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Elena y Javier.
Las vidas de Elena y Javier se unieron a miles de kilómetros de distancia de sus lugares
de nacimiento. Originarios de Rumanía, ella, y de Rusia, él, fueron a encontrarse en
una localidad del este de Madrid, adonde les llevó su aspiración de vivir una vida
mejor.
Elena llegó a España en septiembre de 2002. No sabía una palabra de español, no tenía
un lugar donde alojarse y tuvo que pedir prestados los 500 euros que le reclamaban para
entrar con un visado de turista —«esa cantidad no la conseguía ni en cinco años sin
comer», afirma—; pero, aun así, se arriesgó. Poco después consiguió trabajo como
empleada del hogar interna. Tenía contrato y estaba empadronada, por lo que solicitó
el permiso de residencia. Le fue denegado.
Javier, que llegó a España en el año 2000 tras haber emigrado a Canadá, ha corrido peor
suerte ya que, al no tener papeles, no le contratan en ningún sitio, explica. Sólo ha
conseguido empleo estable en una cuadrilla de albañiles, que dirige otro inmigrante
rumano, primo de su ex mujer.
Ahora, la pareja, que comparte piso con otras familias de Rumanía, tiene depositadas
todas sus esperanzas en el proceso de regularización que va a abrir el Gobierno.
Esperan que esta vía se convierta, al fin, en su camino hacia la estabilidad en España.
Un país en el que, aseguran, quieren envejecer.
Mahjoub Boussaira.
La decisión de salir de su país en busca de una vida mejor la tomó con 19 años y atrás
dejó a sus padres y a diez hermanos. Después de aterrizar en Barcelona, pensó que
había una forma más directa de volar hacia sus sueños y se marchó a Crevillente
(Alicante), donde probó suerte en el negocio de las alfombras. La venta ambulante no
daba para mucho y Mahjoub se instaló en una casa abandonada con un grupo de
marroquíes, donde podía ocultarse sin muchos problemas de la policía y comía, cuando
tenía, arroz hervido.
Aterrizó en Madrid junto con su padre para visitar a unos parientes. Y no volvió más a
su país. Consiguió con facilidad el permiso de trabajo dado que pudo trabajar en
negocios familiares. Primero en el restaurante de sus tíos. Luego en el de su padre. Más
tarde, se casó con un hombre chino y consiguieron abrir juntos el suyo propio. Ahora
atiende diariamente una de esas tiendas 'salvavidas' que salpican Madrid, un 'chino',
pequeños locales semejantes a los antiguos ultramarinos donde puede encontrarse de
todo desde las diez de la mañana hasta las tres de la madrugada. «Nos vamos turnando y
los turnos no son tan largos», explica Pai.
Desde Paraguay hasta España el 9 de febrero de 2003. «Allá no alcanzaba para nada.
Sólo para la comida, pero no para los estudios de los hijos y otras cosas más»", cuenta
Chana. «Nos dijeron que acá había más trabajo para mujeres que para hombres»,
dice Matilde. Y como encontraron lo que buscaban, seis meses después enviaron dinero
a su otra hermana, Ana, para que se viniera ella también a «hacer las Españas».
Cada mañana suena el despertador y las tres hermanas acuden a sus respectivos trabajos.
«De domésticas, siempre de domésticas; sin papeles no se puede trabajar en otra
cosa». Cada una de ellas con su propia historia en el corazón. Chana dejó en Paraguay
marido —un empresario de transportes arruinado a finales de los 80 con la llegada del
dólar—y cuatro hijos —de 15,17, 20 y 21— en edad de estudiar. A ellos manda cada
mes el dinero que gana en España.
Ana, madre de cuatro hijos y casada con un conductor de autobús, vino a hacer dinero
para reformar su «casita» —como ella dice—, que gracias a los 4.000 euros que ha
enviado en un año y medio, ahora tiene cinco dormitorios y cuatro baños, «para que
cada uno tenga su propia habitación». Matilde vino también para mejorar su situación
económica, pero arrastrando un drama que ni el tiempo ni la distancia le permitirán
olvidar: el asesinato de su hija, Luz María, hace ya dos años, a manos de un novio
celoso que impidió a su «niña linda» cumplir los 20. Su hijo y su marido se vinieron
también poco después.
Los planes de futuro están ahí, aunque se trate de un futuro incierto, pendiente de la
voluntad de sus respectivos empleadores de cara a la regularización. Ana confiesa que
no le importan demasiado los papeles: a finales de año piensa volver a su país. «Y
cuando me vaya, quiero llevar plata suficiente para montar mi propio negocio, un
supermercadito». Chana sí quiere estar en regla; lo necesita para poder ir a ver a sus
hijos y volverse de nuevo a España a trabajar, porque «un médico no gana en mi país
lo que nosotras ganamos acá». Y para Matilde, hablar de papeles es hablar de la
posibilidad de una nueva vida: «Mi marido es carpintero, mi hijo trabaja en la
construcción, mis jefes son buenísimas personas… Nosotros podríamos pensar en
quedarnos».