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CUATRO GRANDES PASAJES CRISTOLOGICOS


Parte 8: HEBREOS 1:1-4

Heb 1:1-4
1
Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los
padres por los profetas,
2
en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de
todo, y por quien asimismo hizo el universo;
3
el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y
quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la
purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la
Majestad en las alturas,
4
hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos

Continuando con el estudio de los cuatro grandes pasajes


cristológicos que son:

1) Jn 1:1-18
2) Col 1:15-23; 2:9-10
3) Heb 1:1-4
4) Fil 2:6-11

Continuamos hoy el estudio de los versos 1 al 4 del capítulo 1 de la


epístola a los Hebreos. Comenzaremos examinando la parte b el verso
2 y la primera parte del verso 3. Nuestra lectura de hoy corresponde
al comentario ampliado del nuevo testamento del doctor David F.
Burt:

EL HIJO
HEBREOS 1:2b-3a
« ... el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo
hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen
misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la
palabra de su poder ... »

Dios nos ha hablado. Su palabra definitiva a la humanidad llega


encarnada en nuestro Señor Jesucristo, a quien nuestro autor llama
«el Hijo». Pero no haremos justicia al mensaje ni comprenderemos su
carácter único mientras no comprendamos adecuadamente quién es
el Hijo.

Por lo tanto, el autor deja momentáneamente el tema del mensaje de


Dios (volverá a él al principio del capítulo 2) a fin de explicarnos la
gloria del mensajero. Su exposición ocupará el resto del capítulo 1.
Sólo así comprenderemos todo lo que hay detrás de la afirmación:
«Dios nos ha hablado por el Hijo». y sólo así veremos la suma
seriedad de descuidar el Evangelio que el Hijo nos trae (2:3).

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En este estudio, por lo tanto, empezamos a considerar la gloria y


dignidad de nuestro Señor Jesucristo. A fin de situarnos
adecuadamente ante la enseñanza de nuestro texto, conviene
detenernos para una reflexión sobre la cristología.

LA SEGUNDA PERSONA DE LA TRINIDAD

Desde los primeros siglos de la Iglesia cristiana, los teólogos


ortodoxos siempre han empleado una pequeña fórmula para referirse
a la divinidad: un Dios en tres Personas. No es una frase bíblica, por lo
cual no hay obligación de suscribirla como divinamente inspirada.
Pero tampoco debemos desecharla sin haber comprendido por qué
llegó a ser formulada, y sin considerar si hace justicia a lo que la
Biblia revela en cuanto a la naturaleza de nuestro Dios.

En cuanto nos ponemos a estudiar la enseñanza bíblica, descubrimos


varias ideas fundamentales. No hay una pluralidad de dioses, sino
que existe un solo Dios verdadero, único y omnipotente. Hay otros
seres espirituales que los hombres llaman «dioses», pero de hecho no
lo son (2 Crónicas 13:9; Jeremías 2:11; 5:7; 16:20; Hechos 19:26; 1
Corintios 8:5,6; Gálatas 4:8).

Pero por otra parte, el Padre es divino, el Hijo es divino y el Espíritu


Santo es divino. La Biblia nos enseña que el Padre no es el Hijo, si
bien es cierto que quien ha visto al Hijo ha visto al Padre; y que el
Espíritu no es el Padre ni es el Hijo, si bien es el Espíritu de Cristo y ha
sido enviado por el Padre. Por lo tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu
son Dios. Pero el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Espíritu. Y sin
embargo, no existen tres dioses sino uno sólo. Es decir, Dios es uno
pero dentro de la unicidad de Dios detectamos una dimensión triple, y
dentro de esta dimensión triple hay suficiente diferenciación de
personas como para decir que el uno no es el otro.

Los autores bíblicos, los que palparon en su propia experiencia estas


realidades divinas al vivir con Jesucristo y al ser bautizados en el
Espíritu en Pentecostés, luchan por encontrar palabras para describir
adecuadamente lo que habían experimentado. ¿Cómo llamar a esta
triplicidad que se descubre dentro de la unidad inalienable de Dios.
Eran hebreos formados en la más pura ortodoxia monoteísta: «Jehová
nuestro Dios, Jehová uno es». No hay más dioses que Él. Sólo su
propia experiencia incuestionable de la realidad divina conocida en
Jesucristo y en la promesa del Espíritu podría haberlos conducido a
matizar su monoteísmo, y aun esto sin abandonarlo. Nunca sugieren
que el Hijo y el Espíritu sean otros dioses distintos de Jehová.

Por otra parte nunca admiten una cuarta manifestación personal de


Dios. Aparte del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no reconocen a
otro que ostente esta divinidad, a pesar de su firme creencia en todo
un mundo invisible de espíritus y ángeles.
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Así pues, ¿cómo explicar esta triple dimensión? ¿Qué palabra emplear
para definir a los tres? Como hemos dicho, los cristianos de los
primeros siglos acabaron empleando la palabra “persona”. Tres
personas en un solo Dios.

En nuestra experiencia humana la personalidad está vinculada de


manera confusa a la individualidad. Cada persona es un individuo. No
podemos imaginar a un solo ser que tenga tres personalidades. Y no
lo podemos imaginar porque nuestro punto de referencia siempre es
lo humano, y entre los hombres no concebimos que pueda existir una
diferencia entre la personalidad y la individualidad. Pero en principio
no existe ninguna razón por la que ha de ser así en el caso de Dios.

En realidad, todo lo que la Biblia nos revela acerca de Dios se expresa


forzosamente en lenguaje humano y con puntos de referencia
procedentes de nuestra experiencia humana. No puede emplear un
lenguaje divino y a la vez comunicarnos algo. Ni puede utilizar como
punto de referencia experiencias que estén fuera de nuestro alcance.
Sabemos, por supuesto, que todo lo que ahora estamos matizando
acerca de Dios se nos escapa en cuanto a su realidad intrínseca, por
cuanto nosotros no somos Dios y no podemos entrar dentro de la
esfera divina para entenderle. Forzosamente hemos de emplear
ilustraciones humanas y fórmulas antropomórficas. Y la fórmula que
con el tiempo ha hecho más justicia a la revelación bíblica es ésta: Un
Dios en tres Personas.

Cuando Hebreos 1:2 nos dice que Dios nos ha hablado «en Hijo»,
indica que el Hijo es la persona divina que tiene la característica de la
comunicación. Por esto Juan le llama el verbo Él tiene la función de
dar a conocer a Dios (Juan 1:18). Y lo hace, no por ser un mero
heraldo que habla en nombre de Dios, sino porque Dios está en El
como afirma 2 Corintios 5: 19 “que Dios estaba en Cristo reconciliando
consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación”

Pero ¿por qué llamar «Hijo» a éste que viene a comunicarnos el


mensaje definitivo de Dios? Alguien diría: «Esto es muy fácil; porque
fue engendrado por obra del Espíritu Santo en la virgen María». Ahora
bien, es cierto que Jesucristo empezó a vivir como hombre cuando
nació en Belén. Pero el Hijo, el Verbo, la segunda persona de la
Trinidad, no comenzó a existir entonces. En aquel momento tomó
forma humana, pero su existencia es eterna. Él era «en el principio».
Él mismo pudo decir: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Juan 8:58)

Todos los textos cristológicos del Nuevo Testamento coinciden en


esto. Filipenses 2 nos recuerda que antes de tomar forma humana
estaba en forma de Dios. Colosenses 1 nos recuerda que Él es antes
de todas las cosas (v. 17). Juan 1 dice que el Verbo era en el principio
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con Dios y era Dios. Aquí mismo en Hebreos, se nos dirá en la frase
siguiente que fue por el Hijo que Dios hizo el universo, por lo cual el
Hijo existía antes de la creación del mundo. Así pues, no podemos
explicar el uso de la palabra Hijo en términos de la encarnación.

Si la segunda persona de la Trinidad se nos revela como el Hijo es


porque desde toda la eternidad existe algo «filial» en su relación con
el Padre. Nuevamente estamos ante realidades divinas que sólo
pueden ser exploradas por medio de ilustraciones humanas. La
realidad, más allá de la ilustración, por supuesto se nos escapa. Pero
dentro de la relación de las personas que llamamos Padre e Hijo, hay
unas características que nos recuerdan la relación entre un padre y
un hijo en nuestra experiencia humana.

Pero podemos ir más lejos. La Biblia dice que el Hijo lo es porque Dios
le engendró. Él es el Hijo “unigénito” del Padre (Juan 3:16).
Nuevamente la referencia no es al engendramiento de Jesucristo en el
seno de la virgen, sino a su engendramiento eterno. Un hijo humano
necesita un padre y una madre. En su humanidad, Jesús también
necesitó ser engendrado por el Espíritu Santo en María. Pero no es así
en su naturaleza eterna. Él procede del Padre. (Por cierto, digamos
entre paréntesis que es aberrante hablar de la virgen María como
«madre de Dios». Ella no pudo otorgar a Jesús una existencia que Él
ya tenía desde el principio. Precisamente, con la naturaleza divina del
Hijo María no tiene nada que ver. Su parte es la de concebir, por obra
del Espíritu Santo, aquella naturaleza humana que Él tomó al
encarnarse. En cuanto el Hijo es Dios, María no es su madre)

El Hijo es el Hijo por proceder del Padre, o en palabras de Juan: por


estar «en el seno del Padre» (Juan 1: 18).

Otro matiz. Un hijo humano siempre tiene menos edad que su padre
(si bien es cierto que el padre sólo es padre por el mismo período de
tiempo que el hijo es hijo). En el caso de Dios no es así. El Padre y el
Hijo lo son eternamente, «desde el principio». No ha habido ningún
momento en que el Hijo no haya existido. Desde siempre el Hijo
procede del Padre; y desde siempre el Padre engendra al Hijo. Éste es
el Alfa, el principio.

Quizás ante esto alguien diga: Entonces ¿cómo entender el versículo


5: «Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy»? ¿Esto no implica que
hubo un tiempo en que el Hijo no existía? Suponiendo que ésta fuera
una referencia a la relación eterna entre el Padre y el Hijo, y no una
referencia ni a la encarnación ni a la ascensión, se debe entender que
este, .. «hoy» se refiere al eterno presente de la eternidad. El engen-
dramiento del Hijo es un acto eterno, no temporal. En otras palabras,
desde la perspectiva de nuestra temporalidad es como si el Hijo
«siempre» procediese del Padre y fuese el reflejo del Padre constante
y eternamente.
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Nuevamente hemos de insistir en que no sabemos, ni podemos saber,


exactamente a lo que nos estamos refiriendo. Estamos intentando
hacer justicia a lo que la Biblia se limita a revelarnos (forzosamente) a
base de ilustraciones y figuras. El Hijo es llamado Hijo porque de
alguna manera, que nosotros no somos capaces de entender, debe su
origen al Padre; pero cuando hablamos de «origen» no estamos
hablando de tiempo, sino de procedencia; no estamos diciendo que
hubo un tiempo antes del cual el Hijo no existía, sino que siempre
procede del Padre. O, para volver a Juan 1:1, el Verbo siempre ha
estado «frente a Dios» (ésta es la traducción exacta de la frase: «era
con Dios»).

El Hijo está delante del Padre, reflejando su luz. Es decir, El nace del
Padre como el reflejo en un espejo nace del objeto que está
reflejando. Y constantemente hay este fluir de luz. Se llama Hijo
porque tiene la misma naturaleza y esencia del Padre del cual
procede, porque se parece en todo al Padre, porque tiene una relación
única de afecto y de derecho con el Padre, porque sale del Padre y es
engendrado por Él.

Sin embargo, hechas todas estas matizaciones, hemos de volver a


insistir en que la palabra «Hijo» es una ilustración humana. Es una
ayuda para entender lo que de otra manera seríamos incapaces de
entender, al menos en esta vida. Quizás nos consuele recordar lo que
ya hemos mencionado: que la Biblia nos promete que un día
conoceremos a Dios como Él nos conoce a nosotros (1 Corintios
13:12 “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara.
Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”). Mientras
tanto, la Biblia tiene que echar mano de experiencias próximas a no-
sotros a fin de comunicarnos, aunque sea lejanamente, las realidades
de Dios.

CINCO CARACTERÍSTICAS DEL HIJO

Con el fin de ayudarnos a comprender mejor las gloriosas verdades


entrañadas en la palabra «Hijo», el autor añade cinco frases para
describir su persona, antes de hablarnos de su obra redentora y
posterior exaltación:

1) A quien constituyó heredero de todo

Si es característica del Hijo comunicar y expresar la verdad de Dios,


es propio del Padre planearla y determinarla. Del Padre es la voluntad,
como del Hijo es la revelación. El Padre quiere y el Hijo manifiesta su
voluntad.

No nos sorprende, pues, descubrir que es el Padre quien ha


determinado que el Hijo sea heredero de todo. No le corresponde al
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Hijo arrogarse tal prerrogativa, porque Él siempre vive en sumisión a


la voluntad del Padre.

y porque Él es el Hijo, tampoco nos sorprende descubrir que Él es


también el Heredero, porque la filiación y la herencia van juntas.
Recordemos que Jesucristo es el Hijo. Él es el Unigénito, el Hijo único.

Curiosamente, aunque el Espíritu Santo también procede del Padre,


nunca se dice de Él que sea otro hijo del Padre. La Biblia acude a
otras ilustraciones a fin de explicar la relación entre el Espíritu por un
lado y el Padre y el Hijo por otro. Sólo del Hijo se emplea la ilustración
filial. Y sólo del Hijo se dice que es el Heredero.

De hecho con esta característica y la siguiente (que fue por el Hijo


que Dios creó el universo) el autor nos remite al principio de todo y al
fin de todo. No solamente en términos temporales sino también en
términos causales. Aquí el Hijo es contemplado como la meta de todo,
por cuanto Él es su heredero. Él es la Omega de la creación.

En otras palabras, cuando Dios creó el universo ¿para quién lo creó?


¿para nosotros? No. Nosotros somos los mayordomos de la creación y,
como los siervos de la casa, comemos de la mesa de nuestro amo.
Pero nosotros no somos los dueños y herederos (o mejor dicho, sólo lo
somos en virtud de estar «en el Hijo»).

Cuando Dios creó el mundo por medio del Hijo, lo creó también para
el Hijo. Lo que llamamos «nuestro» país, fue creado para el Hijo. Tú y
yo fuimos creados para el Hijo, y jamás descubriremos el
verdadero sentido de la vida mientras lo ignoremos o nos
resistamos a asumir sus implicaciones.
¿Nos damos cuenta del alcance de esta primera afirmación acerca del
Hijo? Presupone una transformación radical de nuestro concepto de
nosotros mismos y del mundo en el que vivimos. Hasta el día de
nuestra conversión tenemos una cosmovisión egocéntrica. Todo gira
en torno a nosotros mismos. Nosotros somos el centro de nuestro
universo. Pero cuando confrontamos los derechos del Hijo y lo que
Dios dice acerca de Él, descubrimos que el centro de nuestro mundo
es el Hijo. No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino al Hijo. Mi
razón de ser, por lo tanto, no es la satisfacción de mis propios deseos,
sino la de los del Hijo. Yo existo, no para mí mismo, sino para el Hijo.
El hombre sólo es verdaderamente salvo de su «vana manera de
vivir» cuando puede decir: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos; así pues, sea que vivamos, o que
muramos, del Señor somos» (Romanos 14:8).

El descubrimiento de que el Sol no gira alrededor de la Tierra y de


que nuestro planeta no es el centro físico del universo, provocó un
enorme trastorno en la manera en la que el hombre se veía a sí
mismo y a su mundo. Es más abrumador aún cuando descubrimos
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que nosotros no somos el centro espiritual del universo. Es


humillante. Me obliga a deponerme a mí mismo del trono y a entronar
al Señor Jesucristo. Él es el heredero.

Sin embargo, una vez asimilada esta verdad, descubrimos que es


motivo de gozo y esperanza. ¿Hacia dónde va nuestro mundo? ¿Cómo
acabará? ¿En una utopía proletaria? ¿En el endiosamiento de la
tecnología? ¿O quizás en la aniquilación de toda la humanidad en un
gran holocausto? ¿O en la destrucción irreversible de la ecología?
Desde luego mucha gente a nuestro alrededor está desconcertada y
preocupada por estas cuestiones, pero nosotros tenemos la
respuesta. El mundo quizás tenga que pasar por experiencias
dolorosas, pero ninguna de éstas es su destino final. Dios ha creado el
universo para ser herencia de su Hijo.

2) Por quien asimismo hizo el universo

El Hijo no es solamente el fin; también es el principio. Como hemos


visto, Dios creó el universo no sólo para el Hijo sino también por Él.

Juan y Pablo dicen lo mismo (ver Juan 1:3; Colosenses 1:16).


Seguramente comprendían que era así por revelación de Jesucristo
mismo, por ejemplo cuando enseñaba que «todo lo que el Padre hace,
también lo hace el Hijo igualmente» y «como el Padre tiene vida en sí
mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo», de
modo que «el Hijo a los que quiere da vida» (Juan 5:19, 21, 26).

Pero aun en el Antiguo Testamento encontramos atisbos de la


actividad del Hijo en la creación. Por ejemplo en Proverbios, Salomón
representa la Sabiduría como un personaje vivo cuya manera de
hablar nos recuerda al Señor Jesucristo (<<He aquí yo derramaré mi
espíritu sobre vosotros»; «llamé, y no quisisteis oír; extendí mi mano,
y no hubo quien atendiese»; «el que me oyere, habitará
confiadamente y vivirá tranquilo, sin temor del mal»; Pr 1:23, 24,
33). Luego este personaje resulta haber estado presente en el
momento de la creación:
«Eternamente tuve el principado, desde el principio, Antes de la tierra
... Cuando [Jehová] formaba los cielos, allí estaba yo; Cuando trazaba
el círculo sobre la faz del abismo; Cuando afirmaba los cielos arriba ...
, Con él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día,
Teniendo solaz delante de él en todo tiempo» (Pr 8:23-30).

¿Quién puede dejar de descubrir en tales palabras el retrato de Aquel


que es para nosotros «poder de Dios y sabiduría de Dios»? como dice
Pablo en (1 Corintios 1:24).

Cuando salgamos la próxima vez a contemplar la hermosura del


mundo natural podemos recordar que quien la ha diseñado es el Hijo.
Él es quien ha puesto cada una de las estrellas en su lugar y ha
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decidido su rumbo y su velocidad con respecto a las demás. Él es


quien ha creado la diversidad de flores, plantas y animales. ¡Con qué
conocimiento de causa pudo decir Jesucristo que no debemos
preocuparnos porque cada cabello de nuestra cabeza está contado,
porque Él es quien los contó desde el principio.

En el texto griego «el universo» es literalmente «las edades» o «los


siglos». «Siglos» para nosotros es una palabra temporal; no es una
palabra geográfica. Pero desde la perspectiva de la eternidad las dos
cosas, el tiempo y el espacio, van estrechamente relacionados. Esto
viene confirmado por los últimos avances de la ciencia. El tiempo es
inconcebible sin el espacio y viceversa, porque el tiempo es relativo a
la velocidad y la velocidad requiere espacio. Por lo tanto, decir que el
Hijo es Creador de los «siglos» es decir que Él es Señor del espacio en
todas las edades. No hay universo sin las edades ni hay edades sin el
universo.

Pero lo importante aquí es lo que el autor nos dice acerca del Hijo.
Quien nos comunica el mensaje definitivo de Dios no es sólo el
carpintero de Nazaret, sino el principio y el fin de la creación, el Alfa y
la Omega, el autor y consumador, el que dio principio a todo y el que
es heredero de todo. Podríamos atrevernos a descuidar el mensaje de
un carpintero, pero no del Hijo.

3) El cual, siendo el resplandor de su gloria

En muchas ocasiones los autores del Nuevo Testamento nos dan la


impresión de estar luchando mentalmente a fin de encontrar una
fórmula que haga justicia a lo que han comprendido acerca de Dios a
través de Jesucristo. Pensamos, por ejemplo, en la confesión de Pedro
en Cesarea. Cuando Jesús pregunta a los discípulos: ¿Quién decís que
soy yo? Pedro contesta: «Tú eres el Cristo ... ». Hasta aquí su
respuesta iba dentro de cauces conocidos. El «Cristo» o «Mesías» era
un concepto bien conocido por los judíos. Quizás costara identificar a
Jesús de Nazaret con el Mesías, pero al menos el concepto en sí no
era nuevo. Pero luego Pedro añade: « ... el Hijo del Dios viviente».

Desde luego, esta fórmula tiene ecos de frases mesiánicas que


encontramos en el Antiguo Testamento. Pero detrás de ella vemos
cómo Pedro lucha por expresar lo que ha descubierto en Jesucristo.

Es como si Pedro pensará «Desde hace muchos meses vivo en


compañía de este carpintero que es a la vez rabino. Se me ha hecho
patente que cuando estoy en su presencia estoy en la presencia de
Dios. Pero Dios es invisible. Dios no tiene cuerpo ni forma humana.
Entonces, ¿cómo describir a Jesús? Decir que es «un hombre más» no
sería correcto. Es hombre, pero no es un hombre cualquiera. Por otra
parte ¿sería correcto decir: Tú eres Dios? ¿Cómo se puede decir esto
de un hombre? Dios no es un hombre».
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Entonces, para hacer justicia tanto a la humanidad como a la


divinidad de Jesús, Pedro descubre esta fórmula que desde aquel
momento nunca ha caído en desuso: «Tú eres el Hijo del Dios
viviente».

"Algo pareado encontramos en las frases que el autor de Hebreos


emplea ahora. El Hijo es «el resplandor de la gloria de Dios» y «la
imagen misma de su sustancia». Lo que sabemos sobradamente
acerca de Dios es que Él es invisible. Por definición lo que es invisible
no puede tener resplandor ni imagen. Por lo tanto, el autor
deliberadamente emplea un lenguaje chocante. Lo mismo hace Pablo
cuando dice que Jesús es «la imagen del Dios invisible» en
(Colosenses 1:15). Pablo inventa una frase intencionadamente
paradójica. A Dios no se le puede ver; sin embargo en Jesucristo Él
tiene imagen. Juan, por supuesto, dice lo mismo: «A Dios nadie le vio
jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a
conocer» (Juan 1:18). El le ha hecho visible.

Cuando Juan dice:«A Dios nadie le vio jamás», la referencia


ciertamente es a la vista física: nadie ha visto con ojos humanos a
Dios, porque Dios no tiene cuerpo para poder ser visto. Pero
seguramente la referencia también incluye otras dimensiones: Nadie
jamás ha podido penetrar la realidad de lo que es Dios; nadie ha
podido sondearle; nadie ha podido decir: Ahora «entiendo» a Dios. La
mente humana es incapaz de llegar a estas alturas. y sin embargo, el
Hijo da a conocer a Dios.

Dios es luz. Él habita en luz inaccesible. De la misma manera que


ningún ser humano puede estar mirando constantemente al sol sin
hacerse daño a los ojos, ninguno puede mirar a Dios y vivir (1
Timoteo 6:16). La luz de Dios es una luz que, en parte por nuestra
condición de criaturas y en parte por nuestra condición de pecadores,
nos abrasa cuando la miramos. Sin embargo, Dios mismo toma las
medidas necesarias en Jesucristo para filtrar esta luz de tal manera
que pueda ser vista por nosotros. El Hijo es el reflejo perfecto de la
luz, resplandor que hace que la luz de Dios sea visible para nosotros.
Él nos transmite la gloria de Dios.

Para utilizar otra ilustración bíblica, el Hijo es al Padre lo que la


palabra es al pensamiento. Mis pensamientos están dentro de mi
cabeza. Y no podrías oír este programa si yo me limitara a pensarlo
sin hablarlo por la emisora. Para que puedas participar de mis
pensamientos, yo los he de convertir en palabras. El Hijo es el Verbo
como el Padre es el pensamiento. Si el Padre es la esencia, el Hijo es
aquella esencia hecha comunicable a nosotros. Dios se hace audible
en el Verbo. Dios se hace visible en Aquel que se llamaba a sí mismo
«la luz del mundo».

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Dios es la luz eterna. El Hijo es aquella luz hecha visible en el tiempo


y en el espacio. El Hijo, en otras palabras, es aquella persona divina
que nos revela a Dios. Sin el Hijo, Dios seguiría siendo desconocido,
incognoscible, por nosotros.

Quizás alguien diga: pero Dios era conocido por los hombres mucho
antes de la encarnación de Jesucristo. Esto es cierto, pero ¿a través
de qué persona de la Trinidad era conocido? Solemos identificar al
Dios del Antiguo Testamento con el Padre. Pero debemos recordar que
el Padre sólo es revelado como el Padre cuando el Hijo es revelado
como el Hijo.

La idea de «un Dios en tres personas» sólo se hace explícita a partir


de la encarnación del Hijo y del derramamiento del Espíritu, pero el
Dios del Antiguo Testamento es el mismo Dios en tres personas que
conocemos en el Nuevo. Por lo tanto, no necesariamente hemos de
pensar que en toda referencia a «Dios» el Antiguo Testamento está
hablando de la persona del Padre y de ninguna otra.

Cuando el salmista dice que los cielos cuentan la gloria de Dios, no


debemos entender que sólo manifiestan la gloria del Padre. Es la
gloria de Dios, de todo Él, y esto incluye la gloria del Hijo por el cual el
universo fue creado. El Antiguo Testamento nos revela a un Dios que
sostiene la creación; pero la más afinada revelación del Nuevo
puntualiza que la sostiene por medio del Hijo, como veremos más
adelante.

El Hijo estaba activo en la historia humana a lo largo del Antiguo


Testamento, y todo lo que entendemos acerca de Dios por medio de
la naturaleza y de la historia, se lo debemos a Él Incluso cuando los
santos del Antiguo Testamento veían a Dios en visión o en visitación,
¿a qué persona de Dios veían? ¿Al Padre? Recordemos que Juan,
refiriéndose al Padre, ha dicho con toda contundencia: «A Dios nadie
le vio jamás». Y sin embargo diferentes santos del Antiguo
Testamento le «vieron» de alguna manera. Abraham hospedó a tres
viajeros, uno de los cuales es llamado «el Señor». Moisés vio a Dios
de espaldas. Isaías tuvo una visión de Dios. ¿A quién vio Isaías? Al
«Señor». Pero ¿quién era este Señor? Muchos suponen que era «el
Padre», pero el apóstol Juan dice explícitamente que era el Hijo en
(Juan 12:36b-41). Es, por lo tanto, en el Hijo que el Dios invisible se
hace visible, aun en el Antiguo Testamento.

El Hijo es el «resplandor» de la gloria de Dios. Esta palabra admite


dos acepciones o matices. Puede significar «reflejo», como el de un
espejo. Y hay al menos tres sentidos en los que el Señor Jesucristo es
el reflejo de Dios. Lo es en primer lugar porque ve al Padre. Nosotros
no tenemos ojos para verle, pero el Señor Jesús sí. Él le entiende
perfectamente, «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo
que ve hacer al Padre» (Juan 5: 19). Jesús pretende tener una
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percepción especial y perfecta en cuanto a los propósitos y actuación


de Dios. También hemos visto que Juan 1:1 puede ser traducido: «El
Verbo era ante Dios», o «estaba cara a cara con Dios». Aquí tenemos
a las dos personas que se complementan mutuamente, con una plena
compenetración. La Palabra adecuada siempre “refleja” el
pensamiento, y el pensamiento toma forma comunicable en la
palabra.

En segundo lugar representa fielmente al Padre. Es así no porque por


casualidad el Padre y el Hijo tienen la misma apariencia, sino porque
es el mismo Padre el que se manifiesta a través del Hijo. Es decir, la
relación entre Jesús y el Padre no es la que existe entre un cuadro y la
realidad que representa, sino la de un reflejo y el objeto reflejado.
Éstos no sólo se parecen entre sí, sino que son indivisibles.

En tercer lugar el Hijo revela al Padre. La manera de saber cómo es


Dios es mirarle en el espejo que Dios mismo ha provisto: el Señor
Jesucristo. Si queremos saber cómo es nuestra propia apariencia,
miramos un espejo; si queremos saber cómo es Dios, miramos a
Jesús.

No solo Jesucristo es la imagen misma de Dios, sino también es Dios


mismo; el Dios que habló en la época del Antiguo Testamento. Es
eterno; tuvo parte con el Padre en la creación del mundo (Juan 1.3;
Colosenses 1.16). Es la plena revelación de Dios. No es posible tener
una visión clara de Dios sin mirar a Cristo. Él es la manifestación
perfecta de Dios en un cuerpo humano

La epístola a los Hebreos relaciona el poder salvador de Dios con su


poder creador. En otras palabras, el poder que le dio existencia al
universo e hizo que se mantuviera funcionando es el mismo poder
que quita (provee purificación para) nuestros pecados. Cuán erróneo
es pensar que Dios no pueda perdonarnos. No hay pecado demasiado
grande que el Rey del universo no pueda quitar. Dios puede perdonar
y nos perdonará cuando nos acercamos a Él por medio de su Hijo
Jesucristo

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