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El mecanismo de la ficción

Javier Piñeiro

Como se hará evidente, este artículo sigue el hilo argumental del libro La
práctica del relato (Manual de estilo literario para narradores)1 de Ángel Zapata,
escritor y profesor de talleres literarios. Lo recomiendo a todo aquél que quiera pasar un
buen rato y disfrutar de la sencillez y amenidad con que el autor describe el proceso de
ficción mientras lo ilustra con fantásticos ejemplos rescatados de obras literarias. Me ha
parecido más entretenido y útil que otros acercamientos al tema mucho más “sesudos”.

El artículo surge también de que, como muchos otros, estoy hecho un lío. La
primera vez que escuché la palabra “ficción” en un contexto mágico fue de la mano de
Gabi Pareras. La verdad es que no era fácil entender a qué se refería Gabi con esa
palabreja “comodín” que utilizaba como estandarte de su teoría mágica, pero de la que
huía siempre que se le preguntaba directamente. Enseguida, como muchos otros, me
quedé fascinado por la vehemencia con que defendía una manera de concebir la magia
que parecía girar en torno a la idea de ficción. Pero sobre todo porque toda esa teoría
caótica y desordenada se encarnaba en un señor que, al fin y al cabo, hacía muy bien los
juegos de magia.

A partir de entonces, muchos magos nos hemos apropiado del término aún con
más vaguedad e inexactitud. La ficción está de moda. Hablamos de ella en general sin
saber muy bien qué es, afirmamos que “la ficción de este juego es patatín o patatán”,
que “la magia ficcional” es la mejor y que “la magia realista” es cosa del pasado. Así
que me pongo a escribir para intentar comprender qué quiere decir todo esto y con qué
mecanismos opera la ficción en el lector de una novela y, por analogía, en el espectador
de un juego de magia.

El runrún del frigorífico

El primer signo de alivio es que el mecanismo de la ficción poco tiene que ver
con lo metafísico, con el más allá o con las musas. Es una experiencia que todos
estamos acostumbrados a vivir con una frecuencia casi diaria, delante de una novela o
una serie de televisión. Ángel Zapata lo describe así de bien a propósito de la lectura de
un relato de ciencia ficción del escritor Stanislaw Lem:

“A este efecto que las buenas historias propician en sus lectores podemos llamarlo
“inmersión ficcional”, y sin esta inmersión en la historia por parte del lector el Gran Juego de la
literatura puede convertirse muy fácilmente en un espectáculo soso y sin magia.
Apenas abre el libro, el lector ha de perder de vista la taza de café que ha llevado a la mesa,
la banqueta en que apoya los pies, ha de poder olvidar el runrún del frigorífico y en sólo unos
minutos habrá dejado de molestarle el tictac del reloj. Ahora se encuentra sumergido en un
espacio paralelo. Hoy es lunes, día dos de abril, y un meteorito acaba de perforar el blindaje de
su cohete, en las cercanías de Betelgeuse. También los timones están dañados, y la nave ha
perdido su capacidad de maniobra. No queda otro remedio que ponerse la escafandra, salir al
espacio exterior y estudiar el alcance de la avería”.

1
Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 1997.

1
Esta vivencia del lector que se ve sumergido o capturado por una historia genera
una conciencia alterada de la realidad en la que no se oye el runrún del frigorífico.
Como hemos visto, caben muchas palabras para sugerir este estado: inmersión,
sumergirse, ser capturado, estar absorto, “engancharse”, sueño, ensoñación, etc. Todas
estas expresiones aluden a una vivencia similar a la del niño que juega, para quien la
valla del parque es tanto una portería de fútbol como la barra de un saloon en una
película de vaqueros. Se trata, en definitiva, de una experiencia estética2.

De momento nos basta con constatar esa experiencia, que es muy común e
identificable. Yo mismo, mientras tecleo en el ordenador para escribir este artículo, no
soy consciente de la pantalla, de las teclas, de los movimientos de mis dedos ni del aire
acondicionado que tengo detrás, porque llevo unas cuantas horas absorto en una
realidad en la que sólo existen los ejemplos y razonamientos que barajo para escribir el
contenido. Todo indica que estoy viviendo una experiencia de naturaleza similar a la de
la ficción, a la que espero que tú también te acerques al leerme, si no te aburres mucho.

En última instancia, este mecanismo opera porque el lector olvida no sólo el


tictac del reloj sino también los artificios de la literatura: desaparecen las palabras, los
recursos técnicos, el hecho de que quien cuenta es un narrador ajeno a la historia… en
definitiva, lo que el relato tiene de engaño. Desaparece, en una palabra, el libro como
objeto, del que el lector sumergido en la ficción no es consciente. Cuando esto ocurre la
realidad cede ante el universo paralelo que propone el relato, donde el lector “juega a
ser otro”, se identifica con las emociones de los personajes:
“Nada más leer las primeras frases nos ponemos en su lugar. Y en esto, precisamente en esto,
reside en definitiva la magia de la ficción […]. Esa posibilidad de introducirse en la vida y la
conciencia de otros seres se llamaba, en la alta magia, “el Gran Juego” […]
Empiezo a preguntarme qué haría yo mismo ante un problema parecido. Apenas me planteo
esta pregunta, la magia ha funcionado. Ya estoy inmerso en el Gran Juego: soy un hombre que
duda entre prestarse o no a los manejos de su madre [en un relato de Raimond Carver], o un
cosmonauta con el cohete averiado [en el de Lem]. Porque las emociones que vemos retratadas
en los personajes de ficción son iguales a las nuestras.”

Estas vivencias tan comunes en todo aquel que lee un libro, ve una serie en
televisión o asiste a una obra de teatro, no difieren en gran medida de las de un
espectador ante un juego de magia. La inmersión se produce también en el momento en
que el espectador trasciende los artificios del arte mágico y experimenta lo que
Coleridge llamaba “la voluntaria suspensión de la incredulidad, bien que sea
momentánea”3. Es decir, cuando la técnica, la trampa, el truco –el tictac del reloj– pasan
a un segundo plano y llegan a ser olvidados. Entonces el Gran Juego también se
produce. En este sentido, no me cabe duda de que la primera vez que presencié “la
baraja invisible” como profano no escuché el runrún de ningún frigorífico. Tampoco lo
escuché ayer, cuando vi por primera vez en Youtube el número escénico completo de
Tommy Wonder, con toda su carga de significado.

La diferencia –y la dificultad– estriba en que el espacio que propone un juego de


magia no se ubica, como el del cosmonauta del cuento de Lem, en una realidad paralela.
Es una realidad superpuesta que atenta físicamente contra la cotidiana y tiene lugar en el

2
Ver Arte y experiencia, de José García Leal (Editorial Comares, 1996), que Gabi recomienda para el
estudio de la experiencia estética en el arte.
3
El arte de la ficción, John Gardner (Ediciones Fuentetaja, 2001), pág. 42.

2
mismo espacio. Por eso tal vez sea más difícil que el espectador se olvide de los medios
técnicos y acepte adentrarse en el mundo de la ficción, porque hasta la fecha las
monedas no han atravesado mesas en la vida real, los limones no se cultivan con
injertos de naipes y los billetes se someten a la gravedad con la misma insistencia que
los pedruscos.

Pero una vez vencido este obstáculo, la vivencia es más intensa que en el caso de
la ficción narrativa, por el mismo hecho de producirse en un espacio físico compartido
con la realidad cotidiana. En la magia como arte de representación que le incluye como
protagonista, el espectador no juega a ser otro, sino a ser él mismo, pero ubicado en un
espacio donde las cartas rotas se recomponen. Si, como hemos visto, el lector se
sumerge en un relato de ficción y se identifica con el protagonista (¿qué haría yo si…?),
el espectador de un juego de magia lo hace sin condicionantes: ¿qué haré yo si...? y, en
última instancia: ¿qué hago yo, ahora que…? Por ejemplo: ¿qué hago yo, ahora que este
tipo me ha adivinado el pensamiento?

No se trata de aceptar la tesis ingenua y romántica de que al espectador no le


importa el truco, ni “quiere saber cómo se hace” –miente–, ni mucho menos la de
confundir la realidad mágica con la verdadera, es decir, creer en los supuestos poderes
del mago-brujo.

Por el contrario, penetrar en el sueño de la ficción supone, insisto, la


momentánea suspensión de la incredulidad: que la percepción del espectador se altere
hasta el punto de olvidar que el espacio que fugazmente habita es representado. Pero no
impide que, una vez terminada la representación, es decir, una vez recuperada la sana
incredulidad que hace del mundo un lugar habitable, el espectador se pregunte qué
medios naturales han hecho posible su experiencia del hecho mágico. O sea, que
rebobine e intente satisfacer su curiosidad más racional, como el lector que, al cerrar la
novela, admira la estructura de la trama y las descripciones de los personajes o, en fin,
se dirige a la cocina y calza el frigorífico para atenuar su incómodo murmullo.

Y bien, ¿cuáles son los elementos que favorecen el proceso de la ficción? ¿De
qué se nutren las buenas historias que nos atrapan y sumergen en otros universos? Todo
esto probablemente sea imposible de responder, porque depende en gran medida de las
elecciones artísticas del autor. Ángel Zapata agrupa todas estas intuiciones en cuatro
conceptos comunes a la mayoría de los buenos relatos y que él considera claves para
activar el mecanismo de la ficción. Su libro, dirigido a los escritores que se inician en la
práctica del relato, se divide en cuatro capítulos cada uno dedicado a uno de estos
conceptos, que nos pueden servir también a nosotros en el estudio de la ficción en
magia.

A saber: naturalidad, visibilidad, continuidad y personalidad.

Naturalidad

Os dejo, de momento, con uno de los ejemplos que pone el mismo Zapata, a
quien tendré que empezar a pagar comisión. Leed este fragmento, típico del escritor que
empieza:

3
“Hace casi dieciocho años, un luminoso día de primavera en que los árboles del parque
exhibían, orgullosos, sus verdes variados, hasta que el sol los rozaba en una caricia de plata, salí
a la terraza para despabilarme…”

Supongo que, como yo, habréis sentido un cierto rechazo inicial. Lo primero que
destaca es que el estilo llama la atención sobre sí mismo. De alguna manera, sentimos
que el autor quiere hacerse notar; quiere, en fin, que apreciemos su vocabulario, su
sensibilidad hacia la belleza: lo bien que escribe. O lo que es lo mismo:

“Apenas leídas esas palabras dejo de confiar en el personaje, porque él mismo no confía en
su historia […]. El estilo natural resulta persuasivo, mientras que lo artificioso nos hace
sospechar, “porque se sospecha del orador que tiene asechanzas, igual que de los vinos
mezclados” [Aristóteles, Retórica, III, 2].
Antes de que las acciones que narra un texto se hagan creíbles o no, el lector ha de creer que
de hecho se le está contando esa historia. […]
La propia escritura ha de pasar a un segundo plano y emplearse como una herramienta al
servicio de la acción. Y sabemos, en fin, que aquella narración es literatura precisamente porque
nos hace olvidarlo. […]
Sin reticencia alguna, sin la menor reserva, el lector deberá quedar preso en esa situación que
es estar escuchando un relato de boca de un narrador o un personaje. Y en este sentido hay una
verosimilitud previa a los pormenores del argumento mismo, y que depende enteramente de la
fiabilidad que le otorguemos al narrador”.

Dicho de otro modo, ¿cómo puede el lector olvidarse de que está en un sillón
leyendo palabras impresas con tinta, si lo primero que hace el autor es llamar la atención
sobre esas palabras? Lo que, en definitiva, defiende Zapata –y supongo que otros
muchos– es el valor de la naturalidad como actitud expresiva.

Compárese, pues, el fragmento inicial con este otro, obtenido también de las
prácticas de un taller literario:

“En el sur de Galicia, cuando septiembre llega bueno puede ser uno de los mejores meses del
año. Pero aquel año septiembre vino lluvioso y triste, y todos me compadecían por tanta mala
suerte. No sé por qué todo el mundo desea para los visitantes que llegan a su casa un tiempo
soleado. Emprender un viaje siempre ha traído para mí la esperanza de encontrar paisajes,
personas y cosas sorprendentes, y poca sorpresa podían depararme un cielo limpio y un sol
radiante”.

Aquí sí. Probablemente os apetezca seguir leyendo a este tipo, que sin ser nada
del otro mundo parece majete, cercano y directo, y además es evidente que lo que tiene
que contar sobre su verano gallego es más importante que lo bien que escribe. Es decir,
es natural, confiable.

Así las cosas, conviene advertir que la regla de la naturalidad no es universal,


como ninguna en arte. Primero, porque hay genios –de los que, como dice Zapata, se
dan cuatro o cinco en cada generación, que tienen una relación privilegiada con el
lenguaje– que se pueden saltar todas las reglas (por algo son genios) y crear una
literatura en el que el fondo y la forma sean inseparables e igual de relevantes. Así,
cuando leemos a Umbral o Valle-Inclán, el lenguaje llama la atención sobre sí mismo
sin que esto anule la confianza del lector ni la experiencia de ficción. Pídele tú a
Umbral, que ha venido aquí a hablar de su libro, que sea natural.

Segundo, porque no todos los géneros literarios responden a la misma intención.


Por ejemplo, la poesía no debe ceder a esa misma naturalidad. El poeta se expresa a sí

4
mismo directamente, sin intermediarios, a través del lenguaje. Las palabras de un poema
deben llamar la atención sobre sí mismas, nunca ser transparentes, porque podríamos
decir que en ellas mismas está el autor del texto, que es más importante que lo que
cuente.

Sin embargo, el escritor de relatos no se expresa de modo directo, sino


implícitamente, a través de un rodeo: contar una historia. Por eso el estilo ha de resultar
transparente, para que el lector se sumerja en el argumento sin paliativos y sin
distracciones inoportunas. Y para ello el tono natural, próximo y directo de la buena
conversación ha resultado ser el más eficaz, en líneas generales:

“[…] darle a la escritura un tinte afectivo. Es decir: esa temperatura emocional (positiva o
negativa) que siempre acompaña a una charla en directo ha de irradiar también en la página
escrita […]. El texto escrito ha de guardar esa impresión de “contacto” con quien emite el
mensaje.
Y en este sentido, influir sobre el lector, introducirle en una historia, consistirá por parte del
autor en rastrear la huella de los afectos, en subrayar –dentro de los hechos que está narrando–
aquellas emociones que puedan suscitar lo antes posible la empatía del lector”. […]
La escritura natural favorece de entrada una empatía sólida e intensa hacia cualquier relato.
Debe sumergir a sus lectores en una especie de fantaseo plástico y ligado –casi tangible,
diríamos– que resista el tictac del reloj.”

Lo mismo ocurre con el mago. Si se expresa a través de su arte, si ofrece su


visión personal del mundo –y no hay duda de que esto ocurre–, lo hace indirectamente,
no por su charla poética, por sus florituras o sus gestos, sino a través de un juego de
magia. Se cuenta a sí mismo a través de sus magias. Por eso cabe defender la misma
naturalidad formal que conviene al relato, y la misma impresión de “contacto” que
pueda suscitar la empatía del espectador.

Insisto en que hablamos de la naturalidad como presupuesto formal, como señal


de confianza previa a cualquier argumento. Y no cabe duda de que es primordial que un
espectador se fíe de quien quiera llevarlo a una realidad violenta, que atenta físicamente
contra la cotidiana.

Igual que sucede en la obra literaria, si el mago, a través de sus palabras o


acciones, llama la atención constantemente (aunque sea para negarlos) sobre los
artificios, sobre los medios técnicos, sobre el hecho de que está inmerso una situación
artificial; si, en fin, el mago encarna el truco como bien decía Gabi4, pues difícilmente
podrá hacer que viva el sueño de la ficción y no escuche el tictac de su reloj, porque ese
tictac es precisamente el truco.

La naturalidad de manejo, esa que se estudia en magia sobre todo desde Ascanio,
opera también como presupuesto formal de confianza. Expresiones como la técnica que
parece que no existe y conceptos como el de la soltura despistante… aluden a la misma
transparencia que busca el lector en su novela, que desea que desaparezca el libro y las
palabras se hagan invisibles igual que la técnica cartomágica en un juego de magia.
Rescato un párrafo de La concepción estructural de Ascanio, elegido casi al azar, donde
se aprecian las similitudes con lo que hemos visto sobre la naturalidad literaria:

4
Ver artículo El mago frente al truco.

5
“La naturalidad persigue una finalidad de camuflaje. En algunas películas de guerra hay un
cañón que está muy bien camuflado con árboles y ramas, y hay un observador que está mirando
con unos prismáticos; pasa su mirada por donde está el cañón, pero no lo ve; su mirada pasa de
largo, resbala, porque el cañón está bien camuflado. Pues esa es la eficacia y la sustancia de la
naturalidad, que hace que la mirada resbale, que nada llame la atención. Aunque el público mire,
no ve nada extraño que le haga fijarse. Es la idea del resbalamiento de la mirada”.

En términos similares –si bien referidos a un detalle en la presentación– se


expresa Gabi en la explicación de “Ases evanescentes”5 (su versión de “Ases
McDonalds”), cuando se refiere a este efecto de camuflaje necesario para la ficción:

“Lo que se logra con ello es trascender los elementos materiales (ases de doble cara) que
sustentan el efecto (en este caso una aparición) al llenar de significado la pregunta que sirve de
introducción: “¿Creéis en fantasmas?”. La imaginación alza el vuelo por sobre la realidad de los
elementos, librada a su propia fantasía, mientras el concepto “truco” se diluye en la mente de los
espectadores como una figura de cristal en un vaso de agua.”

Pero cabe advertir que la naturalidad como presupuesto de confianza es un


concepto amplio, total, que no abarca sólo la técnica como estamos acostumbrados a
estudiarla en magia. Esa naturalidad ha de estar no sólo en el manejo, sino también en la
personalidad del mago, en su manera de decir, de moverse y, en fin, en todos los
aspectos que permitan suscitar la empatía del espectador y “camuflar” los medios
técnicos, para que se hagan invisibles ante quien presencia un juego de magia. Y no me
refiero, claro, a la naturalidad como sinónimo de presencia anodina, rutinaria, de
funcionario, sino a todo aquello –por muy espectacular que sea– que genere en el
espectador la confianza suficiente para dar el salto y sumergirse en la ficción. Como la
buena literatura, que lo es precisamente porque nos hace olvidarlo.

Visibilidad (o “vivibilidad”)

“Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la
sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, tajadas de
hígado rebozadas con migas de corteza, huevas de bacalao fritas. Sobre todo le gustaban los
riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente
olorosa” [James Joyce, Ulises]

Este escatológico fragmento del Ulises abre el capítulo sobre la visibilidad en La


práctica del relato. A mí me recuerda al doctor Juvenal Urbino, personaje de El amor
en los tiempos del cólera de García Márquez, que antes de irse a dormir disfrutaba del
placer instantáneo de la fragancia del jardín secreto de su orina purificada por los
espárragos tibios.

En estos ejemplos tan gráficos como repugnantes, es sencillo resaltar lo que nos
interesa: las cualidades plásticas y sensoriales de la narración. La ensoñación propia de
quien se encuentra sumergido en la ficción será tanto más intensa cuanto más concreta y
tangible sea la realidad paralela que propone el relato. En palabras de Zapata:

“Tened a la vista ese modo abrumadoramente sensorial con que el autor de Ulises nos ha
introducido en la intimidad del personaje […].
¿Cuándo notáis que un libro empieza a “engancharos”? Por lo que a mí respecta, yo diría
que un relato ha capturado mi atención a partir de ese momento en que comienza a proyectarse
en mi mente una especie de “película” ininterrumpida […]Al usar un lenguaje enteramente

5
La magia española del siglo XX, Miguel Ángel Gea y Juan Gallego Luque. Páginas, Madrid.

6
plástico y visible, cada sintagma, diríamos, equivale aquí a un plano breve que hubiese filmado
una cámara de cine. […]
Huir de lo previsible […]. También en el espacio de ficción lo pre-visible no es visible. Sin
visibilidad no hay emoción, ya digo; y allí donde no hay emoción el lector no se implica en la
historia.
Si no veo la historia no disfruto del todo, no llego a zambullirme de cuerpo entero en el
espacio de la ficción. […] No sabemos en el lugar de quién hemos de colocarnos.”

Se trata, en suma, de la diferencia entre “decir” y “mostrar”. Si el relato está


plagado de elementos sensoriales y si, además, la naturalidad de la que hemos hablado
hace que, confiados, olvidemos que delante sólo tenemos una retahíla de palabras, más
que leer una historia, se puede decir que la hemos “visto”.

Para resaltar la importancia de la visibilidad en la narrativa, Zapata se inventa un


ejemplo también extremo pero revelador: imaginaos que entráis en vuestro dormitorio a
coger una camisa del armario. Es muy probable que, cegados por vuestro objetivo, no
reparéis en la cama de la habitación, que permanece invisible por muy grande que sea.
En magia hemos estudiado este tipo de jugarretas de la atención (efecto-tubo, “Y que
viva la-la buena vida”, etc.).

Pues bien, imaginad ahora que entráis en la habitación con la misma idea de
buscar la camisa en el armario, y os encontráis un cocodrilo de dos metros roncando
encima de vuestra cama. No hace falta insistir en que veríais la cama y tendríais muy
presente esta visión durante semanas, o incluso meses. Entonces:

“Con la misma nitidez exacerbada con que veríais vuestra cama tiene que ver el lector cada
una de las acciones, los escenarios, los objetos y los personajes que hagáis aparecer en vuestros
textos. […] Poned a roncar un cocodrilo en cada uno de los episodios, los párrafos y las frases.”

Quede claro que todos estos ejemplos viscosos tienen la función de exagerar la
importancia de la visibilidad, para que se entienda de manera inmediata. Pero,
evidentemente, los cocodrilos podrían ser también ramos de mimosas, quesos frescos o
tinajas de miel.

Hasta aquí la manera de entender la importancia de la visibilidad en el ámbito


literario. ¿Y en magia? La respuesta inmediata a esta pregunta parece ser que en el
ámbito mágico lo tenemos ya todo hecho. Como arte de representación, en un juego de
magia se ve y se palpa todo, los elementos son tangibles porque son reales, no palabras
o líneas. Como mucho, podemos aspirar a admirar la visibilidad que demuestran en
ocasiones las buenas charlas de algunos juegos. Por ejemplo, me viene a la cabeza la
frase que Gabi utiliza en su versión del “ascensor” de Vernon –Es que las cartas son
como mantequilla–, tan visible como la orina de Leopold Bloom o la del doctor Urbino.
Pero esto no deja de ser una traducción directa de la visibilidad literaria. Es decir, sigue
siendo literatura, no magia. ¿Hay visibilidad más allá de la charla, en el “lenguaje
mágico”, sea lo que sea esto último?

Basta comprobar que un efecto similar puede darse también en la pintura, donde
el problema de la visibilidad tampoco parece planteable. Como apunta Felix de Azúa6,
Rilke admiraba las manzanas dibujadas por Cézanne, que eran siempre manzanas de

6
El aprendizaje de la decepción, Félix de Azúa (Ed. Anagrama, 1996), libro sobre el que me llamó la
atención el propio Gabi.

7
hacer compota7. Yo, que si soy sincero nunca he tenido una relación muy estrecha con
Cézanne, no me doy cuenta de cómo eran sus manzanas, pero sí recuerdo el hambre que
me provocaban los jabalíes que se comía Obélix, mucho más ricos en el cómic que en la
realidad, como pude comprobar la primera vez que con desilusión probé jabalí de
verdad.

¿Por qué ocurre esto? Lo que la visibilidad pone en juego no es sólo un


problema exclusivo de la vista, como el del lector que ve cosas tangibles más allá de las
palabras. Se trata, al fin y al cabo, de una cuestión de intensidad sensorial, en términos
muy amplios. Este ímpetu con que se manifiestan las cualidades del sueño propuesto
por la ficción tiene propiedades magnéticas, nos arrastra como en un tobogán hacia la
realidad sugerida.

Así, de un juego de magia –al igual que de las manzanas de Cézanne y del jabalí
de Obélix– podemos afirmar en ocasiones que un espectador no sólo lo ha visto, sino
que lo ha vivido (vivibilidad, me he inventado para el título del epígrafe): no se trata de
una experiencia mágica visible, sino más bien vívida o, mejor aún, vivida, por utilizar
una palabra ya acuñada en el ámbito mágico.

Me acuerdo del juego que me explicó Gabi para ejemplificar su concepto de


“magia vivida”, una sencilla manera de adivinar una carta. El espectador está pensando
en el tres de tréboles, por ejemplo, carta que tú conoces secretamente. Le dices: Nombra
tu carta en voz baja, para ti, sin mover los labios. Nómbrala muchas veces seguidas,
una detrás de otra. Mientras el espectador sigue tus instrucciones, tú le miras y
comienzas a mover el dedo índice en círculo, entre tu cara y la suya. Lo que haces es
sugerir al espectador el ritmo con el que debe nombrar su carta mentalmente. A los
pocos segundos, dices, primero en voz muy baja y subiendo el volumen poco a poco:
Tres de tréboles, tres de tréboles, tres de tréboles… con el mismo ritmo que marca tu
dedo índice. Estas palabras coincidirán exactamente con el pensamiento del espectador,
no sólo porque efectivamente has adivinado la carta sino porque las dices superpuestas a
las suyas.

Qué gran ejemplo de ficción mágica pura, que no necesita apoyarse en


elementos externos a los propios del lenguaje mágico. Si habéis probado el juego –yo lo
he hecho muchas veces– habréis observado el impacto que provoca en el espectador
(mejor espectadora). El movimiento del dedo índice que marca el ritmo de su
pensamiento es un cocodrilo de dos metros, como el que antes roncaba en nuestra cama.
La adivinación es tan “vivible”, tan “vivida”, que la espectadora la experimenta desde
dentro, involucrada en el suceso que la envuelve por completo y le produce una
inmersión total en la “película”, como los buenos relatos. Entonces se esfuman el runrún
de todos los frigoríficos y el tictac de todos los relojes. Incluso podríamos asegurar que,
fugazmente, el truco –la trampa– se le hace invisible, porque está sumergida en un
espacio ficcional perfectamente concreto y tangible en el instante presente, donde ella,
personaje protagonista del relato, acaba de sufrir una violación en su intimidad que
probablemente le deje en su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa o quizás
algo más agradable pero no menos intimidatorio. Luego sí, se preguntará: ¿Cómo lo ha
hecho? y te dirá ¿Qué haces, que no estás en la tele?, pero ya fuera de la ensoñación,
algo que no debe preocuparnos porque es lo más sano que puede hacer.

7
Cartas sobre Cézanne (R. M. Rilke, ed. Paidos).

8
Continuidad

Una vez el lector ha decidido confiar en el narrador y en su voz directa y natural,


y se ha visto fascinado por el mundo que le propone, un espacio visible, concreto y
tangible (cargado de intensidad sensorial), es tarea del escritor que el estado de ficción
dure en el tiempo. Que la historia se proyecte en la mente del lector de un modo ligado
y continuo. Es decir, no debe haber distracciones incómodas o viajes entre la realidad
cotidiana y el espacio paralelo, para que el runrún no llame la atención de cuando en
cuando desde la cocina. Que no se vea nunca el truco.

Aquí entra en juego el concepto de atención:

“La amenidad, ya digo, es un efecto de la atención. Escribir es conquistar el interés de los


lectores. […] El escritor y la escritora que empiezan no deben contar nunca con un lector
sacrificado, que va a leerles hasta el final. […]
El lector ha de verse implicado en los afectos y las emociones que el argumento pone en
juego […]. Habrán de tener atractivo, plantearle un conflicto al lector; ponerle en aprietos apenas
se asome a la historia. […]
Cuando leo esas páginas no necesito “seguir” al autor. Él se me ha anticipado, diríamos. Ha
previsto dónde puedo perderme, y ha llenado el texto de pequeñas flechitas, indicaciones,
rampas, aceras automáticas. […]
Que sople por lo párrafos un vientecillo suelto y aliviador. Esa especie de “engrudo” textual
que va fijando la atención lectora de frase en frase.”

En el relato, esta sensación de continuidad se consigue a través de las


repeticiones. Según parece, en cada acto de atención lectora una persona sólo abarca un
máximo de quince palabras. Por eso, el narrador debe recordarle constantemente el
contexto en el que se desarrolla la historia, para que no pierda el “hilo ficcional” y se
distraiga. Esto se consigue a través de numerosas redundancias y repeticiones que se
dan a lo largo de todos los párrafos de un relato. Como es lógico, de la pericia del
escritor depende que esas redundancias pasen desapercibidas, sean invisibles como
cualquier otro artificio técnico.

¿Qué ocurre en magia? Como antes ocurría con la visibilidad, es evidente que el
contexto de un juego no deja de estar a la vista del espectador, porque tiene lugar en el
mismo espacio que la realidad cotidiana (es un espacio superpuesto, como decíamos).
Parece que no hace falta repetir que la baraja está sobre la mesa o que las monedas están
en la mano, porque el espectador puede verlo en cada momento. Y es verdad8.

Por otra parte, la importancia de mantener la atención resulta evidente para


cualquier actuante que se haya enfrentado con cierto criterio a un público profano, así
que no insistiré sobre ello, aunque la redundancia venga ahora más a cuento que nunca.
Qué menos que el público no se distraiga o se aburra ante lo que el mago le ofrece.

De igual modo, una vez hayamos conseguido que el espectador penetre en el


espacio de ficción –con todo lo que nos ha costado–, en esa otra realidad en la que no se
tienen en cuenta los medios materiales y técnicos como ocurre con el lector que se
olvida de las palabras, pues parece fácil concluir que no conviene despertarlo mediante

8
Aunque ahora me viene a la mente la teoría de Tamariz, que afirma que repite tres veces los detalles
importantes de un juego (dos verbalmente y otra por gestos) para que se graben en la consciencia del
espectador. Es un artificio muy similar al que apuntábamos para la continuidad en un texto literario.

9
continuas referencias al truco. Digo “parece fácil” porque no lo es. Estas referencias
explícitas al truco –mediante su negación, muchas veces– son constantes en la forma de
presentar la magia a la que estamos acostumbrados. Más sobre esto en el epígrafe
“Magia ficcional y magia realista”.

Por último, a un nivel un poco más sutil, la continuidad en la experiencia del


espectador depende también de la solidez del contexto ficcional. Es decir, que el mundo
generado por una representación mágica, ya sea más o menos ambicioso, más o menos
parecido al cotidiano, ha de mantenerse en pie. Dicho de otro modo: que las reglas que
rigen en el espacio de ficción, cualesquiera que sean, han de respetarse para garantizar
que la ensoñación se manifieste de un modo ligado y continuo. Y si no, el espectador se
“despertará” por sentirse engañado.

Un ejemplo práctico y simplón: si en un juego el mago se atribuye una increíble


capacidad memorística y adivina una carta elegida por eliminación, porque se ha
aprendido toda la baraja de memoria (este es el contexto ficcional), pues no sirve que
chasquee los dedos a modo de gesto mágico en el momento de la adivinación, o que le
pida al espectador que piense en la carta para concentrarse en su mente. Esto supondría
una discontinuidad en el desarrollo de la ficción y llamaría la atención de cualquier
espectador mínimamente avezado. Para entendernos, es como si en un relato leemos que
el protagonista “se arrojó por la vorda del varco”. A poco que uno tenga una cierta
sensibilidad ortográfica, las palabras volverían a aparecer con toda claridad ante sus
ojos. El “varco” funcionaría como un estridente despertador a las siete de la mañana.

Personalidad

Y ya por último, llegamos al cuarto de los elementos que favorecen la ficción


narrativa, el más difícil de razonar: la personalidad del escritor, esa cualidad inasible
que en última instancia hace que la historia que cuenta nos implique y fascine, que esté
plagada de descubrimientos –de cosas que no sabemos–. En definitiva, lo que un lector
busca cada vez que abre un libro de Borges, Cortázar u otro escritor portentoso:
encontrar delante de sus ojos esa escritura magnética, recorrida por una extraña
intensidad.

No me extenderé más en esto, que bien puede ser el quid de la cuestión. Que la
ensoñación que provoca en el espectador un acto mágico depende del magnetismo
personal del actuante es algo tan evidente como difícil de descifrar. No es necesario
insistir en que cualquier espectador se entregará sin reservas al mundo que le propongan
Juan Tamariz, René Lavand o Fred Kaps, por citar sólo algunas de las grandes
personalidades en magia.

Magia ficcional y magia realista

Como puede deducirse de lo hasta aquí escrito, propongo, en magia igual que en
el arte narrativo, una concepción amplia de la idea de “ficción”, que alude al mecanismo
–sea psicológico o de otra naturaleza, no lo sé– mediante el cual un lector o espectador
se desliga de la realidad común para ocupar sensorialmente otro espacio, paralelo o
superpuesto. Hemos visto también que todo esto tiene poco de metafísico, ya que se
produce a través de una simple distracción o percepción alterada de la realidad –donde
no se oye el runrún del frigorífico– o, dicho de otro modo, mediante el olvido de los

10
artificios técnicos que posibilitan la literatura o la magia para centrarse en la experiencia
estética que generen cualesquiera de estas disciplinas.

En este sentido, resulta revelador ser consciente de que este mecanismo opera en
el lector tanto en el género fantástico como en el hiperrealista. Cuando leemos un relato
o novela de corte realista –de Galdós, por ejemplo, en el que no encontraremos nada que
no pudiera ocurrir en el mundo real–, experimentamos la misma experiencia de ficción
que cuando nos enfrentamos a un cuento fantástico en un planeta imaginario de Ray
Bradbury o en El Aleph de Borges. Lo que cambia es que el espacio paralelo es más o
menos parecido al cotidiano. Pero el tictac del reloj se esfuma por igual en uno y otro
caso.

Para complicar la cuestión, resulta que en magia no se utiliza la palabra


“ficción” de manera unívoca, sino que adopta varias acepciones. Sirve no sólo para
definir el mecanismo descrito en términos generales, sino también como género mágico,
del mismo modo que son géneros narrativos la “literatura fantástica” o “realista”. En
efecto, han quedado establecidas dos grandes categorías en la práctica de la magia: la
magia ficcional (defendida principalmente por “los buenos”) y la magia realista (a la
que se adscriben casi todos “los malos”).

Pues bien, a partir de lo expuesto, podemos concluir sin arriesgarnos mucho que
la magia ficcional es la que por cualquier expediente produce en el espectador la
inmersión ficcional. Es decir, la que le hace olvidar que asiste a una representación –
como el lector ante el que desaparecen las palabras de su libro– y le distrae de los
artificios técnicos que hacen posible el hecho mágico para centrarse en un espacio
donde lo insólito cabe como posibilidad. Y accede a esto como vivencia de los sentidos,
no como experiencia racional.

La definición no brilla por su atrevimiento (la magia ficcional es la que provoca


la ficción) y podría calificarse de inútil. Más que yo se ha atrevido Ricardo Rodríguez, y
además lo dice mejor9:

“La ficción mágica es aquel tipo de magia que defiende que el efecto es tan sólo una pieza
más de la ficción que representa todo juego de magia. El juego de magia procede del resultado
de escoger elementos que provienen de la realidad que los espectadores comparten con el mago
y el objetivo del efecto es conseguir que los espectadores experimenten otras percepciones de
esa realidad.
En la ficción mágica el truco no importa, no porque el mago pretenda negar su existencia,
sino porque cuestionarse la posibilidad o no de truco no tiene sentido. […]”

Y Gabi, en su artículo Realismo & Ficción (Una aproximación), profundiza


sobre esto. En su manera de concebir la magia ficcional, la dualidad “prestímano/mago”
resulta fundamental. El prestímano es un personaje “realista”, previo a la experiencia de
ficción: es quien toma las decisiones técnicas a la hora de componer el juego, quien
elige si conviene utilizar la cuenta Elmsley en un momento determinado de la rutina o si
debe devolver las cartas empalmadas antes o después del efecto. Pero en la actuación el
prestímano desaparece y deja paso a la presencia viva del mago, protagonista del
espacio de ficción, a quien se encuentra el espectador una vez sumergido en la
“película”. Como personaje que habita una realidad donde no se oye el tictac del reloj,

9
Ver “La propuesta conciliadora”, pág. 35: Magia de altura, Notas de Conferencia 2008. Y antes, en su
artículo Un intento de conciliación (Circular E.M.M.).

11
el mago no conoce la cuenta Elmsley: sólo sabe contar cartas10. A partir de esta idea
define Gabi la magia ficcional:
“La magia ficcional prescinde del prestímano, reivindicando la presencia del mago como
totalidad, una presencia ficcionalizada capaz de reinventarse a sí misma en cada representación.
[…] Se fundamenta en una conciencia de la magia donde no cabe el concepto de truco y, por
ende, donde nunca está garantizada de antemano la experiencia mágica, fundamentando su
posibilidad en la interacción del mago y el espectador como co-creadores de la misma, siempre
renovada y siempre distinta.
[…] Apela al espectador como co-creador, concibiendo al público como un rostro de
múltiples sensibilidades abiertas, por vía imaginaria que no racional, a la supresión de la
incredulidad.”

A la vista de lo explicado en estos textos y en los epígrafes precedentes, se


puede llegar a conclusiones clarificadoras. Por ejemplo, que la magia de ficción no es la
que se cuenta a través de una historia, ni la que tiene poesía, ni una presentación
fantasiosa, ni metáforas, ni referencias simbólicas, ni músicas intimistas, ni velas o
gestos mágicos… aunque no excluya todos estos elementos, que además pueden
favorecerla. El resultado ficcional puede alcanzarse por cualquiera de estos expedientes,
o por otros muchos. En mi opinión, nuestro reto –aunque sea ahora, cuando todo esto es
todavía muy nuevo para nosotros– es intentar provocarla de la manera más pura posible,
con los mínimos elementos externos. Es decir, mediante el “lenguaje mágico”, sea cuál
sea el significado de esta palabreja11. Es lo que ocurre, creo, en el ejemplo descrito de la
adivinación de la carta “al ritmo”. Esta pureza es defendible aunque sólo sea para
conocer las cualidades que le son propias al arte mágico y que no tiene que pedir
prestadas en otros ámbitos.

Por el contrario, la magia realista es aquella en la que el espectador no deja de


ser consciente de los medios técnicos que posibilitan el hecho mágico, por lo que no
abandona el espacio común y real en que se desarrolla la actuación. Y esto puede ocurrir
por incapacidad del mago –porque se le vea o sospeche el truco–, o por decisión
consciente –un ejemplo gráfico: el de Vernon, cuando explica el falso depósito poco
antes de las cargas finales de los cubiletes–. En palabras de Ricardo Rodríguez:

“La magia realista es aquella tendencia mágica en la cual, la existencia de truco no sólo no se
oculta sino que además se hace explícita. Es común en esta forma de entender la magia aludir
constantemente al truco, a ella se adscribe la escuela heredera de la magia de Dai Vernon. Este
tipo de magia se basa en el choque intelectual. El espectador sabe que detrás de lo que contempla
hay un artificio, el misterio tiene lugar porque se desconoce en qué consiste el contenido del
mismo.”

Y Gabi:

“La tendencia más evidente es, sin ningún género de dudas, la de carácter realista basada en
la negación del truco como desafío a la realidad común a mago y espectador. […]
La magia realista tiende a mostrarse desde la perspectiva no de un mago sino de un
prestímano disfrazado de mago en el que se encarna el concepto de truco.
[…] Da por supuesto que si el juego no rebela su truco, la magia como experiencia hace acto
de presencia. Es decir: si no hay truco, hay magia. Su concepción mágica es, así, de corte
racionalista antes que imaginaria.

10
Esta misma dualidad se da también en la obra literaria (escritor/narrador) y más acusadamente en el
teatro (actor/personaje).
11
¿Tema del Encuentro Mágico de Montegrande 2009?

12
[…] La magia realista tiende a anular la presencia del espectador concreto (colabore
directamente o no en la representación mágica) y con él al público en general, objetivándolos y
generando así potenciales críticos. Su presencia se reduce a ser meros contempladores bajo la
fórmula más o menos disimulada del “ver, oír y callar”, pues el aplauso se da por supuesto.”12

Quede claro que “magia realista” me parece un término inexacto y confuso para
definir este género. Hemos visto que en el ámbito narrativo, el mecanismo de la ficción
se activa con independencia de si el relato que leemos es fantástico o realista, porque lo
que importa es la vivencia de otra realidad y no que ésta sea más o menos parecida a la
cotidiana. También en magia sucede lo mismo. Por ejemplo, el mago que recurre al
“reto”, un contexto ciertamente apegado a la realidad, puede generar la inmersión
ficcional igual que el que se vale de la presentación más fantasiosa, siempre que la idea
de truco permanezca invisible. No creo que fuera raro en Slydini crear experiencias de
ficción a través de su tratamiento del reto. En este caso, estamos ante verdadera “magia
ficcional” (de corte realista) y no ante “magia realista”. Esta última se da sólo cuando el
mago llama la atención sobre los artificios de su oficio, aunque sea para negarlos,
interrumpiendo el sueño de la ficción.

Y no creo que sea conveniente que el género realista cargue con la maldición de
ser inferior, menos válido o profundo que el ficcional, aunque sólo sea porque es la
opción realista la que hasta la fecha ha servido a la magia, como regla general, y la que
ha demostrado ser más eficaz en un mayor número de ocasiones. Con todo, sí es cierto
que en las todavía incipientes manifestaciones mágicas de lo ficcional –desde que Gabi
las hiciera conscientes–, hemos percibido esa misma sensación de la escritura
magnética, recorrida por una extraña intensidad que a veces echamos de menos en la
manida opción realista. En esta dirección apunta Gabi:

“Entre ambos extremos caben múltiples posturas. Sin embargo, la concepción ficcional de la
magia sirve, además, como contrapunto crítico de la magia de concepción realista, sobre todo, en
su exacerbada conciencia del truco.”13

Con todo, la opción realista no es tan descabellada como pueda parecer a nivel
teórico. Igual que en magia, también en la literatura se dan casos de escritores que
utilizan como herramienta expresiva el propio hecho de despertar al lector de su sueño
de ficción, igual que hacía Vernon en los cubiletes. Muchos de estos ejemplos
pertenecen a lo que los críticos han llamado –con ciertos tintes despectivos–
“metaficción”. Así la define John Gardner14: un relato que llame la atención sobre sus
métodos y que muestre al lector qué es lo que le está ocurriendo a la vez que lee. En
este caso, la ley del “sueño vívido y prolongado” deja de ser operativa; muy por el
contrario, las rupturas en la continuidad del sueño son tan importantes como el sueño
mismo. Y por si no nos parece suficientemente aplicable a nuestro oficio, añade: La
metaficción deconstruye llamando directamente la atención sobre los trucos propios de
la ficción.

Incluyo un fragmento de Rayuela (Capítulo 90), en el que creo que resulta


evidente cómo Cortázar se vale de este recurso, no por su impericia –como la falta

12
Realismo & Ficción. Una aproximación, Gabi.
13
Realismo & ficción, pág. 2.
14
El arte de la ficción, John Gardner (Ediciones Fuentetaja, 2001), pág. 114. No confundir con el libro,
del mismo título, de David Lodge (Ediciones Península)

13
ortográfica de antes– sino muy conscientemente, para romper la continuidad ficcional y
que las palabras del texto reaparezcan ante el lector:

“En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que
iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: "El gran hasunto", o "la hencrucijada". Era
suficiente para ponerse a reír y cebar otro mate con más ganas. "La hunidad", hescribía
Holiveira. "El hego y el hotro". Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más
despacio al asunto, se sentía mejor. "Lo himportante es no hinflarse", se decía Holiveira. A partir
de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio”.

Dicho esto, y sin perder de vista las ventajas e inconvenientes que presentan
estos géneros mágicos (ficcional y realista), quizás la opción más reveladora, la que más
conviene a la magia, sea la posible conciliación de ambos. El estudio más exhaustivo
hasta la fecha para aunar los dos mundos es el de Ricardo Rodríguez, en la referencia ya
citada: “La propuesta conciliadora” (Magia de altura, Notas de Conferencia 2008),
versión corregida de su artículo Un intento de conciliación (Circular E.M.M.).

Continuidad de los parques

Aquí lo dejo. Creo que todo esto puede servir al menos como punto de partida.
Una vez sumergidos en el sueño de la ficción, entran en juego muchos otros conceptos –
la mayoría apuntados por Gabi– que se orientan a regir el comportamiento del actuante
desde el momento en que deja de ser prestímano para convertirse en mago.

Y al fin y al cabo lo que falta son los juegos, porque es muy fácil y cómodo
recorrer los conceptos encasillados de la teoría sin salirse del papel. Sea lo que sea la
magia ficcional tendrá que estudiarse no por definiciones teóricas a priori, sino a partir
de un conjunto de juegos de magia, algo que todavía es difícil por lo incipiente del
concepto.

Para descansar de tanto argumento “sesudo”, me despido con un relato de


Cortázar, probablemente el más corto de sus cuentos, titulado Continuidad de los
parques, en el que el autor argentino fantasea con el proceso mismo de la ficción y las
inquietantes posibilidades de la ensoñación de un lector. Os recomiendo que lo leáis en
vuestro sillón favorito (a poder ser, de terciopelo verde):

“Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que
lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había
venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas
y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.

14
Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era
necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa
hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió
los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las
palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo
alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.”

Continuidad de los parques, Julio Cortázar (“Final del juego”, 1956)

15

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