
“Esfuérzate por entrar en la
cámara del tesoro, que está en
tu interior, y así verás lo
celestial… La escalera para subir
al reino de los cielos está en lo
escondido de tu alma. Sal de
tus pecados, sumér-gete en ti
mismo, y encontrarás allí la
escalera por la que podrás
subir.”
(Isaac de Nínive )
H
ablando sobre la humildad, san Benito toma la
escala de Jacob como modelo para nuestro
camino hacia Dios. Pero lo paradójico es que
subimos a Dios cuando bajamos a nuestra propia
realidad: “El que se humille será ensalzado” (Lc
14, 11).
Al bajar a nuestra condición de “tierra” ( hu-
mus ), entramos en contacto con Dios. En tanto
descendemos a nuestras pasiones, somos ele-
vados hacia el cielo. Por este motivo los antiguos
padres alababan tanto la humildad, ya que es el
camino que nos conduce desde nuestra verdad
hasta Dios mismo: sólo el verdadero hombre
puede encontrarse con el Dios verdadero.

14
¿Cómo reacciona la humildad, por ejemplo,
frente a la ira? Puedo decirme a mí mismo que,
como cristiano, no debería enfadarme con tanta
facilidad y tendría que procurar controlarme y
ser amable, aunque, en el fondo, piense que los
demás son unos incompetentes o, simplemente,
inaguantables.
Sin embargo, la humildad me anima a mirar
más allá, a buscar la raíz de la tensión que me
hace saltar frente a la mínima contrariedad. ¿A-
caso me brota de las heridas que las personas y
la vida me han causado desde niño? ¿Tal vez he
concedido a los demás demasiado poder sobre
mí? ¿Me irrito cuando las cosas no salen según
mis deseos porque me asusta no tener el control
de los que me rodean y de los acontecimientos…?

En este diálogo conmigo mismo prende la luz


de la verdad. De esta forma, la existencia de mi
ira me acerca a lo verdadero de mí mismo, a la
herida profunda por la que me desangro; pero,
por esa razón, me aproxima a Dios, que me espe-
ra allí mismo, donde Él ha fijado su imagen en mí,
para iluminarme y sanarme.

La humildad me defiende de todo lo que quie-


re alejarme de Dios, porque donde está mi mayor

15
limitación, allí está también mi mayor oportuni-
dad:
“ Tu caída será la que te eduque” porque
“nada sucede sin Dios… Él sabía que esto era
bueno para mi alma y por eso sucedió. De todo lo
que Dios permite, no hay nada que no tenga una
finalidad. Por el contrario, todo está lleno de
sentido y sucede según su plan” (Doroteo de
Gaza, 117s).

“El hombre necesita la humildad


y el temor de Dios como el
aliento que sale de su nariz”
(abbá Poimén)

Humilde es quien vive en la verdad, aquél que


sigue a Cristo en lo oculto sin confiar ni gloriarse
de sus posibilidades ni de sus méritos.
La humildad es la evidencia de que una vida
está guiada por el espíritu de Dios.
El monje fundamenta su existencia sobre la
humildad porque, sin ella, siempre está en peligro
de intentar manejar al Señor; sin ella, el hombre
termina por impedir a Dios ser el verdadero Dios.
La humildad es la respuesta del hombre a la
experiencia íntima de Dios, ya que cuanto más se
acerca a Dios, más experimenta su pobreza y su
desamparo. Sólo desde la impotencia el hombre
16
descubre lo que Dios quiere de él y lo que puede
llegar a ser por medio de la gracia divina.

17
PERMANECER
CONSIGO MISMO
“Hijo, si quieres ser de
utilidad, permanece en tu
celda, mírate a ti mismo y a tu
trabajo. Salir no te servirá
tanto para progresar, como el
estarte quieto.”
(abad Serapión)

Un hermano dijo al padre


Arsenio: «Mis pen-samientos
me atormentan y me dicen: ‘Tú
no pue-des ayunar ni trabajar;
por tanto, visita al menos a los
enfermos, que eso también es
caridad’». Sin embargo, el
anciano Arsenio reconoció en
estos pensamientos la semilla
del demonio y le dijo: ‘Vete,
come, bebe, duerme y no
trabajes. Única-mente, no dejes
para nada tu celda, que ella te
llevará por el buen camino’.
(Apotegma 49)

Los antiguos padres aconsejan permane-cer


en la celda, dominarse y no escapar. La
“stabilitas” o perseverancia, la con-tención, el
18
permanecer consigo mismo: esta es la condición
para todo progreso humano y espiri-tual.
Los espirituales antiguos ven en la estabili-
dad el remedio celestial para sanar la enferme-
dad de su época, caracterizada por los incesan-
tes desplazamientos, la inseguridad y el desaso-
siego. La vida espiritual es como un árbol que
necesita echar raíces para poder crecer.

Establecer, estabilizar, estable… Todo alude


a una realidad que permanece fundamentada, se-
gura e invariable. A partir de esta certeza, los
antiguos padres elaboran una espiritualidad ins-
pirada por la estabilidad, por la permanencia en
lo conveniente (celda, vocación, acontecimientos,
pruebas…), que trasciende a la historia personal
y se manifiesta como la voluntad de Dios para ca-
da persona.

El monje puede que haga todo o que no haga


nada; tal vez no rece, ni ayune, ni practique nin-
gún ejercicio ascético, pero debe permanecer en
su celda porque en ella adquirirá un orden pro-
fundo que disolverá su caos interior. Y, de esa
forma, renunciará a huir.

19
“Decía el abba Ammonio que
podría uno estar sentado en
su celda durante cien años
sin ha-ber aprendido cómo se
debe sentar en la celda.”
(Apotegma 670)
P
ermanecer en la celda no es tanto una ubi-cación
física, sino una actitud interior me-diante la que
me pongo delante de Dios y frente a mí mismo. Y,
de esta forma, no soy arrastrado por mis
pasiones y mis turbulencias interiores sino que se
me transmite firmeza. El sosiego exterior
ayudará a que se calme la tor-menta de mis
pensamientos.

Podemos sentirnos imprescindibles y muy ac-


tivos en la virtud 1 , pero ¡cuántas veces se oculta
bajo estas actitudes el oscuro deseo de des-
tronar a Dios como Señor de la historia! Nos
sentimos muy capaces y queremos corregir y
completar lo que Dios ha dispuesto sin demasiado
acierto.

1
“Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir el mundo
con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a
la Iglesia y mucho más agradarían a Dios si gastasen siquiera la mitad de ese
tiempo en estarse con Dios en oración... Cierto que entonces harían más y
con menos trabajo con una obra que con mil... Es más precioso delante de él
un poco de este amor y más provecho hace a la Iglesia que todas esas obras
juntas...” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual 29, 2 y 3)
20
Los monjes sabían que antes de actuar pri-
mero se necesita permanecer, aguantar en la
celda y callar. Entonces, por medio del silencio y
de la paciencia, el agua se serena en la vasija y
cada uno puede ver en ella su verdad.

“Un hermano se acercó al


abba Moisés y le pidió un
consejo. El anciano le dijo:
«Anda, vete a tu celda y
siéntate. La celda te lo
enseñará todo»”

“Un anciano decía: Del


mismo modo que un árbol no
puede dar fruto si se le
trasplanta con frecuencia,
tampoco un monje puede dar
fruto si cambia
frecuentemente de morada”

“Un anciano decía: La celda


del monje es el horno de
Babilonia en el que los tres
jóvenes encontraron al Hijo
de Dios; mas es también la
columna de nube desde la
cual Dios habló a Moisés”
(Apotegmas)

21
M
uchos siglos después de los padres del desierto,
el filósofo Blaise Pascal a-firmó que una causa
fundamental de las miserias humanas es que
nadie permanece en su habitación consigo mismo.
El hombre actual se halla desconcentrado,
distraído y agitado. Nada puede madurar, nada
puede crecer. La verdad no echa raíces porque
para ello necesita reposo.

La espiritualidad de los monjes es sincera


porque no sobrepasa la realidad humana. Cuando
permanecen en la celda experimentan lo que
realmente son, sin engañarse a sí mismos ni fal-
sear su relación con Dios. Y allí, permaneciendo a
la espera y en el silencio, algo se pone en mo-
vimiento y la consoladora verdad termina por ha-
cerse presente.

En la Edad Media los monjes afirmaban: “ce-


lla est coelum” ( la celda es el cielo) o “cella est
valetudinarium” (la celda es un sanatorio), un
espacio donde se puede recobrar la salud al sen-
tir la cercanía amorosa y curativa de Dios. Todo
ello, a condición de permanecer en la celda, sin
rebelarse, a pesar del desasosiego y la angustia;
en su momento, se experimentará la celda como
un paraíso, como un cielo que se abre donde se

22
descansa en una inmensa paz porque Dios mismo
habita allí.

Ahora, para nosotros y nuestros contempo-


ráneos sólo se debe cambiar la idea de “celda”
por la de “historia personal” y “voluntad de Dios”.
Según santa Catalina de Siena, la estancia en
la celda interior es el punto de partida para
quien desee tener un encuentro con Dios. Esta
celda interior debe ser permanentemente habi-
tada y debe constar de dos estancias: una, la del
verdadero conocimiento de uno mismo y, otra, la
del conocimiento de la bondad de Dios. Si se
construye una, necesariamente se debe levantar
la otra porque si no el alma caerá en la presun-
ción o en la turbación. Si sólo se conoce a sí mis-
ma y su miseria, la persona se volverá inquieta y
se desalentará. Si sólo conoce la bondad de Dios,
le alcanzará la presunción. Este es el fundamento
de la vida espiritual, el cimiento de la ciudad in-
terior y la raíz de la madurez cristiana.

Entrar y vivir en la celda interior no es re-


cogerse en uno mismo para girar en torno a sí. La
celda del conocimiento interior es justamente
para lo contrario: no para vivir de cara a uno mis-
mo, sino de cara a la bondad de Dios que el alma
descubre en su interior.

23
Si un monje abandona negligentemente la
celda es porque antes ha dejado la celda inte-
rior del conocimiento de sí mismo, porque si hu-
biera permanecido en ella sería consciente de su
fragilidad, de los peligros que corre y de las fa-
tales consecuencias que le supondrá su teme-
raria decisión.

Quien sale fuera de su celda está muerto,


como el pez fuera del agua. Esa celda es el cos-
tado de Cristo, donde se encuentra el conoci-
miento de uno mismo y de la bondad divina. El
conocimiento de sí mismo porque ante las entra-
ñas misericordiosas de Jesucristo se descubre la
propia indignidad personal

Por lo tanto, si entras y permaneces en esta


dulce morada, nadie podrá quitarte la gracia de
ver y gustar a Dios… Debes recluirte como los
Apóstoles en el Cenáculo a la espera del Con-
solador.

24
DESIERTO Y
TENTACIÓN
“Nadie puede entrar en el
cielo sin haber sido tentado.
Si quitas las tentaciones no
habrá nadie que pueda
encontrar la salvación.”
(San Antonio)
L
os monjes van al desierto para buscar a Dios y
estar a solas con Él.

Antiguamente, el desierto era el lugar donde


moraban los demonios. San Antonio fue a los pá-
ramos para enfrentarse contra ellos porque creía
que la humanidad sería beneficiada por medio de
esta lucha.

Cuando el demonio se apartó de Jesús tras


tentarle, vinieron los ángeles y le sirvieron; esto
nos indica que, si permanecemos junto al Señor,
el monte de las tentaciones se convertirá en el
paraíso.

El desierto no es sólo un campo de batalla,


sino también el lugar donde nadie puede evadirse
de su propia verdad y debe enfrentarse consigo
mismo. Pero el desierto es, además y tal como lo
25
experimentó Israel, el lugar de la mayor cercanía
de Dios.

“Un anciano decía: Cuando


los ojos de un buey o una
mula están cubiertos,
entonces da vueltas y más
vueltas haciendo girar la
rueda del molino; pero si sus
ojos están descubiertos, no
irá alrededor del círculo de la
rueda del molino. Del mismo
modo, si el demonio consi-
gue tapar los ojos de un
hombre, le puede hu-millar
para que cometa toda clase
de pecados. Pero si los ojos
de este hombre no están
cerra-dos, puede escapar del
demonio con facilidad.”

“Si el árbol no es sacudido


por el viento, no crece ni
echa raíces. Lo mismo ocurre
con el monje: si no es
tentado y soporta las
tentacio-nes, no se hace
hombre.”
(N 396)

26
La vida del hombre está sometida a cons-
tantes luchas e inquietudes. Todos es-tamos
expuestos a las tentaciones que lleva consigo
nuestra existencia.

Por medio de las tentaciones, el hombre en-


cuentra el rastro del verdadero Dios; sin ellas,
siempre estaría en peligro de manipular al Señor
o de hacerlo insustancial, amorfo.

Las tentaciones son un desafío para el hom-


bre. Le obligan a hundir sus raíces y a confiar
más en Dios, pues cada día que pasa aprende que
no puede vencerlas por sus propias fuerzas. Este
combate le da fortaleza y vigilancia interior y le
permite madurar como persona.

El anciano padre Juan


Colobos consiguió mediante
la oración que Dios le quitase
las pasiones. Pasó el tiempo
y se lo contó a un anciano:
‘Me siento muy tranquilo
porque ya no tengo
tentaciones’. El anciano le
dijo: ‘Ve-te y pide a Dios que
te dé algún enemigo. En-
tonces se te volverá a dar
también el antiguo
27
arrepentimiento y la
humildad, pues precisa-
mente por la tentación
progresará tu alma’.
(Apotegma 885)

Los monjes, cuando hablan de los demo-nios


que pelean contra nosotros, se re-fieren a las
fuerzas internas que nos arrastran hacia donde
no queremos o no nos con-viene ir. Son las
sombras del subconsciente.

En nuestro espíritu se da un combate entre


el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el amor y el
odio. Esto es absolutamente normal y los monjes
no lo valoran como negativo, sino que creen que
esta situación hace al hombre más cuidadoso en
sus decisiones y en su forma de actuar.
Hoy en día diríamos que el hombre se hace
más consciente de sus zonas oscuras y de las
fuerzas hostiles con las cuales debe convivir.
Las tentaciones nos ponen en contacto con
las raíces que sostienen el árbol.

El monje no aspira a una perfección irreal, ya


que está familiarizado con la verdad de su alma,
los pensamientos mortales, las fantasías inmora-
les y los deseos inconfensables que anidan en
ella.
28
La tentación nos obliga a la lucha, pero en
ella aprendemos que la victoria nunca nos perte-
nece, sino que es Cristo quien actúa en nuestro
favor.

Si sólo te interesa alcanzar la corrección en


tus obras, tu alma se quedará atrofiada y ador-
milada, porque es la tentación la que nos hace
más despiertos, humanos, humildes y, por lo tan-
to, más pacíficos, serenos y confiados.

29
LA ASCESIS
“Para limpiar el corazón hay que
ejercitarse en obras ascéticas…
Los ayunos, las vigilias, el con-
trol de nosotros mismos, la
meditación de las Sa-gradas
Escrituras, lo practicamos para
conseguir la limpieza de
corazón, que está en el amor. Lo
que hacemos lo hacemos para
amar. Por eso la medida de todo
es el amor. Este es el objetivo
de nuestro obrar.”
(Sartory, 108)
E
timológicamente, “ascesis” significa de-sarrollar
un ejercicio determinado para conseguir cierta
habilidad.

Por influencia de la filosofía estoica, la as-


cesis comenzó a considerarse como renuncia y
represión de los impulsos carnales. Sin embargo,
en la tradición espiritual cristiana se refiere,
más bien, al adiestramiento por medio del cual se
ejercita la apatheia 2 (apatía), es decir, un estado
de paz interior que permite al hombre abrirse al
amor y a la voluntad de Dios, una vez silenciadas
2
El sentido actual del término “apatía” (dejadez, abandono, falta de vigor), dista
mucho del que tenía para los antiguos espirituales, para los que era un estado de paz y
equilibrio interior propiciado por la liberación de las pasiones del alma.
30
las pasiones. La paz del corazón sólo se alcanza
tras un combate contra las fuerzas que quieren
separarnos de Dios.

Casiano se refirió a la apatheia con el tér-


mino “puritas cordis” o pureza de corazón que
consiste en un estado de claridad interior y de
apertura a Dios, porque para los monjes la as-
cesis no es renuncia sino amor.

La ascesis no debe practicarse en la creencia


de que podemos salvarnos a nosotros mismos,
pues sólo Dios tiene poder para redimirnos. Los
monjes eran conscientes de que debían trabajar
mucho, pero en el fondo sabían que no podían ha-
cerse mejores por sí mismos. Esa obra es sólo de
Dios. Mediante la ascesis, el monje experimenta
su impotencia junto con la victoria, la paz y el
amor que le ofrece la gracia divina.

31
SILENCIO Y JUICIO
“Si quieres encontrar reposo,
has de repetirte a ti mismo
en cada momento: ‘Y yo
¿quién soy yo?’, y no juzgar a
nadie.”
(Apotegma, 385)

A un padre anciano le
preguntó un hermano: ‘¿Por
qué juzgo con tanta
frecuencia a mi her-mano?’.
Y él le respondió: ‘Porque
todavía no te conoces a ti
mismo. Quien se conoce a sí
mismo no ve las faltas de los
hermanos’.
(Apotegma, 1001)

E
l monje sabe que sólo practica bien la as-cesis si
no cae en el juicio. Por mucho que ayune y ore, no
le sirve de nada si juzga a los demás. En este
caso, la ascesis sólo le ha servido para creerse
más que los otros y ha de-satado su orgullo.

“Un anciano decía: No


juzgues a un forni-cador si tú
eres casto, pues al hacerlo
estarías violando la ley tanto
32
como él. Pues el que dijo no
fornicarás, dijo también no
juzgarás”

Quien se encuentra consigo mismo a través


de la ascesis, quien permanece en su celda duran-
te la dificultad, no juzga a nadie porque vive en
la verdad, conoce su impotencia, descubre su la-
do oscuro donde se hallan agazapados los defec-
tos que condena en los demás.

Un hermano preguntó al abad


Poimén: ‘Pa-dre, ¿qué debo
hacer, pues me siento
decaído por la tristeza?’. El
anciano le contestó: ‘No
menosprecies a nadie, no le
juzgues, no difa-mes a los
demás, y el Señor te dará
descanso’.
(Apotegma, 1168)
Evitar el juicio es para los monjes una ayuda
para encontrar la paz interior.

A pesar de que pueda parecer lo contrario, el


juicio no proporciona ningún sosiego. Cuando con-
denamos al prójimo, experimentamos inconscien-
temente nuestra propia imperfección y ello nos
agita en el interior. Por ello, evitar los juicios
33
condenatorios es un camino para alcanzar la paz
interior, ya que, si dejamos que los demás sean lo
que realmente son, también nosotros podremos
ser quienes somos de verdad.

Quien se conoce bien a sí mismo es inevita-


blemente misericordioso porque se ve obligado a
admitir que todos necesitamos la misericordia de
Dios.
La psicología moderna afirma que cuando re-
gañamos a otros, revelamos, sin querer, lo que
hay en lo más profundo de nosotros mismos; pro-
yectamos sobre los demás los propios instintos
reprimidos y, en lugar de poner al descubierto
nuestra verdadera realidad, optamos por incre-
par a los demás para camuflar las carencias pro-
pias. Por esa razón, los monjes procuraban callar,
puesto que el silencio era para ellos una ayuda
imprescindible frente al juicio.

Los monjes alaban el silencio porque les ayu-


da a encontrarse consigo mismos y a descubrir la
verdad de su corazón.

Para acallar el espíritu hay que ejercitarse


frecuentemente en silenciar la voz. El silencio
exterior no sirve para nada sin el silencio inte-
rior, pero aquél ayuda a apaciguar el corazón y a

34
calmar las emociones impidiendo que nos manejen
y que determinen nuestros actos. Al callar, se
sosiegan los movimientos interiores y se serenan
los torbellinos emocionales.

El silencio es liberación. Gracias al silencio,


nos alejamos de lo que constantemente nos preo-
cupa y nos obsesiona. Por un instante, abando-
namos nuestros pensamientos, nuestros deseos
desordenados, todo aquello a lo que penosamente
nos aferramos creyéndolo fundamental.
Sin embargo, la vida se paraliza de forma
irremediable cuando sólo nos ocupamos de nues-
tro éxito y apetencias; de la misma forma que,
cuando nos aferramos desordenadamente a las
personas, se deteriora la relación.

Callar es el arte de liberarnos de nuestros


criterios para descubrir otro fundamento en lo
profundo de nuestras vidas: Dios mismo. Si des-
cubro que mi fundamento es Dios, inmediata-
mente soy liberado de todo, de mis responsabi-
lidades, de mis planes, de mis deseos y temores.
Sólo entonces me conozco a mí mismo, sin contar
con lo que puedan pensar los demás, porque mi
verdadera identidad no depende de mis logros ni
de mi prestigio.

35
El desprendimiento es el camino para encon-
trar la fuente interior, para descubrir la verda-
dera riqueza de mi alma: Dios mismo que me da
todo lo necesario para sostener mi vida.

El silencio es la destreza de estar total-


mente presente en la realidad, sin fantasías,
prejuicios ni defensas.

El trasiego permanente de pensamientos y


sensaciones que se agolpan en nuestra mente nos
impide estar realmente presentes. Nos hallamos
en otra parte, dispersos, sin fijación, sin funda-
mento. Estar en la realidad es una condición in-
dispensable para encontrarse con el Dios presen-
te, el Dios que es.

Por lo tanto, el objetivo del silencio es unir-


nos a Dios para que Él llene nuestros pensamien-
tos y sentimientos, a fin de poder experimen-
tarle en el fondo de nuestro corazón, para sen-
tirlo como la fuente interna e inagotable.

36
EL CONOCIMIENTO
DE NUESTROS PENSAMIENTOS
Y SENTIMIENTOS

“Sed astutos como las


serpientes
y sencillos como las
palomas”
(Mt 10, 16)

E
l encuentro con los propios sentimientos y con
uno mismo es una condición indispensable para el
encuentro con Dios.

La parte más importante del camino espi-


ritual consiste en prestar atención a las pasiones
de nuestro corazón, conocerlas y tratarlas co-
rrectamente. La finalidad de esta labor es con-
seguir un estado de paz y sosiego interior, es
decir, la salud del alma.

La finalidad del camino espiritual no consiste


en librarse de las faltas y los pecados, sino en
alcanzar la salud del alma, y el alma sólo está
sana cuando es capaz de amar.
Evagrio Póntico llama “logismoi” a las pasio-
nes, los impulsos o los vicios contra los que se
37
debe combatir. Él los atribuye a la acción de los
demonios, a los que concibe como fuerzas munda-
nas y psicológicas que actúan en el hombre.

“Para que el hombre pueda


conocer por propia
experiencia a los malos
demonios y familiari-zarse
con sus artimañas, le
aconsejo que preste atención
a sus pensamientos, a su
intensidad, al momento en
que aparecen y
desaparecen… Luego ha de
pedir a Cristo que le aclare lo
que ha contemplado.”
(Prak, 50)

“Es muy importante que


aprendamos a dis-cernir los
distintos demonios y a
apreciar las diferentes
circunstancias de su venida,
qué de-monios atacan con
menos frecuencia y cuáles
son más molestos, cuáles
abandonan más rápi-damente
y cuáles ofrecen mayor
resistencia… Es esencial
conocerlos para que, cuando
38
ac-túen, podamos salirles al
paso con palabras eficaces.
Tenemos que hacer esto
antes de que nos hagan
perder nuestra disposición
de áni-mo. Sólo así, con la
gracia de Dios, consegui-
remos hacer buenos
progresos.”
(Prak, 43)

El objetivo de nuestra lucha es la paz y la


libertad interior, es decir, una relación sabia y
prudente con nuestras emociones y nuestras pa-
siones; vivir reconciliados con nosotros mismos,
con nuestro lado oscuro.

La mirada de nuestro espíritu ha de ser ágil


y sagaz respecto de las astucias de los demonios
“como el icneumón” (especie de gato egipcio) que
observa el rastro de la presa para poder cazarla.
También nosotros hemos de estudiar las hue-
llas de los demonios para poder vencerlos.

APETITOS Y
TENDENCIAS

39
Evagrio distingue tres tipos de apetitos: la
gula o glotonería, la lujuria y la codicia.

Comida, sexualidad y riqueza responden a


tres apetitos fundamentales del hombre que no
pueden ser ignorados o desdeñados porque con-
tienen en sí una fuerza vivificante enorme que,
bien nos puede acercar hacia la vida, es decir, a
Dios, bien pueden dominarnos hasta convertirnos
en sus esclavos.
GULA O
GLOTONERÍA

El abad Pastor preguntó al


abad Antonio, di-ciendo: ‘¿Qué
debo hacer?’ Y el anciano
contestó: ‘No confíes en tus
propias virtudes. No te inquie-
tes por una cosa una vez
hecha. Controla tu lengua y tu
panza’.

Comer es una necesidad fundamental del


hombre. Uno de sus objetivos es disfrutar sabo-
reando, pero muchas personas se atiborran de
comida porque no soportan su propia insatis-
facción; se tragan todo, pero no saborean nada.

La persona siente hasta qué punto los deseos


que la llenan pueden llegar a concretarse y resu-
40
mirse en el de comer. Intentando limitarse en
este aspecto, descubre en sí misma un principio
de desequilibrio e insatisfación, huella sin duda
del pecado. Al mismo tiempo, en la medida en que
realmente le es dada la fuerza que procede de un
amor mayor, experimenta cómo el ayuno restaura
de algún modo su ser en la integridad y libera en
él un dinamismo que permanece atado por otros
deseos.

Bien sabido es que, en el campo psicológico,


comer puede ser en muchas ocasiones un suce-
dáneo del amor.

El hambre corporal sólo pretende recordar y


avivar un hambre espiritual que perturba a todo
hombre: el hambre de la Palabra de Dios. Quien
ayuna, afirma que los alimentos materiales no
pueden saciarlo mientras no reciba esa Palabra
plena. La insatisfacción corporal de nuevo se da
para crear el espacio espiritual donde puede re-
sonar libremente la Palabra de Dios.

El objetivo último y esencial del comer es


estar unidos a Dios; por eso en todas las reli-
giones hay banquetes sagrados.

41
En la Eucaristía nos unimos a Cristo y a Dios
por medio del pan. Los místicos describen esta
unión como “un gustar a Dios” . El comer, por tan-
to, es un acto básico para la persona, a través
del cual puede saborear a Dios.

LUJURIA
Según Evagrio, “por demonio de la lujuria se
entiende el ansia de dar gusto al cuerpo” .

La sexualidad es una fuerza primordial en el


ser humano. Ella contiene la nostalgia por la vida,
la elevación y el éxtasis. Por eso los antiguos pa-
dres ven en ella el peligro de alienarse en un
mundo imaginario, irreal, donde la persona puede
quedar anulada y completamente fuera de la rea-
lidad.
Muchas personas que no pueden superar sus
fracasos, se refugian en el sexo. Entonces la
sexualidad pierde su capacidad amorosa y uni-
tiva, y se convierte en fantasía e ilusión. La per-
sona, en lugar de unirse con el ser amado y en-
tregarse a él, se encierra en su propio mundo de
apariencias en el que todo es de diseño y maravi-
lloso, una realidad en la que realmente no se
tiene en cuenta al otro, sino sólo la propia auto-
complacencia.

42
Sexualidad y frustración van muy unidas.

Mediante la sexualidad una persona puede


desahogarse, aunque no quede satisfecha; tam-
bién es usada para buscar un refugio cuando hay
falta de valor para encontrarse con otra persona
y entregarse a ella. Pero esta situación le daña,
limita su condición de persona y convierte la
sexualidad en un bloqueo frente a Dios.

La sexualidad sólo será viva si se integra en


el camino espiritual.

AVARICIA
El impulso hacia la posesión es algo esencial
al hombre, y en esa tendencia se oculta la pro-
funda aspiración al descanso, porque gracias a la
posesión abundante espera no tener preocupa-
ciones y poder entregarse a una vida tranquila.
La experiencia demuestra, sin embargo, que
la codicia puede apoderarse del hombre y tras-
tornarle a causa de sus ansias incontrolables por
conseguir cada vez más.

“El que tiene muchos bienes -comenta Eva-


grio- está aprisionado por los cuidados y atado a

43
una cadena como el perro. Aun siendo obligado a
ir de una parte a otra, lleva siempre consigo el
recuerdo de sus bienes como un terrible peso y
una carga innecesaria”

Nuestra ansia de poseer nunca se saciará ya


que ninguna cantidad puede colmar la más pro-
funda aspiración humana de descanso y de estar
satisfechos y en armonía con nosotros mismos.

Sólo en nuestra alma podemos encontrar una


riqueza inmensa: a Dios y todas las posibilidades
que él nos ha dado. Sólo orientándonos hacia esta
riqueza interior, nuestro apetito de los bienes
exteriores se halla controlado y medido.

La pobreza impuesta y aniquiladora de la vida


no nos hace libres. Pero la verdadera pobreza en
libertad relativiza el instinto porque conoce otra
riqueza más profunda. Sólo por este valor inte-
rior podemos dejar la posesión exterior, ser li-
bres del ansia de tener cada vez más.

44
LOS TRES “LOGISMOI”
(tendencias-pasiones)
DE LA VIDA EMOCIONAL:
MELANCOLÍA, IRA Y ACEDIA.

MELANCOLÍA
La melancolía suele surgir cuando la persona
no logra satisfacer sus deseos o realizar sus pla-
nes, y es habitual que aparezca acompañada de la
ira.

El proceso emocional suele ser el siguiente:


supongamos que una persona recuerda su pasado
como un tiempo en el que las personas que debie-
ron cuidar de ella no lo hicieron de una forma
adecuada y satisfactoria. Si no detiene estos
pensamientos es normal que se adueñen de su in-
terior e intente en el presente reparar de una
forma desordenada estas carencias entregán-
dose al placer o a la autosatisfacción. Pero esta
estrategia no logra solucionar el verdadero pro-
blema, sino sólo camuflarlo. Por lo tanto, es ine-
vitable que la persona caiga víctima de la insa-
tisfacción y la melancolía, volviéndose depresiva.

Los antiguos padres diferenciaban la melan-


colía de la tristeza.
45
La tristeza es un factor relacionado con el
proceso de maduración de la persona, puesto que
el hecho de encarar las adversidades normales
de la existencia que le causan tristeza, fortalece
y desarrolla el espíritu.

La melancolía, sin embargo, es sentir compa-


sión de uno mismo y abatimiento interior por la
imposibilidad de satisfacer los deseos. Por eso,
en el fondo, detrás de la melancolía se esconden
pretensiones desmedidas e inmoderadas: “porque
no soy el mejor, dejo de luchar y me doy pena a
mí mismo”; “estoy abatido porque no soy el más
hermoso”; “siento rabia por no agradar a todos”.

Además, la melancolía se hace infructuosa-


mente dependiente del pasado o de una situación
inexistente, luego el melancólico vive alejado del
presente y fuera de la realidad.

El triste puede llorar y contemplar cómo


fructifica su alma endurecida. El melancólico no
llora, sino que se sumerge en su propia lástima y
en el resentimiento contra la vida misma o contra
otras personas.
La melancolía siempre mira hacia atrás o
hacia lo imaginario, es decir, elude la realidad

46
presente para vivir en un mundo que se ha ido y
que nunca volverá, o que nunca ha existido.

Ciertamente que del pasado se puede apren-


der mucho pero, si se convierte en una fuga de
las dificultades presentes, impide a la persona
madurar y acometer su tarea actual.

IRA

Los espirituales identifican la ira con un de-


monio porque el hombre llega a dejarse dominar
por una fuerza ajena a él.

Mientras que la melancolía consiste en una


reacción pasiva frente a nuestros deseos fus-
trados, la ira es más bien una reacción activa.

La ira es la rebelión de la parte irritable del


alma que se alza contra quien le ha herido, bien
sea un agresor real o inexistente.

La ira excita al alma de una forma aguda y


constante, y repercute hasta en el sueño, en el
apetito y en la propia salud. Llega a ser extre-
madamente difícil quitarse de la mente la imagen
y el recuerdo del “presunto agresor”. El dañado

47
le ha dado tanto poder en su mente que le per-
sigue siempre y a todas partes.

ACEDIA

“Huir de los conflictos, como


es la tentación de la acedia,
o espantarlos hace al espíritu
torpe, cobarde y tímido”
(Evagrio)

Para los antiguos monjes, la acedia consiste


en la incapacidad de vivir el presente y en huir
de la realidad, y lo consideran el demonio más
peligroso.

Evagrio lo denomina “el demonio del medio-


día” , porque se presentaba hacia la hora cuarta,
causando al monje un intenso desasosiego y la
necesidad de abandonar la celda. Poco a poco se
va introduciendo en su alma un odio intenso con-
tra el lugar en que se encuentra, contra sus labo-
res y, en general, contra su vida presente. La
acedia intenta llevar al monje a cesar en la lucha
y a abandonar su celda.

La acedía provoca que el hombre esté en otra


parte con su pensamiento y su deseo; la in-
48
satisfacción interior, la incapacidad de disfrutar
del momento presente le desgarra interiormente.

Que la acedia reciba el nombre de “demonio


del mediodía” o “meridiano”, tiene además un va-
lor figurado que se refiere a la “mitad de la vi-
da”, tiempo vital en el que la persona pierde el
gusto por lo habitual, se cuestiona todo, el abu-
rrimiento y el vacío se adueña de sus emociones.
Por eso, la víctima no hace más que ir de un lado
para otro, cambia compulsivamente de actividad
y de proyectos, aunque realmente no se ilusiona
con nada, volviéndose cínica y crítica respecto a
todo y a todos.

La acedia parece haberse convertido en la


actualidad en la actitud fundamental de muchos
jóvenes, pues son incapaces de vivir y disfrutar
del momento. Para sentirse vivos tienen que sen-
tir experiencias siempre nuevas y cada vez más
intensas, como por ejemplo las sensaciones
extremas causadas por las drogas o la violencia
gratuita y absurda contra el “otro”, pues quien no
puede vivir su propia existencia intentará vivir a
costa de la vida de los demás.

49
LOS TRES “LOGISMOI”
(tendencias-pasiones) DEL
REINO ESPIRITUAL: VANAGLORIA,
ENVIDIA Y ORGULLO.

VANAGLORIA

Consiste en hacer todo solamente para ser


visto y recibir la honra de los de-más.

La vanagloria es una compañera verdadera-


mente molesta. Es muy habitual en personas que
pretenden pasar por virtuosas, pues desean dar a
conocer a los demás permanentemente sus capa-
cidades, y la dificultad y el mérito de su lucha.

A causa de la vanagloria la persona siempre


piensa en la opinión ajena, por lo que deja de ser
ella misma y se hace dependiente del criterio de
los demás. ¿Cómo deberá actuar para conseguir
el aplauso de los otros?

No cabe duda de que a todos nos agrada el


reconocimiento y la alabanza ajena, pero lo co-
rrecto es relativizar la búsqueda de estas rea-
cciones. En otro caso, ya no vivimos, sino que
somos vividos.
50
ENVIDIA
Es la constante y obsesiva comparación de mi
persona y de lo mío, con los demás y lo suyo.

El envidioso puede reaccionar de dos formas:


una, quitando méritos a los demás para rebajar-
les y afianzarse él. Y, en caso de que no consiga
su propósito, quitándose valor a sí mismo y sub-
estimando sus propias facultades.
Por lo tanto y al igual que ocurre con la vana-
gloria, tampoco se es uno mismo, sino que se vive
en función de los demás, lo que provoca un agota-
miento difícilmente superable porque, una de
dos, o se luchará por superar a los otros o se
caerá en depresión por la imposibilidad de com-
petir con ellos.

La situación del envidioso es realmente digna


de lástima.

ORGULLO
El orgullo provoca la ceguera del hombre,
pues quiere identificarse tanto con su propio
ideal que rehúsa ver la realidad.
Para los padres espirituales, el orgullo era la
causa de la peor caída del alma humana, porque le
lleva a no buscar en Dios la causa de su virtud,

51
sino en sí misma. Por eso, dirá Evagrio, que el
orgullo puede conducir a la persona a un estado
de locura y perturbación mental, introduciéndola
en un mundo ficticio compuesto por sus irreales
capacidades.

Eminentes psicólogos y pensadores se refie-


ren al orgullo como una inflación humana, es de-
cir, el hombre “se infla” con ideales y suposicio-
nes que no son verdaderas. Es como quien toma
como modelo la imagen de un profeta y llega a
pensar que es el único que distingue la verdad; o
alguien que mantenga una actitud de mártir y se
autoconvence de que todos le discriminan y per-
siguen porque es como un ser de otro mundo.
En el fondo de estas actitudes subyace el
deseo inconfesado de ser como Dios o como uno
de sus elegidos.
¿Cómo va a profetizar alguien la verdad si no
llega a ver antes la podredumbre que hay en él
mismo?

52
MODO DE TRATAR
LAS PASIONES

No es a causa de los malos


pensamientos que vienen a
nuestra mente por lo que
somos conde-nados, sino sólo
porque hacemos mal uso de
ellos. Puede ser que
naufraguemos por esos
pensamien-tos, pero también
puede suceder que seamos
coronados por su causa.

Un monje debe ser como un


hombre que, sentado bajo un
árbol, levanta la mirada y
divisa toda clase de serpientes
y fieras salvajes corriendo
hacia él. Y puesto que no
puede luchar con todas, se
sube al árbol y se aleja de
ellas. El monje, en toda
ocasión, debe hacer lo mismo.
Cuando el ene-migo suscita los
malos pensamientos, debe huir
por medio de la oración al
Señor, y se pondrá a salvo.

Un hermano acudió al anciano


Poimén y le dijo: ‘Padre, tengo
muchos pensamientos malos y
estoy en peligro’. Poimén le
53
sacó al exterior y le dijo:
‘Extiende tu capa y detén el
viento’. Él respon-dió: ‘No
puedo’. Entonces el anciano
prosiguió: ‘Si no puedes hacer
esto, tampoco podrás impedir
los pensamientos que te
vienen. Tu tarea es re-sistirlos
correctamente’.
(Evagrio)

Evagrio aconseja un método diferente para


cada “logismoi” o pasión. Los tres impulsos
fundamentales del ser humano, comida,
sexualidad y codicia, han de dominarse mediante
el ayuno, la ascesis y la limosna.

No se trata de aplastar y reprimir los impul-


sos, sino de formarlos para que estén a nuestra
disposición y no nosotros a la de ellos.

Los antiguos espirituales aconsejan que el


hombre debe ocuparse de sus pasiones y familia-
rizarse con ellas.

No podemos impedir nuestros pensamientos


porque no somos responsables de que vengan, si-
no sólo de cómo nos comportamos con ellos. Es
decir, la cuestión no es que se produzcan, sino la

54
posibilidad que tenemos de hacerles frente co-
rrecta o incorrectamente.

Por eso no debemos culparnos inmediatamen-


te si sentimos odio o envidia, ya que nuestra ta-
rea no es impedir estos sentimientos, sino reac-
cionar de forma adecuada.

Si el hombre se familiariza con sus pasiones,


puede observarlas mejor, conocer su desarrollo y
descubrir la fuerza que se oculta en ellas; descu-
bre en su reacción pasional la carencia que la
origina, la nostalgia que la provoca y a dónde le
quiere llevar. La tendencia le acerca un intere-
sante mensaje de su lado oscuro, del subcons-
ciente, que quiere manifestar algo al exterior.

Habitualmente no se consigue avanzar mucho


intentando vencer a la pasión.
Si analizo convenientemente mi intranquili-
dad o mi desasosiego, pueden indicar un estado
de agitación producido por la falsa ilusión de
creer que yo puedo mejorarme a mí mismo y con-
trolarme mediante la disciplina.
La intranquilidad que genero involuntaria-
mente quisiera librarme de este esfuerzo, ha-
ciéndome ver mi propia impotencia.

55
Por eso, si se acoge la intranquilidad como
una reacción adecuada y espontánea, puede bro-
tar una paz profunda e, incluso, un acercamiento
a Dios.

Cuando seas tentado, divide


tu alma en dos partes: una
que te anima y otra a la que
hay que animar, como el
levita desterrado: ‘¿Por qué
te abates, alma mía, y te
agitas dentro de mí? Espera
en Dios que volverás a
alabarlo’.
(Evagrio)
Es un método semejante al que Jesucristo
utilizó en su combate contra el demonio: rebatir
con sentencias o pensamientos bíblicos cualquier
idea que pueda dañarnos interiormente y alejar-
nos del amor de Dios.

Yo no puedo deshacerme de los errores que


he cometido a lo largo de mi vida, y su perma-
nente presencia me bloquea y me abate, pero
“...el que está en Cristo, es una nueva creación;
pasó lo viejo, todo es nuevo.” (2 Cor 5,17).

56
CONTRA LA IRA
La ira y el malhumor nos dan preocupaciones
y trabajo constantes.

La antigua sabiduría espiritual invitaba a los


monjes a distanciarse de los sentimientos nega-
tivos antes de que llegase la noche para poder
abrirse a la asistencia salvífica de Dios.
Por eso, es de enorme ayuda desprenderse
del enojo antes de dormir, para que no se fije en
el subconsciente y, al día siguiente, se manifies-
te en insatisfacción y tristeza. Si el enfado nos
acompaña a la cama, perderemos el control sobre
nosotros mismos. La oración ante Dios nos ayuda
a desprendernos de la ira.

“No dejes que el sol se ponga


sobre tu ira, porque durante
el descanso nocturno los de-
monios te asustarán y te
harán mucho más co-barde
para la lucha del día
siguiente. Los ma-los sueños
proceden en muchas
ocasiones del influjo
alborotador de la ira…
Tampoco te des a esa clase
de ira en la que, en tus

57
pensa-mientos, riñes con el
que te ha molestado”
(Evagrio)

Sin embargo, para los espirituales sí hay una


ira buena: la que se dirige contra las pasiones y
los demonios. La rabia puede ser una fuerza efi-
caz para liberarnos de recuerdos negativos y
apartar de nosotros la huella de las personas que
nos han dañado. Porque si alguien se obstina en
profundizar en la herida, no consigue más que
dar más poder a quien se la ha causado. Si, por el
contrario, puede poner distancia entre él y quien
le ha herido, separa sus propios problemas del
otro.

La rabia es la fuerza que nos permite distan-


ciarnos de la experiencia traumática o dolorosa,
y de quien nos la ha causado, devolviéndonos la
libertad para que el espíritu sanador de Dios
pueda penetrar nuevamente en nuestra alma.

Cierto individuo siente una gran ira contra


otras personas, de quienes piensa que le han tra-
tado indebida e injustamente. Intenta controlar
sus sentimientos pero estos se agitan sin ningún
orden, y tan pronto se deleita planificando la
venganza, como se autoinculpa de lo ocurrido. Es-

58
te caos emocional le agota y deja su paz interior
hecha añicos.

Sin embargo, esa rabia puede traer en sí


misma una verdad profunda de la persona sacan-
do a la luz un problema previo que es la auténtica
raíz del conflicto: la desproporción entre el do-
lor sufrido y la importancia del daño real causado
tal vez indique que la víctima ha concedido a los
otros demasiado poder sobre ella; que se ha he-
cho dependiente de sus opiniones, de sus alaban-
zas y buenos juicios en los momentos favorables,
y, por consiguiente, también de sus críticas o
desprecios en los tiempos adversos.

CONTRA LA VANAGLORIA
La memoria es un método eficaz contra la
vanagloria porque nos recuerda de dónde veni-
mos, quiénes éramos y cuáles son las pasiones que
permanecen. Gracias a ello, nos hacemos
conscientes de que los éxitos o las victorias lo-
gradas no son mérito nuestro, sino más bien de
Cristo que nos ha protegido en nuestras luchas.
Así podemos reconocer que no tenemos nin-
guna garantía de triunfo, sino que todo depende
de la gracia de Dios.

59
La vanagloria se vuelve intrascendente si
permanecemos unidos a Dios mediante la contem-
plación serena, pues nuestro fundamento estará
en Él y ya no seremos estimulados ni sostenidos
por el reconocimiento ni la opinión que los demás
tengan de nosotros.

CONTRA EL MIEDO
El miedo es un sentimiento muy unido a la
condición humana, hasta el punto de que es el
primer estado negativo que aparece en la Biblia
(Gn 3,10).
Sin embargo, hay que aprender a convivir con
el miedo porque tiene un sentido y envía un men-
saje a la persona.

Sin cierto miedo razonable, el ser humano


tiende a ser inmoderado, imprudente, inconscien-
te y temerario; pero el miedo descontrolado pue-
de bloquear o, incluso, anular la iniciativa y la
actividad de la persona.

Con frecuencia el miedo proviene de un ideal


de perfección mal asimilado y puede indicar unas
expectativas exageradas: temor a hacer el ridí-
culo, a fallar, a no dar el nivel, a ser censurado
por los demás...

60
Generalmente, la raíz del miedo es el orgullo;
por eso, analizar reflexivamente el sentimiento
de temor puede acercar al hombre a la humildad,
a la aceptación de sus propias limitaciones, fal-
tas y debilidades. Una auténtica reconciliación
con la realidad verdadera e íntima de la persona:
“Sin duda que puedo fallar, pues no tengo por
qué poderlo todo, ni hacerlo todo bien”.

Los abades Teodoro y Lucio


se burlaron du-rante
cincuenta años de sus
pensamientos, di-ciéndose a
sí mismos: ‘Después de este
in-vierno nos vamos de aquí’.
Luego venía el ve-rano y se
decían: ‘Pasado este verano
nos mar-chamos’. Y de este
modo se vencieron estos
inolvidables padres.
(Apotegma 298)

Otro tipo de miedo tiene su origen en la in-


seguridad que siente el hombre frente a su falta
de capacidad para tomar una decisión que le vin-
cule intensamente por mucho tiempo, como el ma-
trimonio, la vocación, la profesión, etc.

61
Para aceptar según las propias fuerzas una
decisión o un compromiso que parece demasiado
largo o importante puede ayudar, primeramente,
dar un “sí” a la situación, pero no un “sí” absoluto
y definitivo que nos tense y angustie demasiado.
Contentémonos con un sí para lo actual, para este
“hoy” que es el momento presente dispuesto por
la voluntad de Dios, a quien se debe solicitar la
fuerza para un solo día, para poder vivir el pre-
sente.

No es necesario negar totalmente los pensa-


mientos negativos (infidelidad, inconstancia, de-
bilidad, etc.), pues de todas formas reaparece-
rán con más insistencia, pero esa actitud frente
al “hoy” les quita la fuerza destructiva y, aunque
no se les venza completamente, no llegan a alcan-
zar el poder de dañarnos. De esta forma, el Espí-
ritu Santo nos lleva por el camino en el que apa-
rece firme la esperanza de que Dios nos guía y
nos protege.

El abad Olimpo se permitió el


pensamiento de tomar mujer.
Para ello se hizo una mujer
de barro, la miró y se dijo:
‘Mira, esta es tu espo-sa.
Ahora tienes que trabajar
para alimentar-la’. Y trabajó
62
con más empeño. A los días
co-gió otra vez barro y se
hizo una hija: ‘Tu mu-jer ha
dado a luz. Ahora tienes que
trabajar aún más para
alimentar y vestir a la niña’.
Tras un tiempo se dijo: ‘No
puedo aguantar más’. Y
reflexionó de esta forma: ‘Si
no pue-des aguantar esta
situación, no desees más te-
ner mujer’. Y así Dios hizo
desaparecer la tentación y
consiguió el descanso.
(Apotegma 572)

En la relación con nuestros instintos y pa-


siones es conveniente pensar en ellos detenida-
mente, reconocer todas sus consecuencias e in-
tuir a qué situación nos llevarían. De esta forma
se les debilita y se disminuye la ansiedad que nos
causan.

Las fantasías sexuales, por ejemplo, no sien-


pre tienen una raíz meramente sensual, sino que
manifiestan el deseo de vivir, de entregarse, de
conseguir la unidad con el otro. Si se intenta re-
primirlas, volverán de nuevo, pero si se analizan
con todas sus consecuencias pueden llegar a con-
vertirse en un impulso hacia la vida y hacia Dios.
63
En el anterior apotegma del abad Olimpo se
aprecia como el monje admite el deseo de tener
una compañera, pero no se deja invadir por las
fantasías afectivas y sexuales, sino que confron-
ta su tentación con la realidad y pondera todas
las consecuencias: tendrá las anheladas relacio-
nes sexuales pero también deberá trabajar más,
perderá la intimidad y los momentos de fecundo
silencio, llegará agotado a su celda, etc. Una vez
analizada la situación reflexivamente, la tenta-
ción pierde su fuerza porque el monje no se for-
ja un sueño ideal, sino que plantea la realidad tal
y como sucedería si accediese a la tentación.

Por ejemplo, el problema de muchos hombres


y mujeres solteros es que proyectan una imagen
ideal y romántica del matrimonio, en la que no
tienen cabida las servidumbres, limitaciones e in-
convenientes que una relación de ese tipo supone.

Lo mismo ocurre con la vida profesional, la


fortuna o cualquier otra realidad: se envidia lo
bueno de la situación ideal creada ficticiamente
y se evita pensar en los inconvenientes. De esa
forma se crea una realidad fantástica e inexis-
tente que daña a la persona por el desasosiego
que le provoca en su interior.

64
Sé un portero de tu corazón y
no dejes entrar, sin permiso,
a ningún pensamiento. A
todo pensamiento
pregúntale: ‘¿Eres uno de los
nuestros, o de nuestros
enemigos?’. Y si es de casa,
te llenará de paz. Pero si es
de los ene-migos, te turbará
con rabia o levantará en ti la
ambición. Así son los
pensamientos de los
demonios.
(Brief 11)

Es bueno observar los instintos y los pensa-


mientos para descubrir si nos enferman o nos sa-
nan, si nos elevan o nos hunden, si nos apaciguan
o nos crispan, si corresponden al Espíritu de Dios
o no.

El gran psiquiatra y ensayista alemán C. G.


Jung afirma que en el hombre hay siempre dos
polos: miedo y confianza, amor y agresividad,
tristeza y gozo, fuerza y debilidad..., pero que,
con frecuencia, la persona se fija exclusivamente
en uno solo.

65
Yo puedo preguntar al miedo que me agobia
qué quiere decirme. Pero también puedo dirigir-
me a él con el salmo 118: “El Señor está conmigo,
nada temo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?”. Por
supuesto que este acto probablemente no acaba-
rá con mi miedo, pero puede ponerme en contacto
con la confianza que ya está oculta en mí. Porque
en mi interior no sólo hay temor, sino también
confianza, puesto que la imagen de Dios perma-
nece imborrable en mi alma y ella entiende el
mensaje de paz que le llega.

EL ORDEN ESPIRITUAL
DE LA VIDA

Un padre anciano preguntó al


padre An-tonio: ‘¿Qué debo
hacer?’. Abba Antonio res-
pondió: ‘No edifiques nada
sobre tu propia santidad, no
lamentes nada ya pasado y
ejer-cita la continencia de la
lengua y el vientre’.
(Apotegma 6)

66
l buen orden del día, la sana alternancia de
trabajo y oración, es el camino de la paz interior
y dispone al hombre en una paz profunda.
Para los antiguos espirituales, la vida espiri-
tual significaba también llevar una existencia
sana, porque a través del orden exterior llega el
monje a un orden interior.

La organización externa de la vida es de vital


importancia para los monjes. En ello reconocen si
uno está sano o no, si busca verdaderamente a
Dios o si se busca sólo a sí mismo. El orden exte-
rior crea el espacio para la transparencia y la
claridad interior.

La espiritualidad de los monjes ha creado


una cultura de la vida que se manifiesta también
en el exterior. Nada de complicados pensamien-
tos espirituales, sino costumbres bien concretas
y orientación de las tareas prácticas de la vida
para que introduzcan a la persona en el secreto
de Dios y en el secreto del hombre.

Junto al silencio y al ayuno, al control de la


lengua y del vientre, hay que unir la humildad,
que para los monjes es el camino real hacia Dios,
pues es “la mayor virtud porque ella permite al
hombre salir ileso del abismo, aunque sea peca-

67
dor como una demonio” (N 558). “Donde no hay
humildad, tampoco está Dios” (Arm II 279 A).

La humildad es la condición para tener expe-


riencia de Dios, porque si se carece de ella el
hombre puede caer en el peligro de intentar ma-
nipular a Dios y de someterle a su propio pensa-
miento personal y a su voluntad.
En la historia del monacato, el estilo de vida
sana está descrito sobre todo por san Benito.
Para él, la estructuración clara y racional de la
vida, del trabajo y de los actos cotidianos era
una fuerza decisiva para la salud del hombre. Y,
aunque Benito proyectó su Orden sólo para una
comunidad pequeña, de ahí surgió un factor de
orden para toda Europa. De estas pequeñas co-
munidades monásticas surgió una fuente de cul-
tura y civilización para todo Occidente.

Cultura es vida formada. Si un hombre orga-


niza su vida, si es él quien le da la forma que le
corresponde y le es conveniente, entonces logra
el gusto por la vida, tiene el sentimiento de que
está vivo, en vez de ser vivido por otros o por
fuerzas ajenas a él. Un estilo propio de levantar-
se, de comenzar el día, de acudir al trabajo, de
organizar las comidas... Un estilo de vida sano
necesita un ritual sano. Si no se presta atención

68
al ritmo vital, se introducen costumbres insanas
que enferman a la persona. Los rituales sanos dan
confianza, protección y claridad a la vida. Donde
ellos prevalecen se puede vivir, se puede estar.

“Junto al ansia de conquistar el mundo, está


en nosotros el ansia de ceñirnos a las formas an-
tiguas. El alma se siente bien en los ritos. Son su
fuerte morada. Aquí se puede vivir... aquí están
los platos llenos y dispuestos, aquí se sale y se
entra; dones habituales y habituales comidas. La
cabeza quiere lo nuevo, el corazón prefiere siem-
pre lo mismo.”

TENER SIEMPRE LA MUERTE


ANTE LOS OJOS

Un monje joven preguntó a


un padre an-ciano: ‘¿Por qué
siento miedo cuando voy solo
de noche?’. El anciano le
respondió: ‘Porque este
mundo tiene todavía valor
para ti.’
(Bu II, 190)

69
Un hermano preguntó al
anciano padre Ma-cario:
‘Padre, ¿cómo puedo
alcanzar la salva-ción?’. El
anciano le contestó: ‘Mira,
vete al cementerio y
menosprecia a los muertos’.
El hermano cumplió lo
ordenado, regresó y se lo
contó al anciano, y éste le
preguntó: ‘¿No te han dicho
nada?’. Él le respondió: ‘No’.
‘En-tonces continuó Macario
vete mañana y alá-balos’. Así
lo cumplió el hermano y
cuando re-gresó, el anciano
le preguntó: ‘¿No te han di-
cho nada?’. Él le contestó:
‘No’. Entonces, el anciano le
enseñó: ‘Ya ves que no te
han dicho nada ni cuando les
has insultado, ni cuando les
ha alabado. Así tienes que
ser tú si quieres alcanzar la
salvación. Sé como un
cadáver que no presta
atención ni a lo malo que
hacen los hombres ni a sus
alabanzas.’
(Apotegma 476)

70
Los monjes son conscientes de la muer-te, lo
que les hace interiormente más vivos y
presentes. El pensamiento de la muerte les libera
del miedo a la vida porque de-jan de depender
del mundo, de la salud y de la existencia; les
posibilita vivir conscientemente cada momento,
sentir que la vida es un don del que pueden
disfrutar diariamente.

Los monjes aguardan con nostalgia la parusía,


la venida de Cristo. Esta esperanza explica la
alegría que muchos de ellos sienten. El monje es
llamado “el águila que vuela alto” (Evagrio), por-
que espera al Señor y se hace libre de las preo-
cupaciones terrenas, de los juicios y de los anhe-
los de los hombres. La alegre naturalidad, la li-
bertad, la confianza y la apertura al acontecer
de la historia definen al verdadero monje que es-
pera con ansia al Señor.

Los antiguos espirituales creen que primero


se debe morir al mundo, a fin de estar preparado
para la tarea que el mundo nos pide.

Ser como un muerto no significa carecer de


sentimientos, sino dejar de existir para el mun-
do, esto es, que los afanes, los proyectos y los

71
intereses de los hombres, con su escala de valo-
res y sus juicios, no tengan ningún poder sobre
nosotros.

Vivimos al otro lado, en una realidad espiri-


tual sobre la que el mundo no tiene ningún poder,
y esto es lo que nos hace libres. Pero si nuestra
preocupación, por ejemplo, consiste en alcanzar
la seguridad material o en ser alabados por los
demás, nunca quedaremos satisfechos porque nos
volveremos insaciables a causa de nuestros te-
mores o de nuestra ansia de reconocimiento aje-
no.

Esto no significa prescindir totalmente de


nuestra necesidad de ser reconocidos, pues no lo
podemos hacer. Pero lo que sí conviene a nuestra
paz interior es no identificarnos con la alabanza
o la censura de los demás, porque es importante
que lleguemos a experimentar que en nosotros
hay una realidad diferente, una dignidad divina
que permanece por siempre, tanto si los demás
nos critican como si nos ensalzan; de ella nace
nuestra libertad.

LA CONTEMPLACIÓN
COMO CAMINO DE SANACIÓN.

72
El Espíritu Santo se
compadece de nuestra
debilidad y viene
frecuentemente a nosotros,
aunque no seamos dignos de
ello. Si nos visita mientras
hacemos oración, nos llena y
nos a-yuda a liberamos de
todo pensamiento y razo-
namiento que nos aprisiona,
y nos lleva, así, a la oración
espiritual.
(Gebet, 62)

Ten cuidado de que durante


tu oración no de-pendas de
ninguna imaginación, sino
perma-nece en quietud
profunda. Sólo entonces él,
que tiene compasión del
ignorante, visitará a un ser
tan sin importancia como tú
y te enri-quecerá con el
mayor de todos los dones, la
oración.
(Gebet, 69)

Cuando realmente oras,


surge en ti un pro-fundo
sentimiento de confianza. Te
acompa-ñarán los ángeles y

73
te descubrirán el sentido de
toda la creación.
(Gebet, 80)

La contemplación es la oración pura, más allá


de las palabras y de los sentimientos; es la ora-
ción de unión con Dios.
Para Evagrio es el mejor regalo que Dios ha
hecho al hombre, pues su dignidad se fundamenta
en que, por medio de la oración, puede unirse con
Él.

La oración es la elevación del espíritu a Dios.


En la oración, el hombre se hace consciente
de su propia naturaleza, que es participación de
la luz de Dios.

En la contemplación, según Evagrio, entramos


en el estado de la más profunda paz. Descubri-
mos en nosotros un espacio de puro silencio don-
de mora el mismo Dios. Ese espacio de descanso
en nosotros es denominado por los espirituales
“el lugar de Dios” o “visión de paz” .

En ese lugar de Dios, en el lugar de la paz, en


el interior del alma, está todo tranquilo. Allí ha-
bita solo Dios. Allí todo es santo. Allí se cierran
en el amor de Dios todas las llagas que nos ha
abierto la vida. Allí desaparecen todos los pensa-
74
mientos contra las personas que nos han herido.
Allí nuestras pasiones no tienen ya entrada. Allí
tampoco pueden alcanzarnos los hombres con sus
expectativas, con sus ideas, con sus juicios. Allí
estaremos unidos con Dios. Allí nos sumergimos
en su luz, en su paz, en su amor. Este es el obje-
tivo del camino espiritual.

El camino espiritual de los antiguos monjes


no es, pues, ningún camino moralizante, sino un
camino místico que nos introduce en Dios. Por eso
sus escritos no respiran ninguna tensión, sino
amor, atención y gozo por nuestra vocación de
unirnos a Dios con la oración. Poder orar imper-
turbablemente, sin distracciones, es lo más gran-
de que el hombre puede realizar. A esto aspiran
los monjes con todo su corazón.

Para los monjes, el fin del camino espiritual


es la unión con el Dios trino. El camino de la con-
templación lleva a la Tierra Prometida a través
de la salida de Egipto -de la dependencia del pe-
cado- y de la estancia en el desierto, donde el
monje lucha contra las pasiones. Allí experi-
menta la contemplación de las cosas, esto es, las
ve sobre su fundamento y reconoce a Dios en to-
das ellas. En el Dios trino llega el hombre a sí
mismo; allí reconoce su verdadero ser.

75
Traduciendo a nuestro lenguaje las ense-
ñanzas de los grandes espirituales, todo esto
quiere decir que la verdadera terapia de nues-
tros problemas y llagas es la oración.

Sólo cuando experimentemos que nuestra


verdadera realidad está más en lo profundo, en-
raizada en Dios, nos veremos libres de la prisión
de nuestros problemas.

Sólo seremos verdaderamente sanados cuan-


do hayamos reconocido nuestro verdadero ser,
cuando hayamos experimentado en nuestro cora-
zón que ya no sintonizamos con nuestros proble-
mas ni con nuestros miedos, sino que cada uno
está en contacto con su propio ser, con la imagen
intacta que Dios tiene de él. Y sobre este ser
espiritual no tienen ningún poder las relaciones,
los sentimientos, ni las pasiones humanas.

En la oración podemos sumergimos en ese


espacio sosegado en el que ya todo está comple-
tamente sano y en el que experimentamos una
profunda paz en medio de todas las heridas y
enfermedades.

76
LA MANSEDUMBRE COMO
SEÑAL DEL HOMBRE
ESPIRITUAL

El objetivo del camino espiritual no es la as-


cesis, ni el ayuno continuado, ni el hombre conse-
cuente, sino el hombre manso.
Evagrio alaba constantemente la mansedum-
bre como señal del hombre espiritual. Y nos ani-
ma a ser mansos como Moisés, de quien dice la
Escritura: “Era el más manso de todos los hom-
bres” (Num 12, 3).

Yo os pido que nadie ponga


su confianza sólo en la
continencia, pues no es
posible edificar una casa con
una sola piedra, ni con un
solo ladrillo terminar un
edificio. Un asceta colé-rico
es una madera seca, sin fruto
en el otoño, doblemente
muerta y desarraigada. El
hombre irascible no verá la
aurora naciente, sino que irá
allí de donde no se vuelve,
tierra oscura y de tinieblas,
donde no brilla ninguna luz
ni se puede ver ningún
77
viviente. La continencia so-
mete sólo al cuerpo; la
mansedumbre descubre al
intelecto.
(Evagrio)
Evagrio habla constantemente de que la as-
cesis sola no es suficiente en el camino espiri-
tual. Lo decisivo es la mansedumbre. Ella es la
que cambia el corazón del hombre y le hace
abierto a Dios: “La continencia sola se parece a
aquellas vírgenes necias que fueron excluidas del
banquete de bodas, porque se les acabó el aceite
y se les apagaron sus lámparas”. Y también: “A-
quel que se priva de la comida y de la bebida, pe-
ro en cuyo interior se agita un enfado injustifi-
cado, se parece a un barco en medio del mar pilo-
tado por el demonio de la ira”.

La mansedumbre es la fuente del conocimien-


to de Cristo, porque sin mansedumbre, por más
que uno lea la Biblia y lleve una vida austera, no
entenderá nunca el misterio de Cristo, ni se dará
la verdadera contemplación.
Escribe Evagrio a Rufino: «Estoy convencido
de que tu mansedumbre es para ti la causa del
mayor conocimiento, pues ninguna virtud atrae
tanto la sabiduría como la mansedumbre, por la
cual fue alabado Moisés, diciéndose de él que era
el más manso de todos los hombres. También yo
78
pido llegar ser y a ser llamado con verdad discí-
pulo del Manso. ”

La mansedumbre es también señal de que


hemos entendido a Cristo y de que le seguimos.
Un hombre manso atrae a muchos. No tiene
que convencer de la verdad de su fe a los que
profesan otra creencia. No necesita evangelizar-
los porque su mansedumbre es testimonio sufi-
ciente de Cristo; quien se encuentra con su man-
sedumbre, se encuentra con Cristo y por esto le
reconocerá.
Mansedumbre y misericordia son los crite-
rios de la auténtica espiritualidad. Si miramos y
enjuiciamos con estos criterios las actuales for-
mas de devoción, reconoceremos fácilmente qué
tipo de piedad surge del miedo a las sombras, y
cuál del espíritu de Jesús. Sólo cuando el hombre
se hace manso y trata con misericordia a los de-
más demuestra que su espiritualidad es según
Cristo.

Todas las demás formas pueden revestirse


de espiritualidad, pero proceden del espíritu del
propio miedo y de la represión de las pasiones.

79
Los antiguos monjes desarrollaban una espi-
ritualidad que respondía al verdadero espíritu de
Cristo.

VISIÓN GLOBAL

Los dichos de los padres y los escritos de los


antiguos monjes podrán parecer hoy unos plan-
teamientos desfasados y extraños, pero si lo-
gramos descubrir la sabiduría que se oculta en
sus palabras, no los dejaremos pasar sin más.

Son un auténtico tesoro, no sólo para la vida


espiritual, sino también para la psicología, que
allí encuentra, en un lenguaje distinto, lo que ella
ha elaborado trabajosamente a lo largo de los
últimos años.

La diferencia con la moderna ciencia psico-


lógica está en que los monjes han vivido lo que di-
cen y no reproducen modelos teóricos. Las pala-
bras son inútiles si no se viven.

80
Lo que nosotros podemos aprender de los
monjes es la nostalgia de Dios. Esta añoranza es
la que les obligaba a ir al desierto para luchar
contra las pasiones, y a soportar fielmente la as-
cesis. Los monjes tienen ansias de experimentar
a Dios, de unirse con Dios, de vivir en Dios la
plenitud de todo deseo, de la verdadera felici-
dad.
Para ellos Dios es sencillamente “la reali-
dad”, “aquello que existe realmente”, no sus pro-
pias fantasías o las historias virtuales elabora-
das por un corazón herido por el pecado. Ya han
gustado algo de Dios y no descansan hasta encon-
trarle.

Es la voz de la primitiva Iglesia la que nos


dice en los monjes:

«Ora siempre, ya que sólo la


oración te hace hombre completo y,
sólo a través de ella, descubres tu
plena dig-nidad. La oración profundiza,
de una manera especial, tu amor a
Dios que se hará cada vez más fuerte,
hasta el día en que tú mismo
contemples lo que has deseado tanto
en la oración»
(Bamberger, 83s).

81
El camino hacia Dios tiene como fundamento
nuestra propia realidad.
La enseñanza de los monjes es una espiritua-
lidad desde abajo, una piedad que tiene la valen-
tía de contar con todo lo que hay en nosotros, in-
cluidas nuestras sombras, y dirigirlo todo a Dios.
Ellos nos invitan al camino de la humildad por el
que, abajándonos a nuestra realidad, ascendemos
a Dios por medio de Jesucristo.
Para el apóstol Pablo también es éste el ca-
mino: sólo el que desciende primero, puede luego
ascender a Dios (Ef 4, 9s) para que Él nos trans-
forme en la imagen de Cristo, que es la imagen
que Dios ha hecho de cada uno de nosotros.

Todo el trabajo de los monjes no pretende


otra cosa que hacer aparecer verdaderamente en
el mundo la única y verdadera imagen de Dios,
hacer que resuene la palabra concreta que Dios
nos dirige a cada uno de nosotros.

La razón fundamental por la que los monjes


invitan a la ascesis es la dignidad concreta de
cada persona, formada de una manera tan espe-
cial por Dios y a la que Dios dirige de un modo
tan personal y distinto su palabra de vida.

82
83
84
REDIRE AD
COR
(Retornar al corazón)

EL CAMINO DE SAN BENITO

85
SAN BENITO
DE NURSIA

Nació hacia el año 480 en Nursia (centro de


Italia). Siendo joven fue a estudiar a Roma, que
por aquel entonces se hallaba sumida en un caos
de corrupción y degeneración moral. Asqueado
por esta realidad, Benito abandonó sus estudios
y se retiró a la soledad, uniéndose, primero a una
comunidad de monjes en Enfide de la que debió
huir cuando quisieron envenenarlo. A continua-
ción se escondió durante tres años en una cueva
junto al pueblo de Subiaco, cerca de Roma.
Aquella cueva fue como el seno materno don-
de experimentó un nuevo nacimiento, el cual es-
tuvo acompañado, como es normal, de dolores y
aprietos. Primero descubrió su propia verdad, su
lado oscuro, sus temores... Fue tentado por los
demonios, esto es, por las imágenes de pasiones e
impulsos que amenazaban su paz interior.
A partir de ahí se convirtió en un guía espi-
ritual al que acudieron muchos en busca de
consejo.
San Benito elaboró la Santa Regla por la que,
a través de los siglos, se han conducido miles de
hombres y mujeres en su búsqueda de Dios.

86
MUCHOS SENDEROS,
UN SOLO CAMINO.

Un hermano preguntó a un
anciano: ‘¿Qué es un
monje?’ Y el anciano le
respondió: ‘Monje es aquel
que cada día se pregunta
¿qué es un monje?’.
(Apotegma)

“Cada día me digo: hoy


comienzo.”
(San Antonio)

“Si el contemplativo se retira del mundo, no


es porque deserte de él o de sus hermanos: per-
manece enraizado con todo su ser en la tierra en
que ha nacido, cuyas riquezas ha heredado, y cu-
yas preocupaciones y aspiraciones ha intentado
asumir. Es para recogerse más intensamente en
la fuente divina, donde se originan las fuerzas
que impulsan el mundo hacia adelante, y para
comprender a esta luz los grandes designios del
hombre. En efecto, es en el desierto donde, con
frecuencia, es acogida por el alma la inspiración
más alta. Allí es donde Dios moldeó a su pueblo;
allí donde, después de su falta, lo ha conducido
“para seducirlo y hablarle al corazón” (Os 2,16).
87
Es también allí donde el Señor Jesús, tras haber
vencido al diablo, desplegó todo su poder y
prelu-dió su victoria de Pascua.
¿No es precisamente de una experiencia aná-
loga de donde debe renacer y renovarse en cada
generación el pueblo de Dios? El contemplativo
que por vocación se ha retirado a este desierto
espiritual, tiene la impresión de haberse
estable-cido en las fuentes mismas de la Iglesia:
no le parece que su experiencia sea esotérica,
sino más bien típica de toda experiencia
cristiana. Sabe reconocerse en las pruebas y
tentaciones que asaltan a los cristianos.
Comprende estas pe-nas y discierne su sentido.
Conoce toda la amar-gura y angustia de la noche
oscura, pero sabe también, por la historia de
Cristo, que Dios vence a la muerte”.
Papa Pablo VI, en su alocución
al Sínodo de Obispos de 1967

D
esde los comienzos la Palabra de Dios llama a
cada uno, lo rodea de una forma particular y lo
consagra a un servicio determina-do,
recreándolo. La Palabra está siempre al prin-cipio
de toda vida cristiana; causa una turbación
profunda y lo cuestiona todo.

88
Los monasterios son lugares proféticos, anti-
cipación del mundo consumado, anuncio constante
de un universo llegado a su plenitud, lleno sólo de
la caridad y la alabanza de Dios.

SCHOLA CARITATIS.
ESCUELA DE AMOR.
“Una escuela del servicio del Señor” ; así
ofrece san Benito su Regla a sus discípulos.
En efecto, no es un conjunto de costumbres
y preceptos a observar, sino una vida que ha de
ser vivida. Los consejos que da Benito son puntos
de referencia sobre un camino que él mismo ha
recorrido antes, guiado por la experiencia y pru-
dencia adquiridas en la vida diaria, y que ha ela-
borado poco a poco para que esa vida de fe se
transmita a los discípulos en el futuro; camino de
conversión del corazón y de la intimidad divina,
en la humilde caridad. Camino hacia el renaci-
miento en el Espíritu que Jesús le descubre a
Nicodemo. Haz esto y vivirás.

Los monjes establecen una escuela de cari-


dad, Schola caritatis , donde no se da retórica, ni
ciencias profanas. La enseñanza es la vida misma;
y el maestro ha de ser un hombre que favorezca
el encuentro, un experto en los caminos divinos,
89
encargado de convertir los corazones al Verbo y
de descubrir a sus discípulos el arte de buscar a
Dios.

Conocerse a sí mismo y conocer a Dios es


toda su ciencia. Se trata de mostrar la miseria
del propio corazón y la herida del pecado dentro
de la tierna compasión de Dios, para ser purifi-
cado por completo y recibir el corazón manso y
humilde de Jesús.

Conociendo por experiencia el gran amor con


que lo ha amado el Padre, el corazón del monje se
hace capaz de la caridad misma de Dios, y des-
borda de su dulce piedad que se extiende a todos
los hombres.

El camino está trazado. Es el que Jesús si-


guió: “Cristo sufrió por nosotros, dejándonos e-
jemplo para que sigamos sus huellas” (1P 2,21).
Jesús se rebaja y asume en todo nuestra condi-
ción a fin de exaltarla por su obediencia y resti-
tuirla a su belleza original. Los monjes de la Edad
Media tenían constantemente ante sus ojos este
rasgo de la vida de Jesús. Lo meditaban y rumia-
ban en su corazón para asumirlo y aprender a vi-
vir de él. ¿No es Jesús la Verdad y la Vida?
LA HUMILDAD EN EL AMOR
90
Siguiendo a Jesús, ¿cómo no va a encontrar
el monje en la humildad y la obediencia su am-
biente vital, la tendencia progresiva de su cora-
zón?

No es fácil el camino de la humildad, sino que


está sembrado de trampas. No es humilde quien
quiere.
Sutiles y ambiguos, nuestros actos de hu-
mildad, nuestros esfuerzos por ocupar el último
lugar pueden llegar a engañamos.

En verdad, la humildad no se posee ni se


compra, ni siquiera al precio de nuestra buena
voluntad.
La humildad es el estado de un corazón to-
cado por la gracia, herido por la ternura de Dios.
Es el fruto del encuentro del hombre lastimado
con la dulce piedad de Dios.

Aquel en quien se posó un día la mirada de


Jesús, ha conocido su miseria y, al mismo tiempo,
el perdón de su Dios. Desde ese momento, con el
corazón deshecho, el que antes estaba apegado a
sí mismo se vuelve y se arroja en las entrañas de
misericordia para hacer allí su morada.

91
Confesando su pecado y el amor del Señor,
se descubre y se reconoce pobre y sin recursos;
y liberado de sí mismo, se vuelve compasivo con
sus hermanos, a imagen de Jesús.

Acordándose de las maravillas que el Señor


ha hecho por él, sabe que todos, sean quienes
sean, están envueltos por el mismo amor de Dios;
en la mirada que Dios posa sobre ellos descubre
él su verdadera belleza y dignidad. Se hace ca-
paz de amar.

Los monjes antiguos guiaban de esta forma a


sus discípulos hacia el conocimiento propio, que
es el pórtico de la humildad y el primer paso de
toda conversión. En adelante, con el corazón re-
novado, el monje se entregará con toda natura-
lidad a las obras humildes. Más exactamente,
todo lo que emprenda lo hará en la humildad. Le
gustará estar al servicio de todos pasando desa-
percibido, pues para él Dios es todo.
Sus gestos y comportamiento traducirán
simplemente el estado de su corazón, tal como
san Benito lo describe al final de los grados de
humildad: “Lo que antes hacía no sin aprensión,
comienza a llevarlo a cabo sin trabajo, como na-
turalmente y por costumbre, por amor a Cristo.”

92
EL CORAZÓN PURIFICADO
POR LA PALABRA
Antes de que la Palabra de Dios pueda dar el
fruto necesario en nosotros y llegar a conver-
tirse en oración, conviene que habitemos el lugar
profundo que nos ha sido dado para acogerla: es
preciso que retornemos a nuestro corazón.

REDIRE AD COR : retornar al corazón. Los


antiguos Padres repetían incansablemente esta
frase a los novicios.

En la maduración de la fe hay que descubrir


el órgano interior que nos permite entrar en con-
tacto con Dios. La Biblia da a ese lugar interior
el nombre de CORAZÓN , que es EL LUGAR DE
DIOS EN NOSOTROS.

¿Cómo hacer que brote el arrepentimiento o


el amor sin que Dios mismo intervenga y me haga
reencontrar, sumergido en lo más profundo de mí
mismo, ese lugar en el cual quiere revelarse a mí:
mi corazón ?

En efecto, en cada hombre existe un lugar


donde es tocado por Dios, y donde él mismo está
en incesante contacto con Dios, por el hecho mis-
mo de que Dios nos conserva cada instante en la

93
existencia, es decir, porque ininterrumpidamente
salimos de sus manos.

El lugar donde se realiza de forma perma-


nente ese contacto creador entre Dios y yo, me
permitiría casi hasta tocarle, si llegara a dirigir
la mirada de mi espíritu exclusivamente a ese
punto del contacto divino, al lugar de encuentro
con Dios en mí.
Algunos místicos hablan de ese lugar como de
un abismo vertiginoso que nos atrae incesan-
temente, por lo que siempre sentimos el vértigo
de Dios.
De ese lugar no sólo salimos de las manos de
Dios como criaturas, sino que allí somos engen-
drados como hijos. En lo más hondo de nosotros
mismos resuena un eco divinamente poderoso y
eficaz del nacimiento de Cristo, en el que parti-
cipamos por la gracia. Cuanto más me recojo en
este abismo abierto en lo más íntimo de mí mis-
mo, más me sumerjo en la vida divina que de él
fluye y más esperanza tengo de que Cristo, que
vive allí, me atraiga y me lleve al seno del Padre
de quien tengo todo mi origen.

94
LA ORACIÓN QUE NO CESA
En este lugar de Dios en mí está también el
lugar de la oración; una oración incesante mucho
antes de que yo sea capaz de conocer su exis-
tencia o de interesarme por ella. No soy yo quien
ora, sino el Espíritu Santo que no cesa de orar
allí con gemidos inefables (Rom 8, 26).

Esta oración es el tesoro de mi corazón. Te-


soro en verdad escondido en lo más profundo de
mi ser, cuyo acceso está provisionalmente obs-
truido por una multitud de realidades que me
distraen, que me llaman y solicitan fuera de mí
mismo. Pero, aunque les responda y las prefiera a
ellas, no soy capaz de perder totalmente el con-
tacto con el fuego ardiente que se encuentra
dentro de mí en estado latente.
La oración me es dada antes de que yo co-
mience mi búsqueda; es una realidad previa ante-
rior a todos mis esfuerzos.
Desde el momento en que recibí la vida de
Dios en mí, en el bautismo, la oración quedó de-
rramada en mi corazón, junto con el Espíritu
Santo que me fue dado (Rom 5, 5). Ella mora allí.
El Espíritu Santo intercede desde lo más profun-
do por mí; allí celebra una liturgia incesante y se
eleva ante Dios.

95
Por lo tanto, vivir en estado de gracia signi-
fica, a nivel profundo, vivir en estado de oración .
Todo mi trabajo consiste en que pase de ser in-
consciente a consciente. Nada más. Tengo que
dejarme envolver por ella desde dentro, a fin de
poder unirme a ella, acogerla y dejarme llevar
continuamente por ella.

Nuestro camino no tiene otro objetivo que


despertar el corazón y hacerlo sensible a la ora-
ción que lleva en sí.

SER CONDUCIDO
POR EL ESPÍRITU
El hombre es llamado a entrar en sí mismo y
a reencontrar su corazón para descubrir allí las
huellas de la vida de Dios y contemplar el amor,
en un reposo o quies que no podrá ser turbado
por nada.

La Palabra de Dios tiene el poder de desper-


tar el corazón, de hacernos conscientes del
esta-do de oración que hemos recibido
previamente del Espíritu Santo. La fuerza que
habita en la Palabra es capaz de hacernos
sensibles a la vida de Dios que ya se encuentra
en nosotros.

96
Madurando la Palabra el hombre se encuen-
tra abierto a la fuerza de Dios; la misma Palabra
se hace oración en él, palabra que dirige al Se-
ñor.
Los Salmos son una palabra que Dios pone en
labios del hombre para que pueda invocarle de
forma infalible: la Palabra de Dios, convertida en
oración, sale del salmista tras haber recreado su
corazón, para volver a Dios.

LECTIO DIVINA
(Lectura divina)
Es cierto que Dios viene a nuestro encuentro
desde dentro de nosotros mismos; sin embargo,
este acontecimiento divino sólo despierta y se
activa por hechos exteriores a nosotros: deter-
minadas personas, esperanzas, fracasos, caídas,
pruebas... Todos estos acontecimientos reciben
su sentido y son iluminados por la Palabra de
Dios, a cuya luz verdaderamente creadora nace
en nosotros nuestro ser más profundo, que es
nuestro corazón viviendo según Dios.

La Palabra me ha creado y me mantiene en la


vida. De ella nazco sin cesar y me acompaña para
siempre (Sal 118,105).
97
La lectio divina (lectura divina) no es una
lectura cualquiera, erudita o profana, ni tan si-
quiera es sólo una lectura piadosa o espiritual. Si
se llama divina es porque sale de la boca de Dios.
Es Él quien toma la iniciativa y va en busca de
alguien concreta y personalmente.
“Que el sueño te sorprenda siempre
con un libro, y que tu cara, al caer
dormida, sea recibida por una página
santa” (san Jerónimo).

LA PALABRA DESPIERTA
EL CORAZÓN
El poder que obra en la lectio divina y en la
oración, y el nuevo ser que nacerá de ellas, per-
tenece exclusivamente a la Palabra de Dios
El esfuerzo no corresponde en primer lugar
al hombre, como tampoco le pertenecerá el re-
sultado.

La Palabra de Dios tiene apariencia de pala-


bra humana, pero la fuerza que la anima es divina
y puede crear todas las cosas nuevas en el oyen-
te que es alcanzado por ella.
En primer lugar toca el corazón, que es don-
de ante todo debe actuar, porque este es su do-
minio y el único órgano capaz de escuchar la Pa-

98
labra como es en verdad, pues el corazón del
hombre es el lugar de Dios.

Por lo tanto, es imprescindible aprender a


leer con el corazón, pues siempre habrá un mo-
mento en que ni nuestra razón, ni nuestra imagi-
nación consiguen avanzar hacia este lugar. Ya no
valdrán diccionarios ni conocimientos, sino que la
persona permanecerá en una espera llena de res-
peto y amor, vaciada de todas sus facultades in-
teriores, para que el poder de la Palabra de Dios
pueda irrumpir como un relámpago, como una
fuerza vital capaz de transformar a quien se
presta a ello.

Ese fulgor requiere tiempo de perseverancia


y humilde paciencia. Esta actitud no es siempre
cómoda, porque quien intenta perseverar en ella
se va introduciendo en un desierto interior. No
sabe hacia dónde volverse. No tiene ningún punto
de referencia, salvo un dulce presentimiento que
le viene ya del Espíritu Santo.
Aunque la tentación de usar los propios me-
dios siempre está presente, es conveniente per-
manecer a la espera, poniendo toda la confianza
en el poder de Dios que está presente en la Pa-
labra y en su amor.

99
Al final de todo resulta que nuestro corazón
era el lugar de Dios.
Dios estaba allí y no lo sabíamos porque
nuestro corazón dormitaba.

La vida de Dios, que está en su Palabra, al


golpear nuestro corazón ha hecho vibrar en él el
eco de su propia vida. Ha penetrado en nuestro
corazón, y él ha captado la Palabra. Ambos se re-
conocen mutuamente. Nuestro corazón se siente
como un ser nuevo, recreado ante Dios en la
fuerza de esa misma Palabra.

En adelante las cosas ya no serán exacta-


mente igual. Se acaba de franquear un umbral
decisivo. En ese momento se nos da otra sensi-
bilidad, un nuevo criterio de discernimiento.

Habiendo reconocido una vez la fuerza de


Dios en la Palabra, somos capaces de reconocerla
de nuevo cuando se hace sentir, como seremos
capaces en delante de percibir su ausencia.

Para san Benito la Sagrada Escritura es una


palabra que el Dios presente nos dirige hoy a
cada uno de nosotros de una forma particular y
personal. Mediante su Palabra desea iluminar pa-
ra nosotros los acontecimientos y sucesos con-

100
cretos de cada día y hacer que podamos expe-
rimentar su presencia de manera nueva en medio
de nuestra vida cotidiana.

La Palabra de Dios no se limita a indicar lo


que debemos hacer, sino que nos transforma y
realiza en nosotros lo que significa. Ella ayuda a
no sucumbir ante la prueba, ni a amargarse fren-
te a la exigencia. Quien se deja interpelar con-
tinuamente por la Palabra, ella le va transfor-
mando, le libera poco a poco de su narcisismo, de
sus temores y le llena del Espíritu de Dios. La
actitud adecuada es dejarse cambiar por el Dios
presente y familiarizarse con el amor de Cristo.

Para san Benito, lo decisivo no es lo que no-


sotros podamos hacer, sino que nuestra vida esté
abierta a Dios.

101
LA ASCESIS
La ascesis, fundamentalmente, no es más que
nuestra participación ya desde ahora en el miste-
rio pascual de Jesús.

Todo camino ascético nos introduce de algu-


na forma en la Pascua de Jesús, y permite que la
fuerza pascual se abra camino a través de nues-
tro cuerpo, para transfigurarlo poco a poco a su
imagen y semejanza.

Precisamente para llevar a cabo nuestra sal-


vacion, Jesús tuvo que tomar un cuerpo. Se en-
carnó en este medio corporal, tan nuestro, para
enfrentarse allí con las fuerzas del pecado y
triunfar sobre ellas (Ef 2,14-15).

También en nuestra carne, y gracias a Jesús,


debe amortiguarse el pecado para que triunfe
progresivamente la potencia vital de la que se
nos ha confiado un germen en el bautismo

Cada práctica ascética nos permite entrar de


un modo determinado en el misterio pascual del
Señor, y progresar también de una forma muy
concreta en la vida de Jesucristo que debe
manifestarse en nosotros.

102
En este sentido, cada forma de ascesis está
cargada de una eficacia particular en un terreno
preciso, aunque todas tienden por igual a hacer
crecer la vida de Jesucristo, cuya fuente está en
lo más profundo de nosotros.

Sólo hay una ascesis que Cristo espera de


sus discípulos: la única capaz de promover verda-
deramente la vida del Espíritu Santo en los cora-
zones. En efecto, hay una distancia insalvable
entre cualquier esfuerzo humano y el don de la
gracia que se nos concede únicamente en Jesu-
cristo de forma puramente gratuita. Esta es la
base fundamental de toda experiencia cristiana,
sin la cual sería únicamente una imitación de éti-
ca o de mística paganas.

Dios no se da en la medida de nuestros es-


fuerzos. No ha venido para los justos, sino para
los pecadores (Lc 5,32). No sabe qué hacer con
nuestras pretendidas virtudes. Busca, ante todo,
nuestra debilidad, para que su fuerza pueda de-
sarrollarse allí sin límites de ninguna clase (2Co
12,9).

Todo esfuerzo ascético debe ser realizado


en Jesucristo. Y esto quiere decir primeramente
en su seguimiento.

103
Es sorprendente constatar que todas las
formas de ascesis que han practicado espontá-
neamente los monjes a lo largo de su historia,
son las mismas que Cristo cultivó en un momento
u otro de su existencia terrena. Fue perfecta-
mente obediente en todo hasta la muerte, vivió
en el celibato, no quiso tener un lugar propio
donde reclinar la cabeza, conoció el ayuno in-
tenso, se retiraba frecuentemente a un lugar de-
sierto para adelantarse al día o pasar noches
enteras en oración...

La vivencia ascética del monje saca su fuer-


za de la que Jesús depositó allí cuando prac-
ticaba los mismos actos durante su existencia
terrena. El monje reproduce los signos ascéticos
mirando a Jesucristo, quien les concedió la fuer-
za que contienen. La última esperanza del monje
no es realizar un acto ascético concreto, sino
encontrarse con su Señor de cuya presencia no
tiene ninguna duda.

Todo esfuerzo ascético cristiano debe ago-


tarse hasta un cierto fracaso antes de ser to-
mado de nuevo por la fuerza de Jesús, puesto
que la ascesis evangélica es una ascesis de po-
bres y de debilidad.

104
Este punto muerto del agotamiento era de-
signado a veces por los Padres antiguos con el
nombre de acedia . Es una situación temible de
tentación que puede provocar la desesperación.
El monje, en algunos casos, puede llegar a revol-
verse contra sí mismo o contra Dios.

Cada uno de nosotros, en efecto, posee en


sus estructuras sicológicas un tejido más vulne-
rable que los otros, una posibilidad de ruptura. Si
una prueba pone en tela de juicio incluso nues-
tro modo habitual de comportarnos y de estar
ante Dios y ante los demás, es normal que nos
alcance hasta el núcleo más profundo de nuestra
debilidad. No obstante, también en este punto de
extrema flaqueza interviene Dios para salvar-
nos.

La ascesis cristiana debe conducir obligato-


riamente al quebrantamiento del corazón, ese
punto muerto a partir del cual el poder de Jesús
puede trabajar y desplegar su gracia pascual,
realizando así, en el abajamiento y la humildad
del fiel, maravillas que escapan totalmente a su
pobre esfuerzo.
No deberíamos hablar, por tanto, de proezas
ascéticas, sino de maravillas y de verdaderos mi-
lagros; es el único término conveniente cuando se

105
trata del resultado de la ascesis cristiana, ya sea
el celibato, el ayuno o la obediencia.
Dios lo realiza un día, de forma inesperada,
en el hombre que, por propia experiencia, sabe
que abandonado a sus solas fuerzas naturales,
esta lucha está fuera de su alcance. Su vocación,
como la de todo bautizado, es prestarse humil-
demente al milagro, con la alegría de un corazón
contrito, pero que espera confiadamente en el
amor de Dios.

Aquí se halla el sentido original y autén-


tico de la palabra “ascesis”, que quiere decir
ejercicio, entrenamiento, preparación.

¿Para qué, entonces, se ejercita uno en la


ascesis? ¿Desarrolla, acaso, sus propias fuerzas
para saber hasta qué punto es capaz de sacrifi-
carse?
A lo que es llamado realmente el asceta es a
ejercitarse en la gracia de Dios. Lo que importa
es admitir la propia debilidad y conocer la gracia,
presentirla y discernirla correctamente, tal co-
mo nos es dada en el momento presente, porque
si es Dios quien llama, no fallará.
Vivir en la gracia de Dios es estar atento en
cada instante al impulso interior del Espíritu que
llama en tal o cual dirección y concede cierta me-

106
dida de gracia en el camino de la adhesión a Je-
sús en su misterio pascual.

Con frecuencia nos quedamos cortos valo-


rando la medida de la gracia que Dios nos ofrece,
cuyo brazo jamás se muestra débil cuando se
trata de milagros (Is 59,1); siempre está dis-
puesto a renovar sus maravillas ante su pueblo.

EL TRABAJO
DE LA OBEDIENCIA

“La voluntad propia levanta


un muro entre Dios y
nosotros.”
(Poimén, 54)
La propia voluntad mantiene un lamentable
muro entre nosotros y nuestro corazón profundo,
el lugar donde Dios está en nosotros y que, habi-
tualmente, escapa a nuestro conocimiento.

Uno de los motivos que nos lleva a estar fue-


ra de nosotros mismos es la gran cantidad y va-
riedad de deseos e impulsos que tenemos, los
cuales forman una especie de caparazón que nos
separa de nuestro ser más profundo; nos requie-
ren, nos distraen y nos impiden descender a no-
sotros mismos para identificarnos con nuestra
107
parte más íntima que vive ya en armonía con Dios,
en su presencia, aunque seamos completamente
ajenos a esta realidad.

Quien acepta la invitación a renunciar a las


denominadas por los antiguos espirituales “volun-
tades propias”, se hace disponible para escuchar
un deseo mucho más íntimo en él, el que lo cons-
tituye desde la raíz de su ser: el deseo de Dios y
de su voluntad. Hacerse amorosamente conforme
con esa voluntad divina es la oración verdadera.

El camino real del abajamiento condujo a


Cristo a la obediencia, y una obediencia hasta la
cruz. Por eso, el monje, discípulo de quien no vino
a hacer su voluntad sino la de Aquél que lo envió,
hace profesión de obediencia.

En la actualidad, el camino de la obediencia


resulta sospechoso, y al igual que sucede con la
humildad, para llegar a entenderla verdadera-
mente, hay que situarla en la gracia pascual de
Jesús.
Para seguir a Jesús en su estado de obedien-
cia es preciso arriesgarse hasta la muerte onto-
lógica de uno mismo, entrar con todo el ser en el
misterio de su muerte y resurrección.

108
No se trata, en primer lugar, de simples ór-
denes o mandatos que hay que encajar, se quiera
o no. Consiste en tomar la condición de servidor
en la oblación de uno mismo y hacerse, de este
modo, “obediencia”.

La tradición monástica no se ha engañado al


decir que la obediencia no ha de ofrecerse sólo
al abad, sino que los hermanos deben obedecerse
también unos a otros. No se dirige, pues, sola-
mente a los superiores jerárquicos. Es una dispo-
sición del alma, que se expresa espontáneamente
ante el primero que llega. Supone poner a dispo-
sición el propio deseo, hasta someterse al deseo
de otro.
Para comprender bien tal obediencia hay que
mirar siempre a Jesús, quien lejos de reivindicar
su derecho de ser igual a Dios, tomó la condición
de siervo y vino a cumplir la voluntad del Padre
(Hb 2,6). Sometió su voluntad y su deseo al de-
seo del Padre, hasta el punto de ser él mismo
nada más que la voluntad del Padre.

Es difícil comprender esta comunión del Pa-


dre y del Hijo. Conocemos mucho mejor los bino-
mios dueño-esclavo, dominador-explotado. Se a-
caba pensando en Dios según la imagen de un
tirano.

109
Ahora bien, entre Jesús y el Padre sólo exis-
te la lógica del amor. La voluntad del Padre no es
capricho ni dominación; es deseo de amor, desig-
nio de redención, entrañas de misericordia y
ternura.

La obediencia de Jesús está lejos de ser


aplastamiento; es comunión, adhesión y partici-
pación en el mismo deseo, amor de esta volun-
tad.

El Padre y el Hijo tienen pasión por el hom-


bre y se reconocen en la misma obra. Los une el
abrazo, el beso mutuo. Si Jesús se entrega en
cuerpo, alma y espíritu, es porque no tiene mayor
alegría ni otra libertad que unirse a aquel a quien
ama según el deseo más profundo de su corazón.

El paso dado por Jesús rompe para siempre


el lazo que encadena al amo y al esclavo. Abre
una brecha en el círculo infernal en el que la víc-
tima se convierte en verdugo y el explotador en
explotado. En esto consiste el carácter subversi-
vo del mandamiento nuevo. Jesús inaugura otro
camino y nos muestra las costumbres del Reino.
En adelante la víctima, perdonando a su verdugo
lo llama hermano; el esclavo ama a su dueño y le
da la paz; el amo reconciliado se arrodilla, y el

110
enemigo que ha venido a golpear conoce la dulzu-
ra de un beso de amistad. “En esto se conocerá
que sois mis discípulos” (Jn 13,35). En el Evan-
gelio ya no queda lugar para otra lucha; sólo cabe
esta estrategia del amor. Entonces todo puede
ser posible.

Poniendo su vida en las manos de un hombre,


su superior, y comprometiéndose a vivir como
hermano, el monje se abandona a Dios. Como Je-
sús, ya no tiene otro lugar donde ofrecer esta
obediencia al Padre sino a través de la monotonía
cotidiana, de las tareas concretas, de la pesadez
de la vida común y la usura de la rutina.
Intentará convertirse en testigo de un mun-
do nuevo, el de la caridad fraterna, cuyo lengua-
je es la obediencia mutua.

En adelante, para obedecer ya no necesita


esperar una orden. Su disposición, mucho más
profunda, lo pone sin cesar en condición de obe-
diencia. El monje está en estado de obediencia,
como se habla de estar en estado de gracia. Toda
relación y toda situación se aborda con ese mis-
mo estado de alma: una actitud y una libertad
que le hace captar lo real, acoger con benevolen-
cia a cada hermano y sus deseos.

111
A lo largo del día encuentra mil ocasiones de
ceder paso al deseo del otro, de escuchar y
aceptar la opinión de su hermano, para captar
esa parte de verdad que tiene el otro e intentar
unirse a él por encima de las diferencias.

En los trabajos y servicios cumple su tarea


sin intentar imponer sus métodos ni opiniones;
simplemente, prefiere adherirse al proyecto de
sus hermanos. Y en alguna ocasión extraordina-
ria, cualquier día, le será preciso asentir mucho
más profundamente al deseo del otro. Quizá sea
la orden extraña de un superior, la incomprensión
de los hermanos, el abandono de una obra em-
prendida, una injusticia descarnada, un desprecio
absurdo… Cada vez habrá que dejarlo todo para
seguir a Jesús allí donde no se quería ir.

Tal obediencia aparecerá a los ojos del mun-


do como aniquilación, sumisión servil o abuso de
autoridad. Los ojos de la fe disciernen otra vo-
luntad en la orden impuesta, aunque pueda ser
capricho, error o injusticia: “No tendrías poder,
sino te hubiera sido dado de arriba” (Jn 19,11).
El monje lo convierte en ocasión para entrar
en el deseo del Padre. Puede sentirse abrumado,
pero está al servicio de otro designio, y, en el
fondo, él es el verdadero vencedor.

112
Ahí, en la turbación y la humilde fidelidad,
con sencillez, sin llamar la atención, conquista su
prodigiosa libertad, según la medida de su alma:
“Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt
23,69).

De tal forma, el hombre herido por las di-


visiones y por su voluntad de poder queda curado
por el trabajo de la obediencia. Es una escuela de
caridad donde trabaja el Espíritu Santo que
corrige la inclinación del alma dolorida y replega-
da sobre sí misma, y desprende lo más profundo
del corazón de las falsas necesidades y de las
seguridades engañosas, para abrir un camino al
soplo de vida, al deseo de Dios.

Este seguimiento de Cristo en la humildad y


la obediencia, se presenta al monje como una lu-
cha en la cual creerá quedar sin fuerzas, asus-
tado por la pobreza de sus medios.
Agotados pronto sus primeros impulsos gene-
rosos, el monje aprende cuánto cuesta abando-
narse al toque del Espíritu Santo. Cuando parece
vencido en este combate desigual, el mismo Espí-
ritu toma el relevo y llega a ser en él la fuerza
operante, el dinamismo de su caminar.
Tal es el fin de la ascesis.

113
El monje, de tal forma vencido, no tiene más
recurso que abandonarse al poder del Espíritu,
que en adelante realizará el trabajo y le condu-
cirá al reposo de Dios. Ponía la confianza en sus
propios recursos, y resulta que le era preciso
desprenderse de ellos. Por el abandono de la
obediencia, el Espíritu Santo llevará a cabo en él
la obra de Dios.

SILENCIO
El buen discípulo es un hombre de escucha.
El silencio aumenta la sensibilidad para es-
cuchar la palabra interior que el Espíritu Santo
no deja de pronunciar en el corazón.

El silencio sólo tiene sentido si se produce


para preparar un espacio donde Dios pueda ha-
cerse oír sin ningún ruido de fondo ni interfe-
rencias.

El silencio se impone de dos modos: o bien


procede de nuestra pobreza, o brota de la ple-
nitud.
Frecuentemente, el silencio viene de la pro-
pia indigencia. La palabra ha sido dada al hombre
para dar testimonio de la Palabra de Dios o para
dar gracias y bendecir a Dios.

114
VIGILIAS
Jesús sustraía una parte de su sueño para
velar durante la noche.

El monje, velando un poco cada día, quiere


introducir en su ritmo vital la vigilancia interior.
Siempre está vigilante ante los pensamientos y
las tentaciones que rondan su corazón para con-
seguir su inclinación; y atento también al menor
movimiento de la gracia, que le hace presentir la
cercanía de Dios. Cada vigilia, el monje se des-
pierta dispuesto a acoger la sorpresa que Dios
está a punto de darle.

El monje no vela sólo para sí mismo, sino que


también espera por la Iglesia y por todo el mun-
do, y proclama con su ser la proximidad de Jesús
y qué urgente es sacar al mundo de su sueño para
que vaya a su encuentro.

LA PRESENCIA DE DIOS
“Estemos ciertos de que Dios nos está mi-
rando en todo lugar” (San Benito).
Vivir en la presencia de Dios significa, ante
todo, que me dejo mirar constantemente por Él
en lo más íntimo de mi corazón; que le expongo
todos mis pensamientos y sentimientos para que

115
me haga saber hasta que punto estoy apegado a
mí mismo.
La vida en presencia de Dios es un proceso
de purificación mediante el que todo lo que hago
y decido queda ante la penetrante luz de Dios
para que Él lo ilumine. Por eso la vida ante Dios
conduce a un conocimiento personal cada vez más
profundo.
Bajo la luz de Dios nada queda oculto o con-
fuso, ningún sentimiento nebuloso, ninguna viven-
cia sin superar, ningún deseo auténtico sin sa-
tisfacer.

Vivir en la presencia de Dios consiste en


abrirnos a la realidad, en desasirnos de nosotros
mismos y ponernos en la manos del Dios que nos
rodea y nos sostiene, y en quien nos movemos y
somos.
Nuestro corazón debe descansar sólo en
Dios y por ello todo lo que hacemos debe dar
testimonio de la experiencia del Dios presente.
San Benito inculca la fe en la presencia de
Cristo en el hermano, la cual debe marcar la vida
entera del monje.

116
ORA ET LABORA.
TRABAJO Y ORACIÓN.

El trabajo y la oración no se contraponen, si-


no que entre ellos debe haber una conexión in-
terna y equilibrada. El trabajo debe ayudarnos a
orar bien, y la oración debe ayudar a realizar co-
rrectamente el trabajo. Incluso el trabajo bien
hecho debe convertirse él mismo en oración.

San Benito sabe que los monjes, en su inten-


to de vivir en la presencia de Dios, sienten que
querrían huir de la realidad para retirarse con su
fantasía a un mundo irreal, en el que lo que está
en primer lugar no es Dios, sino el propio yo. Para
san Gregorio el deseo “de estar a solas consigo
para pasear por las vastedades de las fantasías”
es un signo de orgullo humano.

El trabajo bien hecho requiere mi atención y


mi entrega, me preserva de la huida a un estado
fantástico y me ayuda a perseverar en mi vincu-
lación con Dios.
San Benito pone en primer lugar la oración,
porque sólo gracias a ella el trabajo se convierte
en algo positivo, pues nos da la posibilidad de
distanciamos de él. En nuestra tarea hemos he-
chos las cosas lo mejor posible, pero una vez

117
realizada se la entregamos a Dios para que haga
con ella lo que Él desee. La oración nos hace
libres para vivir totalmente en el presente, tanto
para insertarnos en el trabajo cuando corres-
ponde, como para que deje de ocuparnos inte-
riormente cuando sea necesario.

La oración aclara los motivos que nos mueven


en nuestro trabajo, pues muchos problemas sur-
gen porque no conocemos la finalidad que busca-
mos al realizar nuestra labor. Podremos descu-
brir dónde nos estamos negando a aceptar algo
que Dios nos pide, o donde no queremos dejarnos
requerir por Él para entregarnos a lo que nos ha
destinado

“Si hay artesanos en el monasterio, que


trabajen en su oficio con toda humildad, si
el abad se lo permite. Pero el que se enva-
nezca de su habilidad por creer que aporta
alguna utilidad al monasterio, sea privado
del ejercicio de su trabajo y no vuelva a
realizarlo, a no ser que, después de
haberse humillado, se lo ordene el abad”
(Regla de san Benito, 57, 1-3)

El trabajo sólo es culto divino cuando no se


está apegado a él, cuando no se hace mal uso
para afirmarse a uno mismo o para lograr ser re-
conocido por el entorno. Para san Benito, lo im-
118
portante en el trabajo como en la oración, es la
actitud interior, la humildad, la disposición de
entregarse a la voluntad de Dios y a no servirse a
uno mismo.

Nadie es demasiado importante para el ser-


vicio más insignificante. Quien se preocupa por la
pérdida de tiempo que una pequeña ayuda trae
consigo, es porque toma demasiado en serio su
propio trabajo.
Debemos estar en disposición de dejarnos
interrumpir por Dios. Repetidamente, a lo largo
del día, Dios se cruza en nuestro camino, desba-
rata nuestros proyectos al enviarnos personas o
circunstancias diversas. Podemos pasar de largo
ocupados en la importancia de nuestra tarea, sin
detenernos delante de la cruz erigida en algún
punto bien visible de nuestra vida para enseñar-
nos que no es nuestro camino el verdadero, sino
aquel que Dios señala.
Forma parte de la escuela de la humildad no
ahorrar nuestro servicio allí donde puede ser
prestado, ni administrar nuestro tiempo por
cuenta propia sino dejar que sea dirigido por
Dios.
La exclusión del débil, del insignificante o
del aparentemente inservible de una comunidad
cristiana, puede significar nada menos que la

119
exclusión del mismo Cristo que llama a la puerta
en forma de hermano pobre. Una comunidad que
permite la existencia de miembros marginados,
se hundirá por su causa.

San Benito entiende el trabajo y la oración


como una unidad.
Cuando trabajo en la presencia de Dios pue-
do entregarme completamente a mi tarea, sin es-
tar dividido interiormente, pues mi entrega se da
por obediencia a Dios y como respuesta a su pre-
sencia. Quien trabaja con precipitación y desaso-
siego se aleja de la presencia de Dios, pues ella
requiere que haga mi labor con paz interior y sin
prisas, recogido y entregándome por completo a
la tarea, respetando las cosas puesto que en el
mundo tropiezo continuamente con las huellas de
Dios.

Lo que debe determinar el trabajo no es el


beneficio ni la explotación del mundo, sino el
respeto por las cosas y la alabanza al Creador.
Con nuestro trabajo hemos de hacer transparen-
te el mundo con respecto a su Creador, lo cual
sólo es posible cuando escuchamos la palabra de
Dios en las cosas creadas, el designio de su Due-
ño, y cuando vemos al mundo no como algo de

120
nuestra propiedad, sino como un don que nos ha
sido confiado por Dios.
Cuando conectamos entre sí oración y traba-
jo, también éste se convierte para nosotros en
un lugar de vida espiritual en el que no nos sepa-
ramos de Dios, sino en el cual podemos practicar
la actitud correcta con respecto a Él y a nuestro
prójimo: obediencia, serenidad, paciencia, con-
fianza y capacidad de perder la vida.

Trabajar en oración, afirma san Benito, nos


cansa pero no nos agota. El agotamiento genera
vacío, descontento, desasosiego y crispación.
Mediante la oración entramos en contacto con la
fuente interior del Espíritu Santo, que es inago-
table.

“DISCRETIO”:
LA CAPACIDAD DE DISCERNIR.
«Siempre debe tener muy presente el
abad lo que es y recordar el nombre con
que le llaman, sin olvidar que a quien mayor
responsabilidad se le confía, más se le
exige (Lc 12,48). Sepa también cuán difícil
y ardua es la tarea que emprende, pues se
trata de almas a quienes debe dirigir, y son
muy diversos los temperamentos a los que
debe servir. Por eso tendrá que halagar a
121
unos, reprender a otros, y a otros conven-
cerlos; y conforme al modo de ser de cada
uno y según su grado de inteligencia, debe-
rá amoldarse a todos y lo dispondrá todo de
tal manera que, además de no perjudicar al
rebaño que se le ha confiado, pueda tam-
bién alegrarse de su crecimiento»
(RB 2,30-32).

Benito no se guía ni por ideales abstractos ni


por principios rígidos. Para él lo importante es el
ser humano. El abad ha de recoger al individuo
allí donde está y ha de preguntarse constante-
mente por la voluntad concreta de Dios para su
situación específica y actual.
En el trato con las demás personas resulta
más fácil atenerse a fundamentos rígidos que
considerar a cada individuo de forma particular.
El discernimiento aporta orden y claridad a la
convivencia humana.

Aunque establece fundamentos claros, Beni-


to siempre sabe adaptarse a la peculiaridad de
cada persona y a su situación concreta. Todo lo
somete al juicio clarividente del abad, no a una
norma fija. Lo cual indica una gran confianza en
el discernimiento de espíritus propiciado por la
escucha del Espíritu de Dios.
Por debajo de esta actitud subyace la expe-
riencia de la propia fragilidad, al tiempo que la
122
certeza de la gracia de Dios que sostiene a los
hombres en su debilidad y les capacita para sos-
tenerse unos a otros.

PAZ BENEDICTINA.
La imagen ideal del hombre para Benito no es
la persona eficaz y activa, ni la que posee unas
dotes extraordinarias, ni el gran asceta…, sino el
ser humano sabio y maduro que sabe poner en
contacto a las personas, quien genera a su alre-
dedor una atmósfera de paz y comprensión.
Sin embargo, uno mismo no puede pretender
por las buenas ser una persona creadora de paz,
pues sólo puede crearla quien ha establecido la
paz en su interior, quien se ha reconciliado con-
sigo, con sus debilidades y defectos, con sus ne-
cesidades y deseos, con sus tendencias y aspira-
ciones contradictorias.
Crear paz no es un programa que cualquiera
pueda ponerse como meta, sino que brota direc-
tamente de la paz interior, y ésta sólo se alcanza
mediante la lucha constante de la oración para
aceptar todo cuanto Dios desea respecto a la de-
bilidad propia y ajena.

123
Nuestra reacción normal ante la debilidad de
quienes nos rodean es el enojo y la cólera. El
hermano débil o torpe nos hiere en el honor y en
el orgullo. A todo el mundo le gustaría poder sen-
tirse orgulloso de sus hijos, de sus padres, de
sus hermanos de comunidad…
Cuando hay ovejas negras en el grupo no se
las reconoce y se les empuja hacia el margen. So-
bre todo para que los de fuera no las descubran,
pues ello perjudicaría la buena fama propia.
A veces nos sentimos personalmente ofendi-
dos cuando uno de los “nuestros” se comporta
mal.

Benito exige del abad que se desprenda de


toda ambición con respecto al buen nombre de su
comunidad, y que siga al individuo en su debili-
dad, que vaya en pos de él como el buen Pastor.
Porque humillarse frente a la debilidad del otro,
debe entrar dentro de su propia debilidad para
afrontarla.
Y en esto se muestra como un verdadero mé-
dico que se deja lastimar por las heridas de los
demás para mantenerlos en el amor sanador de
Dios.
El remedio más eficaz de quien cuida del dé-
bil es, por tanto, la oración, porque cuando nin-
gún remedio humano sirve ya de nada, ni la solici-

124
tud amorosa ni la severidad y la reprensión, «re-
curra también a lo que es más eficaz: su oración
personal por él, junto con la de todos los herma-
nos, para que el Señor, que todo lo puede, le dé
la salud al hermano enfermo» (RB 28,4-5).

La paz no puede imponerse mediante la disci-


plina, sino que sólo puede crecer de un amor que
sea lo bastante fuerte para soportar y sanar los
errores de los hermanos.
Ello requiere un grado extraordinariamente
alto de amor. Por experiencia lo sabe quien enca-
beza un grupo humano y está constantemente al
corriente de los roces y conflictos que cada día
se producen en él. Pronto se siente la tentación
de reprimir los conflictos aplicando una dureza
constante; o bien nos rendimos y levantamos un
muro que nos separa de los hermanos débiles y
nos deja en nuestro mundo aparentemente sano.

Para san Benito, la paz surge dentro de una


comunidad cuando cada cual admite sus propios
deseos y necesidades, y el abad, haciendo uso del
don de discernimiento, decide hasta qué punto se
pueden tener en cuenta las necesidades de los
hermanos.
«Está escrito: “Se distribuía según lo que
necesitaba cada uno” (Hch 4,35). Pero con

125
esto no queremos decir que haya discri-
minación de personas, no lo permita Dios,
sino consideración de las flaquezas. Por
eso, aquel que necesite menos dé gracias a
Dios y no se entristezca; pero el que nece-
site más humíllese por sus flaquezas y no
se enorgullezca por las atenciones que le
pro-digan. Así todos los miembros de la
comuni-dad vivirán en paz»
(RB 34,1-5).

La condición para la paz de una comunidad es


que cada cual pueda atender debidamente a sus
necesidades, las cuales no se deben reprimir, pe-
ro tampoco se deben justificar de cualquier ma-
nera, ni se han de presentar en ningún caso como
una exigencia.
La necesidad es siempre confesión de una
flaqueza.
Sin embargo, la necesidad tiene derecho a
existir, y Benito piensa que éste debe ser res-
petado. Pero siempre con esta conciencia: «Ne-
cesito tal cosa porque soy demasiado débil para
renunciar a ella…» . Dado que no he avanzado de-
masiado en el dominio de mí mismo, necesito co-
mer bien para mi equilibrio anímico. Puesto que
no amo a Dios lo suficiente, necesito aún para mi

126
salud psíquica un intenso cariño y solicitud huma-
na…
Cuando reconozco de tal forma mis necesi-
dades, es decir, no como derechos sino como li-
mitaciones o carencias propias, y además me
atengo a ellas a la vista de mi debilidad, vivo en
paz conmigo mismo; mis necesidades no se con-
vierten en un ataque contra quienes no las tie-
nen. Y, viceversa, quienes tienen menos necesida-
des y, por ejemplo, pueden comer menos, no han
de enorgullecerse ni considerarse superiores a
los demás. Ello sólo conduciría a una comparación
estéril que es la causa de toda discordia. Han de
dar gracias a Dios porque necesitan menos, pero
sin considerarse superiores a los demás. Enton-
ces la renuncia produce alegría interior.
Satisfacer las necesidades con agradeci-
miento y poder renunciar con la misma gratitud:
ahí se encuentra el camino hacia la paz con uno
mismo y, por tanto, hacia la paz con los demás. Y
esta actitud anula la murmuración, que amenaza
la paz dentro de la comunidad y paraliza todo
progreso espiritual.

127
128
CON MARÍA,
LA MADRE DE JESÚS.
Acogida de la Palabra

Todo lo que el Señor ha querido decirnos


sobre el alma de la Virgen se resume en esto: que
estaba absolutamente llena de la más perfecta
santidad creada.
Pero no tenemos ningún medio seguro de co-
nocer lo que esto significa realmente. Por con-
siguiente, la otra cosa cierta que conocemos
acerca de ella es que su santidad esta suma-
mente escondida. Y, no obstante, puedo encon-
trarla si también yo me escondo en Dios, donde
ella está escondida. Compartir su humildad, su
escondimiento y su pobreza, su ocultación y su
soledad, es la mejor manera de conocerla; y
conocerla así es encontrar la sabiduría: “Quien
me encuentra, encuentra la vida y obtiene la
salvación del Señor” (Pr 9,35).

En la persona humana real y viva que es la


Virgen Madre de Cristo se encuentran toda la
pobreza y toda la sabiduría de todos los santos.
Todo les llegó a ellos a través de ella y está en
ella misma. La santidad de todos los santos es
una participación en la santidad de María, porque
en el orden que Dios ha establecido quiere que

129
todas las gracias lleguen a los hombres por medio
de ella.
Por esta razón, amarla y conocerla es descu-
brir el verdadero significado de todo y tener ac-
ceso a toda sabiduría. Sin ella, el conocimiento
de Cristo son simples suposiciones. Pero en ella
se transforma en experiencia, porque Dios le dio
toda la humildad y toda la pobreza, sin las cuales
no se puede conocer a Cristo. Su santidad es el
silencio, el único estado en que Cristo puede ser
oído, y la voz de Dios llega a nosotros mediante
la contemplación de la Virgen.

El vacío, la soledad interior y la paz, sin los


cuales no podemos ser llenados de Dios, fueron
dados a María por Él para que pudiera recibirlo
en el mundo, ofreciéndole la hospitalidad de un
ser que era perfectamente puro, silencioso, y
estaba perfectamente en reposo, en paz y cen-
trado en la humildad más completa. Si conse-
guimos vaciarnos del ruido del mundo y de nues-
tras pasiones, es porque ella ha sido enviada
cerca de nosotros por Dios y nos ha permitido
participar en su santidad y su escondimiento.

De entre todos los santos, solo María es in-


comparable en todos los aspectos. Tiene la santi-
dad de todos ellos y, no obstante, no se parece a

130
ninguno. Y, con todo, podemos decir que somos
como ella. Esta semejanza no es solo algo
deseable, sino la cualidad humana más digna: pero
la razón de ello es que María, entre todas las
criaturas, fue la que restauró más perfecta-
mente la semejanza con Dios que Dios quería
encontrar en todos nosotros.

Es necesario sin duda hablar de sus privi-


legios como si fueran algo que podría resultar
comprensible en nuestro lenguaje y ser medido
por algún criterio humano. Es apropiado presen-
tarla como una Reina y actuar como si supiéramos
lo que significa el hecho de que se siente en un
trono por encima de todos los ángeles. Pero esto
no debería hacer olvidar a nadie que su privilegio
más elevado es la pobreza, que su mayor gloria es
haber vivido totalmente escondida, y que la fuen-
te de todo su poder es el hecho de ser como
nada en la presencia de Cristo, de Dios.

Esto lo olvidan muchas veces los propios


católicos, y por eso no sorprende que, a menudo,
tengamos una idea completamente errónea de la
devoción católica a la Madre de Dios. Nos imagi-
namos y tratamos a la Virgen María como un ser
casi divino por derecho propio, como si tuviera
alguna gloria, poder o majestad particular que la

131
situara en el mismo nivel de Cristo. Pero esto es
completamente contrario a la verdadera doctrina
de la Iglesia católica, pues olvidamos que la prin-
cipal gloria de María esta en su nada, en el hecho
de ser la “Esclava del Señor” , que al convertirse
en la Madre de Dios actuó, sencillamente, en
amorosa sumisión a Su mandato, en pura obedien-
cia de fe. Es bienaventurada, no en virtud de
alguna mítica prerrogativa, sino en todas sus li-
mitaciones humanas, como la que ha creído. Son
la fe y la fidelidad de esta humilde esclava, «lle-
na de gracia», las que le permiten ser el perfecto
instrumento de Dios, y nada más que su
instrumento. La obra hecha en María fue única-
mente obra de Dios: «El Poderoso ha hecho
obras grandes por mi» .
La gloria de María es, pura y simplemente, la
gloria de Dios en ella; y la Virgen, más que nin-
guna otra persona, puede decir que no tiene nada
que no haya recibido de Él por mediación de
Cristo.
En efecto, esta es precisamente su mayor
gloria: que no teniendo nada propio, no conser-
vando nada de un «yo» que pudiera gloriarse en
algún mérito propio, no puso ningún obstáculo a la
misericordia de Dios y en modo alguno se resistió
a su amor y a su voluntad. Por eso recibió más de
Dios que ningún otro santo. Él pudo llevar a tér-

132
mino su voluntad perfectamente en ella, y su
libertad no fue dificultada ni desviada de su
finalidad por la presencia de un yo egoísta en
María. Era, por lo tanto, una libertad que obe-
decía a Dios perfectamente, y en esta obediencia
encontró la consumación del amor perfecto.

La asunción de María a los cielos por Dios es


la expresión del amor que Dios tiene a la huma-
nidad y una manifestación muy especial del res-
peto de Dios por sus criaturas, de su deseo de
honrar a los seres que ha creado a su imagen y,
muy particularmente, de su estima por el cuerpo
que estaba destinado a ser el templo de su
gloria.

Así pues, en todo el gran misterio de María,


la realidad más clara es que ella no es nada por sí
sola, y que Dios se complació, por nosotros, en
manifestar su gloria y su amor en ella.

Dado que María es, entre todos los santos, la


más perfectamente pobre y escondida, la que no
intenta poseer absolutamente nada como propio,
puede comunicar del modo más pleno al resto de
la humanidad la gracia de nuestro Dios infinita-
mente desinteresado.

133
Toda nuestra santidad depende del amor ma-
ternal de María. Las personas que ella desea que
compartan la alegría de su pobreza y sencillez,
las que ella quiere que estén ocultas como ella
está escondida, son las que comparten su intimi-
dad con Dios.
Es, por tanto, una gracia inmensa y un gran
privilegio el que una persona que vive en el mundo
en el que tiene que vivir, de pronto pierda su
interés por las cosas que absorben a ese mundo y
descubra en su propia alma un hambre de
pobreza y soledad. Porque el más precioso de
todos los dones de la naturaleza y de la gracia es
el deseo de estar escondido, desaparecer de la
vista de los hombres, ser tenido en nada por el
mundo, despojarse de la propia consideración
autoconsciente y disiparse en la nada, en la
inmensa pobreza que es la adoración de Dios.

Este absoluto vacío, esta pobreza y esta


oscuridad contienen dentro de sí el secreto de
toda alegría, porque están llenos de Dios. La
verdadera devoción a la Madre de Dios consiste
en buscar este vacío. Encontrarlo es encontrarla.
Y permanecer escondido en sus profundidades es
estar lleno de Dios como ella lo está y compartir
su misión de llevarlo a todos los hombres.

134
Todas las generaciones, pues, tienen que
llamarla bienaventurada, porque todas reciben a
través de la obediencia de María toda la vida y la
alegría sobrenaturales que Dios les concede.

Y así, cuanto más escondidos estemos en las


profundidades donde se descubre el secreto de
la Virgen, tanto mayor será nuestro deseo de
alabar su nombre en el mundo y de glorificar en
ella al Dios que la convirtió en su resplandeciente
tabernáculo.

La Iglesia es la única que sabe ensalzarla


como conviene y se atreve a aplicarle las pala-
bras inspiradas que Dios dedica a su sabiduría.
De esta manera la encontramos viva en el seno de
la Escritura y, si no sabemos descubrirla también
oculta en el Antiguo Testamento, en todos los
lugares y en todas las promesas que conciernen a
su Hijo, no comprenderemos plenamente la vida
que late en las Escrituras.

La Palabra de Dios maduró lentamente du-


rante nueve meses en el seno de la Virgen María.
Durante años y siglos sigue madurando en el
corazón del mundo y del hombre que la escucha.
El monje lleva la vida de Dios en lo más profundo

135
de su corazón, una vida que se desarrolla pausa-
damente para tomar cuerpo en él.

Del mismo modo que la Virgen María fue un


día el lugar sobre el que Dios se inclinó amorosa-
mente, así también hoy Dios se enternece ante
esos corazones en los que puede crecer su Pala-
bra; es como una matriz gigante en el corazón del
mundo actual, donde se prepara ya el alum-
bramiento del mundo nuevo nacido de la Palabra y
del Espíritu. Allí está centrado el deseo de Dios,
y desde ahora allí se encuentra su paciente espe-
ra, su amor infinito.

Así pues, la Palabra que recibe el monje no


está destinada sólo a él. Aunque la Palabra per-
manezca enterrada en su corazón, es para que
eche raíces en él y suscite la vida nueva. Rea-
lidad misteriosa, invisible hoy, pero el creyente
se recoge amorosamente en torno a este germen,
chispa de la vida de Dios, que no le pertenece,
pero al que, de la misma forma que la Virgen
María, le presta su corazón y su cuerpo. Su vida
entera está en función de esta espera y de este
anuncio. Esta vida de Dios en él le ha sido con-
fiada para los demás y para los siglos futuros. Su
misión es rodearla con un cuidado exquisito, como

136
una madre vela sobre el fruto que lleva en sus
entrañas, junto a su corazón.

Poco a poco la vida de Dios toma posesión de


él. Se manifiesta desde dentro, y ahora busca
expresarse al exterior a través de él, en su
cuerpo, en su psicología, en sus actitudes pro-
fundas.
Este trabajo no se lleva a cabo sin dolor. La
vida que está abriéndose camino a través de su
cuerpo, le hace sufrir.

El creyente, como la Virgen María, vive en la


frontera entre dos épocas en la historia de la
salvación. Es una figura interina, que está de pa-
so y permanece en la espera. El mundo antiguo
aún está ahí, pero el otro mundo comienza ya a
transparentarse. Sin apenas darse cuenta, ha
recibido ya una parte de él.
En este sentido, la vida del monje es como
una señal profética en medio del mundo. No por-
que le deba predecir desde ahora ciertos hechos,
sino porque el Espíritu Santo le da una sensibili-
dad nueva que revela la orientación de ciertos
acontecimientos, el sentido secreto de algunas
pruebas. Es ante todo la misma vida del monje la
que traza una imagen de lo que nos espera más
allá del umbral que nos separa del otro mundo.

137
Muchos se le acercan buscando una palabra
de discernimiento que sea semilla de salvación,
una palabra de profeta que les desvele el sentido
de los seres y las cosas, y que señale el camino
por el que Dios viene cada día al encuentro de su
pueblo.

LA ESPOSA DEL VERBO


Belleza y amor en plenitud. La Virgen María
es la Esposa del Verbo, la alegría de Dios, ya que
a través de María la humanidad entera ha que-
dado asumida en el Verbo encarnado, que vino a
inaugurar en el corazón mismo de la Trinidad el
templo nuevo, donde se celebran por siempre la
alabanza y la acción de gracias.

Toda la asamblea litúrgica participa ya de


alguna manera en esta liturgia celeste, donde se
conjugan la belleza y la ternura.
En el centro de cada liturgia “se abre una
puerta en el cielo” (Ap 4,1), a través de la cual
percibimos algún reflejo de él. La puerta está
abierta, no sólo en la asamblea de los fieles, sino
también en el propio corazón de cada uno de los
participantes, según Isaac el Sirio: “Entra en tu
corazón para encontrar allí la puerta que se abre
al paraíso”. Allí resuena la voz del Espíritu a la

138
que se unen incansablemente la de la Esposa y la
de cada fiel: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

No hay mayor alegría para Dios que ese pe-


cador, ya de vuelta, que desde su corazón no
cesa de golpear en la puerta de Dios (Lc 15,7); o
esa prostituta ya purificada, y que ahora va de-
lante de todos los demás en el reino (Mt 21,31); o
el buen ladrón, que por una señal de confianza,
mereció entrar desde ese mismo instante con
Jesús en el paraíso (Lc 23,43).

El monje es todo eso.


Dios hace de sus pecados y de su debilidad
un terreno apto para renovar sus maravillas. De
él ha recibido todo, incluso la hermosura miste-
riosa que lo embellece día tras día, y no deja de
transformar sus rasgos a imagen de la Esposa y
del Esposo.

Con el tiempo los rasgos esculpidos en su


rostro dejan transparentar una mirada de sor-
prendente juventud, una mirada de niño que se
maravilla con las acciones que Dios realiza cons-
tantemente en él a medida que se hace más pró-
ximo.
Es la belleza de la Iglesia. Aparece en el
rostro de un hombre o de una mujer como algo

139
que viene del interior, como reflejo de un fuego
que arde bajo la superficie. Es también la belleza
del espíritu, la belleza de Dios, de la cual no po-
seemos aquí abajo más que los rasgos aparecidos
en el rostro del Señor Jesús (2Co 4,6), y de
aquellos que caminan tras él, en su luz.

¿Hay un fin más noble para el hombre que


dar un día a los otros, sin saberlo, un reflejo hu-
milde y suave de la bondad y belleza de Dios?

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Si quieres saber más:

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA:

 Anselm Grun:
- “La sabiduría de los Padres del desierto”
- “Elogio del silencio”
- “Las fuentes de la espiritualidad”
- “San Benito de Nursia”
 Thomas Merton:
- “La sabiduría del desierto”
- “Nuevas semillas de contemplación”
- “Vida y santidad”
 André Louf:
- “Mi vida en tus manos”
- “El camino cisterciense”
- “Escuela de contemplación”
- “La vida espiritual

141

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