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Heb 1:1-4
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Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los
padres por los profetas,
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en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de
todo, y por quien asimismo hizo el universo;
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el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y
quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la
purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la
Majestad en las alturas,
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hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos
1) Jn 1:1-18
2) Col 1:15-23; 2:9-10
3) Heb 1:1-4
4) Fil 2:6-11
EL HIJO
HEBREOS 1:2b-3a
« ... el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo
hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen
misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la
palabra de su poder ... »
Así pues, ¿cómo explicar esta triple dimensión? ¿Qué palabra emplear
para definir a los tres? Como hemos dicho, los cristianos de los
primeros siglos acabaron empleando la palabra “persona”. Tres
personas en un solo Dios.
Cuando Hebreos 1:2 nos dice que Dios nos ha hablado «en Hijo»,
indica que el Hijo es la persona divina que tiene la característica de la
comunicación. Por esto Juan le llama el verbo Él tiene la función de
dar a conocer a Dios (Juan 1:18). Y lo hace, no por ser un mero
heraldo que habla en nombre de Dios, sino porque Dios está en El
como afirma 2 Corintios 5: 19 “que Dios estaba en Cristo reconciliando
consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación”
con Dios y era Dios. Aquí mismo en Hebreos, se nos dirá en la frase
siguiente que fue por el Hijo que Dios hizo el universo, por lo cual el
Hijo existía antes de la creación del mundo. Así pues, no podemos
explicar el uso de la palabra Hijo en términos de la encarnación.
Pero podemos ir más lejos. La Biblia dice que el Hijo lo es porque Dios
le engendró. Él es el Hijo “unigénito” del Padre (Juan 3:16).
Nuevamente la referencia no es al engendramiento de Jesucristo en el
seno de la virgen, sino a su engendramiento eterno. Un hijo humano
necesita un padre y una madre. En su humanidad, Jesús también
necesitó ser engendrado por el Espíritu Santo en María. Pero no es así
en su naturaleza eterna. Él procede del Padre. (Por cierto, digamos
entre paréntesis que es aberrante hablar de la virgen María como
«madre de Dios». Ella no pudo otorgar a Jesús una existencia que Él
ya tenía desde el principio. Precisamente, con la naturaleza divina del
Hijo María no tiene nada que ver. Su parte es la de concebir, por obra
del Espíritu Santo, aquella naturaleza humana que Él tomó al
encarnarse. En cuanto el Hijo es Dios, María no es su madre)
Otro matiz. Un hijo humano siempre tiene menos edad que su padre
(si bien es cierto que el padre sólo es padre por el mismo período de
tiempo que el hijo es hijo). En el caso de Dios no es así. El Padre y el
Hijo lo son eternamente, «desde el principio». No ha habido ningún
momento en que el Hijo no haya existido. Desde siempre el Hijo
procede del Padre; y desde siempre el Padre engendra al Hijo. Éste es
el Alfa, el principio.
El Hijo está delante del Padre, reflejando su luz. Es decir, El nace del
Padre como el reflejo en un espejo nace del objeto que está
reflejando. Y constantemente hay este fluir de luz. Se llama Hijo
porque tiene la misma naturaleza y esencia del Padre del cual
procede, porque se parece en todo al Padre, porque tiene una relación
única de afecto y de derecho con el Padre, porque sale del Padre y es
engendrado por Él.
Cuando Dios creó el mundo por medio del Hijo, lo creó también para
el Hijo. Lo que llamamos «nuestro» país, fue creado para el Hijo. Tú y
yo fuimos creados para el Hijo, y jamás descubriremos el
verdadero sentido de la vida mientras lo ignoremos o nos
resistamos a asumir sus implicaciones.
¿Nos damos cuenta del alcance de esta primera afirmación acerca del
Hijo? Presupone una transformación radical de nuestro concepto de
nosotros mismos y del mundo en el que vivimos. Hasta el día de
nuestra conversión tenemos una cosmovisión egocéntrica. Todo gira
en torno a nosotros mismos. Nosotros somos el centro de nuestro
universo. Pero cuando confrontamos los derechos del Hijo y lo que
Dios dice acerca de Él, descubrimos que el centro de nuestro mundo
es el Hijo. No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino al Hijo. Mi
razón de ser, por lo tanto, no es la satisfacción de mis propios deseos,
sino la de los del Hijo. Yo existo, no para mí mismo, sino para el Hijo.
El hombre sólo es verdaderamente salvo de su «vana manera de
vivir» cuando puede decir: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos; así pues, sea que vivamos, o que
muramos, del Señor somos» (Romanos 14:8).
Pero lo importante aquí es lo que el autor nos dice acerca del Hijo.
Quien nos comunica el mensaje definitivo de Dios no es sólo el
carpintero de Nazaret, sino el principio y el fin de la creación, el Alfa y
la Omega, el autor y consumador, el que dio principio a todo y el que
es heredero de todo. Podríamos atrevernos a descuidar el mensaje de
un carpintero, pero no del Hijo.
Quizás alguien diga: pero Dios era conocido por los hombres mucho
antes de la encarnación de Jesucristo. Esto es cierto, pero ¿a través
de qué persona de la Trinidad era conocido? Solemos identificar al
Dios del Antiguo Testamento con el Padre. Pero debemos recordar que
el Padre sólo es revelado como el Padre cuando el Hijo es revelado
como el Hijo.