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[IV A] - ANSELMO DE CANTERBURY


(1033-1109)

Hacia mediados del siglo XI van a tener lugar tres querellas. El


autor que dejamos atrás, Escoto Eriúgena, desarrolló su sistema filosófico hacia
el siglo IX. Una brevísima introducción al siglo XI, tanto como para situar el
pensamiento de Anselmo de Aosta (de Canterbury o de Bec), nos permitiría
advertir que, durante el Imperio Carolingio, comienzan a despuntar los
pequeños reinos, es decir Europa comienza, lentamente, a tranquilizarse. La
cultura sigue siendo monástica. En los monasterios están los copistas, están los
textos, está el saber, está la conservación. El monasterio, después de la
disolución del Imperio Carolingio, se constituye en el centro de enseñanza por
excelencia. Ahora la enseñanza cae en poder de los monjes, no en la escuela
palatina del Imperio Carolingio y, puntualmente, en la Orden Benedictina.
Como hemos dicho, en tal época se registraron tres polémicas, tres querellas.
Una querella política (a) la querella de las investiduras, un capítulo
más de la tensión permanente que oscila entre el poder temporal y el poder

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espiritual, tal como se había planteado en la Ciudad de Dios de Agustín de


Hipona. Es decir la controversia entre bienes superiores y bienes inferiores,
ínsita en lo que se conoció como «agustinismo político» Así, el poder espiritual
debía estar por encima del poder temporal. Esto se conecta con los dos libros
de Dionisio Pseudo Areopagita: (1) Acerca de la jerarquía celeste; y (2) Acerca
de la jerarquía eclesiástica. ¿Todo poder viene de Dios? ¿Todo poder es una
teocracia jerárquica? Durante el reinado de Carlomagno hubo cierta paz, cierta
calma que se mantuvo en años posteriores. Entretanto, los reinos se van
haciendo cada vez más independientes, y reservan para sí el poder de investir a
los obispos. El orden sacerdotal del obispo lo da el poder espiritual, el Papa o
alguno de sus emisarios. Pero todos los obispos, son obispos de algún lugar.
Entonces, los reyes querían para sí el poder de la investidura de los obispos.
Téngase en cuenta que, además, en ese tiempo era un recaudador, puesto que
se tributaba al obispado. No era lo mismo ser obispo de una pequeña aldea, que
de alguna aldea más próspera. De tal suerte, podemos decir que los reyes
estaban en presencia de verdaderos centros de poder, en los cuales procuraban
designar a sus adictos. Esta querella tuvo perfiles muy sangrientos. Obligó a
muchos reyes a desterrar obispos de sus territorios, como le sucedió a nuestro
autor, Anselmo de Aosta, cuando su deber de obediencia lo hacía seguir más la
jerarquía en la línea del Papa, que escuchar y seguir los mandatos de la
jerarquía monárquica, en su caso del rey de Inglaterra y sus designios.
Hay una segunda querella (b) la querella suscitada entre
dialécticos y teólogos, y hasta una tercera querella (c) la querella de los
universales. Respecto de la querella (b) suscitada entre dialécticos y teólogos,
recordamos que en el Renacimiento Carolingio hay un impulso inusitado del
arte dialéctica, y como se considera a la dialéctica como una hermenéutica y
una preparación para la interpretación de la Escritura. Esto lo hemos visto
puntualmente en Escoto Eriúgena, quien la aplica a la realidad y la hace
corresponder con la hermenéutica de la Escritura. En este tiempo, algunos
pensadores, como los dialécticos, afirman que haciendo uso del arte de la
argumentación, sostienen que, lo que no resista una argumentación racional,
debería ser descartado. Si acaso lo fuera de un dato de la Escritura, como
hipótesis establecida por la Iglesia, también debería ser descartada.
Obviamente, ante esta postura, la reacción de los antidialécticos, es decir de los
teólogos, no se hace esperar, y hay en todo este espíritu, manifestaciones en uno
y otro sentido. Por supuesto, a esto le suceden algunas condenas hacia los

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dialécticos. Se trató de condenas que no eran condenas a muerte, sino que eran
condenas a permanecer en silencio. Hay dos casos paradigmáticos dentro de
estos dialécticos: (a) el caso de Anselmo de Besate (-1050); y (b) el caso de
Berengario de Tours (ca. 1000-1088) (el bibliotecario de la novela El nombre
de la rosa, trama que Humberto Eco sitúa en el siglo XIV, no en el siglo XI, tal
como hubiera correspondido de haberse ceñido a una genuina referencia
histórica) Berengario es quien incursiona en la refutación del dogma de la
Eucaristía, es decir la transustanciación, el cambio de sustancia, el pan en el
cuerpo de Cristo, el vino en la sangre de Cristo. Una especie de lenguaje
performativo, donde es el lenguaje el que constituye la realidad. Según
Berengario, conforme las reglas de la razón puede haber un cambio de
accidente que no implica un cambio de sustancia. Pero dice Berengario que lo
que no puede pasar es a la inversa: que haya un cambio de sustancia que no
implique un cambio de accidente, que es lo que se pretende, porque eso que se
dice que cambia de pan a cuerpo y de vino a sangre manteniendo los accidentes,
tales como forma, saber, color, no es un misterio de la fe, sino una cuestión
racional que obedece más a las leyes de la dialéctica que a las de la teología o de
la fe.
Lo mismo hacen nuestros dialécticos con el dogma de la Trinidad:
si se nombra con tres nombres distintos a un único Dios –dicen-, entonces
estamos hablando de tres dioses. Este es el tipo de argumento que sostenían los
dialécticos. El estudio de la dialéctica, el arte de la argumentación en términos
modernos, estaba fundado, en cierto modo, en un corpus: la Lógica vetus o
lógica antigua o vieja, a saber: (a) las categorías de Aristóteles; (b) la Isagogé de
Porfirio; (c) los textos de Cipriano y de Donato, los dialécticos latinos; y (d)
eventualmente los comentarios de Boecio ( 480-524/25)
El paradigmático opositor de los dialécticos fue Pedro Damiano
(1007-1072) o Damiano, acusador de los desobedientes, a la sazón los
dialécticos, apologeta de la fe por encima de la razón que en un tono
ciertamente inquisitorial escribe contra las malas intenciones de los dialécticos,
a quienes ve como desestabilizadores de la fe. Ofrece argumentos. En
particular, uno de esos argumentos, que es también un ejercicio dialéctico, se
titula De divina omnipotentia (Acerca de la omnipotencia divina) Las leyes de
la razón están por debajo de la omnipotencia divina. Dios no se somete a
ninguna de las reglas de la razón porque Él es su autor. De ellas, la máxima que
se podría violar sería la regla del principio de no contradicción ¬ (p ^ ¬ p) , es

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decir no es posible que algo sea y también no sea, al mismo tiempo. ¿Puede
Dios hacer que Roma no haya sido fundada, una vez que fue fundada? ¿Puede
hacer Dios que lo que haya pasado no hubiera pasado? Frente a esta pregunta,
que Damiano toma como ejemplo para defender su tesis, entiende que sí, que
si quisiera, Dios podría. Este antecedente carece de precedente alguno. Nadie
se hubiera atrevido, y de hecho nadie lo hizo, a sostener esto antes, en la Edad
Media. Sostener que Dios podría violar el principio de no contradicción es toda
una novedad. Sin embargo, de otro lado, hay quien sostenía que Dios no puede
violar el principio de no contradicción. En el caso de la pregunta de Damiano,
es complicada la respuesta porque interesa a un hecho que aconteció en el
tiempo pasado, entonces se trata de la intervención de Dios ante un hecho
efectivamente acaecido y, también, se trata de un acto de reversibilidad del
tiempo. Pero, así como Dios no está sujeto a las leyes del tiempo, como tampoco
a las reglas del principio de no contradicción, igualmente podría cambiar las
sustancias, sin que los accidentes cambiaran. De tal manera es la omnipotencia
divina.
Si pensamos bien, ningún milagro de la Sagrada Escritura viola el
principio de no contradicción. El caso que plantea Damián es, entonces, contra
fáctico porque no ha sucedido. Borges, en su cuento La otra muerte, nombra e
introduce en su trama, justamente a un tal Pedro Damiano, a quien se le
proporciona una segunda muerte más promisoria, una muerte que mejora la
primera de las muertes que había tenido, lo que en verdad refiere es la
reversibilidad del tiempo, que es la cuestión de fondo implicada en la violación
del principio de no contradicción de Pedro Damiano.
Como hemos anticipado, la tercera querella es (c) la querella de los
universales, que habremos de abordar con algún grado de detalle un poco más
adelante. El problema de los universales es tan viejo como la filosofía misma.
Pero en el siglo XII, este problema reaparece como querella, como disputa
entre facciones divididas que polemizan entre sí, lo que supone la existencia y
el intercambio de escritos y de literatura polémica o contradictoria, de querella,
de disputa. El problema de los universales consiste en referir los términos en
los que un singular se predica de una pluralidad, se predica de muchos. Por
ejemplo, si decimos «Juan es hombre», la proposición no comporta
inconvenientes respecto de «Juan» En cambio, si lo que se trata es de predicar
acerca de hombre, siendo hombre un animal racional, entonces sí se presentan
algunos problemas, respecto de «hombre» en tanto que mienta una pluralidad,

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es decir aquello que siendo uno se predica de muchos. Por ejemplo, se predica
de Juan, de Pedro, y de Virginia... Hombre es, así, un universal, pero, podemos
preguntarnos a quién mienta, a qué tipo de entidad mienta, refiere. Al respecto
se han ensayado dos posiciones extremas: (a) la de un realismo esencialista,
según la cual los términos universales mientan entidades reales, aun las
separadas de los individuos como las ideas platónicas o las rationes
agustinianas; o (b) la de un nominalismo, según la cual el universal es un mero
nombre que no mienta nada más que una realidad de la palabra y ninguna otra
cosa por fuera de ella: se refiere a los singulares. Hacia finales del siglo XI hay
quienes se dicen parte de la secta de los reales, y también hay quienes de la secta
de los nominales. Hay, también, algunas combinaciones factibles como la de
Roscelino de Compiègne (1050-1121/25), quien detenta un extremo
nominalista y otro extremo dialéctico como una combinación que es posible
porque es fácil que un nominalista sea también dialéctico más que teólogo.
Así es como hemos ingresado a Anselmo, quien aparece con
diversas denominaciones: Anselmo (nacido) de Aosta, Anselmo (obispo) de
Canterbury, o Anselmo (prior de la abadía) de Bec, donde se mantuvo por
treinta años, según ha manifestado, por amor al estudio, aunque, dice también,
lo fue ganando después, paulatinamente, el amor a Dios. Tiene como maestro
a Lanfranco de Pavía (ca. 1005-1089), quien abogara por los teólogos y
polemizara con Berengario de Tours.
Hace una vida monástica, pero también política en torno de la
Iglesia. De Anselmo haremos referencia a tres de sus obras capitales, el
Monologion o Soliloquio (1076), y al Proslogion o alocución (por exhortación
a otro) (1078), y De veritate (1080) Todas estas obras fueron escritas durante
su estancia en Normandía, en Bec. Son obras dedicadas a sus hermanos. Pero
su obra trasciende el ámbito del Monasterio.
En torno de (a) el Monologion, diremos que en el Proemio aparece
explicitada la propuesta metodológica. Dice Anselmo que va a tratar de probar
verdades de la fe sola rationem, por vía de la razón solamente. Esta obra es
fruto de un momento en el que la intención consistió en comprobar hasta qué
punto la razón opera en torno de la verdad de la fe. El punto, para Anselmo, es
bastante lejano, ya que va a poner bajo el juicio de la razón, muchos de los
dogmas de la fe: la existencia de Dios, y la Trinidad. Solo escapan a su examen
la cuestión de la reencarnación y la cuestión de la resurrección de Cristo.
Podemos decir que ¿Anselmo es dialéctico? ¡NO!, dado que por la razón se

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puede llegar, es un camino, confirmatorio de la fe. Por eso se dice que su


mensaje está doblemente dirigido: (a) de un lado se dirige hacia los dialécticos,
a quienes parece decirles que hay una concurrencia metodológica entre razón
y fe, que hace que la fe venga a ser confirmada por la razón, no refutada por ella,
que no teman el ejercicio de la fe; y (b) de otro lado se dirige hacia los teólogos,
a quienes parece decirles que la fe se ve reforzada pro la razón, que no teman el
ejercicio de la razón. Dice algo así como lo que dijo Escoto Eriúgena: todo
procede de la Suprema Razón, que es Dios. Siendo así, la Escritura no es sino
la expresión racional no contradictoria correspondiente a la fe que acaso
nosotros podamos descubrir que está en ella. La razón, entonces, no contradice
a la fe, no se contrapone a ella, así como la fe tampoco puede estar
contradiciendo las leyes de la razón. En ambos casos, razón y fe, hay mucho que
remitir a la razón, y poco al misterio. En ambos, casos, razón y fe, hay una férrea
confianza en las posibilidades de la razón. Hay, en ambos, razón y fe, una
inspiración común.
Así, en Cur Deus homo, Anselmo se preguntará ¿por qué Dios se ha
hecho hombre?, en una clara alusión a la metodología racional. La encarnación
fue posible, y no solamente posible, sino necesaria.
Lo que nos interesa del Monologion es el carácter de la prueba de la
existencia de Dios que se lleva adelante de un modo diferente al modo bajo el
que se lleva adelante en el Proslogion. El Monologion nos presenta una prueba
(ontológica) que parte de la experiencia. Se trata de una prueba a posteriori.
En ella se describen dos vías: (a) la vía de la causalidad, que remonta la cadena
causal, es decir la serie de las causas cuyo vértice culmina en Dios mismo que
es la primera causa, la causa incausada o incondicionada de una cadena causal
finita; y (b) la vía de la participación, que consiste en que hay cosas buenas y
que ello redunda en la participación en ese principio primero simple y único, a
fin de no participar en una tercera causa de una cadena causal infinita. Una y
otra vía, como sabemos, la encontramos (a) en la obra de Aristóteles (384 a.C-
322 a.C); y (b) en la obra de Platón (427/428 a.C-347 a.C)
Las pruebas de Anselmo no suponen, entonces, demasiada
originalidad. La originalidad que esperamos habría de pasar por la prueba del
Proslogion, a la sazón la que representa una muestra de articulación a priori,
mejor dicho a simultáneo, antes jamás conocida, aunque la historia de la
Filosofía Medieval registró esta clase de pruebas con anterioridad. Habremos
de ver esta prueba en el contexto de la Filosofía Medieval, en el contexto de

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Anselmo, y aun en el de su tradición, y no la veremos meramente como una


mera prueba de formalización lógica de proposiciones.
La obra de Anselmo se vincula estrechamente con el pensamiento
agustiniano. Este es el contexto: el de la tradición agustiniana. Sus
fundamentos metafísicos, gnoseológicos, antropológicos y éticos, provienen de
la tradición agustiniana, a saber: (a) la metafísica del ser; (b) la doctrina
gnoseológica de la iluminación; (c) la alusión a la doctrina de las rationes y sus
consecuencias ontognoseológicas; (d) la misma concepción acerca del
problema del mal; (e) la concepción del mal en el marco ético; y (f) la
morfología común del problema del mal, definida por una voluntad quebrada,
mal orientada que determina, es decir limita, el conocimiento de la acción
moral. Pero en Anselmo aparecen algunos otras cuestiones adicionales, propias
de su tiempo y de su concepción filosófico-teológica, a saber: (a) la ubicación de
la razón en otro «lugar»: el «creo para entender» de Agustín; (b) la existencia
de un rol reservado al lenguaje que es funcional a la argumentación. Un
lenguaje no tan laxo, es decir flojo, falto de fuerza, como el de Agustín.
Anselmo, entonces, se inscribe en la tradición agustiniana, pero con notas
propias de su pensar y de su tiempo.

[IV B] - EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO


DE SAN ANSELMO
El único argumento que Anselmo encuentra, es decir que se le
presenta, tal como él mismo lo ha consignado, está expuesto en el Capítulo II
del Proslogion. Allí es donde comienza y donde también termina el desarrollo
del argumento. El texto que media entre el Proemio y el Capítulo II, esto es el
del Capítulo I, constituye una larga oración con más significado religoso y de
artículo de fe que intelectual e intuitivo. Bastaría con leer esa larga oración para
poder advertir el tono agustiniano que le imprime Anselmo a su escrito del
Capítulo I. Es notoria la referencia a lo que en Agustín se han llamado «los
movimientos del método agustiniano»: es decir el camino agustiniano que
recorre a través de la distentio, de la intentio y de la extentio. Sin embargo,
Anselmo, a diferencia de Agustín, no busca a Dios, sino que busca un único

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argumento a través del cual pueda establecer que la proposición «Dios existe»
(Deus est) es una proposición necesariamente verdadera. Pero no solamente
busca un único argumento, también exhorta a sus lectores a que la busquen
con él ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo se articulan las cuestiones de la fe
con las cuestiones de la razón? ¿Qué puntos de contacto tienen? ¿Cómo se
entrelazan fe y razón, razón y fe? ¿Por qué? ¿es una contribución a zanjar la
querella suscitada entre teólogos y dialécticos? Anselmo se refiere al hombre
quebrado que requiere se asistido por la gracia, al hombre que requiere ser
iluminado por la gracia divina. Él mismo la reclama para poder encontrar ese
argumento. Tanto el hombre anselmiano, cuanto el hombre agustiniano
necesitan ser iluminados, divinamente asistidos por la gracia. No basta con que
sean poseedores de una voluntad bien dirigida, bien orientada, sino que
requieren de la iluminación que procede de la gracia divina. Ambos buscan la
reparación ofrecida por la gracia. En este caso, Anselmo está procurando una
acción íntimamente vinculada al quehacer especulativo, con brindar el fruto de
la especulación, hacia el cual su voluntad se había orientado. Sea (a) porque
compromete al raciocionio en el Monologion; o sea (b) porque en el Proslogion
pone en marcha la intelección intuitiva inmediata y directa sobre aquello que
es intuible, en uno y otro caso necesita de la iluminación divina por medio de la
asistencia de la gracia merced a que, como se dijo, el hombre está quebrado por
el pecado, y en tanto que condicionado de tal suerte, por ello no logra conocer
lo que desea sino es asistido por la divinidad.
¿Cómo es posible que la especulación acerca de la necesariedad de
la veracidad de la proposición que proclama la existencia de Dios, prescinda de
la apelación a la revelación de la autoridad y recurra a la intelección intuitiva
con asistencia de la gracia y, pese a ello, Anselmo no caiga en una circularidad
que invalidaría el argumento? Hacia el final de Capítulo I del Proslogion, puede
leerse: «Confieso [doy gracias], Señor, y te doy gracias, por haber creado en
mí esta imagen tuya para que, recordándote, piense en ti y te ame. Pero a tal
punto está borrada por la atrición de los vicios, a tal punto está ofuscada por
el humo de los pecados, que no puede hacer aquello para lo cual fue creada a
o ser que la renueves y reformes» Esto es Memoria Dei, al igual que en el Libro
X de las Confesiones. Y continúa diciendo «Y yo no busco entender para creer,
pero creo para poder comprender. Pues también creo esto, que no podría
comprender si no creyera» Dice «Creo para entender», y entonces vuelve a la
fórmula agustiniana: «Creo ut intelligam». Lo dice antes de acometer el

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desarrollo del argumento del Capítulo II, donde aparecerá su fórmula, la de


Anselmo «Fides quaerens intellectum», en la que la fe reclama entender. Si
comparamos ambas fórmulas, es decir la de Agustin y la de Anselmo,
encontraremos similitudes y diferencias. Por el lado de las similitudes,
encontraremos que en ambos hay una alusión a la fe, y también en ambos hay
una alusión al entender. Sin embargo, hay una diferencia: el Credo agustiniano
no supone un acatamiento a un cuerpo dogmático de proposiciones aceptadas
por a iglesia, sino una inclinación de la voluntad, el pondus, el amor, como
condición de posibilidad para que la iluminación sea recibida por nosotros. El
Credo condiciona la posibilidad de entender por y con la intercesión de la
gracia, además de la confesión de pecador quebrado que también requiere
iluminación. Es por eso mismo que cree. Cree para poder entender, y para
entender es que requiere ser iluminado, requiere que le sea concedida la gracia.
En Anselmo, fides es un cuerpo doctrinal formado por proposiciones donde
Credo es intransferible para cada persona. La fe es un cuerpo doctrinal común
a los cristianos. La fe busca una intelección directa para confirmar, de una
manera especulativa, la expresión de ese cuerpo doctrinal: confirmar la
necesaria verdad de una proposición de la fe que proclama «Deus est». El
argumento es, entonces, una proposición de la fe. Para llevar adelante el
cometido, entonces, es necesaria la iluminación divina por la gracia. Es
necesario el movimiento de la voluntad. Un plano no ingresa en los dominios
del otro. Ni el de la fe en el de la razón ni el de la razón en el de la fe. No obsta
que con Dios se pueda probar la existencia sin recurrir a la autoridad, porque
requiera de la ya tan frecuentemente mencionada iluminación por vía de la
gracia divina. No invalida el argumento introducir la suposición de Dios, creer
en él para poder encontrar el argumento que prueba necesariamente la
proposición que afirma la existencia de Dios. Esta fides busca la intelección
intutiva de la proposición «Deus est» como necesaria, ya no como Agustín,
quien no busca la intelección, sino a Dios mismo, y entonces acepta para
entender el mundo. Esto explica mejor el por qué de la larga oración del
Capítulo I Aún así hay, entre ambos, entre Agustín y Anselmo, un punto en
común que los vincula: la necesidad de la iluminación por vía de la asistencia
divina que concede la gracia. Anselmo quiere probar los datos de la fe. No busca
confirmar su fe. Su maestro, Lanfranco, había tenido enfrentamientos con los
dialécticos. Por eso tiene sentido aquella larguísima operación del Capítulo I
del Proslogion Con todo hay que reconocer el beneficio derivado de la prueba,

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ya que según Anselmo con él conseguiría un mejor «contemplar y amar» El


que cree podrá entender. Los propósitos son diferentes para uno y otro, para
Agustín y para Anselmo. No se trata de diferentes métodos, sino de diferentes
intenciones. Lo mismo sucede entre Monologion y Proslogion: uno, aquel,
apela a un desarrollo racional, el otro a un desarrollo intelectual intuitivo, pero
ambos son del orden de lo especulativo. Lo novedoso estriba en suponer a Dios
para probar Dios. Parece un argumento lógico, según algunos. Parece un
argumento ontológico, según otros. Probar que la proposición Dios existe es
una verdad necesaria constituye una argumentación. Para Agustín no se trata
de eso, la intención, para él, no es argumentativa.

El desarrollo del argumento propiamente dicho comienza en el


Capítulo II-Que Dios exista (sea) verdaderamente. Sin embargo, las primeras
líneas de este Capítulo continúan con el tono impreso en las líneas finales del
capítulo precedente: «Por tanto, Señor, tú que das el entendimiento a la fe,
concédeme el comprender, en cuanto lo creas de provecho, que tu existes,
como creemos, y eres eso que creemos»
El argumento propiamente dicho comienza de este modo:

Aquello es id; mayor es maius; que lo cual es quo; nada es nihil;


puede es potest; pensa| E|l rse es potest.
En primer lugar, examinaremos ¿qué tipo de definición no es? No
es una definición esencial, por cuanto no establece que es Dios, sino algo
máximo que puede pensarse. Pero, de ¿qué máximo se trata? ¿Del máximo que
está dentro del orden de lo pensable?; o (b) ¿del máximo que está fuera del
orden de lo pensable? Entenderemos que es el límite de lo pensable y que está
fuera de ese límite, en otro lado, por así decirlo, y que, por tanto, nada mayor
puede haber dentro del orden de lo pensable, ni nada mayor puede haber
dentro del orden de lo no pensable, es decir que ese algo es lo máximo pensable

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y también lo máximo no pensable: que es pensable y que supera lo pensable,


porque es más que pensable, porque está más allá de lo pensable: «Capítulo
XV-Qué es mayor de lo que puede pensarse: Por consiguiente, Señor, no sólo
eres tal que nada mayor puede pensarse, sino que eres mayor de lo que puede
pensarse. Pues ya que [si] puede pensarse [y aceptarse] que hay algo así, si no
eres tú mismo, podría pensarse algo más grande que tú; lo que no puede
hacerse [sin caer en contradicción]» Este párrafo, específicamente con el
término «nada», significa que ese algo se trata de un superlativo, no de un
comparativo. Por otra parte, Anselmo incluye al insensato (insipiens), quien
contradice lo que él quiere probar: «Que Dios no existe», que «Deus non est»,
según figura en el Salmo, XIII, 1,. Esta mención ha permitido que algunos
comentadores identificaran el método del argumento con el método del
escolasticismo que, ante una afirmación, presenta, inmediatamente, su
contradictoria. Pero el argumento sostiene que es imposible la validez de la
proposición «Dios no existe», con lo que quedaría probada la necesidad de la
validez de su contradictoria «Dios existe» Pero veamos la exposición del
argumento, paso por paso:
1er. paso: «Y en verdad creemos que tú eres aquello mayor que
lo cual nada puede pensarse» Este es el primer supuesto. El supuesto en
el cual Anselmo está usando un plural, está hablando en nombre de toda
la cristiandad. ¿Por qué tendríamos que aceptar esta definición como una
definición unívoca de Dios? ¿Por qué tendríamos que aceptar que esta es
la definición del término «Dios»?

«¿O es que una naturaleza así no ha de existir porque: dijo el necio


en su corazón: No hay Dios?. Pero ciertamente el necio mismo, cuando oye
esto mismo que yo digo: ‘un ente tal, que nada mayor puede se concebido’,
entiende lo que escucha y eso que entiende está en su inteligencia, aún cuando
no entienda que eso existe’? El necio escucha. Al escuchar entiende. Y del hecho
de entender, desprende que hay algo en la inteligencia que está como ser en el
entendimiento. Entiende, y ello implica tener algo en la inteligencia, y no que
exista fuera de ella. «Ya que cuando el pintor piensa de antemano en lo que
pintará, lo tiene ciertamente en su inteligencia, pero no piensa que existe lo
que aún no ha hecho, mas cuando ya lo pintó, no sólo lo tiene en su inteligencia

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sino que también entiende que existe lo que ya hizo. Luego, pues, hasta el necio
mismo debe convenir que [2do. Paso] en la inteligencia hay ‘un ente tal que
nada mayor puede concebirse’, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo
que se entiende está en la inteligencia»
«Pero en verdad [3er. Paso] ese ente de tal magnitud que nada
mayor puede concebirse, no puede estar en la sola inteligencia» Este paso
constituye, además, el segundo supuesto, que es metafísico. Lo que
Anselmo está afirmando, y esta es una tesis filosófica de enorme
envergadura, es que la existencia real es una perfección de la esencia
pensada. O sea, si yo pienso en algo ideal, si además lo pienso existiendo en
la realidad, lo estoy pensando como más perfecto todavía.

En efecto [4to. paso] si está en la sola inteligencia, puede pensarse


que está también en la realidad, [5to. paso], lo que es mayor» Ser en el
intelecto + Ser en la realidad > (es mayor) que Ser en la inteligencia (en este
punto deberíamos preguntarnos por qué la existencia significa algo mayor que
lo que es pensado. No es una afirmación dogmática, inmotivada, sin dar razón
de por qué, o ¿es que lo que se habrá querido decir es que lo que es pensado en
la inteligencia y también es pensado en la existencia es mayor, más verdadero,
más logrado, más perfecto que lo que es en la sola inteligencia?)

«Por lo tanto, si ese ente tal que nada mayor puede concebirse está
en la sola inteligencia, esto mismo que nada mayor puede ser concebido es tal,
que algo mayor que él puede ser concebido, pero ello es imposible» Negar esto
implicaría caer en la imposibilidad por reducción al absurdo de la antítesis
«Deus non est» Ese «imposible», debería interpretarse como que es
contradictorio proponer que algo no exista, si es que se acepta que hay algo tal
que nada mayor puede haber dentro del orden de lo pensable y que, a su vez,
hay algo tal que nada mayor puede haber dentro del orden de lo no pensable.

«En consecuencia, tanto en la inteligencia como en la realidad,


existe, a no dudarlo, un ente tal que nada mayor puede ser concebido» Anselmo
solamente ha probado la necesaria validez de la proposición «algo tal que nada
mayor puede concebirse» en el intelecto, no la existencia fuera de él. De la
posibilidad, en este argumento autosuficiente, Anselmo pasó, primero a la
realidad, la atravesó y de aquí, después, presupuso la necesariedad.

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