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jueves 15 de enero de yyyy

Ensayo: “La ciudad de México”


Iñigo Ortiz Monasterio

Primera reflexión
Mi experiencia personal

Después de cuatro décadas de vivir en esta ciudad, está uno, creo yo, en
la posibilidad de hacer una especie de diagnóstico sobre las profundas
transformaciones que ha sufrido a lo largo del tiempo, la Ciudad de
México.

Nuestra ciudad ha sufrido cambios de todo tipo, unos para bien y otros
para no tan bien; algunos formidables y otros terribles; unos involuntarios y
otros intencionales. Y esto no debe sorprendernos, de hecho creo que de
alguna forma esto nos dice que nuestras ciudades no son entidades
inertes, inmóviles, sino que son entidades vivas, constantemente
modificadas por los grupos sociales que las habitan, y que, en el otro
sentido, también son capaces de alterar la forma de vida de sus
habitantes.

Las condiciones de vida, de hecho, han cambiado en algunos sentidos de


manera radical, en todas las áreas del actuar humano: política, religiosa,
económica, social y cultural.

La década de los 60’s de mi niñez, fue una época sumamente grata.


Viajábamos completamente solos en camión -el 85 Juárez Loreto- que
costaba 45 centavos, de mi casa a la escuela, esto es, de la colonia
Cuahutémoc hasta Polanco, donde estaba el “Patria”. De regreso, en
“aventón”, ya que el dinero del camión lo habíamos gastado en golosinas
en la Cooperativa.
Esto por supuesto sin la menor sensación de inseguridad de nuestra parte
o de la de mis padres. Podía uno olvidar la mochila en el camión –esas
clásicas y pesadas mochilas de piel gruesa- y recuperarla horas después
en la fila que hacíamos para entrar a clases.
Salíamos a andar en bicicleta casi a cualquier hora, y jugábamos fútbol
con los amigos en la calle.

Los automóviles ya se habían apoderado de la ciudad, y el tránsito, con


sus embotellamientos, claxonazos y mentadas, era un problema a resolver
por parte de las autoridades. La gran novedad vial era el anillo periférico,
que casi desde entonces, presentaba un cargado tránsito de sur a norte, y
era como el eco del cinturón de miseria que rodeaba la gran ciudad.

Con frecuencia paseábamos por el centro histórico, con mi padre quién,


como buen arquitecto, no podía evitar hablarnos de las maravillas del
pasado barroco de México, el tour arquitectónico concluía con un
agradable desayuno familiar en “Los Azulejos”.

El zócalo era, con muy pocas variantes casi siempre relacionadas con el
sentido de sus vialidades, la misma plancha inhóspita que es hoy en día y
la Torre Latinoamericana, nuestro único y horrible rascacielos.

Había bastantes árboles en las calles, y si bien la contaminación ya hacía


de las suyas, sus efectos apenas alcanzaban a encender tenues luces de
alerta. La mancha urbana crecía rápidamente, las ciudades satélite todavía
no se integraban. El metro, aún incipiente, taladraba la ciudad con sus
larguísimos túneles, demostrando sus bondades como un formidable
sistema de transporte colectivo, proyecto que, por razones desconocidas,
es decir, políticas, no ha tenido los alcances que una ciudad como la
nuestra necesita.

En la década de los 70, cuando joven, la ciudad comienza a evidenciar la


gravedad de los problemas que ya se anunciaban en la década anterior y
que hoy la tienen al borde del desahucio. Mi vida en Tlacopac, a un lado
de San Ángel, en una zona entonces poco habitada aunque ya urbanizada,
que incluso contaba con un río y con gran cantidad de terrenos baldíos que
nosotros utilizamos para ir de excursión y atrapar toda clase de ‘bichos”.
Con el tiempo el río, que ya se usaba como drenaje, fue entubado y los
conjuntos residenciales, escuelas y oficinas cubrieron con tabiques,
concreto y asfalto nuestra vieja área de excursión.
En el transporte público, la gran novedad fueron los “delfines”
supuestamente un servicio mas caro para la gente “nice” y las “ballenas”
que hacían honor a su nombre pues iban siempre llenas. El Hotel de
México hizo su aparición en la colonia Nápoles, como hito o punto de
referencia que pretendía competir en altura e importancia con la Torre
Latino; negocio fracasado que solo pudo ser concluido 30 años después.
Los rieles del Ferrocarril de Cuernavaca, antiguo medio de transporte de
mercancías de las fábricas de las afueras a la ciudad, ahora convertidos
en un problema más para el tránsito en la gran ciudad. La contaminación
era ya reconocido por las autoridades como un grave problema. Y el agua
se tenía que traer desde muy lejos.
Los mantos freáticos bajaban de nivel acelerando los hundimientos de
importantes edificios antiguos, pagando con esto, el error histórico de su
ubicación.

La crisis ya era tema de todos los días y el gobierno no tenía ni la voluntad


ni la capacidad para devolvernos a tiempos mejores.

En los años 80’s la cosa no fue mejor. La mancha urbana había crecido
hasta prácticamente borrar las distancias con las zonas ahora
conurbadas, lo que se hizo más evidente cuando las casetas de salida a
las carreteras de Cuernavaca, Querétaro, Puebla y Pachuca se movieron
de lugar, haciendo mucho mas larga la travesía para salir de ella rumbo a
estos destinos.

Se construyeron los ejes viales que, aunque se puede reconocer que no


fueron una mala solución, continuaron privilegiando al transporte privado,
casi individual, sobre el transporte publico, que aceleró su debacle con la
aparición de la “ruta 100” y la verdadera tragedia que son las “peseras”,
ahora “Microbuses”. Las áreas verdes disminuyeron considerablemente y
los pocos árboles que quedaban en las calles y avenidas, fueron
sustituidos por desafortunadas señalizaciones, que confundieron al
habitante de la ciudad, con fríos nombres como: eje 10 sur, eje 4 poniente,
etc.

La falta de trabajo provocada por la crisis económica generalizada, trajo


consigo la epidemia de los ambulantes, los traga fuego, los payasos y
malabaristas, los limpia parabrisas, haciendo de la ciudad un verdadero
circo callejero.
Tradicionales zonas habitacionales, se llenaron de oficinas y comercios,
acentuando los serios problemas de estacionamiento que ya padecíamos.
Otras fueron perdiendo valor sobre todo a raíz de los sismos de 1985, que
echaron también por tierra los grandes planes de desarrollo y las políticas
de uso de suelo. La vivienda, escasa, cara y de mala calidad es otro grave
problema no resuelto de nuestra ciudad, acentuado por el aumento de la
población nativa y la desbandada de gente del campo que migraba a las
grandes ciudades en busca de mejores condiciones de vida.

Los programas gubernamentales, ineficientes y abrumados por la


corrupción cedieron su responsabilidad a empresas privadas cuyos
intereses comerciales no hicieron mas que acentuar el problema al
concentrar el financiamiento, el trabajo y los servicios en un sector muy
limitado de la población que podía pagarlos. Las invasiones, la escasez, la
especulación y el elevado costo de la tierra tampoco ayudaron mucho.

Para 1990, los problemas no se habían resuelto, y la inseguridad


provocada por la larga crisis económica y las profundas desigualdades
sociales se convirtió en el problema número uno.

La ciudad se olvido que tenía la opción de crecer en vertical, y la


infraestructura urbana se volvió insuficiente e ineficiente. La contaminación
se intentó aminorar con el programa “no circula”, que en muy poco ayudó,
al propiciar el aumento del parque vehicular y el gran negocio para los
fabricantes de automóviles.

Las obras realizadas, han seguido la tendencia de beneficiar a los grupos


con intereses económicos particulares en lugar de beneficiar a la sociedad
en su conjunto y por lo mismo a la ciudad, que ha padecido en esta ultima
década de la proliferación de desarrollos habitacionales a manera de
ghetos cerrados con sistemas de vigilancia y seguridad propios, o de
grandes conjuntos habitacionales, repetitivos y sin carácter, que no hacen
ciudad y por lo mismo, no mejoran las condiciones de vida de sus
habitantes. Y de una manera totalmente incontrolada, las enormes áreas
de miseria, se entremezclan con las zonas “de ricos” haciendo aún más
evidentes los dramáticos contrastes.
Centros comerciales que de alguna manera intentan emular, pero con un
patrón extranjero, la tradicional vida de barrio que caracterizó a la ciudad
de México de la primera mitad del siglo XX.
Servicios de seguridad particulares se han puesto a disposición de la
gente “pudiente”, lo que me hace recordar a las “viejas mafias” que,
primero causaban daño para después vender protección. Plumas, casetas
y rejas para hacer privada la propiedad pública, bajo la anuencia de una
autoridad complaciente e incapaz de resolver un problema social.

En fin, la ciudad parece desahuciada, sus problemas sin solución y sus


políticos sin vocación de servicio, están abriendo paso a una sociedad civil
incipiente que parece ser la única y tal vez la última esperanza para una
ciudad que se niega a morir y que ha sido siempre un fiel reflejo de aquella
expresión que dice:

“LA HISTORIA DEL HOMBRE ES LA HISTORIA DE SU CIUDAD”


Segunda reflexión
Mirando el plano de la ciudad

La simple observación de un plano actual de la Ciudad de México nos


permite extraer gran cantidad de información que, apartada de la muda
frialdad del dato estadístico, nos acerca a comprender quizás de mejor
manera, lo que le ha pasado en los últimos 500 años.

Un primer acercamiento a su composición gráfica podría parecernos como


un enorme cuadro iniciado por Mondrian y su geometría implacable
(Centro Histórico). Después aparece Picasso en su periodo cubista
iniciando el rompimiento de la geometría sin renunciar totalmente a ella. El
anillo periférico, circuito interior, insurgentes, eje central, Tlaltelolco y el
aeropuerto reflejan la intervención simple y colorida de Miró y de Matisse.
El racionalismo orgánico de O’Gorman aparece en las Lomas y se diluye
en Bosques y Tecamachalco. El apasionado temperamento de Van Gogh
se imprime en Álvaro Obregón y Cuajimalpa, mientras Munich lanza su
grito en Milpa Alta y Xochimilco ; el puntillismo al sureste de Iztapalapa y el
impresionismo en Tlalpan.

En fin, nuestra gran ciudad termina siendo un rico y complejo cuadro en el


que confluyen las expresiones más diversas.

A pequeña escala la retícula es tema recurrente, pero a gran escala el


plato roto y la anarquía total hacen acto de presencia creando una
complicadísima y desordenada red de circulaciones que nos llevan a todos
lados y a ningún lugar.

La ciudad termina siendo así, una interminable sucesión de añadidos


inconexos que chocan violentamente sin encontrar, en sus plazas,
glorietas, jardines y parques la articulación adecuada para darle claridad a
su estructura.

La enigmática subdivisión delegacional se nos presenta como un vitral


colorido y caprichoso que no parece responder a ninguna lógica aparente.
Tenemos delegaciones de los más diversos tamaños y formas que
probablemente responden a las colonias que las conforman lo que de
alguna manera intuyo, dificulta enormemente su control administrativo.

Claro que la anarquía también tiene su razón de ser, y para la ciudad de


México su topografía, su hidrografía y su condición lacustre fueron
determinantes.
Los antiguos canales prehispánicos actuaron como ejes rectores
marcando de alguna manera, una dirección y un sentido al crecimiento.
Los viejos ríos, actuaron, como en cualquier civilización, como polos de
atracción para el asentamiento de los pueblos que hoy conforman nuestra
ciudad.

En las áreas montañosas que circundan la cuenca de México, el desarrollo


y crecimiento de los pueblos tenia que responder a una topografía para la
cual la traza reticular evidentemente no era lo mas adecuado.

Aunque parece ser condición humana la de oponerse a todo aquello que la


naturaleza nos dicta. Así que terminamos transformando lo que
originalmente era región lacustre, en un gigantesco recipiente de concreto
y asfalto, entubamos los ríos y los convertimos en drenajes, pavimentamos
las áreas verdes acabando con nuestro oxígeno, y el dios Tláloc castiga
cada año nuestra soberbia con inundaciones que no hay sistema de
drenaje que pueda contener.

Observando nuevamente el plano parecen detectarse dos tipos de


crecimiento. Por un lado y el mas frecuente, en el que primero se habita
sin ningún orden ni control y después se introduce la infraestructura,
caracterizado por contar con manzanas pequeñas, mal orientadas y
abundantes calles, en las que vive gente de bajos recursos; y por el otro
aquellos en los que primero se introduce la infraestructura y después se
habita, casi siempre en manos de gente con nivel económico alto,
caracterizado por sus grandes manzanas y sus calles más anchas.

No parece insensato deducir que más calles implican un mayor costo, ya


que hablamos de mas metros lineales de pavimentos, drenajes y tuberías,
así que aún suponiendo que nuestras autoridades tuvieran la intención de
proporcionar los servicios adecuados a estas zonas de la ciudad estarán
siempre limitados por la disponibilidad de recursos.
Si hacemos el ejercicio mental de sobreponer las diversas redes
necesarias para dar servicio a una ciudad con el tamaño y las
características de la nuestra descubriremos una complejidad tan alta que
hace materialmente imposible e incosteable dar un mantenimiento y
servicio adecuados, así que no debe sorprendernos que las fallas en todos
los servicios sean cada vez más frecuentes, especialmente en las áreas de
menor nivel socioeconómico, porque, eso si, en las zonas ricas
seguiremos viendo dinero muy bien invertido para iluminar hermosas
palmeras y distribuidores viales que sigan privilegiando al transporte
privado e individual sobre el transporte público.

Iñigo Ortiz Monasterio

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