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Todo esto tiene más, mucho más que ver con la dinámica del amor que
con la lógica del intelecto; la verdad se pierde por una falta de amor, no por un
error del entendimiento y el error es un estado del alma que puede ser tan
nítido como la verdad, subjetivamente hablando. Por ello, aunque parezca
extraño en el contexto de la enseñanza superior, la integridad espiritual, esa
castidad a la que todos estamos llamados, es el presupuesto obligado para
quien aspira a arrastrar con su pasión y ejemplo a aquellos que desean orientar
los actos de su vida hacia las cumbres del servicio. En este esfuerzo lo peor no
es el fracaso, sino el efecto frustrante del éxito, porque nunca termina de
concretarse la plenitud de la formación. Esta concreción es construcción de
belleza y sólo es posible crear belleza en este mundo cuando el centro de
gravedad de la vida humana se transfiere al otro; probablemente la creación
humana libre es la única respuesta adecuada a la nostalgia que Dios tiene por el
hombre.
osa pararse ante un grupo de alumnos deja de ser hombre, la fragilidad del
sueño de una sombra; sin embargo, la floja calidad de un papel no disminuye la
verdad de todo aquello que en él está escrito. La compleja interacción entre el
docente y su alumno es el encuentro entre una conciencia y un deseo; cuando se
vive esta interacción con la intensidad que merece, el corazón se convierte en la
fuente de la unidad profunda de la persona de donde emana toda su actividad,
natural y sobrenatural. Esto sucede ya que tanto el profesor como el alumno son
personas y la persona es una subjetividad relativamente absoluta en un horizonte,
él sí, absoluto.