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Filosófico pedagógica II
Prof. Ruben CAVIGLIONE
Max Scheler inicia su libro El puesto del hombre en el cosmos, publicado en 1928, 8
presentando tres ideas clásicas acerca del hombre.
La razón, que había sido considerada por el pensamiento griego como el atributo
eminente del hombre, pasa a ser en San Agustín y en el pensamiento cristiano, en
general, un instrumento sospechoso que puede llevar al hombre por el camino de la
tentación y del pecado. La máxima clásica, “conócete a ti mismo”, entendida como
práctica del autoexamen racional, va a ser criticada por esta antropología. En particular
por Pascal, quien dirá:
Qué será de ti, ¡oh hombre!, que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote
de la razón natural… Conoce, hombre soberbio, qué paradoja ere para ti mismo.
Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil… y escucha de tu maestro tu 8
condición verdadera, que tú ignoras. Escucha a Dios.
Esta idea clásica es la más difundida en la filosofía occidental y, con variantes, va desde
Sócrates hasta Hegel, pasando por Platón, Aristóteles, Descartes y Kant.
Cuando Sócrates afirma que una existencia sin examen no merece la pena vivirse, quiere
señalas que una vida al margen de la razón no puede ser considerada una vida humana.
El examen racional de las cosas y el autoexamen son esenciales al ser humano.
Aunque esta segunda concepción del hombre parece antagónica de la primera, no han
faltado intento de conciliación entre ambas; tal es el caso de Santo Tomás, quien toma
elementos de la idea aristotélica del hombre y los incorpora a la concepción cristiana.
Todo ser vivo se halla adaptado y coordinado con su medio ambiente. Esa coordinación la
logra mediante la cooperación y el equilibrio entre el sistema receptor, por el cual una
especie biológica recibe los estímulos externos, y el sistema efector, por el cual reacciona
ante los mismos. Ambos sistemas se hallas siempre estrechamente entrelazadados. Pero,
según Cassirer, filósofo alemán, el hombre ha descubierto un nuevo método para
adaptarse a un ambiente. En su Antropología filosófica, publicada en 1945, dice:
Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todas las especies
animales, hallamos en él como eslabón intermedio algo que podemos señalar como
sistema “simbólico”. Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida
humana. Comparando con los demás animales el hombre no sólo vive una realidad
más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad. Existe una
diferencia innegable entre las reacciones orgánicas y las respuestas humanas. En el
caso primero, una respuesta directa e inmediata sigue al estímulo externo; en el
segundo, la respuesta es demorada, es interrumpida y retardada por un proceso
lento y complicado del pensamiento. A primera vista semejante demora podría
parecer una ventaja bastante equívoca; algunos filósofos han puesto sobre aviso al
hombre acerca de este pretendido progreso. El hombre que medita, dice Rousseau,
“es un animal depravado”; sobrepasar los límites de la vida orgánica no representa
una mejora de la naturaleza sino su deterioro.
El pensamiento, que se interpone entre el estímulo y la respuesta, constituye el sistema
simbólico que diferencia al hombre del animal. No se puede determinar si esto es o no
una ventaja respecto del animal. En general, el irracionalismo lo ha negado. Pero,
continúa Cassirer:
Sin embargo, ya no hay salida de esta reversión del orden natural. El hombre no
puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las 8
condiciones de su propia vida; ya no vive en un puro universo físico sino en un
universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen partes de
este universo, forman los diversos hijos que tejen la red simbólica, la urdimbre
complicada de la experiencia humana. Todo progreso en pensamiento y experiencia
afina y refuerza esta red. El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de un
modo inmediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a cara. La realidad física
parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad simbólica. En
lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, conversa constantemente
consigo mismo. Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en
símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada
sino a través de la interposición de este medio artificial.
Entre el hombre y la realidad se ha constituido un mundo de símbolos. El lenguaje de la
ciencia, del arte, de la religión, etc., se interpone entre el hombre y el universo físico. Sin
el lenguaje no podemos llegar a la realidad, pero sólo conocemos de la realidad aquello
que, por decirlo así, encaja en el lenguaje. Esta situación, según Cassirer, no sólo se da
en la esfera teórica, sino también en la práctica.
Su situación es la misma en la esfera teórica que en la práctica. Tampoco en ésta
vive en un mundo de crudos hechos o a tenor de sus necesidades y deseos
inmediatos. Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones
y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños. “Lo que
perturba y alarma al hombre –dice Epicteto-, no son las cosas sino sus opiniones y
figuraciones sobre las cosas”.
A partir de lo expresado, Cassirer se propone corregir la clásica definición de hombre
como animal racional. El término razón es demasiado estrecho; al lado del lenguaje
conceptual tenemos un lenguaje emotivo; al lado de la ciencia racional tenemos la
religión, el arte, etc. Pero lo común a la ciencia, religión y arte es el constituir un universo
simbólico, el utilizar formas simbólicas. Concluye Cassirer:
Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como a un animal racional lo definiremos
como un animal simbólico. De este modo podemos designar su diferencia específica
y podemos comprender el nuevo camino abierto al hombre: el camino de la
civilización.
Pero también sería un error representarse ese quid nuevo, que hace del hombre un
hombre, simplemente como otro grado esencial de las funciones y las facultades
pertenecientes a la esfera vital, otro grado que se superpondría a los grados
psíquicos ya recorridos –impulso afectivo, instinto, memoria asociativa, inteligencia y
elección- y cuyo estudio pertenecería a la competencia de la psicobiología. No. El
nuevo principio que hace del hombre un hombre, es ajeno a todo lo que podemos
llamar vida, en el más amplio sentido, que en el psíquico interno o en el vital externo.
Lo que hace del hombre un hombre es un principio que se opone a toda vida en
general; un principio que, como tal, no puede reducirse a la “evolución natural de la
vida”, sino que, si ha de ser reducido a algo, sólo puede serlo al fundamento de que
también la “vida” es una manifestación parcial. Ya los griegos sostuvieron la
existencia de tal principio y lo llamaron la “razón”. Nosotros preferimos emplear, para
designar esta X, una palabra más comprensiva, […] Esa palabra es espíritu. Y
denominaremos persona al centro activo en que el espíritu se manifiesta dentro de
las esferas del ser finito, […]
La presencia del espíritu en el hombre posibilita que éste, a diferencia del animal, 8
pueda ver el mundo como objeto y no como mero centro de resistencia a sus impulsos.
Esto le permite afirmar:
El hombre es, según esto, el ser vivo que puede adoptar una conducta ascética
frente a la vida -vida que le estremece con violencia-. El hombre puede reprimir y
someter los propios impulsos; puede rehusarles el pábulo de las imágenes
perceptivas y de las representaciones. Comparado con el animal, que dice siempre
“sí” a la realidad, incluso cuando la teme y rehúye, el hombre es el ser que sabe
decir no, el asceta de la vida, el eterno protestante contra toda mera realidad. […] En
este sentido ve también S. Freud en el hombre el “represor de sus impulsos” –en su
obra: Allende el principio del placer-. Y sólo porque es esto, puede el hombre edificar
sobre el mundo de sus percepción, un reino ideal del pensamiento; y por otra parte,
puede canalizar la energía –latente en los impulsos reprimidos- hacia el espíritu que
habita en él. Esto es: el hombre puede sublimar la energía de sus impulsos en
actividades espirituales.
…el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del
existencialismo.
Cada etapa que alcanza lo deja inconforme y perplejo, y esta misma perplejidad lo
apremia a encontrar soluciones nuevas. No existe ningún “impulso de progreso”
innato en el hombre; es la contradicción inherente a su existencia la que lo hace
seguir adelante. Habiendo perdido el Paraíso –la unidad con la naturaleza- se ha
convertido en el eterno peregrino (Ulises, Edipo, Abraham, Fausto); está compelido a
proseguir y, con esfuerzo constante, hacer a lo desconocido conocido, llenando con
respuestas las lagunas de su conocimiento. Debe dar cuenta a sí mismo y del
significado de su existencia.
e) Carlos Marx: el hombre como transformador de la naturaleza
Podemos decir, a grandes rasgos, que en el marxismo hay dos temas importantes: "el
materialismo dialéctico" (diamat) y "el materialismo histórico" (hismat). Para Marx
sólo hay dos tipos de filosofías: el idealismo y el materialismo. El idealismo se
caracteriza por dar primacía al espíritu sobre la materia, a la conciencia sobre lo real.
El materialismo, por el contrario da primacía a la materia sobre la conciencia.