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Seres históricos que piensan la Historia.

Luis Pino Moyano1

Recuerdo haber llegado nervioso y expectante a la sala en la que me correspondía


realizar la primera clase de la ayudantía de la cátedra de Teoría del Conocimiento Histórico.
Recuerdo, también, haber colocado mi bolso y un café sobre la mesa, y luego disponer
ordenadamente sobre ella, casi ritualmente, un plumón, un borrador, mis apuntes y unos
libros. Les saludé y me presenté. Y les dije que quería comenzar este proceso leyéndoles un
fragmento del libro de Antoine de Saint-Exupéri, El Principito, específicamente la
conversación entre el personaje central de dicha obra con el “Astrónomo”. En dicho diálogo
se dan al menos dos formas de contemplar la realidad. O, dicho de otro modo, ambos
dialogantes responden de manera divergente a la pregunta ¿cómo conocer? Interrogante
primaria, cuya discusión epistemológica de larga data no se encuentra zanjada (¿en buena
hora?) y a la que trataríamos de acercarnos, teniendo como provocación el cuestionamiento
puesto en la palestra por Ricoeur: “¿Cómo puede entender históricamente la historia un
ser histórico?” (Ricoeur 2003, p. 9). En las siguientes líneas, pondré por escrito cómo

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Estudiante de segundo año de Licenciatura en Historia con mención en Estudios Culturales de la
Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Mis agradecimientos al profesor Marcos Aguirre por darme
la posibilidad de tener esta experiencia académica, que espero sea el primer paso de muchos más que vendrán
y a la profesora Cristina Moyano, quien académicamente ha sido una de las personas que más me ha
influenciado.
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intentamos responder a esta pregunta, durante el primer semestre del primer año de la
carrera de Pedagogía en Historia la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

Comencemos desde el plano epistemológico. En el transcurso del semestre


tendríamos que analizar textos de Kant, Hegel, Marx, Dilthey, Gadamer, Danto, Ricoeur,
White, entre otros, para lo cual, mi opción filosófica, siguiendo en esto a Ortega y Gasset,
fue plantearles que cada autor, como todo ser humano, piensa porque existe y no al revés,
notando entonces que todo acto social conlleva una subjetividad interna, detrás de la propia
subjetividad. Ergo, ninguno de ellos alcanzó o (re)construyó verdades absolutas. Y es que
nuestra comprensión está supeditada a lo que somos, sentimos, pensamos, creemos. Todas
nuestras miradas responden a nuestras pre-comprensiones de la realidad. Tal como dijera
Einstein, es “nuestra teoría la que determina lo que podemos observar”. Esos lentes “no se
venden por separado”, vienen indefectiblemente con nosotros. Ahora bien, la realidad
existe. Simplemente es. Ella se traduce en una verdad innegable, pero inalcanzable. Vale
muy bien, en este caso, citar, una reflexión propuesta por la Comisión Gulbenkian para la
reestructuración de las ciencias sociales, con la que concuerdo:

“Las afirmaciones del universalismo siempre han sido hechas por personas
particulares, y esas personas generalmente han estado en oposición a personas con
afirmaciones rivales (…) Las ciencias naturales aceptan desde hace mucho el hecho
de que el que mide modifica lo medido. Sin embargo, esa afirmación todavía es
discutida en las ciencias sociales en las que, justamente, esa realidad es aún más
obvia” (Wallerstein (Coordinador) 1997, p. 64).

Es aquí donde sale a colación lo postulado por el epistemólogo de la Historia


Michel De Certeau, quien al hablar de lo que él denomina “la operación historiográfica”,
señala que: “toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción
socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración circunscrito por
determinaciones propias” (De Certeau 1997:69). El acto de historiar es esencialmente
interpretar, y cada vez que se realiza ese ejercicio se hace desde una posición. En este
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sentido, convergen dentro de sí la subjetividad del observador, que está comprometido


intelectual y corporalmente en su investigación, y, por otro lado, está la subjetividad del
grupo que investiga. La importancia que se le da al investigador-sujeto, con sus
apreciaciones e interpretaciones, es tremenda. La construcción de saber histórico es una
producción netamente personal: habla sobre personas, es hecha por una persona, lo que
hace que el carácter del investigador e investigadora, su personalidad, quede plasmada en el
registro, el que, a su vez, también va dirigido a personas. El “historiador comprometido”,
no sólo se liga con el saber académico, sino, por sobre todo, con la sociedad que explica. Y
esto no sólo es algo propio de los historiadores que asumen hacer “historia desde abajo y
desde adentro”, sino también para quienes la hacen “desde arriba”, “desde el lado”, o desde
dónde sea. Los fundadores del movimiento Annales, Marc Bloch y Lucien Febvre,
plantearon teórica y prácticamente que sólo hay historiografía cuando hay una
problematización (histórica), por ende no basta con “descubrir” las fuentes en el archivo,
hay que interrogarlas. Es más, la pregunta de investigación es la que constituye a la fuente
en tal, y la fuente puede trasuntar en una historia o, en múltiples historias, dependiendo de
la pregunta. Lo que me hace recordar a la historiadora Cristina Moyano, en una de sus
clases, al decirnos que: “trabajar las fuentes sin una postura epistemológica nos hace ser
técnicos, no profesionales de una disciplina”.

En beneficio de este trabajo, pensé que las ayudantías debían centrarse en la idea de
“destrozar” los textos de lectura obligatoria de la cátedra, destacando así, la pregunta, la
hipótesis y los argumentos fundamentales de los autores. Esto implicó para mí dos
“deberes”. Hablo de deberes, puesto que al comenzar me tracé para mí mismo una suerte de
ética, con dos mandatos esenciales. El primero de ellos, era que debía colaborar en el
proceso de lectura de los/as estudiantes, haciéndoles seguir el hilo conductor de los textos,
y dar cuenta sistemática y crítica de éstos. Pero este asunto no podía ser hecho a solas, así
que tuve la idea de que los/as estudiantes debían realizar su ejercicio de lectura de manera
sistemática, para lo cual, les planteé que realizarían en el semestre tres informes de lectura.
Dichos informes debían seguir las pautas de un ensayo, el que debía contener en su primer
párrafo la identificación de la(s) pregunta(s) y/o el problema de investigación que se
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planteaban los autores (tres por ensayo). Luego de esto, debían plantear una problemática
central e integradora de los textos leídos, para lo cual podían lanzar una formulación propia,
o que, en primera instancia, se ajustara al programa de la cátedra. En los siguientes párrafos
debían analizar críticamente las tesis de los autores, considerando lo que les fortalece
(según los autores). Además, el escrito debía mostrar (y ayudar) la capacidad de manejar y
contraponer argumentos. Finalmente, la conclusión podía ser una aproximación crítica,
dando cuenta de los elementos destacables para cada uno/a de ellos/as, lo que, en términos
musicales, daría “sensación de término” al ensayo; o, también, y siguiendo el espíritu
ensayístico, la elaboración de una conclusión abierta, dejando la(s) múltiple(s)
interrogante(s) que les emanó la lectura. En términos formales, se debía construir un texto
coherente, que cuidase de la redacción y de la ortografía.

Es, en este sentido, que me tracé el otro deber. No dejar nunca de dar mí opinión, en
términos disciplinares, intelectuales y políticos. Porque hacer historia, como dijera
Benedetto Croce, es hacer siempre un ejercicio contemporáneo. Nunca es un ejercicio
insípido e inocuo, por ende, todos y todas pueden manifestar sus pensamientos. La
polifonía de voces al interior de la sala de clases nunca es terrible. Aquí no vale el criterio
de “si no puedes contra ellos, confúndelos”, que por muy chistoso que parezca es la
realidad en la práctica muchos ayudantes, que se ponen en una posición etérea, como si sus
opiniones fueran certeras e infalibles, lo que se manifiesta “por la razón o la fuerza”. La
fuerza en el ejercicio violento de una nota, que a pesar de ser un mero guarismo, puede
hacer reprobar o no tener la calificación que un alumno merece. Lo que no significa que
uno haga aprobar a quien no se ha esforzado. Significa que se debe valorar la opinión del
otro, por mucho que se aleje de la mía. Recuerdo haber colocado nota siete a algunos
ensayos, a los cuales, les agregaba una nota que daba cuenta de que no estaba de acuerdo
con algunos de los planteamientos realizados. Cuando leían la evaluación, eso fomentaba
sendos diálogos. Y es ahí, esencialmente en el ejercicio dialógico donde se construye
aprendizaje. Así como creo fehacientemente que la historia, debe propugnar por un nuevo
estatuto epistémico que re-originalice los viejos cánones, que explique a los sujetos
históricos, que se interese por el pasado, el presente y el futuro, debe permitir re-
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encontrarse al sujeto con “otros yo”, con la finalidad de construir un país alternativo, en
relación al contexto global. Un país libre, por antonomasia, que construye y genera
productivamente más y más libertad. Por ello, los cambios en la disciplina y en la práctica
educativa, no pueden ser hechos a modo de pincelada. Eso hace necesario que para entrar
en un proceso de diálogo, cosa imposible sin una noción de amor (en esto sigo a Paulo
Freire), no se enajene la ignorancia en otros, constituyéndonos en ghettos de saber. En este
ejercicio humano, propio, mío y de todos, debemos sentar las bases de un lugar de
encuentro solidario. Para Freire, “en este lugar de encuentro, no hay ignorantes absolutos
ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más” (Freire
1997:108). Eso implica, como se dijo en mayo del ’68 más que un acto de revolución, un
acto de mutación. Mutación que debe ser constante, para que no se torne perecedera.

Bibliografía.

De Certeau, Michel (1997). La Escritura de la Historia. México D. F.: Universidad


Iberoaméricana.
Freire, Paulo (1997). Pedagogía del Oprimido. Madrid: Siglo XXI de España Editores. (La
primera edición de este libro fue publicada en 1970).
Ricoeur, Paul (2003). El Conflicto de las Interpretaciones. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Wallerstein, Immanuel -Coordinador- (1997). Abrir las Ciencias Sociales. Informe de la
Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales. México D.F.: Siglo
XXI Editores y Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de
la UNAM.

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