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TRADICIONES JAPONESAS

EL TIRO AL ABANICO

Hacia fines del siglo xn, el clan de los Taira o Heiké estaba en el apogeo de su gloria. Sus
hijas eran emperatrices, sus hijos ocupaban los más altos cargos del imperio.

El arrogante Kiyomori, que llegó a plegar a su voluntad el gran poder del emperador, había
—según se dice— detenido al Sol en su curso, a una señal de su abanico desplegado.
Desde entonces los guerreros Hei-ké llevaban sobre sus guiones y abanicos de guerra el
disco rojo del Sol.

Sin embargo, por la parte del Este se cernía una amenaza. El clan de los Minamoto, su rival,
lanzaba, al mando de Yoritomo, sus legiones de guerreros hacia las llanuras de Yamato. El
sombrío Yoshinaka lograba victoria tras victoria. Pero su ambición le incitaba a rebelarse.
Yoritomo envió contra él a su hermano Yushitsuné, que tomó el mando de los ejércitos
Ghenji. En el otoño de 1185 había obligado a los Taira a hacerse a la mar.

Los dos ejércitos se dieron frente en Yoshima, donde había de librarse una batalla decisiva.
Los Ghenji estaban acampados en la orilla; la flota de los Heiké estaba mar adentro.

A la hora en que el Sol se inclina hacia el Oeste, el ejército Ghenji vio destacarse un
pequeño esquife de la armada enemiga. Sus tripulantes remaban sin prisa en dirección a
tierra. Llegados a cierta distancia de la orilla, pararon y volvieron la barca de manera que
presentase el flanco al ejército Ghenji. Esta maniobra excitó, como era natural, la curiosidad
de los guerreros, que se precipitaron a la playa y se preguntaban qué podría significar
aquello.

A proa del esquife distinguíase, en lo alto de un largo palo, un abanico adornado con el
emblema del Sol. A un lado había un mujer de unos dieciocho años, muy bonita y elegante.
Hacía señales con la mano en dirección a tierra y el abanico era presentado como si si fuera
un blanco.

Yushitsuné, jefe del ejército Ghenji, gritó:


—Tal enemigo no merece más que desprecio. ¿No hay entre nosotros nadie que pueda
disparar una flecha a ese blanco? Si nadie se siente capaz de ello, será gran vergüenza para
nuestro ejército. Mas si alguno dis para y no da en el blanco, tendremos que soportar igual
deshonor. Que tire sobre el abanico quien crea poderlo alcanzar.

Algunos de los guerreros presentes se miraron, pero ninguno pronunció una palabra.

En este momento uno de los mejores partidarios de Yushitsuné dijo:

—Hay entre nosotros un bushi (2) famoso entre todos por su habilidad en el tiro al blanco.
Es Nasu no Yoitchi Munetaka, natural de Shimozuke e hijo de Nasu no Taro Suketaka.
Preguntémosle si quiere demostrar su destreza.

Yushitsuné ordenó que Munetaka se presentara ante él. Después de haber visto al joven
guerrero, el jefe le mandó que tirara al abanico.

Munetaka era un buen mozo, que tenía apenas veinte años. Confuso por haber sido elegido
entre tantos valientes, comenzó por excusarse. Si su dardo fallaba el blanco resultaría una
deshonra no sólo para él, sino para el ejército entero.

Yushitsuné, lejos de rendirse a estas razones, insistid tanto que, al fin, Munetaka aceptó. El
joven héroe, montando en su hermoso caballo negro, enjaezado con dorados arreos, avanzó
tranquilo hacia la playa.

Era la tarde del 18 de febrero. Un áspero viento del Norte soplaba sobre la mar irritada.
Frente al abanico, Munetaka puso una flecha en su arco. Poco antes de tirar, cerró los ojos e
hizo una breve y fervorosa plegaria al dios Hatchiman (3) para pedirle buen éxito. Había
decidido darse la muerte en el acto si fallaba el golpe.

El oleaje en este momento se calmó un poco y el movimiento que imprimía a la barca era
menos acentuado; el abanico aparecía casi inmóvil. Munetaka tensó su arco con tanta
fuerza, que el arma semejaba la luna llena; apuntó con mucho cuidado y soltó la flecha,
cuyo vuelo silbante vibró por encima de la mar. El proyectil iba tan bien dirigido, que el
dardo pasó por el nudo mismo del abanico.
Desprendido del bambú, en cuyo extremo fuera clavado, el símbolo de la gloria de los Taira
dio dos o tres vueltas, como las hojas que en otoño se desprenden del árbol a los rayos del
Sol poniente, flotó algún tiempo sobre la superficie de las aguas, mecido por el oleaje, y se
hundió para siempre en las profundidades del mar.

El ejército Ghenji aplaudía, golpeando sus sillas en señal de victoria, mientras el ejército
Heiké, a pesar del desventurado presagio que anunciaba el declinar de su fortuna, admiraba
la belleza del disparo y golpeaba las bordas de sus naves.

Los Taira se retiraron sin dar la batalla.

(1) Época de la rivalidad de los clanes Minamoto (Ghen) y Taira (Pei).

(2) Guerrero.

(3)Dios de la guerra. Es el emperador Oyin, cuya madre, la emperatriz Yingo, partió a. la


conquista de Corea, según la leyenda, aunque estaba encinta, rodeándose el talle con una
cuerda, para evitar el parto.

LAS BODAS DE LAS RATAS

Había una vez una pareja de ratas ricas, que habían guardado mucho arroz, trigo, mijo y
guisantes en una kura.

Como no tenían hijos, pidieron a su dios que les enviara un vástago. Bien pronto la rata dio
a luz una hembra que llegó a ser la ratita más bella del mundo.

El padre pensaba en casar a su hija, pero no encontraba a su alrededor nadie que fuese
digno de ser yerno suyo.

Los padres, después de haber reflexionado bien, deliberaron:

- Nuestra hija es la mejor de todas las del país. Debemos, pues, elegir para ella el mejor
marido del mundo.
El padre, después de haber madurado bien esta idea, decidió:

- El Sol que brilla en el firmamento es el primero del mundo.

Entonces la pareja y su ratita subieron al cielo. Cuando hubieron llegado, el padre dijo al
Sol, en tono respetuoso.

- Señor Sol, eres el primer personaje del mundo. Te suplico, pues, que seas el esposo de mi
hija, la mejor de todas las ratitas.

El Sol, sonriendo, respondió:

- Se los agradezco, pero hay una persona superior a mi.

La rata, sorprendida, exclamó:

- Quien puede ser superior al Sol?


- El Nubarrón. Cuando quiero lucir en el cielo, no puedo hacerlo si el Nubarrón se me
antepone.

La rata padre, convencida, dijo:

- Así es.

La familia ratil se traslado a casa del Nubarrón, donde el padre comenzó de nuevo su
discurso:

- Señor Nubarrón, creo que eres el primero del mundo y por eso pido que tomes por esposa
a mi hija.

A lo que el Nubarrón respondió:

- Les doy las gracias sinceramente, pero hay una persona superior a mi.

El padre admirado replicó:

- Quien puede ser mas que el Nubarrón?


- El Viento. Sucede que cuando se le ocurre empujarme con su soplo. Yo sería, de seguro, el
menos fuerte.
- Evidentemente

Esta vez la familia se dirigió a casa del Viento, y el padre le dijo:

- Señor Viento, creemos que eres el primero del mundo y te pedimos que seas el esposo de
nuestra hija.
- Quedo muy agradecido a tanto honor, pero hay una persona que es superior a mí.

Y el jefe de la familia, cada vez mas admirado, preguntó:

- Quién puede ser?


- Es la Montaña, que me detiene, sin que tenga suficiente poder para vencerle.
- En efecto.
Y el padre, siempre acompañado de su mujer y de su hija, fue a visitar a la Montaña, a quien
dijo:

- Señor Montaña, creemos que usted es el primero del mundo y le pedimos que se ael
esposo de nuestra.
- Me halagan con sus palabras, pero existe una persona superior a mi.

El padre no volvía de su asombro:


- Superior a la Montaña?
- Si, superior.
- Pero Quién?
- Usted mismo Señor Rata. Aunque yo soy sólido por mi base, si las ratas me roen hasta
agujerearme, pasaran bien fácilmente a través de mi cuerpo. No soy, pues digno compañero
de una rata.
- Es verdad.

El padre, trastornado por lo que acababa de oír, se recogió un instante meditando, y


después, batiendo palmas, grito:

- Jamás había fijado mi atención en ello hasta ahora. De modo que nosotras, las ratas,
somos lo primero del mundo. Gracias, Dios mío.

El regreso a su casa fue de lo más alegre. Al entrar en su vivienda, el padre decidió elegir
por yerno a Chu-Suké, su vecino, que era rata también.

El joven marido vivió dichoso con su nueva familia a la que guardo verdadera fidelidad. La
joven rata tuvo muchos hijos, y todos, padre, madre, yerno, hija y nietos, conocieron en su
nido una envidiable prosperidad.

kuraAlmacén de adobes o de piedra, en el cual se conservan las riquezas de la casa

LA CONTEMPLACIÓN DE LA LUNA

El 15 de agosto y el 13 de septiembre del calendario lunar, días de la estación veraniega que


coinciden con la Luna llena, los habitantes del gran imperio alargan la velada para admirar al
astro que brilla en todo su esplendor.
La primera de estas solemnidades se llama La Luna de antes, y la segunda La Luna de
después.
Como la sala que da al jardín está tapada por tabiques ligeros y movibles —los shoyi—, no
es necesario quedarse fuera; basta con entreabrir algunos shoyi para que el salón se
extienda hasta el engawa, galería exterior o terraza.
Así cada uno puede a sus anchas entregarse al placer de la conversación, bajo la mirada
bondadosa y magnifica de la Luna. De cuando en cuando se interrumpe la conversación
para que la contemplación sea más recogida.
La contemplación del 15 de agosto es la más solemne. Se preparan para esas noches
ofrendas a la Luna, compuestas de dangos —especie de pastel de arroz—, castañas
cocidas, guisantes cocidos sin desgranar, sato-imo —patatas asadas— y kakis. Todo esto
se coloca en un sannbo —alta bandeja de madera, reservada para las grandes ceremonias
—- o bien simplemente en una bandeja ordinaria, sobre una mesita situada en el mirador o
galería, cerca de la ventana, de manera que la hermosa luz de la Luna reparta su lluvia de
plata sobre las ofrendas. Flores de otoño en esbeltos jarrones, entre los platos, completan el
típico decorado, propio de las noches de contemplación. En el campo, en el arrabal, en la
ciudad misma, los insectos del jardín añaden su música al encanto del paisaje lunar.
Los dangos son doce, si el año es ordinario, y trece si el año es bisiesto. La familia reunida
suele probar algunos platos.
Si hay en el grupo poetas hábiles en el arte del waka —poesía de treinta y una sílabas—, o
del haikai —poesía de diecisiete sílabas—, dan rienda suelta a su imaginación y se dedican
a componer, bien solos, bien con los demás (1).
Fue hacia los comienzos del siglo x cuando nació la costumbre de contemplar la Luna el día
15 de agosto. El origen de la contemplación del 13 de septiembre es algo anterior. Pero en
esa lejana época sólo se componían poesías en el palacio imperial, donde se celebraba
además un banquete. Esta costumbre, hoy adoptada por el pueblo, no llegó a él hasta
mucho más tarde.

¡Oh, el claro de luna,


dando vueltas en torno al estanque
toda la noche!

SUGAWARA NO MITCHIZANÉ
El sabio Sugawara no Mitchizané era ministro en el siglo XI.

Otro ministro sintió envidia de la confianza que el soberano había depositadoen este
hombre notable y del poder que le había conferido en palacio.

Poseído por los celos, no hacía más que desacreditarle ante su señor.
El joven emperador, que no tenía más que diecisiete años, dio oídos a la calumnia y envió a
Mitchizané desterrado, lejos de la ciudad, a Dazaifú del Kyu-shu, como funcionario
subalterno.

En el momento de emprender su triste viaje, el viejo ministro dedicó su última mirada a un


florido ciruelo, el más amado de los árboles de su jardín. Y de su tristeza nació este waka:

Cuando del Este sople la brisa


Exhala hacia mí tu perfume,
¡oh, flor del ciruelo,
y aunque tu dueño esté lejos de ti,
no dejes de florecer en primara.

Mitchizané tomó posesión de su nuevo cargo, simple grado sin ninguna función. El
desterrado cerró la puerta de su casa y no salió jamás. Fiel a su augusto amo, no le
guardaba rencor.

Mitchizané había llevado a Dazaifú(2) un vestido que le regaló el soberano con ocasión de
un concurso poético que hubo en palacio el año anterior. Con este vestido de honor había
sido premiada una bella poesía china sobre el tema: «Pensamiento de otoño.»
Cuando llegó el aniversario del certamen, el 10 de septiembre, Mitchizané se acordó con
amargura de los honores que recibiera el año anterior, y compuso una poesía a la moda
china:

El año pasado, en una tarde como ésta,


Estaba en Seryo(2), cerca del amo.
Ahora estoy solo y triste como el pensamiento de otoño.
Este recuerdo me conmueve y hace sangrar el corazón.
El vestido que me diera graciosamente,
Aquí está, cerca de mi.
Y todos los días, con veneración,
Me embriago con el perfume que conserva.

Mitchizané dedicaba los días de su destierro a componer poesías y a escribir sus memorias.
Murió en Dazaifú a la edad de cincuenta y nueve años, habiendo pasado unos dos años en
el destierro.

(1) Dazaifú está situado en el oeste del Japón.

(2) Uno de los juegos favoritos de los poetas consiste en componer medio uta (poesía de
treinta y una sílabas) y rogar a otra persona que complete la poesía.

EL MONTE FUJI
El Monte Fujii, cuyo nombre significa «montaña sin igual», es la montaña sagrada del Japón.
La majestad de su aspecto, su estilo, es objeto de la admiración de los japoneses, que ven
en él el símbolo de sus almas y de sus espíritus.
La leyenda dice que el Monte Fuji fue creado en el reinado del emperador Korei, séptimo
soberano del Japón, la misma noche en que se formó el lago Biwa, el lago más grande de
Japón.
Un viejo refrán asegura: «Primero el Fuji, segundo el halcón, tercero el nasubi». El nasubi es
una especie de berenjena. He aquí la explicación: soñar con el Fuji durante el hatsuyumé —
primer sueño del año— es concebido como el mejor presagio de ventura. Si se ve en sueños
un halcón, la suerte será menos, y más chica todavía si es un nasubi.
Antiguamente el hatsuyumé designaba el sueño de la noche del 31 de diciembre al 1 de
enero. Hoy día, la noche del hatsuyumé ha sido trasladada a la que media entre el 2 y el 3 de
enero. Desde el 1 de enero se oyen los gritos de los vendedores que pregonan la imagen de
la barca de los siete dioses de la felicidad, imagen que las jóvenes ponen bajo sus orejas
durante la noche que ha de traerles los presagios de ventura.

EL BATALLÓN DEL TIGRE BLANCO


En el año 1868 empezó la restauración del Japón, llamada restauración imperial de Meiyi.
Durante los doscientos sesenta y seis años que precedieron a esta fecha, los shogun
Tokugawa, nombrados por el emperador, gobernaban el país.

El Japón, que había estado cerrado durante largo tiempo a los extranjeros, se abrió al
comercio exterior, y las relaciones con las potencias fueron reanudadas al fin de la época
Tokugawa.
Por entonces hacía algunos años que un cierto número de daimios y de fieles partidarios de
la familia imperial se oponían al gobierno del Shogun. El decimoquinto shogun Tokugawa
Keiki resolvió devolver el poder real al emperador. Pero los daimios y los samuráiss, que le
sostenían, no quisieron ni oír hablar de este cambio. Sin embargo, Tokugawa Keiki realizó
su proyecto, y resignó sus funciones en manos del emperador. Dejó el castillo de Edo a los
funcionarios del soberano. Fue entonces cuando se libraron entre el ejército imperial y los
samuráis, partidarios del Shogun, los célebres combates de Ueno y de Aizú.

El castillo de Wakamatsú, capital de la región de Aizú, tiene fama de ser el más fuerte de los
que eri zan el norte del Japón. Construido por un dainúo famoso, Gamo Uyisato, tenía por
señor, en el momento de los combates de que hablamos a Matsudaira Kata-yasú. En el
centro feudal de Aizú las artes militares estaban muy desarrolladas y los guerreros tan bien
ejercitados cuan vigorosos.

Estos guerreros estaban repartidos en cuatro grupos o tai, que llevaban los nombres de
Gorrión rojo, Tortuga negra, Dragón azul y Tigre blanco. El batallón de la Tortuga negra
estaba compuesto por viejos samuráis; el del Tigre blanco estaba reclutado entre la gente
joven. Así, el grupo del Tigre blanco era el más fuerte. Los que lo formaban no sólo habían
aprendido francés, sino que había estudiado el arte militar a la francesa, como era corriente
en la época.

Este cuerpo escogido llegó a ser más tarde la guardia del señor de Aizú.

El 22 de agosto de 1868 dos mil soldados del ejército imperial atacaron el castillo de
Wakamatsú, después de haberse apoderado de los baluartes próximos. El comandante del
ejército imperial, al frente de sus tropas, se lanzó sobre la puerta principal del castillo. Del
interior salió a su encuentro uno de los bravos samuráis de la guarnición y, en el transcurso
de un furioso combate, malparo a unos cincuenta soldados del ejército imperial que habían
acudido en socorro de su jefe. Los dos valientes, completamente solos, se enfrentaron en
combate singular. Heridos uno y otro, no se sabía por quién de los dos se inclinaría la
victoria.

Mientras tanto, un grupo de jóvenes guerreros atacó el flanco del ejército imperial, lanzando
grandes gritos. Éste, a pesar de su valentía tuvo que replegarse. Era el batallón del Tigre
blanco el que se había lanzado a la pelea, bajo las órdenes de Hiuga Naiki. Así comenzó una
lucha que prosiguió con diversas alternativas.

Los samuráis del castillo se defendieron con tal furia contra el ejercitó imperial, que éste,
habiendo deliberado, se vio obligado a disponer el asedio en toda regla. El ejército imperial
bloqueó completamente el castillo, impidiendo todo avituallamiento. Una hormiga no habría
podido pasar. Los samuráis del castillo no tardaron en sufrir hambre. El arroz y la sal
disminuía de día en día. Cuando ya no quedó nada, se comieron los caballos y después los
perros. Mas la valerosa guarnición se abstuvo bien de mostrar su desamparo al enemigo.
Los guerreros cantaban como si fueran muy felices, y a veces, se entretenían en lanzar
cometas al aire. Las provisiones se agotaban y los samuráis se debilitaban, a medida que
las tropas imperiales recibían nuevos refuerzos. El señor del castillo vio que no había la
menor probabilidad de victoria y que los hombres de su guarnición, uno tras otro, iban a
morir de hambre. No quiso tan triste suerte para quienes le defendían fielmente. Ordenó,
pues, abrir la puerta del castillo al ejército imperial y luchar hasta morir.

Era el 24 de septiembre. Había transcurrido un mes largo desde el comienzo de la batalla de


Aizú. La guerra tocaba a su fin.

Mas ¿qué se hizo del batallón del Tigre blanco?


Los bravos jóvenes que lo componían encontraron una muerte gloriosa ene! campo del
honor. Voy a referiros cómo murieron estos héroes.
Cuando se decidió que las puertas del castillo de Wakamatsú se abrieran a las tropas
imperiales, el Jefe del batallón del Tigre blanco hizo circular por la villa una ordenanza en
que llamaba a las armas a todos los jóvenes del grupo. Éstos aguardaban con febril
impaciencia la orden de volar al campo de batalla. Hicieron con alegría sus preparativos y se
reunieron en orden de combate en el interior del castillo.

Ya he referido el primer encuentro, en el cual se hizo célebre el batallón del Tigre blanco. Sin
embargo, esta gloria no satisfizo a los intrépidos jóvenes. Treinta y ocho de entre ellos, los
más bravos, pidieron a su jefe permiso para marchar a la vanguardia en el combate del día
siguiente. El jefe consintió. Los guerreros escalaron una pequeña altura bastante próxima,
que se encontraba al este de la carretera y, sin más tardar, determinaron el orden en que
cada uno iría a la batalla.

Sabían que la lucha que iban a pelear por su señor y por su país sería para ellos la última.
Ninguna esperanza de victoria les quedaba; el número les aplastaría. Decidieron luchar
hasta el último suspiro, para mostrarse dignos de los beneficios de su señor y de los
principios gloriosos que les habían inculcado sus padres.

No pensando más que en la alegría de combatir, los jóvenes no lograban conciliar el sueño;
pasaron la noche bailando el kembú (1), o hablando de la manera de batirse al día siguiente;
escribiendo a sus madres para contarles los combates pasados. Así, toda la noche, en el
campamento de los del Tigre blanco resonó la más franca y viril alegría.

Desde la aurora del 23 de agosto una espesa niebla cayó, acompañada de una fina lluvia, de
suerte que nada se distinguía. Los valientes avanzaron, no obstante, y bien pronto
tropezaron con el ejército imperial. Al grito de ¡adelante!, el batallón del Tigre blanco
comenzó la lucha. Como el enemigo era bastante superior en número, los jóvenes
permanecieron muy juntos, ofreciendo un grupo compacto.

La lluvia comenzó a arreciar y el ejército imperial, reforzado continuamente, logró rodear por
tres lados la valiente y pequeña tropa, que fue acometida con redoblado ardor.

No quedaban ya más que diez y nueve valientes en estado de combatir. Los otros, incluso el
comandante, habían perecido en la pelea. Entonces, les resultó forzoso retroceder un poco,
al abrigo de la montaña, lo que les permitió reconfortarse y descansar algunos instantes.

Los jóvenes guerreros, una vez contados, se apercibieron de que no eran más que un
puñado de combatientes. Por la noche retrocedieron todavía más en la montaña para
vivaquear. Llenos de ardor, esperaban reanudar la marcha al día siguiente y marchar
adelante, si se presentaba una ocasión favorable.
Al otro día, una fuerte columna, que marchaba en dirección al castillo de Wakamatsú, pasó
por la carretera, al pie mismo de la montaría. Los jóvenes, suponiendo que éstos serían sus
camaradas, se adelantaron. Una descarga de fusilería les acogió, obligándoles a refugiarse
en la montaña por un sendero extraviado. Sobre este camino se abría en la vertiente de la
montaña una caverna, que comunicaba con el castillo por una vía subterránea y secreta.
Cuando los jóvenes combatientes quisieron penetrar en ella, el enemigo ya los había visto, y
un fuego de mosquetería bien nutrido les quitó este medio de retirada. Uno de los jóvenes,
que marchaba a la cabeza del grupo, recibió un tiro en el muslo izquierdo. Cayó boca arriba.
Sus camaradas se apresuraron a recogerle y le llevaron a una altura, el monte Imori,
procurando esquivar los proyectiles, que llovían.
Llegados arriba, los supervivientes del batallón del Tigre blanco dirigieron su vista hacia el
castillo. Las voces de los combatientes, el trepidar de los disparos, el retumbar continuo del
cañón, conmovían el cielo y la tierra. De pronto un violento incendio iluminó la torre del
castillo y un torbellino de humo espeso y negro se elevó por los aires. Los jóvenes, testigos
de este espectáculo, se remangaron en ademán de desafío y rechinaron los dientes.

Uno de ellos exclamó:

—Ahora no nos queda más que volver al castillo y morir por su defensa.

Otro continuó:

—Hemos ofrecido el sacrificio de nuestras vidas. El enemigo es numeroso y nosotros


somos pocos. Si avanzamos sin prudencia y nos hacen prisioneros caerá sobre nosotros el
deshonor. Antes, con alegría, démonos la muerte.

Un tercero observó:

—Los dos tenéis razón. Pero aún quedan balas para nuestros fusiles, y nunca será tarde
para morir, una vez que hayamos agotado las municiones.
Todos estuvieron conformes con esta opinión. Los supervivientes del batallón del Tigre
blanco descendieron las pendientes de la montaña, disparando siempre sus fusiles, a través
del bosque, hasta que no les quedaron más cartuchos.

—¡Ahora podemos morir! —gritaron de común acuerdo.

Y subieron de nuevo a la montaría.

Llegados a la cumbre, eligieron un paraje desierto, que les pareció a propósito para realizar
su designio, y allí se ordenaron en línea. En este instante supremo, varios sentimientos
agitaban sus corazones.

Uno dijo dulcemente:

—¿Dónde está mi casa? ¿Habrá ardido ya? —y diciendo esto, se alzaba sobre la punta de
los pies para ver mejor. >

Uno de los camaradas, que tenía más edad, le reprendió severamente. otro, que también era
mayor, alentaba a sus jóvenes compañeros:

—Mi madre, al despedirme, me ha dicho, en previsión de que llegara este día: «¡Guarda sin
tacha el nombre que te legaron tus antepasados!»

Al momento todos estuvieron dispuestos a morir. Con una última mirada saludaron al
castillo, al que dirigieron este adiós:

—Aquí estamos diecinueve, a quienes la suerte de las armas fue desfavorable. Morimos
voluntariamente sobre el monte Imori. Pero nuestras almas quedarán siempre en este lugar
y guardarán el castillo. ¡Señor..., padre..., madre..., tened a bien mirarnos!

Pronunciadas estas palabras, unos se abrieron el vientre, otros se cortaron la garganta,


otros se atravesaron mutuamente con sus sables.
En un momento la hierba del monte Imori quedó teñida de sangre generosa y cubierta como
de un afeite rojo.

De los diecinueve héroes, diez no tenían más que diecisiete años y nueve solamente
dieciséis.

Apenas acababan de expirar, una vieja, que huía de la batalla, pasó por el lugar donde
yacían los jóvenes guerreros. La tristeza del espectáculo la emocionó. Pero su alma,
templada por las desgracias de los tiempos, era fuerte. Exclamó:

—¡Qué desgracia ver así tendidos para siempre a estos magníficos jóvenes! Aunque
cayeron por su patria, es grande desgracia ésta. Mas no parece que estos héroes hayan
muerto hace mucho tiempo. Puede ser que alguno de ellos respire todavía. ¡Veamos!

La buena vieja se apresuró entonces, por si acaso un socorro fuera todavía útil. Iba de un
cuerpo a otro, sin encontrar en quién emplear su abnegación.

No obstante, uno de los jóvenes parecía respirar débilmente. Sin esperar a más, la buena
mujer lo transportó a la casa de un campesino, que vivía no lejos de allí; se instaló a la
cabecera del moribundo y le cuidó lo mejor que supo, tan bien, que le salvó.

El superviviente, que se llamaba Inuma Sadao, vivió muchos años y sirvió fielmente a su
país.

Todos sus compañeros habían muerto. Terminada la guerra y comenzada la época del Meiyi,
el recuerdo de la valentía del batallón del Tigre blanco siguió siendo amado por el corazón
japonés. No había nadie que no comprendiera cuan grande había sido el ejemplo de su
heroica fidelidad.
Una emocionante ceremonia religiosa fue celebrada en honor y memoria de los héroes, y en
la cumbre del monte Imori pequeñas tumbas de piedra fueron alineadas en el lugar mismo
donde aquellos héroes ofrecieron el sacrificio de sus jóvenes vidas.

El tiempo, las lluvias, las escarchas podrán destruir la piedra; mas los nombres de los
héroes del batallón del Tigre blanco quedarán grabados para siempre en los corazones
japoneses.

(1) Danza del sable, donde se imitan los combates, cantando poemas guerreros.

LA VERRUGA DESAPARECIDA
Hace mucho tiempo vivía en el campo un hombre viejo, que tenía una gran verruga en el
carrillo derecho. Como le molestaba mucho, ensayó todos los medios para hacerla
desaparecer y hasta se dirigió a un médico. Mas no consiguió nada. No solamente no pudo
quitarse la verruga, sino que ésta aumentó todavía más.

Un día, el viejo fue al monte para cortar leña. Después de haber trabajado todo el día, se
dispuso a regresar. Pero una gran nube negra había cubierto de improviso el cielo y la lluvia
comenzó a caer, al principio muy fina, después a torrentes.

—¡Dios mío! —exclamó el campesino—. ¿No habrá un rincón donde refugiarme?


Miró a su alrededor y vio con alegría un gran árbol, cuyo tronco estaba hueco.

—¡Qué bien me viene! —exclamó el viejo—. No me iré de aquí hasta que pase el chaparrón.

Pero las cataratas del cielo aumentaron su violencia y la tormenta comenzó a retumbar.
Relámpagos terroríficos rasgaban las nubes. El día se acababa y, poco a poco, dejaron de
oírse en el bosque los golpes de las hachas contra los árboles. Sólo el viento silbaba
siniestro entre las ramas.

Mientras tanto la tormenta se apaciguó. La lluvia disminuyó. Un ruido parecido al de unos


pasos llegó desde la montaña vecina a los oídos del viejo:

Estos son, sin duda, leñadores —pensó—. A esta hora todo el mundo sale del monte. Con
buenos compañeros no tendré miedo. Les rogaré que acepten mi compañía durante el
camino.

Sacando la cabeza por el boquete donde estaba refugiado, el viejo, con inexplicable estupor,
vio que venían hacia él un centenar de diablos rojos, negros y verdes, marchando en fila.

—¡Misericordia! —gimió, cayendo sobre su asiento.

Por una feliz casualidad, la tropa de diablos no le descubrió. El viejo permaneció escondido
en el hueco del árbol, conteniendo la respiración.

Los diablos se detuvieron en un claro, justamente enfrente del árbol hueco. Los acentos de
una gritería insólita llenaron en seguida el bosque. El viejo podía oír, incluso, los trozos de
una canción. Arrastrándose todo lo sigilosamente que pudo, salió fuera del boquete y dirigió
una mirada a su alrededor.

Los diablos se habían colocado en círculo a ambos lados del más grueso de ellos, que
parecía ser su jefe. Como el viejo veía con todo detalle la escena, distinguió diablos de
diferentes especies. Los había tuertos, cornudos, otros con unas bocas inmensas que
daban miedo... Éste cantaba, aquél tocaba un instrumento de música; unos danzaban, otros
llevaban el compás, dando palmadas. Todos parecían divertirse locamente.

Probablemente es hoy la fiesta de los diablos —pensó el viejo—. Ver esto vale la pena. Muy
viejo soy y he venido durante muchos años a este bosque. Pero ésta es la primera vez que
se me ofrece semejante espectáculo.

Era tan viva su curiosidad que, olvidando el miedo, dio un paso adelante para ver mejor.
Desde su puesto, el jefe de los diablos observaba la danza de sus compañeros, bebiendo
saké. De pronto dijo:

—Vuestros ademanes son siempre los mismos. No hay nada interesante en lo que hacéis.
¿No sabríais inventar alguna cosa nueva?

El viejo pensó:
Este es el instante de demostrar mi talento de bailarín.

Pero después lo pensó mejor y se dijo:

¡No, no! No salgamos tan ligeramente de nuestro escondrijo. Estos diablos serían capaces
de comerme la cabeza. Y entonces todo habría acabado. Con todo, parecen hartos de baile.
Si tengo acierto y les enseño danzas interesantes no me devorarán. Aventurémonos.
¡Vamos!

Hizo un esfuerzo y, lanzándose al círculo, se puso a bailar alegremente al son de la música


cadenciosa de los diablos.

A la vista de este hombre, que apareció de improviso, fueron los diablos quienes quedaron
estupefactos. El buen viejo, por su parte, danzaba con loco ardor todas las danzas que
sabía, pensando:

Si bailo mal los diablos me matarán.

Pasado el primer movimiento de estupor, un diablo exclamó: —¡He ahí algo curioso!

Otro dijo: —¡Interesante, en verdad!

Y un tercero: —¡Es chuco esto!

Una vez terminada la danza, el jefe de los diablos dijo al viejo:

—Veo lo fatigado que estás. Nos has divertido mucho. Bebe un trago de saké.

El vejete, espantado, respondió, tomando la minúscula copa que se le ofrecía:

—He interrumpido vuestras diversiones, pero el ruido de vuestra alegría ha llegado hasta
mí; y yo, a mi vez, me he puesto alegre. Los cumplidos que habéis tenido a bien dirigirme
me hacen tanto mas honor y me causan tanto más placer cuanto que no merezco sino ser
reprendido por mi descortesía.

—Al contrario, nos has divertido mucho. Sigue viniendo; serás bien recibido siempre que
quieras danzar.

—Os lo prometo, puesto que mi modesta danza os agrada.

—¡Hasta mañana entonces!

—¡Hasta mañana!

—¿Con seguridad?

—No es necesario que lo repita.

—No podemos dejarte marchar así, danos una prenda.

—Todo lo que queráis.

El jefe consultó a sus compañeros.

—¿Cuál será en vuestra opinión la mejor prenda?

Uno de los diablos, que se creía sabio y de tal tenía aire, respondió:
—Como prenda debemos tomar lo más estimable que tenga. Ahora bien, yo veo una verruga
sobre el carrillo de este viejo y he oído decir que el hombre tiene apego a su verruga, porque
cree que lleva consigo la suerte. Así, pues, si tomamos la verruga de este viejo no hay duda
de que volverá mañana.

—Tu opinión me parece juiciosa. ¡Arrancadle la ve rruga! —dijo el jefe.

Los diablos se aproximaron al campesino, asieron la verruga que hinchaba su carrillo, la


torcieron a fin de separarla y la arrancaron sin más dificultades. No había vuelto aún el viejo
de su desvanecimiento, cuando los misteriosos personajes había desaparecido.

El buen viejecito quedó un instante inmóvil, como si estuviera dormido; después se pasó
suavemente la mano por el carrillo.

—Maravilloso —dijo—. Gracias a ellos mi verruga ha desaparecido por completo y sin dolor.
¡Qué alegría! ¡Que no haya yo sabido esto antes! Habría visitado hace mucho tiempo a los
diablos.

Lleno de gozo se aprestó a regresar a su casa, para hacer partícipe de la satisfacción a su


mujer.

Ésta, con el corazón inquieto, esperaba a su marido. Al verlo le dijo:

—Bien tarde regresas del trabajo. Sin duda la lluvia te ha tenido hasta ahora. Entra pronto y
descansa.

Pronunciaba la vieja estas palabras, cuando sus mira das se detuvieron en la mejilla de su
esposo. La verruga, que estaba allí aquella misma mañana, había desaparecido.
Sorprendida, exclamó:

—¡Tate, tate! ¿Qué has hecho de tu verruga?

El marido, todo ufano, contó lo que le había ocu rrido en el monte. Su mujer escuchaba el
relato de la extraordinaria aventura con los ojos desmesuradamente abiertos.

Por entonces vivía en la vecindad un vejete, que tenía igualmente una gran verruga en la
mejilla izquierda. El relato de la buena suerte de su vecino excitó su envidia y le indujo a
visitarle.

—Mi viejo amigo, ¿es verdad que ayer tarde has en contrado a los diablos y que éstos te han
quitado la verruga?

—Es verdad; mira la mejilla.

—Yo quiero, ahora mismo, ir a buscar a esos buenos diablos y pedirles que me arranquen la
mía.

—Harás bien. Ve allá.

—Pero ¿dónde podré encontrarles?


El buen viejo le indicó con amabilidad y detalladamente la hora y el sitio. Bien informado, el
otro viejo se apresuró a subir al monte, entró en el hueco del árbol, como su vecino le había
indicado y, ardiendo de impaciencia, esperó la llegada de los diablos.

El sol se ocultó al fin y los diablos llegaron. Se detuvieron ante el árbol del tronco hueco y
comenzaron a divertirse como la víspera. El jefe dijo, mirando a los alrededores.

—Ya es la hora en que debe venir el viejo de ayer. Bien se hace esperar.
El otro viejo, que oyó esto, salió de su escondite, saltando alegremente.

—Sed bienvenidos —le dijo—. Os aguardo hace un rato.

—¿Sois el viejo de ayer?

—Sí.

—Mostradnos pronto vuestra danza.

—Con mucho gusto.

El viejo danzó, acompañándose del canto y jugando con un abanico que había llevado para
el caso. Pero este viejo era rústico de nacimiento y jamás había estudiado la danza. Saltaba
de derecha a izquierda, hacia adelante y hacia atrás, sin la menor gracia ni método, lo cual
no resultaba agradable.
Cuando el jefe de los diablos vio esto, gritó con ira:

—Tu danza es hoy miserable y no puede compararse con la de ayer. No te necesitamos.


Márchate.

Y después, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:

—Devolvedle la verruga que ha dejado en prenda.

Un diablo, que guardaba la verruga, apuntó hacia el viejo y la lanzó sobre la mejilla que
estaba limpia. Allí quedó la verruga.

El pobre viejo se encontró así con dos verrugas en lugar de una. Volvió tristemente a su
casa, llevando en su mísera figura un desagradable regalo.

LA PE SCA DE LAS CONCHAS A MAREA B AJ A

Habitantes de un archipielago, los japoneses han gustado siempre dé los placeres que
ofrece la orilla del mar.

Existe en el Japón una pequeña fiesta, con ocasión de la cual va la gente a recoger conchas
durante la marea baja. La fecha de esta fiesta no es fija, eligiéndose el día del año en que las
olas están más retiradas. Esto sucede ordinariamente el 3 de marzo del calendario lunar.
Esta solemnidad fue instituida en la época de Mannyó (hacia 750).
Las familias se reúnen e invitan a sus amistades; después todos montan en barcas,
adornadas con estandartes y algunas veces con telas blancas y rojas, o bien con farolillos
de papel. Vista desde lejos, la alegre flotilla evoca una escena de las antiguas guerras
marítimas.

A baja marea, todos recogen conchas y los niños se distraen pescando pececillos. La
concha preferida es el hamaguri, a causa de su sabor y de su belleza.

Después los grpos comen alegremente sobre el agua. Se bebe sake, se toca el shamisen(1)
y así el día transcurre en la mayor alegría.

Recordemos aquí la posía conmovedora que compuso el emperador Meiyi:

En estos tiempos en que se cree

que todos los hombres somos hermanos,

¿En las orillas de los cuatro océanos

por qué los vientos y las olas hacen


estragos?

OTO TACHIBANA HIME

Los literatos japoneses emplean algunas veces el vocablo «azuma», que significa «mi
mujer», en lugar de «higashi», que designa el punto cardinal «Este». El origen de esta
substitución de palabras tiene su historia.

El emperador Keiko, que reinó en el siglo i, envió a su hijo Yamato Takerú-no Mikoto a
combatir contra las poblaciones del Este. El príncipe atravesó el mar de Sagami para arribar
a Kasusa (2). Mas el viaje fue turbado por una horrible tempestad. El viento levantaba olas
enormes y bien pronto el barco no pudo navegar.

Oto Tachibana Himé, esposa del príncipe, meditaba en silencio. Al cabo de un rato dijo:

Creo que esta calamidad nos la manda el rey de los mares y que es preciso un sacrificio
para aplacarle. Si hay necesidad de una víctima, yo me ofrezco en lugar del príncipe. Mi
deseo más ardiente es que un feliz regreso le sea concedido, cuando haya cumplido las
órdenes del emperador.

El príncipe parecía triste y no respondió. Ordenó a sus servidores que arrojaran al mar ocho
esteras de junco, ocho tatami (3) de cuero y ocho tatami de seda. La princesa se arrojó
sobre las esteras. Las olas, de repente y como por encanto, apaciguaron su furor y
permitieron al príncipe arribar al fin al país de Kasusa.

Siete días después, un peine de la princesa fue arrojado por las olas en las playas de
Kasusa. El príncipe le encontró y erigió en aquel mismo lugar una tumba a la llorada
princesa.

Con la victoria sonó la hora del regreso para Yamato Takerú-no Mikoto, que tomó la vía
terrestre para su regreso a la capital. Pero antes de perder de vista las llanuras donde había
combatido, el príncipe, desde lo alto de una colina, miró largamente hacia el Este y después
pronunció estas solas palabras:

Azuma waya (oh, mi mujer).

Este rasgo explica por qué, al cabo de mucho tiempo, había sido introducido el uso de
substituir por la palabra azuma la palabra higashi, cuando en estilo elevado se quiere hablar
del Este.

1- Especie de guitara de trs cuerdas con una caja de resonancia cubierta de piel de gato.

2- Las dos provincias circundantes del golfo de Tokio.

3- Esteras hechas de paja de arroz utilizada como piso en las casas tradiciones japonesas,
acuactualmente en las casa modernas occidentalizadas lo usan unicamente en una o dos
habitaciones, pero algunas personas lo prefieren y construyen sus casa solamente con este
piso.

EL CONEJO Y EL COCODRILO
Hace mucho tiempo, en la época de los dioses, vivía en el país de Inaba un conejo blanco.

Este conejo había habitado antes en la isla de Oki. Gustaba de corretear por la orilla del mar
y acabó por acariciar el sueño de atravesar las olas y llegar a Inaba, apenas visible en el
horizonte.

Un día, dando nuestro animalito su paseo de costumbre, vio un cocodrilo de gran tamaño
que reposaba tranquilamente sobre la orilla, calentándose las espaldas al sol.

La idea de que sería posible hacer la travesía a Inaba explotando la credulidad del cocodrilo
germinó en el ánimo del conejo; dirigióse, pues, al anfibio en estos términos:

Buenos días, señor cocodrilo. ¿Sabes que tu espalda es muy bonita?

Y el astuto roedor se deshizo en galanterías, a cual más aduladora.

El cocodrilo, en su alma ingenua, no pensaba que tan agradable discurso fuera el comienzo
de un engaño. Creyendo de buena ley las palabras del compadre, respondió con un tanto de
vanidad:

Eh, eh; es como dices.

Cuando llevaban cierto tiempo hablando, el conejo pensó que había llegado el momento de
abordar el tema que le interesaba. Entonces insinuó:

Como tú estás siempre en el mar y yo en el monte, son muy raras las ocasiones de
encontrarnos. Pero puesto que estamos aquí reunidos, déjame hacerte una pregunta que
desde hace tiempo atormenta mi espíritu. Yo quisiera saber quiénes son mas numerosos, si
tus camaradas o los míos.
El cocodrilo, por el honor de su raza, no habría consentido jamás en nada quepudiera
significar la menor inferioridad respecto de las razas de los conejos.

Además, no admitía ser discutido por tan ruin interlocutor y se apresuró a replicar:

Seguramente son los míos. Piénsalo bien; los tuyos no tienen para sí más que una pequeña
comarca, como es tu isla, mientras que los míos disponen de la mar inmensa, que ves
extenderse hasta perderse de vista. No hay comparación posible.

El astuto conejo pensaba:

Esto marcha bien.

Pero no dejó traslucir nada y continuó conversando con el aire más inocente del mundo.

Hubiera debido pensarlo, en efecto. Mas, por numerosos que seáis, yo me pregunto si
alineándoos todos podríais formar una cadena ininterrumpida entre la isla y el país de Inaba.

El cocodrilo se recogió un instante, y después respondió:

No es imposible.
El sagaz conejo se apresuró a sacar provecho de la respuesta.

Está bien, hacedlo entonces; yo voy a contar el número de tus compañeros.

A lo que el cocodrilo replicó:

Entendido. Espera a que llame a mis amigos.

No creyendo que se le engañaba, el cocodrilo se dedicó inmediatamente a buscar a sus


compañeros. Nuestro conejo, muy cómodamente tendido sobre la arena, aguardó a que su
víctima volviera, acompañada de un tropel innumerable de cocodrilos. El saurio se mostró
tan ufano de su proeza, que intentó jactarse:

No sólo se podría llegar a Inaba, sino a los mismos países extranjeros.

Diciendo esto, el cocodrilo alineó a sus compañeros como a los soldados de un regimiento,
tan bien que sus
espaldas formaron en seguida un puente entre el Inaba y Oki.

El conejo triunfaba en secreto.

Tienes razón, maestro, observó. Veo que los cocodrilos son muy numerosos. Mis deseos de
contaros aumentan, a fin de darme una idea exacta del poder de tu pueblo,

Y el compadre comenzó a andar sobre las espaldas de los cocodrilos, contando en alta voz
y entremezclando su cuenta con observaciones que juzgaba graciosas.

Uno, dos, tres, cuatro..., nueve, diez... Esto es peligroso; no os mováis, amigos... Once,
doce...; oh, vosotros, no me dejéis caer...
El conejo continuó asi, hasta que llegó al país de Inaba, sin haberse mojado las patas.
Entonces saltó alegremente a tierra. Pero el imprudente estuvo torpe, al gritar demasiado
pronto:

Necios. ¿No habéis comprendido que me he burlado de vosotros? Me habéis servido para
hacer un bonito viaje. Ahora, gracias por vuestra molestia.

Los cocodrilos, furiosos, se lanzaron a la orilla y persiguieron al conejo, al que no tardaron


en atrapar, aunque éste había huido con toda la ligereza de sus patas. Rodeáronle para que
no pudiera escapárseles.

El conejo ya no reía. Las amenazas y las injurias sucedían a las palabras chuscas.

¡Ah, tunante; ah, jactancioso; ah, fanfarrón! Vas a ver lo que cuesta mofarse de nosotros.

El pobre animal no lo pasaba bien e imploraba a sus adversarios con voz dolorida:

Perdonadme, señores cocodrilos.

Pero éstos no querían ni oírle, y gritaron más fuerte:

No, no mereces perdón.

Y uniendo los hechos a las palabras, los cocodrilos se encarnizaron en el conejo, tanto que
no le dejaron ni un pelo en el cuerpo.

Cuando así le hubieron maltratado, le abandonaron sobre la arena, no sin haberle asestado
algunos golpes finales.

Satisfechos sus deseos de venganza, regresaron los cocodrilos a su acuoso imperio. Antes
de zambullirse, saludaron una vez más a la desgraciada bestia con un grito unánime e
irónico:

¿Has visto ahora de lo que somos capaces?

Después, ya en alta mar, la tropa de anfibios lanzó aún una exclamación triunfal, antes de
desaparecer en el seno de las olas:

¡Vivan los cocodrilos! El pobre animal, aunque se daba cuenta de que sólo su mala acción le
había acarreado este amargo rato, no por eso lloró menos al verse abandonado en tan
lastimosa situación en una playa desconocida.

Aún se lamentaba, cuando unos dioses, que viajaban por allá, le vieron. Compadecidos, le
preguntaron qué molesta aventura le había ocurrido. El conejo levantó penosamente la
cabeza y respondió:

He tenido un disgusto con los cocodrilos, que me han puesto en este miserable estado.

Pero entre los dioses había uno muy malo. Éste fue quien tomó la palabra:
Deploro vivamente tu desgracia, dijo. Déjame darte un buen consejo, que te permitirá sanar.
Baña, en primer lugar, tus llagas en agua salada; después vuelve a tierra y vuélvete del lado
de donde venga el aire.

En seguida te verás aliviado.

El conejo hizo lo que el dios le había aconsejado. Pero no recogió de su docilidad los
beneficios que esperaba. Mientras más agua de mar secaba el viento, más sal penetraba en
sus heridas, torturándole de una manera horrible.

El dolor llegó a ser tan agudo, que el infortunado se revolcaba por el suelo, gimiendo. Otro
dios, llamado Okuninuchi no Mikoto, que pasó por casualidad, le preguntó la causa de sus
gritos y lágrimas. El conejo contó todo lo que le había ocurrido.

Mucho lo siento. El dios de quien me hablas, que es uno de mis amigos, te ha dado un
consejo bastante malo. Mas hay en todo esto mucha culpa tuya. ¿No has empezado tú
mismo por mofarte de los cocodrilos, que no te deseaban mal alguno?

Es verdad, dios venerado; tenéis mucha razón. Yo prometo mostrarme en adelante más
prudente. Pero, por favor, indicadme un remedio para calmar estas quemaduras que me
torturan.

¡Vamos! Tu arrepentimiento vale un buen consejo. Ve al estanque que hay allá abajo. Lava
con cuidado la sal de que estás cubierto y que te escuece, y en seguida coge flores de kaba
(Especie de junco). Por último, frótate con ellas lo mejor que puedas. Así curarás.

El pobre animal siguió estos sabios consejos. Sus sufrimientos cesaron y pronto vio
reaparecer su pelo blanco y sedoso.

LA BELL EZA DE LA N IEVE

Sobre la nieve, cuya caída marca el comienzo de la estación invernal —hatsú yuki—,
se derrama con gusto la inspiración de los poetas. La admiración no es sólo para la
primera nieve, sino que durante todo el invierno la flor de seis pétalos, que cubre la
tierra, encuentra numerosos admiradores. Algunos la tienen por tan bella, que se
pasean sobre la nieve para admirarla, hasta que les faltan las fuerzas.

He aquí un haikcu de Basho, que expresa bien este sentimiento:

Sigamos adelante, para admirar la


nieve, hasta llegar al sitio en donde
caigamos.

Otros, más positivos y más perezosos se entregan a la contemplación en compañía de


una botella de buen sake.

Se dice vulgarmente: Bebamos sake, y que la nieve nos sirva de manjar.

El sake debe tomarse en su punto (1).


Un proverbio japonés dice: Nieve bastante, cosecha abundante.

(1) El saké se bebe caliente; se sirven al mismo tiempo algunos platos, corrientemente
fiambres, para reforzar el gusto de la bebida.

LOS ÁRBOLES ENANOS

Oto Tokiyori era shikken, es decir, regente del Sho-gun, en el siglo XIII. Muy
inteligente, poseía, además, espíritu de justicia, y gobernó bien el país durante todo el
tiempo que estuvo en el poder. Cuando llegó a la edad madura, entregó el poder a su
hijo y se retiró a un templo donde se hizo bonzo.

Tokiyori pasaba los días meditando. Le obsesionaba el pensamiento de que en un


vasto imperio, compuesto de unas sesenta provincias, habría de seguro un hombre, al
menos, abrumado bajo el peso de una falsa acusación o de una injusticia. El alma del
justiciero palpitaba bajo el hábito del bonzo. Tokiyori pensó que seguramente sabría
mejor lo que deseaba recorriendo las provincias del Japón bajo la apariencia de un
humilde bonzo que quedándose encerrado en su templo. Partió, pues.

Cuando Tokiyori llegó a Sano, del país de Kozuké, el frío era ya intenso. Tan espesa
había caído la nieve, que por la tarde los caminantes se hundían hasta las rodillas. El
bonzo, muy cansado, pensando que no podía pasar la noche al aire libre, comenzó a
buscar un albergue. La nieve seguía cayendo. El peregrino vio, al fin, una débil
lucecilla que brillaba en la ventana de una choza, en la vertiente de la montaña.
Animado por la visión, se fue hacia la casa, y cuando llegó gritó desde fuera:

—Un viajero que tiene frío, al que amenaza la nieve, pide hospitalidad. Hospedadme
por esta noche, os lo suplico.

Una mujer pobremente vestida, pero cuyos rasgos finos y delicados hacían suponer un
origen distinguido, avanzó hacia el umbral y respondió:

—Lamento no poderos complacer. Mi marido está fuera en este momento y no puedo


admitiros en mi casa. Pero a una media legua de aquí encontraréis una hospedería.
Daos prisa, si queréis llegar antes de la noche.

Para dirigirse a la casa indicada por la casera de la choza, Tokiyori volvió


pacientemente a caminar sobre la nieve, mientras que la mujer, apenada, veía alejarse
al pobre viajero. La nevada se espesaba rápidamente. Tokiyori se encontraba solo, sin
recursos, perdido en medio de un torbellino de copos finos y apretados que lo cegaban.
Avanzaba con dificultad. De lejos una llamada llegó hasta él, apagada por la distancia.
El bonzo se volvió y, gracias a la pálida claridad que subía del blanco suelo hacia el
cielo oscuro, entrevio a un hombre que se acercaba y que le habló en estos términos:

—Perdonad que mi mujer haya rehusado hospedaros en mi ausencia.


Afortunadamente he vuelto a tiempo para llamaros, y aunque mi casa está falta de
todo, como habréis visto, venid y reposad holgadamente hasta que cese la nevada.

Tokiyori, feliz por el encuentro, volvió sobre sus pasos hasta la casa, donde esta vez la
mujer le recibió cordialmente.

Desde el umbral el bonzo inspeccionó con rápida mirada el interior de la vivienda. En


seguida notó que el matrimonio debía de ser extremadamente pobre, puesto

que no poseía para abrigarse mas que un tejado deteriorado y, para dormir, una
exigua habitación, y por toda batería de cocina algunos tazones desportillados y platos
cascados o rotos por muchos sitios.

A los pocos instantes, el ama de la casa le ofreció de comer, añadiendo:

—Somos muy pobres y es probable que no encontréis cosa a vuestro gusto.

La mujer, en efecto, no sirvió más que mijo negro cocido.

Aunque Tokiyori, en la época en que ejercía la primera magistratura del país, ya


había adquirido costumbres frugales, no había probado jamás nada parecido al plato
que le ofrecía. Sin embargo, le hizo los honores como si hubiera sido el mejor manjar
del mundo. Aún repitió algunas veces, porque tenía mucha hambre. Hacía un
momento que había acabado la comida, cuando el hombre dijo:

—Señor bonzo, debéis de estar muy cansado, después de haber caminado todo el día
sobre la nieve; más vale que os acostéis temprano esta tarde.

Extendió un colchón en un rincón de la habitación y Tokiyori se acostó. Las mantas


eran tan livianas y estaban tan agujereadas, que no pudo cerrar los ojos a causa del
frío que sentía.

La noche avanzaba y la hospitalaria pareja no se acostaba. Marido y mujer charlaban


en voz baja, alrededor del escaso fuego que ardía en la chimenea.

El bonzo comprendió que la pobre gente no podía acostarse, por no tener otra manta
que la que le habían prestado, y que, para aguardar el día, les sería necesario pasar la
noche en vela.

El viajero pensó que no podía ocupar la cama con tranquilidad mientras la caritativa
pareja velaba. Entonces se levantó y dijo:
—Perdonad la libertad que me tomo. La razón por la que no os acostáis, ¿es el
haberme prestado vuestra manta?

El amo de la casa, confuso de ver su pobreza descubierta, respondió.

—En verdad, lo habéis adivinado. Mas no os inquietéis por esto, pues nosotros
estamos acostumbrados al frío. Acostaos y dormid sin temor y sin preocuparos de
nosotros.

Tokiyori replicó:

—Soy banzo y he renunciado al mundo. No podría yacer tranquilo en vuestro lecho


viéndoos despiertos. Conversemos los tres, si os agrada, y así pasará la noche.

Se aproximó al brasero y se sentó cerca de la pareja, que estaba desolada de que


Tokiyori no aprovechara completamente la hospitalidad ofrecida. El hombre, que
tenía muy buen corazón, insistió:

—Me apena que no queráis acostaros; pero a falta de cama os ofreceré al menos un
buen fuego.

Pronunciando estas palabras, echó en la chimenea toda la leña que gurdaba en


reserva. La conversación prosiguió ante los troncos, que ardían poco a poco. La noche
avanzaba. El frío, muy grande, penetraba en la estancia por las rendijas de la puerta.
Llegó el momento en que la provisión de leña se agotó. El dueño de la casa dijo
entonces:

—Ya no hay más leña ni fuego. Sin duda vais a tener frío. Pues bien, vamos a
calentarnos con esto.

Mientras hablaba, había ido a la engawa, de donde trajo tres macetas con árboles
enanos, disponiéndose a cortarlos para arrojarlos al fuego.

Tokiyori, asombrado, le detuvo:

—¿No son estos árboles enanos? Y aun son el matsú, el sakura y el umé (2). Sería una
lástima quemarlos. Hace frío, es cierto; pero una noche pasa pronto.

A lo que el casero respondió:

—Antes de vuestra llegada tenía yo cariño a estos árboles. En otros tiempos he tenido
gran cantidad de ellos, que he perdido en el transcurso de mi desgraciada vida. De
éstos no tengo necesidad, porque no espero recuperar mi antiguo rango, y bendigo la
ocasión que se me ofrece de quemarlos para el bienestar de un huésped. Así, estos
árboles tendrán el mejor fin que podían esperar.
Y el hombre prosiguió su tarea, cortando con una hachuela los árboles, que iba
tirando al brasero.

Tokiyori llegó a la convicción de que los esposos, en cuya casa se alojaba, no eran
campesinos ordinarios. Su conversación y sus maneras lo confirmaban. Tokiyori les
preguntó:

—¿Habéis nacido en este lugar?

El dueño de la casa esquivó, a propósito, la respuesta, pero viendo después que el


viajero lo había adivinado, respondió:

—Os contaré mi historia. Yo no nací campesino. Antes de habitar estos lugares me


llamaba Sano Gen-zaemon Suneyo y tenía categoría entre los samurais. Pero uno de
mis parientes, un mal hombre, me despo seyó con ardices de mi patrimonio. En el
presente, heme aquí reducido a este mísero estado.

Tokiyori prosiguió:

—¿Y por qué no habéis pedido justicia al Gobierno de Kamakura?

Sumeyo, respirando largamente, respondió:

—Mucho he pensado en ello. Pero el shikken actual es muy joven y el señor Tokiyori,
con quien contaba, se ha hecho bonzo, y hasta he oído decir que está enfermo. He
abandonado, pues, toda esperanza. No obstante, no puedo olvidar que he sido
samurai. Si viene la guerra, seré él primero en llegar a Kamakura. Mi armadura
vieja, mi naquinata (1) mohosa y mi caballo escuálido, los guardo para el servicio de
Kamakura.

Tokiyori, muy emocionado, contestó:

—Si perseveráis en estos nobles sentimientos, llegará el día en que tomaréis de nuevo
vuestro puesto entre los samurais. Aguardad este momento con paciencia y hasta
entonces conservaos en buena salud.

Durante la conversación había llegado la aurora y dejó de caer la nieve. Viendo esto, el
bonzo dio las gracias a sus huéspedes, por la buena acogida que le habían dispensado,
y se dispuso a marchar. El marido y la mujer insistían cerca de él para que se quedase
un día más, a causa del mal estado de los caminos. Pero Tokiyori se marchó,
despidiéndose con estas palabras:

—Quizá nos volvamos a ver pronto en Kamakura.

En la primavera siguiente una proclama circulaba por las provincias convocando a los
samurais en Kamakura. La noticia llegó hasta la humilde casa de Suneyo, quien pensó
que algún gran acontecimiento había sobrevenido, y partió en seguida, sin escolta,
subido en su caballo flaco, vestido de su armadura vieja, y con su naquinata (3)
herrumbrosa en la mano.

Kamakura estaba en efervescencia. Una multitud de samurais de todos los grados,


desde el más alto al más humilde, se apretujaba por las calles estrechas de la ciudad.
Los habitantes miraban pasar el desfile de los guerreros, con sus armaduras
refulgentes, orgullosamen-te erguidos sobre sus cabalgaduras, cuyos arreos brillaban
de oro y plata. El brillo de las armas, el reflejo de las ricas telas, el chirriar dé los
arreos, daban una animación desacostumbrada a la capital de los shogu-nes. Suneyo y
su mísera cabalgadura hacían un papel bien triste en la brillante reunión. Fueron
muchas las burlas de que le hicieron objeto. De pronto apareció un heraldo clamando:

—El shikken ordena que se adelante a su presencia el samurai que lleve la peor
armadura, que empuñe una naquinata herrumbrosa y que monte el más flaco rocín.

Al oír estas palabras, pensó Suneyo que nadie más que él podía responder
seguramente a esta descripción. Preguntó, pues, al heraldo: —¿No se tratará de mí?

Y avanzó hacia el shikken.

El pobre samurai vio en medio de los guerreros a un joven señor, que ostentaba una
armadura preciosísima. Era el shikken. Suneyo se encogió y le saludó
respetuosamente, haciendo una reverencia profunda y poniendo la palma de la mano
sobre el suelo.

En esto una voz se alzó:

—Eh, Suneyo. ¿Me habéis olvidado?

Suneyo, sorprendido, levantó la cabeza.

Al lado del shikken, un bonzo, envuelto en un hábito negro de religioso, sonreía.

Nuestro samurai hacía esfuerzos por recordar dónde había visto aquel bonzo.

Éste siguió diciendo:

—Vuestra cordial hospitalidad, cierta noche que nevaba mucho, ha permanecido en


mi memoria como preciado recuerdo.

Suneyo comprendió entonces que el bonzo a quien había recibido en su casa el


invierno anterior era To-kiyori, padre del shikken.

Deshízose en excusas por no haberle tratado aúr mejor.


El antiguo shikken respondió:

—Nada tengo que perdonaros, pues jamás olvidan vuestra benévola acogida y
vuestros caballerescos deci res. Además, habéis cumplido vuestras palabras. Di jisteis
que seríais el primero en llegar a Kamakura s aconteciera alguna cosa y, en efecto, lo
habéis hechi así. Queriendo comprobar la sinceridad de vuestras pa labras he
convocado a todo el ejército de Kamakura Heos aquí. Quiero aprovechar esta ocasión
para repa rar el injusto perjuicio de que fuisteis víctima. Primero recobrad las treinta
aldeas que componían el señoril de que fuisteis despojado. La perfección de vuestra
hos pitalidad, que os impulsó a sacrificar para mí vuestro tres árboles enanos, me ha
conmovido profundamente. En memoria del pino, del cerezo y del ciruelo, toma los
tres pagos de Uméda, en la provincia de Kaga, Sakurai, en la provincia de Etchu, y de
Matsúida, en la provincia de Kozuké.

Y así quedaron corridos los que se burlaron de Su-neyo, y la envidia emponzoñó sus
corazones.

(1) El sake o vino de arroz normalmente se toma caliente.

(2) El pino, el cerezo y el ciruelo son queridos por los japoneses porque simbolizan la
suerte y la longevidad.

(3) Herramienta de trabajo que se convirtió en arma, larga como espada, en la foto
siguiente el samurai la tiene bajo el brazo derecho.

EL AMOR DE LAS FLORES


Los japoneses aman todas las flores. Pero si uno pronuncia la palabra hana, que significa
flor, suele designar con ella únicamente la flor del cerezo.

Esta flor, efectivamente, compendia el código del bushi o samurai, que antes cae que sufrir
el menor deshonor, como la flor del cerezo se deshoja antes de que sus pétalos se
marchiten. Y el país se siente orgulloso por unir en una veneración común la delicada flor y
la noble espada, que se considera como el alma del samurai.

El japonés admira por doquiera el cerezo, pero le encuentra un encanto más sorprendente
cuando, bajando en barca por el curso de un río, le descubre junto al agua o entre verdes
pinos, en las laderas de una montaña. También es muy sensible a la gracia del cerezo, que
de lejos parece una nube vaporosa por su blancura y ligereza, y de cerca semeja el copo de
la nieve. El japonés se conmueve al ver la flor de los cerezos, de noche, alumbrada por los
únicos rayos tímidos de una luna velada. La efímera florescencia de los cerezos es ocasión
de grandes regocijos: el padre, la madre, los niños salen en familia a contemplar y admirar
las flores.

Y a la sombra olorosa de los sakura sucédense numerosas libaciones de saké.


En los barrios más pobres de Tokio no hay casa, por modesta que sea, que no se adorne
con vasos de flores colocados en el borde de la ventana o cerca de la puerta, incluso en la
habitación, generalmente ocupada. A veces es un pequeño jardín que bordea toda la casa.

Y así las más humildes familias alegran su corazón, su espíritu, sus ojos.

Los budistas japoneses honran a sus muertos con ofrendas de hermosas flores. En cambio,
los shintoístas rinden culto a los antepasados-dioses con la ofrenda del sakaki, arbusto sin
flor, de verdor perpetuo.

Según ciertas poesías antiguas, parece que los abuelos también ofrecían flores a los dioses
shintos. Si posteriormente adoptaron las hojas verdes hubo de ser, sin duda, para
distinguirse de los budistas, que hacían ofrenda floral.

OTA DOKUAN
Ota Dokuan era, en el siglo xvi, un señor de la antigua Edo, entonces ciudad muy pequeña.
El castillo de Edo se onvirtió en residencia de los shogun Tokugawa, que mantuvieron la paz
durante cerca de tres siglos. Más tarde el gran emperador Meiji trasladó su palacio de Kioto
a Edo, después de restaurar el régimen imperial, y esta ciudad ha llegado a ser hoy la gran
Tokio, capital del Imperio.

Un día en que Ota Dokuan cazaba con halcón, empezó a llover. El señor de Edo entró en una
humilde casa rústica y pidió que le prestasen un vestido para protegerse de la lluvia.

Una joven de belleza radiante apareció, y por toda respuesta le ofreció, sin decir palabra,
pero con las mayores señales de respeto, una rama florida de un arbusto, llamado
yamabuki. Sin comprender el sentido de su ademán, el señor se retiró bastante descontento.

Cuando hubo regresado al castillo, contó a sus subditos lo que le había acontecido, y uno
de ellos le dijo entonces:

Esta joven ha expresado con un gesto simbólico que no había mino (1) en su casa. Una
antigua poesía dice:

Aunque del yamabuki

sea la flor

siete u ocho veces doble (2),

es triste pensar

que no da ni un solo fruto.

Ahora bien, mino significa fruto y también capa de paja. La alusión que la joven hacía al
viejo poema da a entender que su familia no tenía ninguna capa.

El señor de Edo, avergonzado de haber sido vencido por la hija de un aldeano, comenzó a
estudiar el waka (3). Más tarde llegó a ser un gran poeta.
Dokuan estudió las reglas del waka para formar su espíritu, no solamente para distraerse.
Juzgúese por los ejemplos siguientes.

Una tarde que llevaba sus tropas al combate, el señor hubo de atravesar con sus soldados
el río Toné.

Ningún hombre del ejército encontraba un vado favorable. El señor ordenó entonces que los
soldados pasaran por el sitio donde el ruido del agua fuese más fuerte. Sus estudios
poéticos le habían dado a conocer un viejo poema, cuya significación moral y literaria se
aplicaba al caso presente, y decía así:

El agua profunda sin fondo

no hace ruido.

La ola hierve

en las partes poco profundas

del río.

Otra vez Dokuan y sus soldados tuvieron que pasar por una senda que bordeaba el mar.
Durante la pleamar la senda estaba cubierta por las aguas. Ahora bien, el enemigo desde
sus posiciones vigilaba los alrededores y era muy difícil comprobar el estado de la marea.

Dokuan partió solo a la descubierta. A mitad del trayecto volvió, diciendo:

La marea está baja y se puede pasar.

Sus palabras no inspiraron confianza. Sus guerreros le preguntaron por qué suponía que la
marea estaba baja, puesto que no la había visto.

El poeta replicó:

Lo sé por una poesía antigua, que dice así:

Los pájaros del mar,

según estén

lejos o cerca,

avisan por su grito

que la marea está alta o baja.

Tranquilizado el ejército, emprendió el camino por la sendita, sorprendió al enemigo y


obtuvo la victoria.

Dokuan murió asesinado a la edad de cincuenta y cinco años.


Entraba en un cuarto de baño cuando un malhechor allí escondido, le mató de un lanzazo;
nuestro héroe asió con fuerza la hoja del arma mortífera, y antes de exhalar su último
suspiro, compuso esta yicei (poesía de despedida del mundo):

Mucho se echaría de menos

la vida

en tales condiciones,

sino se supiera ya

que hay que morir.

1.-Capa de paja trenzada que usan los aldeanos para protegerse de las intemperies.

2.-Existen dos clases de yamabuki (kerria japonica): la especie de flores simples y la especie
de flores dobles.

3.-Waka o yamato uta es un género de poesía japonesa. "Waka" significa literalmente poema
japonés.

EL ARR OZ E N LAS COSTUMBRES J APONE SAS

El arroz blanco, simplemente cocido, constituye la base de la alimentación japonesa.


Pero los aldeanos, las personas de posibilidades económicas y las que se preocupan de
su salud lo mezclan frecuentemente con trigo (1).

El arroz se guisa de diversas maneras, según las circunstancias. Si se trata de festejar


un nacimiento o un matrimonio, o de celebrar una curación, se prepara el sekhian
(arroz cocido en rojo), que el pueblo llama okowa o arroz cocido en duro. Se come
entonces en familia y suele enviarse a modo de obsequio a los parientes y amigos para
asociarles a la alegría.

El sekhian se prepara cociendo al vapor una especie de arroz glutinoso llamado


motchigomé, mezclado con azuki, que es una especie de pequeña judía roja.

El deseo de variar la alimentación y de introducir en ella un poco de fantasía, ha dado


a los cocineros la idea de guisar el arroz con diferentes mezclas, como setas, takenoko
(brotes del bambú), guisantes y también carne de pollo, etc., etc.

El motchigomé sirve para la fabricación de motchi o pastel de arroz, que se come,


sobre todo, en las fiestas de Año Nuevo. Una vez cocido al vapor, se machaca en un
gran almirez de madera con una mano enorme, también de madera, que un hombre
maneja con los dos brazos.

El día de Año Nuevo las familias ponen en el centro del tokonoma (alcoba ligeramente
levantada sobre el suelo y colocada en el centro de todas las habitaciones de recibir)
un sambó o platillo de laca o de madera, sobre el cual se ha puesto el kagami motchi,
designado ordinariamente con el nombre de osonaé. Es una bola de motchi levemente
aplastada, sobre la cual se ponen a veces otras dos o tres de diferentes tamaños.
Debajo del osonaé están dispuestas diferentes plantas de buena suerte. Por encima se
coloca un daidai o una langosta.

El daidai es una fruta que se come en Año Nuevo justamente, porque su nombre evoca
la idea de daidai, que significa de generación en generación.

Si a veces se coloca una langosta en la cúspide del osonaé es porque ésta parece
siempre joven y viva, aunque esté curvada como la espalda de un anciano. Así se
desean unos a otros larga vida y buena salud los miembros de una familia.

Según su posición social, cada uno pone otros osonaés más pequeños y menos
adornados, ya sobre la repisa de los dioses, en la kura o cerca del hogar.

Algunas familias —el día 11 de enero— comen el osonaé colocado en la kura. En otras
partes se come el moíchi durante los tres días festivos que inauguran el año. Entonces
se prepara el.zoni, que es una especie de sopa, en cuya preparación entra el motchi.

El motchi no se fabrica solamente para celebrar el primer día del año, sino también
cuando se quiere festejar un acontecimiento feliz.

TOKUGAWA MITSUKUNI

Tokugawa Mitsukuni era uno de los nietos de Iyeyasu, primer shogun Tokugawa.
Pertenecía a una rama segundona y era señor feudal de Nito y, como se decía
ordinariamente, viceshogun.

Mitsukuni era un señor filántropo. Cuando hubo pasado de los sesenta años dejó el
título a uno de sus sobrinos y se retiró a la aldea Nichiyama, cerca de Mito, capital de
su señorío.

Siguiendo el ejemplo de Oyó Tokiyori, Mitsukumi decidió visitar de incógnito todas


las provincias del Japón, con el fin de socorrer a los desgraciados esposos que la
muerte hubiese separado, a los niños huérfanos y, en fin, a todas las personas que el
duro combate de la vida hubiese herido o aislado. Quería hacer la felicidad de los
hombres a quienes una suerte malévola hubiese arruinado, ayudarles a reconstruir su
vida caída, por la calumnia acaso, y a reparar las injusticias cometidas por los malos
funcionarios.
Para llevar a bien su designio, Mitsukuni pensó que debía empezar por iniciarse en los
hábitos de la clase humilde y acostumbrarse a modos de vida que no eran los suyos.
Haciéndose pasar por un aldeano podría penetrar en todas partes.

Aprendió, pues, el arte de cultivar el campo y se vistió en adelante como un simple


labrador. En poco tiempo el sol y la lluvia curtieron su tez. Nadie dijera al verlo que
era un gran señor. Más parecía un hombre del pueblo.

Así transformado, Mitsukuni comenzó a viajar por el Japón, acompañado de uno o


dos samurais, que también habían cambiado su manera de vivir y su aspecto exterior
para no ser reconocidos.

Un día que pasaba por él campo, Mitsukuni, fatigado, buscaba un sitio para sentarse a
descansar un rato. Delante de la casa de un aldeano vio una pila de íawara (sacos de
paja para el arroz), y sin vacilar, se sentó sobre uno de ellos.

Una vieja apareció en el umbral y, viendo a un anciano sentado en el íawara, montó en


cólera, salió de la casa y con el bambú que sirve para atizar el fuego empezó a golpear
al importuno, gritando a voz en cuello:

—Este arroz es sagrado. Voy a ofrecerlo a mi señor como pago del impuesto. Es una
vergüenza sentarse encima de él. Largo de aquí.

El viejo señor huyó con el samurai que le acompañaba.

La vieja persiguió a Mitsukuni, que se escondió detrás de un montón de paja de arroz


que los aldeanos habían hecho para ponerla a secar. En su carrera furibunda la vieja
tropezó con un cortejo de samurais, que daban escolta al señor de aquel señorío. La
costumbre prohibía severamente romper y atravesar las filas de un cortejo señorial.
Los samurais detuvieron a la mujer para castigarla por su irreverencia.

En este momento el señor de aquel lugar vio al antiguo viceshogun, a quien reconoció,
y acercándose a él le ofreció respetuosamente la hospitalidad en su castillo. Cuando
Mitsukuni hubo llegado, refirió lo que le había ocurrido unos momentos antes.

El señor del castillo declaró que debía castigarse con severidad a la mujer por haberse
atrevido a golpear a tan alto personaje. Pero Mitsukuni se opuso, diciendo:

—No, no; esta mujer respetaba el impuesto y cumplía el deber de un agricultor. Mas
bien hay que recompensarla.Concedieron, pues, a la vieja, una buena recompensa
cada uno.

El Japón debe a la iniciativa de Mitsukuni una relación completa de su historia. Fue


este señor el que estableció el plan y dio la orden de componer la Dai Nihonshi o
Historia del gran Japón. Este título, en verdad, no fue elegido por Mitsukuni en el
momento de emprender la obra, sino más tarde cuando dicha historia recibió tal
nombre. El compilador del gran trabajo se proponía explicar a los japoneses su
constitución nacional, instruyéndoles al mismo tiempo. Mitsukuni quería fortificar la
idea de la lealtad al emperador.

Mitsukuni tenía treinta años cuando, en 1659, puso las bases de su obra. Creó
primeramente una oficina en Comagomé de Edo, donde reunió a muchos sabios con
gran cantidad de libros y documentos. El señor trabajaba también con los escritores.

Muerto Mitsukuni, su heredero prosiguió su obra que continuada por doce


generaciones de su familia, quedo terminada en 1906, después de un trabajo de dos
siglos y medio. La colección completa del Dai Nihonshi se compone de cuatrocientos
tres volúmenes.

Cuando Mitsukuni pidió el retiro, el emperador le hizo el honor de elevarlo al grado


de Gon-Chiunagon.

Mitsukuni pensaba que era indispensable tener un grado cuando una función exigía la
vida cortesana, pero que toda distinción honorífica era superflua cuando se vivía en el
descanso del retiro. Pensó, pues, rehusar el honor que se le hacía. Pero los demás
señores le rogaron que aceptase quel grado, como había hecho su predecesor, para
permitir que otros tuvieran acceso al mismotítulo. Mitsukuni lo aceptó, pues.

Compuso, entonces, sl siguiene waka:

La montaña de los grados

es penosa de subir

para el anciano.

Mejor se vive

en la aldea de abajo.

(1) El uso del arroz blanco solo, y descascarillado, puede producir la enfermedad del
beriberi.

LA BANDERA JAPONESA

La bandera, que lleva un sol rojo sobre fondo blanco, fue en una época
relativamente reciente fijada como la bandera nacional japonesa.
El emperador Keiko, en el siglo I, enarbolaba sobre su nave el pabellón blanco; fue
la emperatriz Yingo, esposa del decimocuarto emperador y famosa heroína, la que
decidió crear los estandartes de guerra.

Cuando en el día de su solemne advenimiento la emperatriz Suiko, que ocupó el


trono a fines del siglo VI y principios del VII, se instaló en el palacio imperial de
Taikioku, mandó poner las imágenes del Sol y de la Luna en la bandera imperial. El
emperador Mom-mu, en el siglo siguiente, con ocasión de las fiestas de Año Nuevo,
mandó izar una bandera con los mismos emblemas.

En la época de Ghen-Pei (1) —sigloXII— el estandarte del Sol no era usado más que
por la familia imperial, aunque la efigie del Sol figuraba desde hacía tiempo en
muchos objetos preciosos.

El emperador Godaigo —siglo XIV— ordenó que el estandarte de guerra llevara un


sol sobre fondo blanco.

Toyotomi Hideyoshi, héroe japonés muerto en 1598, adscribió el pabellón del Sol a
los barcos de guerra. En la época del tercer shogun Tokugawa, en el siglo XVII, el
Sol fue puesto en las armas oficiales, y hacia el fin de la época Tokugawa los barcos
de comercio japoneses enarbolaban en aguas extranjeras el pabellón del Sol.

Pero fue en 1870 cuando el Gobierno del emperador Meiyi decidió que la bandera
del Sol naciente fuera la bandera nacional, reservada primero a la Administración y
a la Armada. A partir de 1872 se la vio también onder sobre las aldeas de montaña y
de la costa.

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