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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Medios de comunicación
y violencia contra la mujer

Jesús Martín-Barbero

Ponencia

(Foro Internacional Mujer y Poder, Consejería


Presidencial para la Equidad y la Mujer, Bogotá, 2007)

« Como en el desfile de modas, la mujer aparece en la


publicidad en la medida en que su cuerpo está al servicio
de un tipo de vestido: la modelo “ideal” es la que, con el
máximo de estilo, desaparece entregando toda su energía a
un modelo, a un estereotipo, a un cuerpo absolutamente
codificado al servicio del cual pone su propia personalidad,
su propio estilo, su propia diferencia. En la publicidad
vemos esto permanentemente: las mujeres que aparecen lo
hacen en función de ser un tipo de mujer: el ama de casa
de clase media, o de clase alta, o la ejecutiva de gran
empresa, o la empleada doméstica, o la novia, etc. El
privilegio erótico otorgado a la mujer (…) resulta entonces
profundamente tramposo, pues se halla ligado a su sujeción
social, la sobrevaloración sexual que cubre y traslapa la
segregación social. En segundo lugar, la mayoría de los
cuerpos que presentan los medios responden a una
desnudez cada vez más plastificada: como afirmó J.
Baudrillard: la publicidad convierte el cuerpo en mera piel.
Y plastificado, el cuerpo es “pacificado”: despojado de
todos sus ingredientes de conflictividad, de interacción y
reciprocidad.»
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En la convicción de numerosos pensadores e investigadores


sociales el siglo XX pasará a la historia por una sola y ver-
dadera revolución: la que, después de milenios de dominio
patriarcal, ha comenzado a transformar el estatuto social de
las mujeres. Los indicadores de esa transformación son
muchos y profundos, pero baste señalar dos: la creación en
Asia de las Cortes Internacionales de Mujeres, que se reali-
zó en 1992 con el objetivo explícito de enfrentar “la vio-
lencia patriarcal”; y, también en Asia, la Conferencia Mun-
dial en Beijing sobre la Mujer en 1995, cuya valiente y
minuciosa declaración marca un antes y un después en lo
que atañe a los derechos de la mujeres.

Y sin embargo la situación de maltrato doméstico de las


mujeres a lo largo y ancho del mundo, de todas las culturas
y en todas las clases sociales, es aún la otra cara sangrante
de una desigualdad que se niega a desaparecer. Pues, según
cifras de la OMS, mientras solamente un 5% de la muerte
violenta de hombres es causada por sus parejas, ¡el 50% de
la muerte violenta de mujeres resulta causada por sus mari-
dos o ex maridos, novios o compañeros! El contraste que
presentan esas cifras no puede ser más significativo y reve-
lador: algo muy hondo aún (y soterrado) en nuestras “civi-
lizadas” sociedades remite a una tenaz forma atávica de
ejercicio del poder que otorga al macho el derecho de vida y
muerte sobre la mujer.

Y lo más extraño de esa atávica seña de identidad de la


sociedad patriarcal es que sea en las más modernas formas de
comunicación, en los medios masivos como la radio y la tele-

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visión, donde esa seña sigue aún siendo cómplicemente


silenciada cuando no avalada. Pero para entender esa com-
plicidad de los medios con la violencia que sufre la mujer en
la vida doméstica necesitamos ponerla en contexto: prime-
ro, el de los diferentes tipos de violencia que los medios
hacen a la mujer, y en segundo lugar, el de la violencia ya
no como tema, sino como forma de las propias imágenes y
particularmente en las de televisión. Sólo entonces puede
asumirse en toda su envergadura el papel de los medios en
la violencia doméstica.

I La imagen de la mujer en los medios

Las imágenes de la mujer en los medios audiovisuales


–que son a los que mayor acceso tiene la gente del común, y
los que mayor influencia ejercen sobre su sentido de la
vida– han sido históricamente de dos tipos: unas han venido
sosteniendo la concepción patriarcal y machista sobre la
mujer, pero también ha habido, y hay hoy, imágenes que
han contribuido a su emancipación. Y no sólo en el cine,
también las series argumentales y dramatizados de televi-
sión han mostrado en nuestros países cómo fueron
cambiando las costumbres en otros países: la legitimidad del
divorcio, la necesidad del control de natalidad, las trans-
formaciones de la familia, las formas femeninas de la
liberación sensorial. Planteo esto porque durante mucho
tiempo la crítica feminista de los medios de comunicación
estuvo a su vez también prejuiciada contra los mismos au-
diovisuales, de manera que sólo se daba como objeto de
estudio aquello que podía radicalizarse en su lucha, desco-
nociendo así las contradicciones que movilizan los propios
medios. Pues éstos hacen parte a la vez de lo que en nues-
tras sociedades hay hoy de proceso de liberación, de cues-
tionamiento de determinados patrones de conducta, mane-
ras de ver el cuerpo y de valorarlo en la vida cotidiana; y

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también de los nuevos modos de control social de nuestras


vidas, especialmente del cuerpo y del sexo.

Así, las imágenes de la mujer en el cine han tenido mu-


cho que ver con la liberación/apropiación de su propio
cuerpo. Y ello pasó por la pelea de los guionistas y directo-
res contra la Liga de la Decencia para legitimar el derecho
en cine al desnudo femenino, que ya se tenía desde hacía
siglos en la pintura; una lucha en la que lo que estaba en
juego no era sólo “lo que vende el sexo” sino el enfrenta-
miento con una de las más patriarcales formas de censura.
Lo que no puede ocultar en modo alguno que la mayoría
del cine que se exhibe hoy en nuestros países contenga aún
fuertes dosis de machismo y de violencia explícita contra la
mujer, como se hace especialmente notorio en el cine por-
nográfico.

En la televisión las imágenes en las que más se violenta a


la mujer, y con la mayor incidencia, son las de la publici-
dad. En ellas el cuerpo femenino es utilizado para publicitar
desde armas hasta cualquier objeto “apetecible”, tenga o no
que ver con la mujer. La mujer es por antonomasia en la
publicidad el cuerpo de la seducción, y para ello será instru-
mentalizado, funcionalizado; pues no se trata allí del deseo
que produciría ese cuerpo, sino de los objetos que tenemos
que consumir si nos dejamos seducir por él. Durante años la
crítica de izquierda cayó en la trampa de ver en la publici-
dad sólo el proceso mercantil, pero la verdad es que la
publicidad no está al servicio sólo de los comerciantes sino
también de la legitimación de determinados modelos de
relación social, y es desde ahí que el modelo patriarcal y
machista de poder opera, esto es, se legitima y es interiori-
zado.

Al buscar modelos para el mundo entero, aunque mezcle


ingredientes locales, la publicidad televisiva choca frontal-

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mente con el reconocimiento cultural de los diferentes mo-


delos históricos y culturales de cuerpo. Este es un ámbito de
violencia contra la mujer especialmente grave y actual: la
propuesta de un modelo de cuerpo transnacional, no dife-
renciable social y culturalmente, está a la base de los
millones de jóvenes que sufren de anorexia y bulimia. Y a
ello se añade lo que esa globalización de los modelos de
cuerpo implica de des-conocimiento y des-valorización de los
diferentes cuerpos, de las diferencias corporales, marcadas
por discriminaciones sociales –en Colombia, por ejemplo,
las empleadas del servicio son boyacenses o negras–. Cuan-
do aparecen las “otras” razas, los “otros” cuerpos, salvo
muy raras excepciones, el discurso básico sigue siendo el de
la propuesta de un modelo de cuerpo transcultural, global; y
esa transculturación es la que resulta convirtiendo el cuerpo
de la mujer en modelo. El cuerpo de la mujer es en la publi-
cidad de televisión la negación del cuerpo personal, del
cuerpo propio. Como en el desfile de modas, la mujer apa-
rece en la publicidad en la medida en que su cuerpo está al
servicio de un tipo de vestido: la modelo “ideal” es la que,
con el máximo de estilo, desaparece entregando toda su
energía a un modelo, a un estereotipo, a un cuerpo absolu-
tamente codificado al servicio del cual pone su propia
personalidad, su propio estilo, su propia diferencia. En la
publicidad vemos esto permanentemente: las mujeres que
aparecen lo hacen en función de ser un tipo de mujer: el
ama de casa de clase media, o de clase alta, o la ejecutiva de
gran empresa, o la empleada doméstica, o la novia, etc.

El privilegio erótico otorgado a la mujer –no sólo en la


publicidad sino en la sociedad de la que ésta hace parte–
resulta entonces profundamente tramposo, pues se halla
ligado a su sujeción social, la sobrevaloración sexual que
cubre y traslapa la segregación social. En segundo lugar, la
mayoría de los cuerpos que presentan los medios responden
a una desnudez cada vez más plastificada: como afirmó J.

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Baudrillard: la publicidad convierte el cuerpo en mera piel.


Y plastificado, el cuerpo es “pacificado”: despojado de to-
dos sus ingredientes de conflictividad, de interacción y
reciprocidad.

II La violencia de las imágenes

La mayor parte de la investigación sobre la violencia en te-


levisión parece entender la violencia asociada únicamente a
los crímenes, atracos y vejaciones realizadas por los delin-
cuentes y las acciones de la policía. ¿No será quizá que ésa
es la única violencia que se deja contar, esto es, medir por
los parámetros que proporciona la concepción y el método
adoptados? ¿Cómo medir la presencia y los efectos de la
violencia que ejercen, tanto en relatos nacionales como
extranjeros, la positiva valoración de las tecnologías de
guerra o del autoritarismo justificado por la crisis de valo-
res, la desvalorización de la raza negra o las etnias indíge-
nas, la humillación de la mujer, la burla de los homosexua-
les, la utilización publicitaria de los niños, la demarcación
de oficios “para sirvientes”, el desconocimiento y la descali-
ficación de lo diferente, la ridiculización folklorizada de lo
popular? Y sin embargo la violencia medible en número de
asesinatos o de robos no es comprensible más que por rela-
ción a esas otras violencias no medibles.

Y ¿qué análisis tenemos de esas otras violencias sociales y


políticas que ponen en imágenes los noticieros y los pro-
gramas periodísticos? Sólo la queja repetida contra el morbo
y la utilización comercial y política del terrorismo o la mise-
ria. Claro que hay buenas dosis de ambas cosas, pero ¿dón-
de termina la protesta justa contra el exceso y la rentabili-
dad del populismo, y dónde empieza la tramposa necesidad
individual y colectiva de tranquilizar la mala conciencia y

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tapar la vergüenza que sentimos de convivir con lo que


convivimos?

En todo caso, el asco y el cansancio que nos producen las


imágenes de la miseria o el terrorismo no justifican en mo-
do alguno la superficialidad redundante de lo que se escribe,
ni la ausencia de un análisis que aborde la especificidad de
la violencia en el discurso informativo de la televisión: ¿has-
ta dónde llegan los derechos de los ciudadanos a estar infor-
mados –y de los periodistas a informar– sobre los hechos de
violencia, y dónde comienza la utilización política y comer-
cial y el derecho entonces de las instituciones públicas a
controlar esa utilización? ¿Cuál es el tipo de tratamiento
televisivo adecuado a los riesgos de ambigüedad que impli-
ca dar imagen y voz a los violentos, y dónde está el límite
de riesgo incompatible con el juego democrático?

Esto hace decisivo entonces tener en cuenta los límites de


unos estudios de la violencia televisiva que reducen su obje-
to a los hechos violentos presentes en el relato dejando por
fuera la violencia de los relatos, o mejor, de los discursos.
Me refiero a la violencia que –sea cual sea el tema o el
hecho– explota desde los dispositivos del discurso la com-
plicidad de nuestro imaginario; a cómo en el discurso de la
seducción publicitaria se “explotan” los deseos, las aspira-
ciones a mejorar la vida convirtiéndola en igualitarismo
conformista. O el discurso espectaculizador de la política
escamoteando el trabajo con –y el debate de– ideas a base
de alimentar el gusto de las masas por la escenificación y los
efectos dramáticos. Y al discurso de melodramatización del
sufrimiento en las grandes desgracias colectivas o en el
dolor personal, explotando el sentimentalismo morboso que
diluye las dimensiones sociales de los conflictos en el azar
de los sucesos. Y al discurso, en fin, de la exclusión: la vio-
lencia que implica la negación de espacios, problemas y
actores de lo social, de prácticas y sujetos de lo cultural, que

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son dejados fuera por un discurso televisivo que explota


nuestra “falta de memoria”, nuestra imperiosa necesidad de
olvido.

III La violencia contra la mujer en la vida doméstica

La responsabilidad de los medios no se acaba ni en lo que


tiene que ver con la violencia-contenido de lo que trasmiten,
ni en la violencia-forma de sus propios lenguajes; tiene
también mucho que ver con lo que concierne a la violencia
real que sufren las mujeres en el hogar. Ya que, en últimas
lo que explica verdaderamente el tenaz y extendido –en
todos los países, todas las clases sociales, todas las edades–
maltrato doméstico de las mujeres no es algún tipo de “en-
fermedad”, como los celos, ni alguna perversión masculina;
no es algo que le pasa a un tipo especial de machos, ni es
explicable como mera reacción a los cambios que actual-
mente atraviesan la pareja y la familia. La causa de fondo
de esa violencia es la estructura patriarcal del poder en la
sociedad, la pervivencia en nuestra sociedad de una menta-
lidad y un funcionamiento patriarcales del poder que
autorizan al macho a disponer de la vida y la muerte de la
mujer.

Frente a lo que estamos, entonces, es a modelos de com-


portamiento legitimados por la sociedad, y por lo tanto el
papel de los medios de comunicación, y especialmente de
los que son vistos y oídos cotidianamente por las mayorías,
resulta crucial. Pues lo que los medios de comunicación
hacen hoy no es sólo información o entretenimiento: los
medios construyen y propagan, y al propagar legitiman unos
modelos de comportamiento social aún radicalmente patriarcales.
Y ello tanto cuando las telenovelas se hacen masivamente
cómplices de unos modelos de novia y esposa sumisas,
conformistas, incapaces de rebelarse contra las costumbres
que las humillan y pordebajean; como cuando la publicidad

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propone esos falsamente nuevos modelos de mujer que,


como el la ejecutiva exitosa, triunfa social y profesionalmente
con base no en su trabajo y su saber, sino en su sensualidad
y su capacidad de seducción o de zalamería; justamente con
base en lo que el macho valora aún en la mujer por encima
del valor que significan su trabajo y su experiencia –que
son, contrariamente, los criterios para valorar socialmente
al hombre–.

De otro lado, ¿qué hacen los medios en nuestro país


–tanto los privados como los públicos– para luchar contra
esa estructura de poder y esas costumbres que aún validan
el maltrato doméstico? ¿Dónde están las investigaciones
periodísticas, los debates político-culturales, las crónicas de
vida cotidiana o las entrevistas periódicas a las mujeres que
cotidianamente sufren esa violencia o a las que estudian ese
fenómeno social y pueden alertar sobre lo que nos está
pasando? Una rotunda respuesta a esa pregunta se halló en
la casi completa ausencia de periodistas y comunicadores al
Foro Internacional que sobre este tema organizó en el mes
de enero de este año la Consejería Presidencial para la
Equidad y la Mujer (en la que se presentó esta conferencia),
por más información e invitaciones que se le hicieron llegar
a todos los medios de la ciudad y del país. Pues “el tema”
no le interesa a los medios: a los privados porque crearía
colisiones con sus intereses en los ratings de audiencia y con
los intereses de sus anunciantes; y a los públicos porque,
dedicados como andan o al culturalismo barato o al escue-
lismo disfrazado de educación –cuando no a imitar en po-
bre y en chiquito a lo que hacen los “grandes” o sea los
privados–, no les queda tiempo para investigar ni hacer
visibles los problemas de fondo que vive el país. ¡De uno y
otro lado parecería haber un acuerdo tácito en que ya tene-
mos suficiente violencia en los medios con la que procede del
“terrorismo” local y mundial, para ponernos a hurgar en la que
“solo es un asunto privado, doméstico”!

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Pero el asunto no es privado ni doméstico, sino social,


público y político. Y sino, ¿por qué el gobierno de un país
tan culturalmente cercano como España ha dedicado algu-
nas de las leyes más importantes elaboradas en los últimos
años a destapar y visibilizar, a posibilitar la denuncia y
controlar a los culpables, a proteger a las mujeres y castigar
pública y severamente a los autores de esa violencia? ¿Y por
qué el propio gobierno de ese país ha puesto en marcha una
investigación de largo plazo sobre El tratamiento informativo
de la violencia doméstica, como parte de una investigación
más ancha cuyo título no puede ser más explícito: Mujer,
violencia y medios de comunicación: de lo privado a lo público?1. A
su vez, el Ministerio de la Cultura y la Comunicación de
Francia ha llevado a cabo una investigación de la enverga-
dura de La violence a la Television, en la que lo que indaga es
justamente el papel de la televisión en el crecimiento de la
violencia social, y cuyo estudio arrancó de un informe en el
año 2002 sobre “la lucha contra toda forma de violencia y
discriminación, y la protección de los más vulnerables, que
se hallan en el corazón de nuestro pacto social”2.

De ambas investigaciones se infieren algunas propuestas


claves que deberían hacer parte de las mínimas reglas de juego
de los medios de comunicación en este país, ya sea por la
vía de la concertación, o de la reglamentación mediante
políticas públicas, pues esta última hace parte del ejercicio
democrático que la Constitución Nacional de 1991 previó y
estableció, y no de “la censura” con cuyo fantasma los
medios audiovisuales privados han logrado legitimar cada
día más descaradamente la puesta de sus intereses comer-

1
Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Instituto de la Mujer,
RTVE.
2
Rapport de Madame Blandine Kriegel à Monsieur Jean-Jacques
Aillagon, Ministre de la Culture et de la Communication, Paris, 2005.
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ciales por encima de los intereses colectivos de las mayorías


de este país.

En primer lugar, si fue en la página de sucesos donde el


maltrato de las mujeres comenzó haciéndose visible en los
años sesenta, los más de cuarenta años transcurridos desde
entonces han transformado esa percepción demostrando
que esa violencia nada tiene que ver con el caso aislado de
un crimen pasional, sino que constituye un grave problema
social, y que por lo tanto su lugar en la información no
puede ser la sección de sucesos, sino aquella otra donde se
presentan los problemas, los conflictos y los movimientos
sociales.

Segundo, todo lo que en la información del maltrato fe-


menino cree ambigüedad sobre quién es el agresor y quién
es la víctima, o todo lo ubique la información en el “calor
de los hechos”, así como todo lo que en la visibilización de
los efectos sobre la víctima introduzca el morbo voyeurista,
está cómplicemente impidiendo que la sociedad comprenda
cuáles son sus verdaderas causas y la envergadura y grave-
dad de sus efectos sobre la vida de las mujeres.

Tercero, la forma verdaderamente eficaz y duradera en


que los medios de comunicación pueden contribuir a la
desaparición de esta violencia –la más invisible de todas,
dada la propia complicidad de la mujeres en su ocultamien-
to– es replanteando la representación que de la mujer y de
lo femenino ellos mismos hacen. De un lado, sacando la
imagen de la mujer de los imaginarios de victimación, algo que
sólo puede lograrse ampliando los ámbitos y figuras del
desempeño social y profesional de las mujeres. Pues mien-
tras los hombres son representados en los medios en cuanto
políticos o artistas, deportistas o empresarios, las mujeres en
cambio siguen siendo aún mayoritariamente presentadas
como amas de casa o como novias; y así no sólo aparecen

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muchísimo menos tiempo en la radio o la televisión que los


hombres, sino que cuando aparecen su imagen está primor-
dialmente asociada al hogar, al glamour o la farándula,
contextos todos ellos carentes de verdadero peso social o
político.

Bogotá, febrero de 2007.

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