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dialécticos. Se trató de condenas que no eran condenas a muerte, sino que eran
condenas a permanecer en silencio. Hay dos casos paradigmáticos dentro de
estos dialécticos: (a) el caso de Anselmo de Besate (-1050); y (b) el caso de
Berengario de Tours (ca. 1000-1088) (el bibliotecario de la novela El nombre
de la rosa, trama que Humberto Eco sitúa en el siglo XIV, no en el siglo XI, tal
como hubiera correspondido de haberse ceñido a una genuina referencia
histórica) Berengario es quien incursiona en la refutación del dogma de la
Eucaristía, es decir la transustanciación, el cambio de sustancia, el pan en el
cuerpo de Cristo, el vino en la sangre de Cristo. Una especie de lenguaje
performativo, donde es el lenguaje el que constituye la realidad. Según
Berengario, conforme las reglas de la razón puede haber un cambio de
accidente que no implica un cambio de sustancia. Pero dice Berengario que lo
que no puede pasar es a la inversa: que haya un cambio de sustancia que no
implique un cambio de accidente, que es lo que se pretende, porque eso que se
dice que cambia de pan a cuerpo y de vino a sangre manteniendo los accidentes,
tales como forma, saber, color, no es un misterio de la fe, sino una cuestión
racional que obedece más a las leyes de la dialéctica que a las de la teología o de
la fe.
Lo mismo hacen nuestros dialécticos con el dogma de la Trinidad:
si se nombra con tres nombres distintos a un único Dios –dicen-, entonces
estamos hablando de tres dioses. Este es el tipo de argumento que sostenían los
dialécticos. El estudio de la dialéctica, el arte de la argumentación en términos
modernos, estaba fundado, en cierto modo, en un corpus: la Lógica vetus o
lógica antigua o vieja, a saber: (a) las categorías de Aristóteles; (b) la Isagogé de
Porfirio; (c) los textos de Cipriano y de Donato, los dialécticos latinos; y (d)
eventualmente los comentarios de Boecio ( 480-524/25)
El paradigmático opositor de los dialécticos fue Pedro Damiano
(1007-1072) o Damiano, acusador de los desobedientes, a la sazón los
dialécticos, apologeta de la fe por encima de la razón que en un tono
ciertamente inquisitorial escribe contra las malas intenciones de los dialécticos,
a quienes ve como desestabilizadores de la fe. Ofrece argumentos. En
particular, uno de esos argumentos, que es también un ejercicio dialéctico, se
titula De divina omnipotentia (Acerca de la omnipotencia divina) Las leyes de
la razón están por debajo de la omnipotencia divina. Dios no se somete a
ninguna de las reglas de la razón porque Él es su autor. De ellas, la máxima que
se podría violar sería la regla del principio de no contradicción ¬ (p ^ ¬ p) , es
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decir no es posible que algo sea y también no sea, al mismo tiempo. ¿Puede
Dios hacer que Roma no haya sido fundada, una vez que fue fundada? ¿Puede
hacer Dios que lo que haya pasado no hubiera pasado? Frente a esta pregunta,
que Damiano toma como ejemplo para defender su tesis, entiende que sí, que
si quisiera, Dios podría. Este antecedente carece de precedente alguno. Nadie
se hubiera atrevido, y de hecho nadie lo hizo, a sostener esto antes, en la Edad
Media. Sostener que Dios podría violar el principio de no contradicción es toda
una novedad. Sin embargo, de otro lado, hay quien sostenía que Dios no puede
violar el principio de no contradicción. En el caso de la pregunta de Damiano,
es complicada la respuesta porque interesa a un hecho que aconteció en el
tiempo pasado, entonces se trata de la intervención de Dios ante un hecho
efectivamente acaecido y, también, se trata de un acto de reversibilidad del
tiempo. Pero, así como Dios no está sujeto a las leyes del tiempo, como tampoco
a las reglas del principio de no contradicción, igualmente podría cambiar las
sustancias, sin que los accidentes cambiaran. De tal manera es la omnipotencia
divina.
Si pensamos bien, ningún milagro de la Sagrada Escritura viola el
principio de no contradicción. El caso que plantea Damián es, entonces, contra
fáctico porque no ha sucedido. Borges, en su cuento La otra muerte, nombra e
introduce en su trama, justamente a un tal Pedro Damiano, a quien se le
proporciona una segunda muerte más promisoria, una muerte que mejora la
primera de las muertes que había tenido, lo que en verdad refiere es la
reversibilidad del tiempo, que es la cuestión de fondo implicada en la violación
del principio de no contradicción de Pedro Damiano.
Como hemos anticipado, la tercera querella es (c) la querella de los
universales, que habremos de abordar con algún grado de detalle un poco más
adelante. El problema de los universales es tan viejo como la filosofía misma.
Pero en el siglo XII, este problema reaparece como querella, como disputa
entre facciones divididas que polemizan entre sí, lo que supone la existencia y
el intercambio de escritos y de literatura polémica o contradictoria, de querella,
de disputa. El problema de los universales consiste en referir los términos en
los que un singular se predica de una pluralidad, se predica de muchos. Por
ejemplo, si decimos «Juan es hombre», la proposición no comporta
inconvenientes respecto de «Juan» En cambio, si lo que se trata es de predicar
acerca de hombre, siendo hombre un animal racional, entonces sí se presentan
algunos problemas, respecto de «hombre» en tanto que mienta una pluralidad,
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es decir aquello que siendo uno se predica de muchos. Por ejemplo, se predica
de Juan, de Pedro, y de Virginia... Hombre es, así, un universal, pero, podemos
preguntarnos a quién mienta, a qué tipo de entidad mienta, refiere. Al respecto
se han ensayado dos posiciones extremas: (a) la de un realismo esencialista,
según la cual los términos universales mientan entidades reales, aun las
separadas de los individuos como las ideas platónicas o las rationes
agustinianas; o (b) la de un nominalismo, según la cual el universal es un mero
nombre que no mienta nada más que una realidad de la palabra y ninguna otra
cosa por fuera de ella: se refiere a los singulares. Hacia finales del siglo XI hay
quienes se dicen parte de la secta de los reales, y también hay quienes de la secta
de los nominales. Hay, también, algunas combinaciones factibles como la de
Roscelino de Compiègne (1050-1121/25), quien detenta un extremo
nominalista y otro extremo dialéctico como una combinación que es posible
porque es fácil que un nominalista sea también dialéctico más que teólogo.
Así es como hemos ingresado a Anselmo, quien aparece con
diversas denominaciones: Anselmo (nacido) de Aosta, Anselmo (obispo) de
Canterbury, o Anselmo (prior de la abadía) de Bec, donde se mantuvo por
treinta años, según ha manifestado, por amor al estudio, aunque, dice también,
lo fue ganando después, paulatinamente, el amor a Dios. Tiene como maestro
a Lanfranco de Pavía (ca. 1005-1089), quien abogara por los teólogos y
polemizara con Berengario de Tours.
Hace una vida monástica, pero también política en torno de la
Iglesia. De Anselmo haremos referencia a tres de sus obras capitales, el
Monologion o Soliloquio (1076), y al Proslogion o alocución (por exhortación
a otro) (1078), y De veritate (1080) Todas estas obras fueron escritas durante
su estancia en Normandía, en Bec. Son obras dedicadas a sus hermanos. Pero
su obra trasciende el ámbito del Monasterio.
En torno de (a) el Monologion, diremos que en el Proemio aparece
explicitada la propuesta metodológica. Dice Anselmo que va a tratar de probar
verdades de la fe sola rationem, por vía de la razón solamente. Esta obra es
fruto de un momento en el que la intención consistió en comprobar hasta qué
punto la razón opera en torno de la verdad de la fe. El punto, para Anselmo, es
bastante lejano, ya que va a poner bajo el juicio de la razón, muchos de los
dogmas de la fe: la existencia de Dios, y la Trinidad. Solo escapan a su examen
la cuestión de la reencarnación y la cuestión de la resurrección de Cristo.
Podemos decir que ¿Anselmo es dialéctico? ¡NO!, dado que por la razón se
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argumento a través del cual pueda establecer que la proposición «Dios existe»
(Deus est) es una proposición necesariamente verdadera. Pero no solamente
busca un único argumento, también exhorta a sus lectores a que la busquen
con él ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo se articulan las cuestiones de la fe
con las cuestiones de la razón? ¿Qué puntos de contacto tienen? ¿Cómo se
entrelazan fe y razón, razón y fe? ¿Por qué? ¿es una contribución a zanjar la
querella suscitada entre teólogos y dialécticos? Anselmo se refiere al hombre
quebrado que requiere se asistido por la gracia, al hombre que requiere ser
iluminado por la gracia divina. Él mismo la reclama para poder encontrar ese
argumento. Tanto el hombre anselmiano, cuanto el hombre agustiniano
necesitan ser iluminados, divinamente asistidos por la gracia. No basta con que
sean poseedores de una voluntad bien dirigida, bien orientada, sino que
requieren de la iluminación que procede de la gracia divina. Ambos buscan la
reparación ofrecida por la gracia. En este caso, Anselmo está procurando una
acción íntimamente vinculada al quehacer especulativo, con brindar el fruto de
la especulación, hacia el cual su voluntad se había orientado. Sea (a) porque
compromete al raciocionio en el Monologion; o sea (b) porque en el Proslogion
pone en marcha la intelección intuitiva inmediata y directa sobre aquello que
es intuible, en uno y otro caso necesita de la iluminación divina por medio de la
asistencia de la gracia merced a que, como se dijo, el hombre está quebrado por
el pecado, y en tanto que condicionado de tal suerte, por ello no logra conocer
lo que desea sino es asistido por la divinidad.
¿Cómo es posible que la especulación acerca de la necesariedad de
la veracidad de la proposición que proclama la existencia de Dios, prescinda de
la apelación a la revelación de la autoridad y recurra a la intelección intuitiva
con asistencia de la gracia y, pese a ello, Anselmo no caiga en una circularidad
que invalidaría el argumento? Hacia el final de Capítulo I del Proslogion, puede
leerse: «Confieso [doy gracias], Señor, y te doy gracias, por haber creado en
mí esta imagen tuya para que, recordándote, piense en ti y te ame. Pero a tal
punto está borrada por la atrición de los vicios, a tal punto está ofuscada por
el humo de los pecados, que no puede hacer aquello para lo cual fue creada a
o ser que la renueves y reformes» Esto es Memoria Dei, al igual que en el Libro
X de las Confesiones. Y continúa diciendo «Y yo no busco entender para creer,
pero creo para poder comprender. Pues también creo esto, que no podría
comprender si no creyera» Dice «Creo para entender», y entonces vuelve a la
fórmula agustiniana: «Creo ut intelligam». Lo dice antes de acometer el
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sino que también entiende que existe lo que ya hizo. Luego, pues, hasta el necio
mismo debe convenir que [2do. Paso] en la inteligencia hay ‘un ente tal que
nada mayor puede concebirse’, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo
que se entiende está en la inteligencia»
«Pero en verdad [3er. Paso] ese ente de tal magnitud que nada
mayor puede concebirse, no puede estar en la sola inteligencia» Este paso
constituye, además, el segundo supuesto, que es metafísico. Lo que
Anselmo está afirmando, y esta es una tesis filosófica de enorme
envergadura, es que la existencia real es una perfección de la esencia
pensada. O sea, si yo pienso en algo ideal, si además lo pienso existiendo en
la realidad, lo estoy pensando como más perfecto todavía.
«Por lo tanto, si ese ente tal que nada mayor puede concebirse está
en la sola inteligencia, esto mismo que nada mayor puede ser concebido es tal,
que algo mayor que él puede ser concebido, pero ello es imposible» Negar esto
implicaría caer en la imposibilidad por reducción al absurdo de la antítesis
«Deus non est» Ese «imposible», debería interpretarse como que es
contradictorio proponer que algo no exista, si es que se acepta que hay algo tal
que nada mayor puede haber dentro del orden de lo pensable y que, a su vez,
hay algo tal que nada mayor puede haber dentro del orden de lo no pensable.
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