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Beashley, W. G., Historia Contemporánea de Japón. Alianza, Madrid, 1995.

Capítulo 4
La construcción de un Estado moderno (1868-1894)
Japón no tenía una tradición de teoría política en sentido europeo. Los japoneses habían
adoptado de China el confucianismo como una doctrina ya preparada que se refería al
carácter ético del Estado; y después no entraron en comparar las diferentes clases de sistemas
politicos —monarquía, oligarquía, democracia—, ni a examinar el confucianismo a la luz de
otras concepciones relativas a la forma en que el individuo se podría relacionar con su socie-
dad. A lo sumo, se intentó modificar el pensamiento chino a fin de reconciliarlo con las
distintivas clases de instituciones sociales y políticas desarrolladas en Japón. En particular, se
tenía que tener en cuenta la existencia de un emperador de origen supuestamente divino y de
gobernantes feudales con cargo y status hereditarios.
Como consecuencia, la Restauración de Meiji no vino precedida, a diferencia de las
revoluciones de la Inglaterra del siglo xvii o de la Francia del xviii, de debates públicos sobre
la justicia social o sobre la deseabilidad de un nuevo orden político. En Japón había una
variedad de personas descontentas que se expresaban, a veces por escrito, a veces por la
acción, pero cuyas propuestas solían centrarse en el tema bien conocido de sustituir el
gobierno del shogun por el del emperador, tema que durante siglos había sido el único punto
de desacuerdo constitucional. Los nuevos lideres del año 1868 en adelante no heredaron, por
lo tanto, ningún ensayo de reformas —a no ser, quizá, las efectuadas por el Bakufu en sus
últimos años—, sino más bien una preocupación por la viabilidad del régimen. Esto puso en
marcha un periodo de experimentos de orden mayormente administrativo que fueron
tomando coherencia sólo de manera gradual.
Y cuando lo consiguieron, resultó ser lo que ahora se llama «el sistema del emperador»
(tenno-seí). Uno de sus aspectos consistía en que los poderes teóricamente absolutos del
emperador serían ejercidos en su nombre por funcionarios nombrados al efecto, es decir, por
burócratas y no por vasallos feudales ni por nobles hereditarios. Otro era que esos
funcionarios iban a actuar dentro de un aparato de gobierno de proveniencia cada vez más
occidental. Precisamente del modo en que tomó forma esa estructura trata este capítulo.
Gobierno imperial
Los hombres victoriosos en la confrontación de enero de 1868 eran, según el sentir
popular, abogados de la política de «honor al emperador, expulsión al bárbaro» (sonno-joz).
Pero de inmediato el eslogan resultó ser de todo punto impracticable. Tal como había
descubierto el Bakufu y como los bombardeos de Kagoshima y de Shimonoseki habían
demostrado a ojos de muchos más, era peligroso provocar a Occidente con la bandera de la
expulsión. Sin embargo, las primeras semanas de 1868 conocieron nuevos brotes de violencia
xenófoba. Esto dejó a la Çorte y a sus consejeros enfrentados al mismo tipo de crisis
experimentada por el Bakufu: protestas de las potencias extranjeras y discordias internas. No
les quedó más remedio que actuar siguiendo el ejemplo del Bakufu. Los agresores fueron
castigados. Se prometió a las potencias que los tratados firmados por el Bakufu serían
escrupulosamente observados. Y, lo que es más, el emperador aprobó un memorial escrito por
los principales daimyo en el que se apremiaba a que se anulara la expulsión. En el documento
se recomendaba que Japón abandonara la actitud de <la rana que contempla el mundo desde

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el fondo de un pozo» y que se resolviera a aprender de los extranjeros «adoptando sus puntos
buenos y compensando así nuestras deficiencias». Se trataba, pues, de un documento que
preludiaba algo mucho más drástico que una aceptación de force majeure.
Honrar al emperador también planteaba problemas porque la Corte seguía gozando de
prestigio pero no tenía poder; o sea, carecía de tierras, de funcionarios fuera del ámbito de la
capital, de ingresos estatales, de fuerza militar propia. Los decretos promulgados en nombre
del emperador sólo podian entrar en vigor si así lo deseaban los señores feudales o eran
vigentes en el lugar en que acertaba a estar combatiendo el ejército imperial formado por
señores leales. Considerando que la administración del Bakufu se encontraba ya en un punto
muerto, es justo afirmar que en esta fase Japón carecía por completo de un gobierno central.
Durante 1867 se había discutido acerca de qué directrices institucionales podrían
sustituir al Bakufu, pero sin demasiada profundidad. Los que más se preocuparon por el tema
—señaladamente Iwakura Tomomi— tenían claro dos cosas: que no debía haber una nueva
línea del cargo de shogun y que debían recuperarse antiguos cargos de la Corte de la época
prefeudal en lugar de los que innecesariamente habían existido bajo la influencia de los
Tokugawa. A esto se lo dio rápidamente efecto. También se hizo hueco dentro del sistema
para una amplia gama de nombramientos con el fin de satisfacer de algún modo a todos los
grupos que habían jugado un papel en el movimiento para derrocar a los Tokugawa. A la
cabeza de la administración se nombró a un príncipe imperial, el cual tenía como delegados a
dos nobles cortesanos que habían sido de los más destacados en la política legitimista, Sanjo
Sanetomi e Iwakura Tomomi. Entre los consejeros principales se incluían varios otros
representantes de la Corte, además de los cinco señores cuyas tropas se habían apoderado de
las puertas del palacio (los de Satsuma, Tosa, Hiroshima, Owari y Echizen), a los que se unió
más tarde el de Choshu. Como consejeros secundarios (sanyo en oposición a giyo o
principales) había un número de nobles cortesanos de rango inferior junto con tres samurais
de cada uno de los señoríos mencionados. Pero, al aumentar el número de daimyo que
juraban lealtad, el total de sanyo creció. En teoría, los giyo y los sanyo controlaban los de-
partamentos administrativos. En la práctica, y puesto que los cargos no revestían casi nada
importante que hacer, eran nombramientos creados principalmente como gestos de buena
voluntad.
Con el mismo fin se redactó el documento de estado más célebre del periodo. Publicado
el 6 de abril de 1868, se trataba de una declaración conocida con el nombre de «Juramento de
la Carta» que, en nombre del emperador, enunciaba los propósitos del gobierno y prometía
que la política a seguir se decidiría sólo previas consultas amplias y teniendo en cuenta los
intereses de todos los japoneses de «alta y baja» posición. Se añadia que se abandonarían las
«viles costumbres de épocas pasadas» y que con objeto de conseguir la fuerza de la nación
«se buscarían conocimientos por todo el mundo». Se vislumbraba en ella un guiño de
reconciliación con los vencidos Tokugawa y con los funcionarios capacitados que habían
estado a su servicio y cuya colaboración iba a ser con seguridad necesitada para la buena
marcha de la administración del país.
Una vez que Edo se rindió y surgió la posibilidad de que Kioto se quedara con la
mayoría de las tierras de los Tokugawa para ser gobernadas, se reorganizó la maquinaria
central con vistas a una mayor eficacia administrativa. Esto quería decir que iba a haber
menos eminencias grises en las altas esferas. A nivel de consejero secundario y de vice-
ministro, la representación de los nobles cortesanos se redujo de más de cuarenta a sólo tres.
Al lado de ellos ahora solamente se incluían 19 samurais elegidos de diversos señoríos.
Owari quedó eliminado de los seis que habían participado en el golpe de estado de enero, y se

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agregaron representantes de los señoríos de Hizen y de Kumamoto, en Kiushu. De esos 19,
13 eran samurais de rango medio. Casi todos habían ocupado algún cargo en los gobiernos de
sus respectivos senorios.
La concentración del poder se acentuó aún más en agosto de 1869, cuando se acabó la
guerra. Esta vez las instituciones de gobierno se moldearon de una forma que habría de
mantenerse con pocos cambios hasta la introducción de un gabinete de corte occidental en
1885. Sanjo Sanetomi llegó a ser, como ministro de Justicia (udaiun), miembro principal del
Consejo Ejecutivo (Dajokan); sm embargo, el poder real descansaba en los dos grupos de
asesores y consejeros que estaban inmediatamente por debajo de él y que servían también
como ministros y viceministros de los seis departamentos, a saber, Asuntos Civiles
(reorganizado en noviembre de 1873 como Asuntos del Interior), Finanzas, Guerra (dividido
en Ejército y Marina a comienzos de 1872), Justicia, Casa Imperial y Asuntos Exteriores.
Samurais de Satsuma, Choshu, Tosa e Hizen monopolizaron prácticamente los puestos de
viceministros de esas dependencias. Después del verano de 1871 fueron alcanzando
gradualmente la categoría de ministros, desbancando a todos con la salvedad de un puñado de
nobles cortesanos y de daimyo que hasta entonces habían podido sobrevivir en sus puestos
administrativos.
De los hombres que dirigían esta estructura, Sanjo Sanetomi (1837-1891) e Iwakura
Tomomi (1825-1883) eran nobles cortesanos con vínculos estrechos con Choshu y Satsuma,
respectivamente. Sanjo poseía un rango personal más alto, mientras que Iwakura gozaba de
mayor capacidad política y de influencia con el emperador. Saigo Takamori, de Satsuma, era
el samurai más famoso y el más difícil de entender: aclamado a lo largo y ancho como mo-
delo de las virtudes de un samurai, conservador social, llegó a ser un revolucionario en contra
de su voluntad y, finalmente, un rebelde que se alzó en armas contra su monarca y sus
antiguos amigos. Por el contrario, su compañero de juventud, Okubo Toshimichi, era la
antítesis: un político sin escrúpulos con un instinto para el gobierno. Como ministro del
Interior después de noviembre de 1873, resultó ser la figura clave del grupo dirigente, un
hecho que le costó la vida al ser asesinado. Menos incisivo, pero más flexible y abierto a
nuevas ideas, Kido Koin era un político sin rival como representante de Choshu después de la
prematura muerte de Takasugi Shinsaku en 1867.
Saigo, Okubo y Kido, que habían aparecido ya al ser relatada la caída del Bakufu, eran
de familias de samurais al cien por cien, aunque no exactamente ricas. La mayoría de sus
colegas cercanos eran hombres, como ellos, jóvenes, capaces, en general con experiencia
administrativa y políticos legitimistas. Los que sólo podían alegar méritos basados en sus
ideas radicales y en antecedentes de violencia anti-Tokugawa o xenófoba no llegaron al
mismo nivel; y algunos que habían servido al Bakufu vieron que incluso esa mancha en su
historial no era un obstáculo al cabo de uno o dos años ya curadas las heridas pasadas. Un
buen ejemplo es Katsu Awa (1823-1899). Samurai de rango modesto, famoso antes de 1868
como el principal experto naval de Edo, era el único consejero (sangz) nombrado entre 1869
y 1885 que no provenía de ninguno de los cuatro señoríos principales.
Había otros, unos cuantos años más jóvenes, que formarían la generación siguiente de
lideres de Meiji. Entre ellos estaban Matsukata Masayoshi (1837-1924), de Satsuma y semi-
samurai, que, como ministro de Finanzas a partir de 1881, controlaría la inflación y abriría el
camino a la primera etapa de crecimiento industrial; Okuma Shigenobu (1838-1922), de
Hizen, samurai de rango medio, estudiante de holandés y de inglés bajo los Tokugawa, que
llegó a tener un puesto de gabinete en Finanzas y en Asuntos Exteriores, siendo además un
politico de partido y fundador de la Universidad de Waseda; Yamagata Aritomo (1838-1922)

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e Ito Hirobumi (1841-1909), los dos de Choshu y por su nacimiento de posición algo inferior
a la de samurai, lograron distinguirse todavía más. El primero, soldado más que político al
menos hasta llegar a los cuarenta o cincuenta años, e Ito, un modernizador con conocimientos
más que medianos de Occidente, llegaron a ser primeros ministros, altos estadistas, príncipes.
Ito, con la ayuda de Iwakura, sucedió a Okubo como líder del gobierno a partir de 1880 y
tuvo a Yamagata como principal rival a fines de siglo.
Esos hombres no pertenecían al tipo de burócratas que se pueden llamar «grises». Antes
bien, eran hombres de iniciativa, hasta de carácter, que arriesgaron sus vidas y en algunos
casos una posición social establecida para romper las trabas de la educación recibida y de la
tradición. Y, en efecto, así lo reflejaron sus acciones en el gobierno. En el siglo xvi hubieran
podido ser señores feudales; en el xix estaban llamados a ser los arquitectos de un Estado
japonés poderoso y de estilo occidental al que hicieron autoritario y también moderno.
Su primera preocupación fue, como hemos visto, establecer una maquinaria central
capaz de tomar decisiones. Conseguido esto, lo cual llevó más de un año, faltaba la cuestión
de cómo dar eficacia a sus decisiones, aparte de convencer a un elevado número de señores
feudales nominalmente independientes a que se rigieran por tales decisiones cada uno en sus
respectivos territorios y a su manera. En esta dirección, un paso preliminar había sido el
trasladar al emperador al anterior castillo del shogun en la ciudad de Edo, que fue rebautizada
como «Tokio» o «Capital de Oriente». Se daba así a entender que el gobierno imperial iba a
tener un papel más semejante al del Bakufu que al que había desempeñado en el pasado
reciente. Otra medida fue contar con representantes de samurais en ese gobierno, en parte
para mejorar el proceso de consulta, en parte para canalizar la comunicación con los
legitimistas del resto del país.
Nada de esto consiguió hacer creer que la vida política del país era dirigida desde el
centro. En consecuencia, empezaron a oírse voces argumentando que por el bien del país —
pues como fondo estaba siempre la conciencia de la amenaza extranjera— el gobierno debía
ser centralizado aboliendo los señoríos. Tal propuesta tenía a la fuerza que hallar obstáculos
debido a prejuicios heredados y a lealtades divididas. Obstáculos que, por otra parte, conta-
ban poco entre los hombres que pesaban mucho, es decir, entre los samurais del Consejo
Ejecutivo, los cuales, al aceptar sus cargos, ya habían empezado a separarse de sus señores,
habían recibido remuneraciones en metálico y promociones que les habían confirmado en su
decisión de separarse y, más que otros, habían sentido las frustraciones de la manera existente
de hacer las cosas. Como lo habría de recordar después Ito: <das formalidades y las cadenas
fuera de uso nos estorbaban a cada paso».
El que más pasos dio en este sentido fue Kido. Durante el verano de 1868 convenció a
los de Choshu para que ofrecieran entregar su territorio al emperador siempre que Sai-suma
hiciera lo propio. Poco después, en ese mismo año, Kido se ganó a Okubo, que tenía sus
dudas, y a los principales samurais de Tosa y de Hizen. El resultado fue que el 5 de mayo de
1869 esos cuatro señoríos presentaron un memorial conjunto poniendo sus tierras y gentes a
disposición del emperador. La redacción era ambigua pudiendo ser interpretado el texto como
una entrega de los derechos feudales o como la búsqueda de una confirmación de privilegios
feudales: la Corte, se decía en él, debería disponer a su arbitrio de las tierras «otorgando lo
que haya que otorgar, tomando lo que haya que tomar»24. De esa manera se representaba
bastante bien la incertidumbre todavía existente en el seno del grupo dirigente. En concreto,
Okubo ponía en duda que la opinión feudal pudiera ya aceptar un cambio tan radical. Por eso,
cuando en julio se aprobó el memorial y a todos los demás daimyo se les ordenó seguir el
ejemplo de Choshu, Satsuma, Tosa e Hizen, hubo un elemento de compromiso. A los señores

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se les nombró gobernadores de las tierras que habían entregado. En teoría, pasaron a ser
funcionarios imperiales, pero en la práctica su posición seguía siendo muy semejante a la de
antes.
No obstante y tal como pusieron de manifiesto las ordenanzas que pronto siguieron, el
gobierno no estaba decidido a que el gesto se quedara en agua de borrajas. Las ventas de los
señoríos serían divididas, distinguiéndose ahora entre los gastos de la casa de los anteriores
daimyo y los gastos de la administración central; se redactarían, además, informes sobre
demografía, capacidad militar y tributaria; se revisarían los estipendios de los samurais. Estas
siniestras señales de la decisión de intervenir en asuntos locales provocó insatisfacción. Pero
estaba también claro que en muchas partes de Japón a los señores y a sus vasallos de mayor
rango, que veían difícil sacar partido del viejo sistema, no les repugnaba la idea de
contemplar la responsabilidad en manos de otro. A un año de la entrega de los registros de los
señoríos (hanseki-hokan) en 1869, Okubo había llegado a la conclusión que un impulso de-
cidido haría llegar a un final feliz el proceso de desmantelar la estructura feudal del país.
La preparación llevó su tiempo. Primero, tenía que haber una reconciliación con Saigo
y Shimazu Hisamitsu, que últimamente se habían mantenido a una reprobatoria distancia.
Después, las tropas tenían que marchar a Tokio por si hubiera alguna resistencia. Finalmente,
era necesario redistribuir los puestos del gobierno central para asegurarse que los cargos
claves los iban a ocupar hombres de nervios de acero y con firme respaldo. Todo esto se llevó
a cabo antes de agosto de 1871. El 29 de ese mese1 emperador reunió en su palacio a los
antiguos señores feudales presentes en la ciudad y les comunicó que los señoríos iban a ser
por fin abolidos y sustituidos por prefecturas administradas directamente desde la capital
(según el modelo chino). Y, para dar más sustancia al cambio, otro decreto publicado un mes
más tarde disolvía los ejércitos de los señoríos a excepción de los que ya habían quedado in-
corporados a las fuerzas imperiales.
Reformas fiscal, agraria y militar
En sus primeros tres años los dirigentes del gobierno Meiji habían hecho mucho para
dotar de realidad institucional al eslógan «honor al emperador». Los consejos y los
ministerios de la capital habían tomado los nombres y las funciones de los que existían antes
que los cortesanos y el shogun hubieran usurpado la autoridad imperial. Con la abolición de
los señoríos la administración del país y del pueblo había caído bajo su competencia. Había,
sm embargo, todavía cosas que hacer si Japón quería tener un gobierno central viable, siendo
sobre todo necesario crear un sistema fiscal eficaz y una fuerza militar disciplinada.
La recaudación de tributos era compleja y onerosa habida cuenta de que cada uno de los
territorios de los daimyos, ahora bajo control central, había tenido mucho tiempo sus propias
escalas fiscales y exenciones tributarias. Además, por ser todavía pagados en especie la
mayoría de los impuestos, las variaciones de los precios del mercado hacían impredecible el
volumen de las rentas públicas. Por añadidura, mucho de lo que se recibía estaba ya hipo-
tecado para pagar los estipendios de los samurais. Esta situación convirtió la reforma fiscal en
uno de los primeros temas que preocuparon a la administración, si bien su naturaleza exacta
era un asunto sobre el que los ministerios no se ponían fácilmente de acuerdo. Por ejemplo, el
Ministerio de Finanzas deseaba maximizar los ingresos para atender a los muchos
desembolsos con que se le apremiaba. En consecuencia, Kanda Kohei, uno de sus más altos
funcionarios, propuso en 1869-1870 una recaudación en moneda basada en la tasación de las
tierras, la cual, según él, garantizaría una renta estable y predecible. En cambio, los
funcionarios de provincia, que tuvieron que enfrentarse con nuevas revueltas campesinas —

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177 estallidos entre 1868 y 1873—, se mostraban partidarios de cualquier medida que
redujera la inquietud. Así, Matsukata Masayoshi, entonces gobernador de provincia, propuso
una reducción fiscal y, a este fin, una estandarización de las escalas fiscales en todas las
regiones y lugares.
El nombramiento de Matsukata a un cargo en el Ivlinisteno de Finanzas en 1871 le
colocó en posición de coordinar sus proyectos. Pero habría de pasar tiempo hasta que se
concertaran los detalles, pues era necesario un equilibrio entre las exigencias del fisco, por un
lado, y del terrateniente, del aparcero y del propietario-agricultor, por otro. La primera piedra
se puso en la primavera de 1872 cuando quedó abolido el veto de los Tokugawa a las ventas
de tierra, introduciéndose los certificados de propiedad. Con objeto de dar valor a las
tenencias de las tierras que nunca habían estado sujetas a venta, en el otoño de ese mismo año
un proyecto de ley fiscal propuso un sistema de consultas locales sujeto, sin embargo, a un
promedio fijado en diez veces el valor de la cosecha anual. En virtud de esta fijación, una
escala fiscal del 3 por ciento del valor determinaría una carga fiscal del 30 por ciento de la
cosecha, porcentaje que, al entender de los funcionarios, era aproximado a los tributos
feudales que se habían estado pagando en todo el país.
Esta disposición fue, en términos generales, la incluida por el Ministerio de Finanzas en
la versión definitiva de la ley fiscal anunciada en julio de 1873. Antes de esa fecha, los
cambios introducidos en diversos anteproyectos de ley, además de la inclusión de un extra 1
por ciento —equivalente al 10 por ciento de la cosecha— destinado al gobierno local, tendía
a favorecer al terrateniente de cara al aparcero y no tanto al campesino de cara al recaudador.
Lo mismo pasó con las largas series de consultas iniciadas entonces en las aldeas y que se
prolongaron hasta 1876 en el caso de las tierras cultivables y hasta 1881 en el de los bosques.
Inevitablemente, los terratenientes fueron más capaces de influenciar en los comités
establecidos al efecto que los aparceros o que los propietarios-campesinos que eran más
pobres. El resultado, por lo tanto, fue que el gobierno logró unos ingresos seguros en metálico
que es lo que quería, mientras que el terratenientismo se hizo legal —no lo había sido bajo los
Tokugawa— y mucho más ganancioso.
Una característica de estas reformas fue que no se estipulaba en ellas que los anteriores
señores o samurais conservaran un interés directo en la tierra en base a los derechos feudales
hereditarios. En 1871 a esos señores y samurais se les había ofrecido incentivos económicos
para que aceptaran de buen grado la abolición de los señoríos, concretamente, para los
señores un décimo de la renta por las tierras antes gobernadas y percibido ahora como renta
panicular, y, para los samurais, una continuación de los estipendios sin estar obligados a
seguir sirviendo, aunque basados en las tarifas reducidas y fijadas a partir de 1868. Esto no
tardó en resultar una carga mayor de lo que el gobierno podía o quería aguantar. A fines de
1871 se concedió permiso a los miembros de la clase feudal para que aumentaran sus
ingresos dedicándose a la agricultura, al comercio u otras ocupaciones. Se trataba de algo
prohibido en el pasado; pero ahora, al verse muchos de ellos con dificultades y ser notificados
en 1873-1874 de que podían cambiar sus estipendios por dinero en metálico, no fueron
muchos los que se decidieron a hacerlo.
El 5 de agosto de 1876 lo que había sido voluntario para algunos fue declarado
obligatorio para todos. Se publicó entonces una escala en la que figuraba la cuantía de bonos
del Estado que se distribuirían como pago único en lugar de las prestaciones anuales. En el
caso de las pensiones mayores, las de los grandes señores, los bonos serían emitidos al valor
de la renta de cinco años con un interés del 5 por ciento; en el caso de las más pequeñas, el
cálculo se basaría en catorce años y en el 7 por ciento. Entremedias había toda una gradación.

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Así, a los «ex daimyos» se les dotaba de un sustancioso capital que les permitiera seguir
llevando una vida cómoda y digna; mientras que a los ex samurais más pobres se les daría
una cantidad muy inferior a lo necesario para mantener, incluso a escala muy modesta, a sus
familias. El gobierno, de esa manera —algo a costa de su reputación de obrar de buena fe—
había conseguido un importante ahorro reduciendo su presupuesto anual para esta partida en
aproximadamente un 30 por ciento.
Los samurais sin tierra ni pensión generalmente tenían que buscar trabajo. Una
ocupación abierta para ellos era, por supuesto, la burocracia, aunque no todos tenían la ap-
titud necesaria. Otra, pudiera pensarse teniendo en cuenta su formación, era el ejército. Sin
embargo, los responsables de organizar el ejército moderno de Japón no las tenían todas
consigo sobre estos hombres poco inclinados a someterse a la disciplina y al reglamento de
promociones que nada tenían que ver con el rango social de cada uno. Los jefes —también
viejos samurais pero formando minoría— con algo de experiencia en mandar tropas de solda-
dos no samurais, sobre todo de Choshu, expresaban su preferencia por un ejército reclutado;
y, aunque Omura Masujiro, que planteó este asunto en 1868-1869, fue asesinado, encontró
sucesores en Yamagata Aritomo y Saigo Tsugumichi (hermano menor de Takamori). Estos
dos pasaron un año en Europa, en 1869-1870, donde estudiaron el sistema militar de
Alemania y Francia. A su vuelta, como funcionarios del Ministerio de Asuntos Militares,
pusieron en práctica lo que habían aprendido y redactaron proyectos de reclutamiento que
fueron sometidos a discusión una vez abolidos los señoríos. Pese a la oposición de los
conservadores que opinaban que los samurais deberían formar el núcleo de cualquier élite
militar, el edicto imperial de diciembre de 1872 y de enero de 1873, seguido de una Ley de
Reclutamiento, establecía que en el futuro el ejército estaría integrado por hombres llamados
a filas a la edad de veinte años y que, después de servir tres años, pasarían cuatro años en la
reserva. Con esto se calculaba disponer de unas fuerzas en tiempos de paz de más de 30.000
hombres.
A ejemplo del Bakufu, el gobierno de Meiji había dispuesto que su ejército fuera
supervisado por una misión francesa, la cual se encargó también de asesorar sobre or-
ganización militar. En 1875, Japón contaba con una academia militar, un arsenal en el que
trabajaban 2.500 empleados, una fábrica de dinamita, una plataforma de artillería y un campo
de tiro para prácticas. La idea entonces era que la razón de ser del ejército sería apoyar el
trabajo de la policía encargada de mantener el orden dentro del país. Había que reprimir la
inquietud reticente de los campesinos. Ocasionalmente, a partir de 1873 hubo revueltas de
samurais provocadas por la suspensión de las pensiones y de los demás privilegios o
simplemente causadas por el rumbo que estaba tomando la política nacional. La mayor de
estas revueltas tuvo lugar en Satsuma en 1877 y fue acaudillada por Saigo Takamori. Aunque
los rebeldes eran numéricamente inferiores, su derrota, al poner a prueba los recursos del
ejército y de la policía, reveló la debilidad de la estructura de mando, de la logística y de la
planificación militar. Esto llevó a la creación en 1878 de un Estado Mayor del Ejército
responsable de esas funciones. En 1883 se creó, además, una academia especial para
oficiales.
Gran parte de los pormenores de estos cambios fueron la obra de dos de los jefes
militares más jóvenes, Katsura Taro y Kawakami Soroku, que habían pasado varios años en
Alemania para tomar como modelo el sistema de ese país. Desde entonces, mientras que la
enseñanza de los cursos más bajos se moldeaba según patrones franceses, la estructura del
Estado Mayor y del mando militar era alemana. Se contrató de Alemania al comandante
Klemens Meckel para que enseñara en la academia del Estado Mayor y asesorara a este
cuerpo. Se establecieron escuelas de artillería y de ingeniería. Al mismo tiempo, el ejército

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adquiría nuevas funciones estratégicas. A sus fuerzas se les exigía, ahora —en la década
iniciada en 1880— que el país empezaba a participar en disputas sobre el continente asiático
(véase capítulo 9), una nueva capacidad de actuación en el extranjero. En virtud de la revisión
de la Ley de Reclutamiento de 1883, se establecieron tres años de servicio activo y nueve
años en la reserva. Esto elevaba las fuerzas en tiempos de paz a 73.000 soldados y en tiempos
de guerra a 200.000 más, lo cual parecía bastar para cubrir esas nuevas necesidades. Antes de
1894 todos los soldados estaban armados con rifles y artillería moderna, siendo la mayor
parte de fabricación japonesa.
La marina recibió menos atención en este periodo. Y ello en parte porque, al haber
decidido Japón actuar dentro del marco de los tratados, la defensa marítima era un asunto
menos vital. Otra razón estaba en el alto costo de la marina traducido sobre todo en divisas de
las que siempre se andaba escaso. Instruir a los oficiales de marma exigía mucho tiempo y
técnicas que no abundaban en casa. Además, los buques de guerra, si se querían de una cali-
dad aceptable, todavía tenían que ser comprados fuera. Estas circunstancias ayudan a explicar
por qué hasta 1888 no hubo una academia naval. Un Estado Mayor Naval no se establecería
hasta 1891. La Armada, aunque eficaz, era aun pequeña según patrones europeos: sólo 28
buques modernos en 1894 con un peso agregado de cerca de 57.000 toneladas, además de 24
torpederos. Sin embargo, las instalaciones de los astilleros eran suficientes para asegurar
cualquier reparación.
Lo que costaba el ejército y la marina constituía un tercio del presupuesto nacional en
vísperas de la primera guerra exterior de Japón, es decir, era la mayor carga financiera aislada
de la economía nacional. El ejército, concretamente, tenía que desempeñar un papel crucial
en el mantenimiento del orden, razón por la que era distinguido con una relación especial con
la Casa Imperial destinada a garantizar su independencia y fidelidad. El emperador pasó a ser
jefe supremo de las fuerzas armadas. Asistía a desfiles, maniobras militares, pasaba revista a
las tropas; y miembros de la familia imperial tomaban regularmente la carrera de las armas.
En condusión, a los jefes del Estado Mayor del Ejército y de la Marina, fuera del control de
sus respectivos ministerios, se les dejaba tener acceso directo al emperador en todos los
asuntos relativos a las prerrogativas de mando. Aunque esta medida era contemplada como
una salvaguarda contra la interferencia de los militares en la política, acabó, como se verá,
permitiéndoles intervenir en la misma.
La maquinaria del gobierno
La abolición de los señoríos en 1871 no supuso directamente ningún cambio en la
administración central, a no ser por lo que se refería al carácter y al control de los gobiernos
locales. A los señoríos se les llamó «prefecturas» (ken) y su número se redujo a 72 al ser
delimitadas las fronteras en 1872, y posteriormente a 43. Además, a las ciudades de Tokio,
Kioto y Osaka se les dio el mismo status (fu). En 1872 la subdivisión llegó a los distritos que
pasaron a llamarse ku en las ciudades y gun en las prefecturas, todas ellas bajo la autoridad de
un funcionario nombrado; las subdivisiones inferiores —aldeas (mura) y barrios (cho)-.—
estaban bajo la autoridad de hombres principales elegidos. Para sustituirlos cargos
administrativos del Bakufu y de los señoríos se fue creando un nuevo sistema de burocracia
local que quedó establecido en noviembre de 1875 y en el que se definían los títulos, funcio-
nes y competencias de los titulares. A la cabeza de cada zona estaba el gobernador (chzjí) de
la prefectura o del municipio con control sobre la policía y que era responsable del orden
público. Él y sus subordinados llevaban también a cabo o supervisaban otras funciones muy
diversas como el mantenimiento de escuelas y edificios públicos, revaloración fiscal en el
caso de catástrofes locales, reclamación de tierras no cultivadas, obras en ríos y puertos,

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reparaciones de caminos y puentes, censos, catastros, etc. De hecho, sustituían a los señores
feudales.
La diferencia principal era que estaban vinculados al gobierno central mediante su
dependencia del Ministerio del Interior (Naimusho) establecido en noviembre de 1873. Bajo
Okubo, se les enseñó a estas autoridades provinciales a dirigirse a Tokio en busca de
recompensa y permanencia en sus cargos. Se integraron así en una burocracia que dependía
de contactos a escala nacional y no local, y cuya composición procedía de fuentes diversas:
antiguos funcionarios samurais de los señoríos y de las tierras de los Tokugawa, japoneses
con antecedentes menos privilegiados que viajando o estudiando por el extranjero habían
adquirido conocimientos especiales, y algunos, aunque todavía pocos, a los que se les
consideraba cualificados al poseer cierto bagaje de conocimientos sobre economía. El que la
mayoría fueran ex samurais reflejaba las limitadas oportunidades que había para ganar
experiencia en el viejo sistema tanto como ocurría con los prejuicios que había en el nuevo.
Además, para acceder a un alto cargo, o bien en las prefecturas o en los ministerios, el ser
políticamente de confianza, bien por actividades legitimistas del pasado, bien por el origen
del señorío, tenía también su importan-cía al facilitarse así una relación con los miembros del
Consejo Ejecutivo. Los archivos así lo dan a entender. Fue todo eso lo que dio al gobierno de
Meiji la reputación de estar dominado en las décadas de los setenta y ochenta por hombres de
Satsuma y de Choshu, aunque esta atribución de ningún modo era válida en las esferas más
bajas.
Después de la muerte de Okubo en 1878, Ito Hirobumi fue el que asumió la tarea de dar
a la burocracia una impronta moderna y occidental. En diciembre de 1880, se promulgaron
disposiciones que regulaban la marcha de los asuntos oficiales en el gobierno central,
definiéndose los poderes y deberes de los ministros y de sus subordinados y enumerándose
los asuntos que necesitaban autorización del Consejo antes de que se los pusiera en marcha.
Pero esto no eliminé todos los abusos administrativos. De hecho, no tardó en cundir la
opinión de que la administración de los asuntos oficiales estaba perdiéndose en un mar de
papeles y memorias con lo que se reflejaba una falta de confianza y de iniciativa por parte de
los funcionarios más jóvenes. En consecuencia, en diciembre de 1885, ho envió una circular a
los jefes de departamento pidiéndoles que remediaran los fallos e impusieran disciplina. Dos
meses depués apareció una nueva serie de disposiciones. Se contemplaba en ellas la adopción
de un sistema de exámenes para decidir los nombramientos y las promociones (de hecho no
entraría en vigor hasta 1887), se delimitaban los presupuestos de los diferentes
departamentos, se fijaba con precisión el número de cargos, y se trataba de una multitud de
detalles relativos a archivos y cuentas. Cabe preguntarse si éste era el mejor modo de
restaurar el sentido de la responsabilidad entre los miembros de la maquinaria del gobierno,
pero no hay duda de que ello supuso un paso mas cerca en el camino de hacer de Japón un
Estado moderno. A partir de ahora, los funcionarios iban a ser contratados en base a sus
conocimientos del sistema educativo de estilo occidental, y promocionados por medio de
exámenes protocolarios. Los que tenían cargos más altos procedían casi todos de la recién
creada Universidad de Tokio, cuyos graduados estaban exentos del examen de entrada hasta
1893 y constituyeron con mucho la proporción más numerosa de candidatos que aprobaban a
partir de esa fecha. En 1910, un tercio de los burócratas con el cargo de jefe de oficina o con
un cargo superior había sido admitido por medio de examen. Diez años después la proporción
era de cuatro quintos incluyéndose en ella la mayoría de los viceministros. Casi todos eran
hombres con circunstancias familiares que les habían permitido pagar una educación
relevante: muchos eran hijos de samurais, pero también había hijos de terratenientes y de
comerciantes.

9
Los que llegaban a los puestos más altos, lo lograran o no por examen, obtuvieron por
ello el debido reconocimiento. En julio de 1884, el emperador anuncié su deseo de crear una
nueva aristocracia honrando así a dos grupos: los «de alta cuna con antepasados ilustres» y
los que se habían acreditado «en la restauración de nuestro gobierno». En la nueva
aristocracia había cinco categorías: príncipe (o duque), marqués, conde, vizconde y barón. De
los primeros 500 títulos creados, todos excepto 30 fueron a parar a familias de la antigua
corte y de la nobleza feudal. Algunos fueron promocionados. A Sanjo y a Iwakura los
hicieron príncipes, éste de forma póstuma por haber fallecido el año anterior. El premio por
servicios más recientes incluyó el título de marqués para Okubo y Kido, también póstumos, y
14 de conde para funcionarios (casi todos ex samurais). Entre éstos estaban Ito y Yamagata.
Entre los vizcondes figuraban 12 que eran generales y almirantes de las nuevas fuerzas
armadas. Este criterio de selección de títulos, al principio muy rígido, fue relajándose con el
paso del tiempo, como suele ocurrir, hasta que llegó a ser norma conceder título nobiliario a
un elevado número de altos funcionarios. Y con el mismo criterio eran regularmente
denegados a los oponentes del gobierno. Así, Goto Shojiro e Itagaki Taisuke, de Tosa, y
Okuma Shigenobu, de Hizen, vinculados a los movimientos de derechos populares de la
década de los ochenta, fueron enfáticamente excluidos de la lista original, no obstante haber
hecho tanto como cualquier otro en los primeros días del régimen.
Otro paso, dado en diciembre de 1885, fue la sustitución del Consejo Ejecutivo
(Dajokan) por un gabinete (Naikaku) de corte europeo. Cada uno de los miembros de este
nuevo cuerpo sería responsable, como ministro, de la política de su respectivo departamento,
mientras que el primer ministro (Son Daíjin) se encargaría de coordinarlos y de hacer
recomendaciones de carácter general al emperador. Como este gabinete reemplazaba en gran
medida a dos asambleas diferenciadas que había en el antiguo Dajokan, su creación supuso
una importante simplificación en la administración de la política. Además, Ito, como primer
ministro en el nuevo cargo, tenía mucho más poder que sus predecesores en el Consejo (en
realidad más incluso que habrían de tener sus sucesores).
El paso final se dio en abril de 1888 al crearse el Consejo Privado (Sumitsu-in)
encargado de asesorar al emperador y en cierta medida independiente del gabinete ministerial
aunque sin merma de la autoridad de éste. Estaba compuesto por consejeros veteranos que
debían ser consultados en la interpretación de cualquier revisión de la constitución (entonces
en anteproyecto; véase el capítulo siguiente), en reformas fundamentales de la ley y en
tratados con el extranjero; pero no tenían derecho a tomar medidas. Específicamente, como se
establecía en las disposiciones sobre su creación, el Consejo Privado «no interferirá con el
Ejecutivo».
En conjunto, estos cambios tuvieron el efecto de variar la inclinación de las
instituciones políticas japonesas desde los antiguos modelos chinos hacia las últimas pautas
occidentales. Había dos motivos evidentes. En primer lugar, un país que estaba intentando
persuadir a Occidente para que revisara sus tratados des-iguales tenía que presentar la
apariencia de que sería aceptable si resultaba familiar a Occidente. Esto era especialmente
válido en el aspecto legislativo y judicial (véase capítulo 6). En segundo lugar, parecía lógico
que la administración de un sistema fiscal, de unas fuerzas armadas y de una estructura
industrial trazada sobre líneas de Occidente —es decir, los elementos de «riqueza» y
«fuerza»— fuera confiada a un gobierno cortado al esfflo de Occidente. Y, en efecto, antes de
que acabara la década 1880-1890, ya había una elevada proporción de funcionarios japoneses
que estaban siendo formados en las diferentes técnicas occidentales.

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Capítulo 5
El emperador Meiji y la Constitución de Meiji (1873-1904)
Un concepto que la mayoría de los historiadores japoneses de los últimos años ha usado
de una u otra forma es el de «absolutismo» (zettaishugí) de Meiji. La proposición en que tal
concepto se basa es que los dirigentes que surgieron como resultado de la Restauración lo
hicieron así en calidad de burócratas que servían, pero que también controlaban, a un
emperador cuya autoridad nunca había estado limitada en teoría ni por el reconocimiento de
una ética predominante, como en China, ni por la afirmación de los derechos de sus súbditos,
como en Europa. Esto explica el éxito de esos dirigentes en términos no de una clase social
en alza, que pudiera decirse que representaban, sino de una revolución incompleta: un
feudalismo socavado pero no completamente destruido, una burguesía incipiente pero no lo
bastante fuerte para asumir el poder, un pueblo cuyo descontento se reflejaba en inquietudes
pero no en una organización importante. Se afirma que una finalidad de las reformas del
periodo Meiji era mantener ese estado de equilibrio y, en consecuencia, las prebendas de los
que se beneficiaban de él.
A modo de interpretación marxista de la historia japonesa de finales del siglo xix,
podría decirse que este bagaje de ideas se ha centrado en el potencial destinado a mover la
sociedad del feudalismo al socialismo pasando por la democracia burguesa. Pero no hace
falta aceptar el marco marxista para encontrar una interpretación de valor. Una que ha
merecido de los historiadores una atención más cuidadosa se ha referido al tipo de oposición
existente en el Japón de Meiji y a su importancia como comentario sobre la opinión
«modernizante» de lo ocurrido. Muchos japoneses de aquel tiempo con esperanzas en sus di-
rigentes iban a quedar a la fuerza decepcionados, porque esos nuevos líderes habían llegado
al poder sin ningún compromiso anticipado con programas específicos de reforma. Los
fanáticos de la xenofobia que veían a su país todavía ligado a tratados desiguales, los
legitimistas independientes desterrados de la administración y de influencias por burócratas
ex samurais, los campesinos cuya forma de vida se hizo distinta pero a corto plazo no clara-
mente mejor, todos encontraron frecuentes motivos de queja. Además, muchos de ellos
habían estado condicionados en la década anterior a 1868 a expresarse por la violencia.
Controlarlos o reconciliarlos era, por lo tanto, una de las tareas urgentes del nuevo régimen.
Una forma de intentar hacerlo fue con lo que hemos descrito ya, es decir, con la creación de
una potente maquinaria de gobierno. Otra fue proporcionar una salida a las quejas por medio
de los manejos de una constitución cuidadosamente redactada. Una tercera consistió en idear,
o al menos alimentar, una ideología adecuada que sería propagada por el sistema educativo
estatal y por un abanico de organizaciones oficiales y semioficiales.
El movimiento constitucional
La oposición que puso en marcha el movimiento constitucional venía de los samurais,
con mucho de qué protestar y en la posición social más fácil para hacerlo. La Restauración y
la abolición de los señoríos había desatado numerosos lazos feudales. Los samurais habían
perdido el derecho de llevar espadas. Sus pensiones habían sido reducidas, después otra vez
recortadas y finalmente suprimidas a cambio, en muchos casos, de sumas irrisorias. No
sorprende, pues, la existencia de revueltas en Choshu en 1869-1870, en Hizen a principios de
1874 y otra vez en Choshu en 1876. La mayor fue la de Satsuma en 1876, cuando varios
miles de hombres con Saigo Takamori a la cabeza se pusieron en marcha para llevar sus
quejas a Tokio. Detenidos en Kumamoto, su rebelión quedó confinada al sur de Kiushu, pero
para extinguirla tuvo que emplearse a pleno el ejército permanente y sus reservas durante seis

11
meses. Saigo y sus partidarios principales se quitaron la vida en Kagoshima en septiembre de
1877, cuando vieron que tenían todo perdido.
Fue la última de las insurrecciones feudales, pero no el fin de la oposición de los
samurais. Aunque los samurais de otras regiones no habían estado identificados lo bastante
con Saigo como para haber combatido a su lado, tenían entre ellos numerosos simpatizantes
que continuaron abogando por sus ideas. Esto fue especialmente cierto en el caso de los
planes de Saigo relativos a la expansión japonesa en Corea (véase el capítulo 9). Se formaron
así las primeras sociedades patrióticas de la época que no excluían el uso de la fuerza en los
asuntos de politica nacional, a gran semejanza de lo que habían hecho sus predecesores, los
«hombres de espíritu». El mismo Okubo, asesinado en mayo de 1878, fue una de sus
víctimas. Contra Okuma Shigenobu, entonces ministro de Exteriores, fue arrojada una bomba
a causa de sus concesiones en la revisión del tratado de 1889. El mismo año, el ministro de
Educación, Mori Arinori, célebre por su compromiso con las reformas de estilo occidental,
había perdido la vida a manos de un «patriota».
Producto de la crisis de Corea de 1873, había habido una clase distinta de actividad
política emprendida por samurais. Ese año, Itagaki Taisuke y Goto Shojiro, de Tosa, eran
miembros del Consejo Ejecutivo y apoyaban la propuesta de Saigo de una expedición militar
a Corea, en parte porque creían que así se daría ocasión para desagraviar a muchos samurais;
cuando dimitieron, al ser derrotados en esta propuesta, decidieron seguir con sus objetivos
por medio de la presión política. A principios del año 1874, solicitaron la creación de una
legislatura elegida. En un aspecto esto era volver a las ideas expuestas por su señorío, Tosa,
en 1867, relativas a una estructura constitucional que sustituyera a los Tokugawa. En otro era
una tentativa de unir a los desafectos, o sea, a los decepcionados con lo que estaba pasando
desde entonces. Los dos hombres afirmaban hablar en representación de <dos samurais y los
comerciantes y campesinos más ricos..., de donde salieron los líderes de la revolución de
1868».
Itagaki y Goto tenían también una razón de facción para esto: plantear un reto al cuasi-
monopolio de altos cargos que los hombres de Satsuma y de Choshu estaban en el proceso de
detentar. Pero los que respaldaban la demanda de estos dos hombres de «libertad y derechos
civiles» (jiyu-minken) reflejaban un espectro mucho más amplio. En realidad, el movimiento
que iniciaron se asemejaba por su composición y complejidad al de los legitimistas de la pre-
Restauración, despojado de los que habían triunfado años después. Incluía a los defensores
supervivientes de la política de «honor al emperador-expulsión al bárbaro», que postulaban la
necesidad de una asamblea constitucional en bien de la unidad nacional y de cara a la
amenaza extranjera. Había otros que creían que la función parlamentaria serviría para
controlar a los consejeros del emperador y no para limitar la autoridad de éste, casi de la
misma forma que los moderados de la década 1860-1870 habían propuesto limitar el poder
del Bakufu. Además, los más radicales —sin excluir, como se verá, a la gente del campo—
vieron en el tema un asunto de justicia social dentro de Japón.
De los dirigentes del gobierno, Kido era quien tenía más simpatía con lo que estaba
diciéndose sobre el tema. Al volver de Europa en 1873 había publicado un largo artículo
afirmando el caso de una constitución como medio de ganar respetabilidad fuera y de reducir
la desunión dentro. Iwakura y Okubo mostraban más cautela, en especial en lo que se refería
a hacer concesiones a quienes atacaban su poder. Sin embargo, siempre habían reconocido
que cierta dosis de participación popular contribuiría a la estabilidad del país. Así, a
principios de 1875 establecieron una asamblea de gobernadores de prefecturas —en
sustitución del anterior cuerpo asesor de samurais que habían demostrado ser demasiado

12
litigantes— para sondear la opinión popular. Por encima, habría un Senado (Genro -in) ,
también asesor, pero compuesto de nobles, altos funcionarios y especialistas en derecho. A
este último cuerpo se le confió la tarea de redactar el borrador de una constitución.
Antes de que pudieran informar de algo habían tenido lugar importantes cambios entre
los miembros del gobierno. Kido falleció en 1877, Saigo y Okubo al año siguiente, quedando
sólo Iwakura. Se le unieron tres hombres más jóvenes: Okuma Shigenobu, de Hizen, ministro
de Finanzas desde 1873 y principal responsable de poner en marcha el sistema fiscal agrario;
lic Hirobumi, de Choshu, titular en el mismo periodo del Ministerio de Obras Públicas y
responsable del programa de modernización económica, y Yamagata Aritomo, también de
Choshu, principal arquitecto del nuevo ejército japonés. Fueron estos tres, junto con Iwakura,
quienes habrían de jugar el papel central en las decisiones sobre la futura constitución.
El aspecto menos polémico de lo que hicieron fue introducir un elemento electoral en
los gobiernos locales. En 1878 establecieron asambleas en las zonas urbanas (fu) y en las
prefecturas (ken) a fin de supervisar el gasto de la parte de contribución territorial asignada
para el uso local y de discutir cualquier asunto planteado por el gobernador. Este retenía el
derecho a vetar cualquier decisión que pudieran recomendar las asambleas. El electorado
quedó limitado a varones de más de 25 años de edad que pagaban una cantidad determinada
en impuesto nacional. Los miembros de la asamblea servían cuatro años y la mitad se
retiraban después de cada dos. Las decisiones se tomaban por voto con mayoría simple. En
abril de 1880 se crearon asambleas similares en pueblos y aldeas, y después en las ciudades
(shi) y en los distritos (gun). Todo el sistema iba a quedar mejor coordinado en 1889-1890,
cuando las regulaciones, revisadas y elaboradas bajo la direción de Yamagata, aumentaran el
grado de supervisión central a través de funcionarios nombrados al efecto. La eligibilidad
para votar y ser elegido seguiría estrechamente vinculada al pago de impuestos, como
también habría de ser a escala nacional hasta el año 1925.
Mientras, en junio de 1878, el Genro-in tenía elaborado el borrador de una constitución
nacional en el cual los poderes legislativos se confiarían a una asamblea elegida según reglas
muy parecidas a las que ya regían en las prefecturas. La idea directriz fue criticada por los
dirigentes del Consejo Ejecutivo por ser en conjunto demasiado progresista. Iwakura e lic, en
particular, deseaban que se pusiera más acento en las prerrogativas del emperador. Como lo
veía hto, el objeto era desarmar a los críticos y no ceder nada del poder real. Por su parte,
Yama-gata urgía a que la legislatura estuviera formada por personas nombradas o elegidas
indirectamente por las asambleas prefecturales. Sólo Okuma se mostró en desacuerdo y ello
aparentemente, porque veía en el asunto una ocasión de aventajar a sus rivales de Satsuma y
de Choshu. En marzo de 1881, Okuma elaboré un memorándum exigiendo no sólo una
asamblea elegida, sino también un gobierno de partido y un gobierno responsable ante el
parlamento al modo inglés. Además, proponía tomar unas medidas prematuras: enmarcar una
constitución en 1881, anunciarla en 1882 y celebrar las primeras elecciones en 1883.
Si Okuma esperaba con esto, como parece probable, ser alzado al poder en una ola de
apoyo popular, el tiro le salió por la culata. En junio, sus colegas rechazaron formalmente sus
propuestas, y, cuando él respondió asociándose con las críticas populares por los escándalos
de la venta de empresas del gobierno en Hokkaido, fue destituido de su cargo. Al mismo
tiempo y como medida para desarmar cualquier oposición que pudiera organizar, el gabinete
anuncié que la decisión de promulgar una constitución ya había sido tomada y que entraría en
vigor en el plazo de nueve años. El edicto imperial que así lo prometía (octubre de 1881)
advertía que quienquiera que en el intervalo «abogare por cambios súbitos y violentos,
alterando así la paz de Nuestro imperio, incurrirá en Nuestra indignación».

13
Ocurrió que un buen número de ciudadanos estaba preparado para correr ese riesgo. En
efecto, a los pocos días, Itagaki y Goto habían formado el Jiyuto o Partido Liberal, el cual
esperaba influir en el borrador de la constitución y estar listo para el día en que pudiera
beneficiarse de sus estipulaciones. Este partido estaba vinculado regionalmente con Tosa,
ideológicamente con el radicalismo francés y socialmente en gran parte con las zonas rurales.
Okuma hizo lo propio con el Kaishinto o Partido Progresista, que se relacionaba con Hizen,
con el liberalismo inglés y con la gente de negocios de la ciudad. Okuma y los otros
descubrieron pronto que las amenazas del gobierno iban en seno.
Japón ya tenía una Ley de Prensa que databa de 1875 y que surgió en gran parte porque
los periódicos de estilo occidental que fueron apareciendo esos años habían resultado ser
opositores al gobierno en sus observaciones sobre el acontecer político. Según esa ley, el
propietario, editor o impresor debían estar registrados; todos los comentarios debían aparecer
firmados; y el editor era responsable de artículos subversivos o difamatorios incluyendo
cualquier material que «injuriase las leyes existentes o confundiera el sentido del deber del
pueblo para la observancia de las mismas». La revisión de julio de 1877 le dio al ministro del
Interior el derecho de prohibir o retrasar la publicación de cualquier impreso ofensivo.
Posteriormente, en abril de 1880, el número de controles se extendió incluyendo las
actividades de partidos políticos y organizaciones similares. Se sometieron a la supervisión
policial los mítines; a los miembros de las fuerzas armadas, profesores y estudiantes se les
negó el derecho de asistir a ellos; y a las asociaciones constituidas con fines políticos se les
prohibió anunciar mítines, solicitar la afiliación política o relacionarse con cualquier otro
grupo similar de otra parte del país. La Ley para el Mantenimiento de la Paz, promulgada en
diciembre de 1887, fortalecía todavía más el poder de las autoridades. Permitía a la policía
desterrar de las proximidades de la capital a cualquier persona que conspirara o incitara al
disturbio o «a quien fuera juzgado estar tramando algo en detrimento de la tranquilidad pú-
blica».
Las regulaciones de este tipo eran aparentemente de aplicación general pero en la
práctica iban dirigidas contra los defensores del gobierno parlamentario. Eran frecuentes los
arrestos de editores y políticos. Contra el núcleo original del movimiento compuesto de ex
samurais y de intelectuales, casi todos residentes en la ciudad y personas educadas con
conocimientos del pensamiento político occidental, tales medidas solían tener efecto pues
unos y otros tenían mucho que perder. Por otro lado, el Partido Liberal tenía partidarios en el
campo, no sólo entre las elites rurales, sino también y de forma bastante extendida entre
campesinos de zonas del país en donde la agitación había sido endémica por espacio de una
generación o mas. Estos campesinos con frecuencia mostraban un considerable grado de
comprensión y de conciencia política. En la idea de una constitución habían llegado a ver un
mstrumento para replantear reivindicaciones especificas, como las provocadas por la reforma
del sistema fiscal agrario o por el impacto de la política financiera en los precios agrícolas.
Estaban, por consiguiente, menos dispuestos que sus camaradas urbanos a someterse sin
reparos a la represión gubernamental. Algunos incluso recurrieron a la violencia, como
habían hecho sus padres antes de que los señoríos fueran abolidos. En 1882-1884 hubo
estallidos en las provincias del interior del norte y este de Tokio que, aunque apadrinados por
el Partido Liberal, eran parecidos en naturaleza y composición social a las revueltas
campesinas de las postrimerías de la era de Tokugawa. Fueron apagados con facilidad por la
policía y el ejército, pero pusieron de manifiesto el peligro, no inadvertido para los políticos
de esta era de Meiji, de que las formas tradicionales de protesta, todavía no eliminadas,
podían ser políticamente orientadas por ideologías modernas.

14
La Constitución
La respuesta del gobierno al movimiento constitucional no fue del todo negativa. En el
verano de 1881, Ito e Iwakura habían elaborado un esquema con las estipulaciones
constitucionales que ellos pensaban que eran aceptables y en las que se incluían: un gabinete
claramente responsable ante el emperador (establecido en primer lugar como se ha visto), una
asamblea bicameral con una cámara baja elegida sin poder para legislar ni para en última
instancia negar fondos al gobierno, y un electorado basado en prerrogativas de propiedad
como ya existía antes en las prefecturas. Las estipulaciones no fueron publicadas, pero el
Consejo Interno las aprobó en octubre.
En marzo de 1882, Ito partió de gira por Europa en una misión indagadora sobre
sistemas constitucionales europeos que habría de durar dieciocho meses. Como en general ya
sabía lo que buscaba, fue directamente donde esperaba encontrarlo, a Berlín y a Viena; sólo
después visitaría París y Londres, donde las tradiciones políticas eran ajenas a sus fines. La
mayor parte de su tiempo la dedicó a buscar el consejo de Rudolph Gneist y Lorenz von
Stein, cuyas ideas serían después directamente inyectadas en el borrador de la constitución de
la pluma de dos alemanes empleados por el gobierno de Meiji, Alfred Mosse y Hermann
Roesler. Una breve incursión en la teoría del gobierno parlamentario bajo la guía de Herbert
Spencer apenas contribuyó a modificar el carácter general del viaje de Ito.
Después de su regreso a Japón estuvo cierto tiempo preocupado con proyectos relativos
a los títulos de nobleza, al gabinete y al cuerpo de funcionarios. El trabajo sobre la
constitución, una vez empezado —lo cual no ocurriría hasta 1886—, progresaba en secreto
bajo la supervisión personal de lic. Este progreso era tranquilo, apenas turbado por debates o
agitación pública. No sorprende, en tales circunstancias, que la naturaleza de lo que se hizo
no difiriera fundamentalmente de los principios enunciados en 1881. En efecto, el
documento, presentado al Consejo Privado en mayo de 1888 y proclamado en el palacio en
una breve ceremonia el 11 de febrero de 1881, puede bien ser descrito como poco más que
una ampliación de los puntos originalmente expuestos por Iwakura, que siempre había estado
más alerta que la mayoría de sus colegas a las cuestiones constitucionales.
Sin embargo, casi todo el armazón filosófico derivaba del concepto de «monarquía
social» de Lorenz von Stein. Según éste, la monarquía existía para arbitrar los intereses
conflictivos de los diferentes grupos sociales, es decir, para personificar la voluntad general y
permanecer «trascendentalmente» por encima de la lucha de clases impidiendo que el fuerte
explotara al débil. Expuesta esta teoría por Roesler e interpretada a lic por Inoue Kowashi,
algo de su finalidad social desaparecía, pero quedaba un énfasis en la armonía social,
sumamente atractivo para hombres que se veían trabajando en la tradición del pensamiento
confuciano y en el contexto de la fortaleza de la nación. Para los dirigentes del gobierno de
Meiji, la disidencia política era sediciosa porque debilitaba al Estado. En las palabras de Ito,
<da embestida de ideas en extremo democráticas» tenía que ser resistida, porque «en un país
como el nuestro era evidente que sería necesario compensar la pequeñez de las dimensiones y
de la población del país con una compacta solidez en la organización».
Como consecuencia de este planteamiento, al emperador le quedaron reservados
muchos poderes, como el de declarar la guerra, firma de tratados y mando supremo de las
fuerzas armadas. Además, poseía el emperador un amplio derecho de decreto y podía
libremente suspender o aplazar la asamblea nacional, la Dieta. Con respecto a las finanzas,
quedaron perfectamente excluidos de las consideraciones de la Dieta importantes asuntos
relativos a gastos ordinarios. Y lo que fue más significativo, se estipulé que si la asamblea no

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conseguía aprobar el presupuesto, sería repetido el del año anterior. De esa forma, el control
parlamentario no fue más allá del derecho a rechazar nuevos impuestos, lo cual, aunque podía
ser una poderosa arma de acoso al gabinete, como se demostraría en los cinco años
siguientes, no basté para darle a la Dieta el control de la política nacional. Tampoco fue
seguro que la cámara baja elegida, la Cámara de Diputados, pudiera determinar las acciones
de la Dieta. La otra cámara, la Cámara de Nobles, poseía igual autoridad y estaba integrada
por unos miembros, nombrados y hereditarios, que naturalmente tenían que apoyar al
régimen.
Debido a estas limitaciones, la Cámara de Diputados, cuando se reunió por primera vez
en 1890, se convirtió en el escenario de una pugna, no tanto entre partidos que debatían
políticas e intereses —aunque también lo hicieron—, cuanto entre parlamentarios y gobierno
cada uno tratando de dominar al otro (véase el capítulo 8). En esa lucha el gabinete disfrutaba
de un número de ventajas. En sí no era responsable ante la Dieta. Además, cualquier reforma
constitucional pretendida por los partidos para mejorar su posición tenía que ser iniciada por
el emperador y aprobada por el Consejo Privado. Y a ninguno de los dos era fácil persuadirle.
La alternativa, o sea, asegurar una participación en el poder usando la táctica del reparto,
tendía no sólo a que los políticos sufrieran desprestigio, sino también a que les costara dinero
por las frecuentes elecciones. En este sentido, no puede decirse que la Constitución de Meiji
promoviera la armonía. También tenía valor limitado como fuero de libertades personales.
Los derechos de los ciudadanos, según en ella se afirmaba, eran en todos los casos descritos
como «dentro de los límites de la ley» o «dentro de los límites no perjudiciales para la paz y
el orden».
Sin embargo, en lo concerniente a la monarquía, la Constitución se diferenciaba del
modelo prusiano con respecto al cual los consejeros alemanes de Japón tendían a diferir en
otros temas. Roessler, al redactar la sección referente al emperador, había seguido las normas
con las que estaba familiarizado, es decir, el gobernante eran quien poseía y ejercía la
autoridad. El emperador, escribió, «preside el Gabinete y decide acerca de sus
proposiciones»30, condicionado sólo por que los documentos con las decisiones llevaran la
contrafirma de los ministros. Esto no era de ningún modo lo que ni Ito ni sus colegas tenían
pensado.
La importancia que el emperador como fuente de legitimidad tenía para los dirigentes
del gobierno Meiji nunca había estado en duda. Ni tampoco su valor para la tarea de unificar
el apoyo del pueblo. Esto explica los tres detalles siguientes: anuncios como el del Juramento
de la Carta habían sido realizados en nombre del emperador y no de su consejo; se
promulgaban rescriptos imperiales para amonestar a los súbditos sobre diversos temas; y el
emperador era animado a hacer apariciones públicas no sólo en ocasiones de Estado, sino
también en giras por diferentes partes del país. Aun así, en años anteriores había habido entre
los funcionarios mucho desacuerdo sobre cuál debía ser el papel del monarca en el gobierno
real del país. Quienes se tomaban en serio la doctrina sintoísta, especialmente los que habían
encontrado en el palacio un puesto cercano a la persona del emperador, argüían que éste debía
ser entrenado para ser en la práctica lo que siempre había sido en teoría, es decir, un monarca
absoluto. El corolario fue que debía participar plenamente en las decisiones del Consejo
Ejecutivo o del gabinete. Las figuras más poderosas del gobierno de Meiji no aceptaban esto.
Para ellos, un emperador separado de la política diaria era más útil como símbolo y en
ocasiones como arma de último recurso para ser esgrimida contra los rivales. Iwakura
formuló sucintamente sus preferencias en 1875. Según éstas, si los consejeros estaban
globalmente de acuerdo sobre determinada medida, ésta sería presentada al emperador para
su aprobación; si no lo estaban, los asesores políticos —no los personales— del emperador

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debían intentar hallar una recomendación que pudieran hacer colectivamente; sólo si esto
también fallaba, se le pediría al emperador que tomara una decisión. Con el margen debido a
cambios ocasionales en contexto y aplicación, el principio que subyace a esos enunciados iba
a ser válido en los siguientes cincuenta o sesenta años.
En 1885, Ito se atuvo a ellos cuando mandó compilar las regulaciones del gabinete.
Volvió a insistir en los mismos durante una alocución al Consejo Privado en 1888, en la que
afirmó que la función del emperador no era gobernar, sino definir y conservar por su
autoridad superior el marco dentro del que funcionaba el gobierno. Señaló que en Europa esto
fue logrado por el cristianismo y las doctrinas constitucionales. En Japón, ni el sintoísmo ni el
budismo podían en este sentido ofrecer una sanción religiosa. Tampoco poseía Japón por sí
mismo una tradición constitucional relevante. De ahí que <la única institución que puede ser
piedra angular para nuestro país es la Casa Imperial»; «el primer principio de nuestra
constitución es el respeto a los derechos soberanos del emperador»; <las ideas europeas de la
separación de poderes o... el gobierno conjunto del monarca y el pueblo» deben dejarse a un
lado en Japón.
De ese modo, Ito suprimió del borrador redactado por Roesler la referencia a los
deberes de gobierno del emperador sustituyéndola por una sección que resaltaba «el gobierno
nacional» (kokutai), es decir, el origen divino del emperador en virtud del cual reinaba, junto
con la especial relación existente por ello entre emperador y súbditos. La constitución, por
consiguiente, otorgaba a este concepto una definición legal. Su primer capítulo describía al
emperador como «sagrado e inviolable». Establecía también que su soberanía descansaba no
en una divinidad personal, sino en el hecho de que pertenecía a una «línea de emperadores
ininterrumpida y por siempre eterna». En otras palabras, se presentaba a su pueblo, no
primordialmente como gobernante, sino como símbolo de un linaje imperial que se
remontaba más allá de la creación del Estado y llegaba hasta la época de la creación del
mundo. De ese núcleo de ideas iba a surgir la ideología dominante del Japón de las primeras
décadas del siglo xx.
El emperador y la ideología política
El enfoque dado por Ito a la teoría constitucional justificando la autoridad imperial por
el kokutai, había, de hecho, iluminado la idea de que al emperador había que volver a
colocarle «por encima de las nubes», igual que antes de la Restauración. Echó luz también al
cuerpo de creencias místicas a tenor de las cuales se podía inducir a los japoneses a rendir
una lealtad incondicional a los humanos ministros que hablaban en nombre de su soberano.
Un elemento de ese enfoque, al cual la filosofía política prestaría gran atención después de
1889, fue el concepto de familia-estado. Así, Hozumi Yatsuka, profesor de Derecho en la
Universidad Imperial de Tokio, igualaba la obediencia al emperador con la obediencia cuasi-
religiosa al cabeza de nación-familia. «Ser obediente al cabeza de familia es ser obediente a
los espíritus de los ancestros», escribía; y, puesto que «el actual emperador está sentado en el
trono en lugar de los ancestros imperiales», la obediencia a él es obediencia a ellos.
Hozumi tenía formación alemana, estando influido, pues, por las ideas del Staatsrecht
de fines del xix. Según estas ideas, se daba prioridad al Estado sobre el individuo y a la ley
orgánica sobre los derechos naturales o el contrate social. Pero en el tema del emperador,
Hozumi reflejaba también la posición más destacada que al sintoísmo se le había dado dentro
del eclecticismo filosófico y religioso japonés de la era Meiji. El budismo había perdido gran
parte de su posición como credo público, aunque siguiera siendo el privado de mayor
reconocimiento. Los ataques que sufrió en los primeros años de la era Meiji, aparentemente

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con el fin de separarlo del sintoísmo pero incluyendo el deterioro de su reputación y otras
fcrmas de violencia, habían llevado a clausurar casi 18.000 templos en menos de una década.
En 1871, las ceremonias budistas fueron descontinuadas en la Casa Imperial y muchas tierras
propiedad de los templos fueron confiscadas. El confucianismo salió mejor parado debido a
su código ético, considerado por figuras influyentes como necesario en la formación de los
jóvenes; pero la cosmología de donde nominalmente prevenía su ética quedó minada por los
descubrimientos de la ciencia moderna. Con ello el confucianismo vino a ser contemplado
como una rama de la filosofía secular más que como una religión, no obstante sus vínculos
con la adoración deles ancestros. En cambio, el sintoísmo, acercándose más al confucianismo
en la medida en que se separaba del budismo —un cambio ya preludiado al final de la era
Tokugawa—, se ganó ya en 1868 el patrimonio abierto del Estado. Inmediatamente después
de la Restauración, el Consejo de la Religión (Jingikan), encargado del ritual sintoísta, había
sido convertido en teoría en el órgano más alto de la administración central. Incluso cuando
se puso fin a este privilegio en 1871, los principales santuarios sintoístas siguieron
organizándose jerárquicamente con la aprobación del gobierno. Su status especial quedó
confirmado en 1882, cuando a las variedades más populares del sintoísmo —las sectas con
actividades que incluían el shamanismo, la marcha sobre el fuego y la interpretación de
oráculos— se les dio un reconocimiento independiente como organizaciones religiosas, igual
que cualquier otra, a la vez que se les prohibía recibir ayuda de fondos oficiales, ayuda como
la concedida a los santuarios «nacionales».
En 1872, la Oficina de Ritos, sucesora del Jingikan, inauguré una campaña destinada a
propagar las ideas que denominé «Gran Doctrina» (Taikyo). Estas ideas, sacadas de las tres
ramas de la tradición filosófica-religiosa de Japón, incluían mandatos de respeto a los dioses
y de veneración al emperador, así como de amor a la patria y de obediencia a las reglas de
conducta moral; un código, en suma, en el cual el deber cívico y el apoyo a los fines del
gobierno jugaban un papel por lo menos tan importante como las creencias éticas y religiosas.
En la práctica, la campaña para promocicnar esta doctrina fue confusa e ineficaz, pero
estableció un precedente para posteriores tentativas de alguna forma de ideología oficial.
La primera de estas tentativas fue un rescripto en 1885 dirigido a los marinos y
soldados del país en el que se subrayaban, como cabía esperar, las obligaciones debidas a la
nación y al monarca: «que no te extravíen las opiniones del momento ni te entrometas en
política, sino que con un corazón sincero cumple tu deber fundamental de lealtad». Al mismo
tiempo, se ponía a la lealtad en un contexto de conducta ética que incluiría «acertada
discriminación del bien y el mal», «fidelidad e integridad» y evitación de «costumbres lujosas
y extravagantes», código, en suma, nada diferente del de los samurais. Estas cualidades
fueron descritas globalmente como el «Gran Camino del cielo, la tierra y la ley universal de
la humanidad»”.
El Rescripto sobre Educación de 1890, igualmente famoso, que dejaba ver la influencia
de Motoda Eifu, tutor confuciano del emperador, acentuaba también las virtudes de lealtad y
piedad filial. Las mismas cualidades subrayaban también las regulaciones publicadas de vez
en cuando sobre la enseñanza de la ética (shushin) en las escuelas (véase el capítulo 6). En
1897, la Dieta dispuso que los libros de texto de esa disciplina debían ser publicaciones
oficiales y n~ privadas. Así, a partir de la edición de 1903, se les exigía a los prcfesores que
expusieran en sus clases una ortodoxia prescrita por el Estado y que comprendía una
interpretación «absolutista» de la posición del emperador en el Estado de origen sintoísta, un
concepto de «familia» entendida como la relación del emperador con sus súbditos, y la idea
confuciana de la buena conducta personal modificada por el aserto de que la lealtad venía
primero que la piedad filial. En todas las escuelas se colocaron copias del retrato del

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emperador y del texto del Rescripto sobre Educación como objetos de reverencia ritual.
Aunque a los cristianos en particular estas cosas les parecían difíciles de aceptar, en la
práctica la situación resulté ser menos consistente y autoritaria que lo que implica el
enunciado de estos hechos. En los niveles más altos de abstracción, los magistrados
académicos iban a estar en desacuerdo muchos años acerca de la naturaleza teórica de la
autoridad del emperador. En la prensa popular, las ideologías alternativas, generalmente de
procedencia occidental, continuaban siendo sondeadas. En las mismas escuelas, los
prcfesores interpretaban la «ética» a la luz de les prejuicios personales y de las modas
intelectuales, y no siempre en estricto acuerdo ccn los libros de texto. En consecuencia, todo
lo que puede afirmarse con certeza es que en la mayoría de las vías de comunicación de la
vida japonesa había una insistencia dominante en el deber y el servicio, expresada de diversos
modos, que quedaba a largo trecho del totalitarismo.
Hecha esta advertencia, puede ser útil acudir a un ejemplo concreto de cómo los hilos
se iban trenzando. En 1904, Uibino Yutaka publicó un libro titulado Nippon Shindo Ron
(«Teoría del Camino del Súbdito de Japón») pensado en servir de comentario a los
profesores. Como punto de partida tomó el hecho —escribía en vísperas de la Guerra Ruso-
Japonesa— de que el país estaba sitiado por todos lados de enemigos semejantes a «tigres
rabiosos». El peligro sólo podía ser eliminado si los japoneses cultivaban seriamente sus dos
virtudes centrales: la lealtad y la piedad filial. La autoridad y el buen gobierno también
jugaban un papel, perc en último recurso, escribía, la seguridad nacional descansaba en el
deseo del pueblo de «servir al emperador hasta el último aliento». Sería este lo que daría a la
nación la «fortaleza conjunta de un haz de flechas que no se puede partir». Apuntalando esta
lealtad, aunque secundaria, estaba la piedad filial: <da piedad filial del hijo se traduce en la
verdadera lealtad del súbdito». Tampoco era esto posible sin las virtudes asociadas al ideal de
familia confuciana: «el vigoroso e irresistible avance de nuestra cultura, el constante aumente
de nuestra riqueza y poder, nuestra supremacía en Oriente, nuestra igualdad con las otras
grandes potencias, nuestro imponente papel en el escenario de los asuntos humanos, todo
depende del establecimiento de una vida de hogar sana en donde el esposo decida y la esposa
consienta».
El libro de Hibine fue a la vez influyente y representativo. Muchas de sus ideas eran
herencia de los escritores del final de la era Tokugawa, pero su opinión del emperador, en
apariencia tradicional, tenía mucho que ver con la forma en que habían cambiado las
instituciones políticas en los últimos treinta años. El suyo era un monarca moderno y no an-
ticuado. Cierto que era una figura simbólica, pero su papel era el de presidir la
transformación del país en nombre de la «riqueza y la fuerza», dando semblante y legitimidad
a los hombres ocupados en desarrollar las políticas adecuadas.

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