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29 de agosto de 1897
AUTOR: TLAXCALA ÊáÇßÓßÇáÇ
Traducido por Tlaxcala
Un documento histórico
Para celebrar el segundo aniversario de su creación, Tlaxcala, la red de traductores
por la diversidad lingüística, ofrece a sus lectores y amigos un documento histórico:
el discurso de Max Nordau pronunciado en el I Congreso Sionista de Basilea en
agosto de 1897, en el que ejerció como primer vicepresidente. Este discurso, al igual
que el conjunto de las intervenciones en dicho Congreso, ha sido confidencial
durante 111 años y solo ha visto la luz en alemán. El “Protocolo oficial” del Congreso,
basado en las notas estenográficas, fue publicado por la Asociación Eretz Israel de
Viena en 1897 y reeditado en 1911 en Praga. Tlaxcala prepara una edición
multilingüe de 130 páginas de dicho protocolo, un documento histórico fundamental
para entender la génesis del Estado judío que celebra este año su 60 aniversario. El
discurso de Max Nordau, que publicamos hoy en varias lenguas, es un anticipo de
esta publicación. Hacemos un llamamiento a todos los que estuvieran interesados en
participar-económica o técnicamente- en este proyecto.
Escríbannos a tlaxcala@tlaxcala.es.
Una apuesta a ciegas
Simon Miksa Südfeld, nacido en 1849 en
Budapest, cambia su nombre por el de
Max Nordau cuando se establece en Berlín
en 1873. Fue periodista del Die Neue
Freie Press que le enviará a París, donde
pasará la mayor parte de su vida y morirá
en 1923. Mientras que la historia ha
consagrado el nombre de Theodor Herzl
como fundador del sionismo moderno,
realmente fue Nordau quien impulsó la
organización del Congreso fundador de
Basilea, que se desarrolló en el casino de
la ciudad suiza, tras la negativa de la
comunidad judía de Munich a albergarlo,
y al que asistieron 162 delegados.
El nacimiento del sionismo estatal moderno marca una derrota del pensamiento
racionalista heredado de la Ilustración y de la Revolución Francesa entre
intelectuales que estaban muy impregnados de él. El concepto romántico alemán de
nación, que desembocará en la ideologia Völkisch (nacional-popular) del Blut und
Boden (la sangre y el suelo), común al sionismo y al nazismo, estaba en flagrante
contradicción con el concepto heredado de la Revolución Francesa y resumido en la
formula soberana de Ernest Renan: “La nación es un plebiscito de todos los días”,
dicho de otro modo, no es resultado de factores “naturales”, sino de un acto de
voluntad.
El hecho es, cosa que no digo a nadie, que sólo tengo un ejército de gorrones
(Schnorrer , parásitos, maleantes en yiddish, NdT. Sólo estoy a la cabeza de
muchachos, mendigos y alcahuetes (schmock, capullos, en yiddish NdT). Muchos se
aprovechan de mí. Otros ya están envidiosos o son desleales. Los terceros
abandonan tan pronto como se les abre una pequeña carrera. Pocos son entusiastas
desinteresados. Sin embargo, este ejército bastaría por completo si solamente se
mostrase el éxito. Entonces se convertiría rápidamente en un vigoroso ejército
regular. Así que vamos a ver qué nos trae el futuro inmediato.“
Hasta cierto punto, Nordau logró predecir el completo fracaso del futuro Estado
judío. El nostálgico anhelo de Nordau hacia el gueto, la segregación y el aislamiento
judío se puede entender como una anticipación de la insoportable realidad israelí
actual de “muros de defensa” así como del todopoderoso arsenal nuclear que
amenaza a diario la paz mundial.
“El judío”, decía Nordau, “considera que pertenece a un linaje especial, el cual no
tenía nada en común con el resto de los habitantes del país. El judío emancipado”
continúa, “es inseguro en sus relaciones con el prójimo, tímido con los desconocidos
[y] desconfiado incluso frente a los sentimientos ocultos de sus amigos.” Por
consiguiente –según Nordau– el judío nunca puede sobreponerse a la pérdida inicial
del gueto, que describe como un ‘refugio’. Para Nordau, la única forma de salvar al
judío de su humillante condición era a través del proyecto nacional sionista.
1. Una forma de vida en la que los judíos encuentran, al final, las más simples pero
elementales condiciones de vida.
Por triste que parezca, esta es –de hecho– una descripción precisa de la realidad
israelí. Se trata, en realidad, de una existencia social segura en una comunidad bien
intencionada, comprometida en una activa limpieza étnica de la población indígena
de la tierra [que ocupan], es decir, los palestinos. En Israel, los judíos celebran la
posibilidad de emplear toda su potencialidad para el desarrollo de su naturaleza
como seres humanos”; en la práctica esto significa dejar morir de hambre a la
población de Gaza, lanzar bombas sobre la población civil y detener a las mujeres
embarazadas en las carreteras y en los controles militares.
Notas de la traductora
2. Autor de “El Estado de los judíos”, considerado el padre del Estado sionista de
Israel.
Los ponentes especiales para cada país les describirán en detalle la situación de
nuestros hermanos en los diferentes Estados. Algunos de sus informes han llegado
hasta mí, otros no. Pero incluso de los países de los que no he recibido informes de
mis colaboradores tengo algún conocimiento, en parte por observaciones propias, en
parte a través de otras fuentes, de tal modo que quizá me sea lícito, sin excesiva
presunción, bosquejar un cuadro general de la situación de los judíos a finales del s.
XIX.
Este cuadro puede pintarse casi con un solo color. En todas las naciones donde los
judíos se encuentran establecidos en número apreciable, reina entre ellos la miseria.
No se trata de esa precariedad general que probablemente sea el irremediable
destino terrenal de nuestra especie. Es una miseria particular que los judíos padecen
no en cuanto seres humanos, sino en cuanto judíos, y de la que se verían libres si no
fueran judíos.
La miseria de los judíos adopta dos formas: una material y otra moral. En Europa
oriental, en el norte de África, en Asia occidental, precisamente en las zonas que
albergan a la inmensa mayoría de los judíos (unas nueve décimas partes), su miseria
hay que entenderla de manera literal. Es un padecimiento físico diario, un temor
continuo al día siguiente, una angustiosa lucha por la mera conservación de la vida.
En el occidente de Europa la lucha de los judíos por la existencia se ha vuelto algo
más sencilla, si bien últimamente se aprecia la tendencia a hacérsela de nuevo más
difícil. Las cuestiones de la alimentación y el techo, y la preocupación por su
integridad física los atormentan menos. La miseria es aquí de tipo moral. Consiste en
los agravios diarios al honor y la autoestima. Consiste en la grosera represión de su
búsqueda de satisfacciones espirituales, una aspiración a la que ningún no judío se
ve obligado a renunciar.
En Rusia, cuya población judía asciende a más de cinco millones y es la patria de
más de la mitad de todos los judíos, nuestros hermanos están sometidos a algunas
limitaciones legales. Sólo una poco numerosa secta judía, la de los caraítas, goza de
los mismos derechos que los súbditos cristianos del zar. Al resto de los judíos les
está prohibido residir en gran parte del país. Únicamente ciertas categorías de judíos
disfrutan de libertad de movimientos; por ejemplo, los comerciantes del primer
gremio, los poseedores de títulos académicos, etc. Pero para pertenecer al primer
gremio de comerciantes hay que ser rico y pocos judíos rusos lo son, y tampoco
muchos pueden conseguir allí títulos académicos, ya que los centros estatales de
enseñanza media y superior permiten el ingreso de un número muy limitado de
estudiantes judíos y los diplomas extranjeros no confieren derechos ante la Ley. A
los judíos les está prohibido ejercer algunos oficios que están permitidos a cualquier
ruso cristiano. Estos infelices se encuentran hacinados en algunos distritos, donde
carecen de la menor oportunidad de poner en práctica sus capacidades y su buena
voluntad. Se les escatiman los recursos educativos del Estado y no pueden abrir
centros propios porque son demasiado pobres. Quien puede emigra, para buscar en
el extranjero el aire y la luz que se le niega en la patria. Quien no es lo bastante
joven o audaz para ello, permanece en la miseria y se degrada mental, moral y
físicamente.
De Rumanía, con su cuarto de millón de judíos, nos cuentan que también allí
nuestros hermanos carecen de derechos. Les está permitido vivir sólo en las
ciudades, se encuentran a merced de cualquier arbitrariedad de las autoridades y de
los funcionarios más viles, expuestos en ocasiones a la sangrienta violencia de la
chusma y viven en las peores condiciones económicas. Nuestro ponente especial
para Rumanía estima que la mitad de los judíos rumanos se encuentra en la
indigencia más absoluta.
Espantosas son las situaciones que nos descubre nuestro ponente especial para
Galitzia. Según los datos del Dr. Salz, de los 772.000 judíos de Galitzia el 70% son
mendigos, pobres de profesión que piden limosna, la mayoría de las veces sin
recibirla. No quiero adelantarles más detalles de su informe. No es necesario que
ustedes sientan una vez más el horror que su informe va a producirles.
El mismo lamento resuena desde Bulgaria: una ley hipócrita que no hace diferencias
por razón de credo a la que las autoridades hacen caso omiso; una hostilidad en
todos los círculos sociales que echa atrás a los judíos; necesidad y miseria para la
inmensa mayoría de ellos, sin esperanza de mejora.
En Hungría, los judíos no tienen queja. Disfrutan de todos los derechos ciudadanos,
pueden trabajar para ganarse el pan y su situación económica es cada vez mejor.
Cierto es que este feliz estado no dura tanto tiempo que haya permitido a los judíos
salir de la extrema pobreza, de modo que tampoco en Hungría han comenzado la
mayoría de ellos a conocer el bienestar. Además, quienes conocen la situación
aseguran que también allí, bajo la superficie, continúa ardiendo la llama del odio a
los judíos y que en la primera ocasión romperá a arder con fuerza devastadora.
He de dejar a un lado los 150.000 judíos de Marruecos y los de Persia, cuya cifra
desconozco. Los más pobres ya no tienen fuerzas siquiera para rebelarse contra su
miseria. La sobrellevan con muda sumisión, no se quejan y sólo llaman nuestra
atención cuando la chusma asalta el gueto, lo saquea, y deshonra y mata a sus
habitantes.
Los países que he mencionado determinan el destino de más de siete millones de
judíos. Todos ellos, a excepción de Hungría, mediante la restricción de derechos y la
discriminación oficial o social empujan a los judíos a la condición de proletarios o
mendigos, sin que se les conceda siquiera la esperanza de mejorar sus situación
económica, por muchos esfuerzos individuales o colectivos que hagan.
Los judíos del Europa occidental no están sometidos a ninguna restricción legal.
Pueden moverse y desenvolverse con libertad, exactamente igual que sus
conciudadanos cristianos. Las consecuencias económicas de esta libertad de
movimientos fueron también, sin duda, las más favorables. Las características
raciales del judío —la laboriosidad, la perseverancia, la sobriedad— condujeron a una
rápida disminución del proletariado judío, que en algunos países habría desaparecido
por completo de no haberse visto nutrido por la emigración procedente del este. Los
judíos emancipados del oeste alcanzaron rápidamente un nivel de vida similar al del
resto de la población. En cualquier caso, la lucha por el pan de cada día no adopta
formas tan tremendas como las ya descritas con relación a Rusia, Rumanía o
Galitzia. Pero entre estos judíos surge la otra clase de miseria de los judíos: la
miseria moral.
El judío del oeste dispone de pan, pero no sólo de pan vive el hombre. El judío del
oeste apenas ve ya peligrar su integridad y su vida por el odio del populacho, pero
las heridas de la carne no son las únicas que duelen y hacen que uno se desangre. El
judío del oeste ha entendido la emancipación como la auténtica liberación, y se
apresura a extraer de ella sus últimas consecuencias. Pero los pueblos le dicen que
se equivoca al ser tan ingenuamente lógico. La ley incorpora magnánimamente la
teoría de la igualdad de derechos, pero gobierno y sociedad hacen escarnio de ella,
como en el nombramiento de Sancho Panza para el pomposo cargo de gobernador
de la isla Barataria. El judío dice ingenuamente: «Soy humano, y nada humano me
es ajeno». Y se le responde: «Poco a poco. Tu humanidad hay que emplearla con
prudencia; careces de un auténtico sentido del honor y del deber, te falta moral,
amor a la patria, idealismo, y por tanto hemos de mantenerte alejado de todas las
labores que presuponen esas cualidades».
He de expresar algo doloroso: los pueblos que han emancipado a los judíos se han
engañado sobre sus sentimientos. Para ser realmente efectiva, la emancipación debe
producirse en los sentimientos antes de plasmarse en la ley. Pero no ha sido ése el
caso. La realidad es la opuesta. La historia de la emancipación de los judíos
constituye uno de los capítulos más extraordinarios de la historia del pensamiento
europeo. La emancipación de los judíos no es consecuencia de la comprensión de
que se ha obrado injustamente con toda una raza, de que se les han causado
grandes daños y de que ha llegado la hora de reparar una secular injusticia; es sólo
consecuencia del rígido modo de pensar del racionalismo francés del s. XVIII. Este
racionalismo construyó los principios con la sola lógica, sin prestar atención al
sentimiento vivo, a partir de la certeza de un axioma matemático, e insistió en hacer
valer en la realidad esa creación de la pura razón. «¡Perezcan las colonias antes que
un principio!», dice la célebre exclamación, que muestra la aplicación del método
racionalista a la política. La emancipación de los judíos representa otra aplicación,
igualmente automática, del método racionalista. La filosofía de Rousseau y los
enciclopedistas condujo a la Declaración de los Derechos Humanos. A partir de esa
Declaración, la rígida lógica de los hombres llevó a la revolucionaria emancipación de
los judíos. Conforme a la regla, plantearon un silogismo: todos los seres humanos
tienen por naturaleza determinados derechos; los judíos son seres humanos; en
consecuencia, los judíos tienen por naturaleza derechos humanos. Y así se proclamó
en Francia la igualdad de derechos de los judíos, no por un sentimiento fraternal
hacia ellos, sino por exigencias de la lógica. El sentimiento popular se rebelaba
contra ello, pero la filosofía de la Revolución mandaba colocar los principios por
encima de los sentimientos. Discúlpeseme esta expresión, que no implica ninguna
ingratitud: los hombres de 1792 nos emanciparon por puro alarde de principios.
El resto de Europa occidental imitó a Francia, pero una vez más no por impulso del
sentimiento, sino porque los pueblos civilizados sentían una especie de coerción
moral para hacer suyos los logros de la gran Revolución. Así como la Francia de la
Revolución dio al mundo el sistema de medida de masas y pesos, creó también una
especie de patrón intelectual de medida que el resto de países, de mejor o peor
gana, aceptaron como el patrón con que calibrar su grado de civilización. El país que
pretendiera hallarse en la cumbre de la civilización había de poseer ciertas
instituciones creadas, adoptadas o desarrolladas por la gran Revolución; por
ejemplo, representación popular, libertad de prensa, tribunales con jurado, división
de poderes, etc. La emancipación de los judíos se convirtió en uno de esos elementos
del mobiliario imprescindibles en todo Estado civilizado, como el piano que no puede
faltar en el salón, aunque nadie en la familia sepa tocarlo. Así, los judíos obtuvieron
su emancipación en el occidente de Europa no por un impulso íntimo, sino por
imitación de una moda política, no porque los pueblos hubieran decidido de corazón
tender una mano fraternal a los judíos, sino porque los dirigentes asumieron un
cierto ideal europeo de civilización que exigía también que la legislación recogiera la
emancipación de los judíos. Sólo hay un país al que esto no es aplicable: Inglaterra.
El pueblo inglés no permite que su progreso venga impuesto desde el exterior, la
evolución se produce desde dentro. En Inglaterra, la emancipación de los judíos es
una realidad. No es mera palabra escrita, es un hecho. Se había realizado en el
ánimo mucho antes de ser confirmada explícitamente por el legislador. En atención a
los conservadores, en Inglaterra se evitaba todavía abolir formalmente las
limitaciones de derechos de los no anglicanos, en una época en que los ingleses,
desde hacía ya una generación, no hacían ninguna diferencia social entre judíos y
cristianos. Naturalmente, un gran pueblo con una intensa vida intelectual no se
desembaraza fácilmente de ninguna corriente intelectual, tampoco de los desvaríos
de la época, por lo que también en Inglaterra se dan casos aislados de
antisemitismo. Pero éste se da allí únicamente como imitación de una moda
continental de la que algunos memos se adornan por ser algo novedoso del
extranjero, por esnobismo, como supuesto signo de distinción. En los hechos y cifras
del rico informe del Sr. de Haas sobre la situación de los judíos en Inglaterra
apreciarán ustedes, en suma, que es el más reconfortante de todos los que van a
presentárseles.
La emancipación ha transformado por completo la naturaleza de los judíos y ha
hecho de ellos seres distintos. El judío sin derechos de la época previa a la
emancipación era un extranjero en todos los países, pero ni por un instante se
planteaba rebelarse contra esa situación. Sentía que pertenecía a un linaje especial
que no tenía nada en común con el resto de habitantes del país. No le gustaba la
obligatoria insignia amarilla porque era una invitación oficial a la chusma para que
cometiera con él brutalidades, pero destacaba de buen grado su particular forma de
ser, con más fuerza de lo que pudiera hacerlo la marca amarilla. Cuando las
autoridades no lo recluían en un gueto, él se creaba su propio gueto. Quería vivir con
los suyos y no tener con los cristianos más tratos que los comerciales. La palabra
gueto suena hoy a afrenta y humillación. Pero los psicólogos etnológicos y los
historiadores de las costumbres comprenden que, fuera cual fuera la intención de los
pueblos, los judíos de antaño no percibían el gueto como prisión, sino como refugio.
Es históricamente cierto que sólo el gueto hizo posible que los judíos sobrevivieran a
las terribles persecuciones de la Edad Media. En el gueto, el judío encontraba su
mundo propio, era el hogar seguro, y tenía para él el sentido intelectual y moral de
una patria; allí estaban los compañeros por los que quería —y podía también— ser
respetado; allí residía la opinión pública a cuyo reconocimiento aspiraba y cuyo
desprecio o enojo era el castigo por la indignidad; allí se apreciaban las cualidades
específicas del judío y su desarrollo cosechaba admiración, que es el estímulo del
alma humana. Qué importaba que fuera del gueto se despreciara lo que en el gueto
se valoraba. La opinión de los de fuera no tenía ninguna importancia, pues era la
opinión de enemigos ignorantes. Se aspiraba a obtener el favor de los hermanos, y el
favor de los hermanos era un digna aspiración vital. De esta manera, los judíos del
gueto disfrutaban de una vida plena desde el punto de vista moral. Su situación
externa era insegura, a menudo muy peligrosa, pero internamente conseguían una
completa formación y desarrollo de su idiosincrasia, sin carencias de ningún tipo.
Vivían en armonía y no les faltaba ninguno de los componentes de la vida social
normal. Sentían también instintivamente toda la importancia del gueto para su vida
interior y sólo tenían la preocupación de asegurar su estabilidad por medio de un
muro invisible que era mucho más alto y grueso que el tangible muro de piedra que
los rodeaba. Todos los usos y costumbres judías perseguían inconscientemente la
sola meta de conservar el judaísmo mediante la segregación respecto de los otros
pueblos, la meta de cuidar de la comunidad judía y hacer que cada judío tuviera
siempre presente que se perdería y hundiría si abandonaba su carácter específico.
Este impulso de segregación era la fuente de la mayor parte de los rituales, que el
judío medio identificaba con la fe. Y también otros rasgos distintivos en la
indumentaria y la conducta, rasgos que eran meramente externos y a menudo
casuales, al estar generalizados sólo entre los judíos fueron sancionados por la
religión para asegurar su conservación. El caftán, los tirabuzones, los gorros de piel o
la jerga no tienen evidentemente nada en común con la religión. Sin embargo, los
judíos del este observan con desconfianza, como un comienzo del abandono de la fe,
a los judíos que visten a la europea y hablan correctamente alguna lengua de
Europa. Pues eso representa una ruptura de los lazos que los ligan a los de su
estirpe, y sienten que sólo esos lazos garantizan su conexión con una comunidad sin
la cual el individuo, a la larga, no será capaz de sostenerse moral, espiritual, ni
materialmente siquiera.
Así era la psicología de los judíos del gueto. Luego llegó la emancipación. La ley
aseguraba a los judíos que eran ciudadanos de pleno derecho de su país natal.
Produjo una cierta sugestión en aquellos que la aprobaron, y en su luna de miel
motivó de la parte cristiana declaraciones afectuosas en favor de dicha ley. El judío,
en una especie de embriaguez, se apresuró de inmediato a destruir todos los
puentes tras de sí. Tenía ahora una nueva patria, ya no necesitaba del gueto; tenía
nuevos lazos, ya no necesitaba vínculos con sus hermanos de fe. Su instinto de
conservación se adaptó de inmediato y por completo a la nueva situación. Antes, ese
instinto estaba enfocado a la segregación más absoluta, ahora buscaba la
aproximación y asimilación más extremas. Un útil mimetismo ocupó el lugar de la
salvadora divergencia. Esto se prolongó, con sorprendente éxito, durante una o dos
generaciones, dependiendo del país. El judío podía pensar que era alemán, francés,
italiano, etc., como cualquier otro de los habitantes del país, y creó el patrón de su
vida comunitaria, imprescindible para el pleno desarrollo del individuo, a partir de los
mismos cimientos que ellos.
Ésta es la miseria moral de los judíos, más amarga que la corporal, pues ataca a
personas singulares, más orgullosas y de mayor sensibilidad que las demás. El judío
emancipado es inestable, inseguro en sus relaciones con el prójimo, temeroso en el
trato con desconocidos, desconfiado frente a los sentimientos ocultos incluso de los
amigos. Emplea todas sus fuerzas en la represión y erradicación o, al menos, en una
fatigosa ocultación de su propio ser, pues procura en todo momento que no se le
reconozca como judío. Nunca puede tener el placer de mostrarse tal como es, de ser
él mismo en sus pensamientos y sentimientos, en cada tono de voz, en cada gesto.
Interiormente se convierte en un lisiado, externamente se vuelve falso, lo cual lo
hace ridículo y, como todo lo inauténtico, repelente para las personas de más fina
sensibilidad.
Los mejores judíos de Europa occidental lamentan esta miseria y buscan socorro y
alivio. Han perdido la fe, que permite soportar pacientemente cualquier pena ya que
en ella se reconoce la Providencia de un Dios que castiga pero que, no obstante,
ama. Han perdido la esperanza en la venida del Mesías, la esperanza en que en un
milagroso día el Mesías volverá a reinar sobre la tierra. Algunos buscan la salvación
huyendo del judaísmo. Pero el antisemitismo racista, que niega la virtud
transformadora del bautismo, hace que este plan de salvación tenga pocas
perspectivas de éxito. Y tampoco es recomendable para estos judíos, que además en
su mayoría no son creyentes —naturalmente, no hablo de la minoría de creyentes de
verdad— ingresar en la comunidad cristiana mediante una sacrílega mentira. En
cualquier caso, de este modo surgen unos nuevos marranos, mucho peores que los
de antaño. En éstos había rasgos idealistas como el secreto anhelo de veracidad, un
desgarrador impulso de la conciencia y el arrepentimiento, y buscaban a menudo su
propia expiación y purificación en un martirio deseado. Los nuevos marranos se
apartan del judaísmo con rabia y encono, pero en el fondo de su corazón, aunque no
lo reconozcan, arrastran su propia humillación, su falta de sinceridad, también el
odio al propio cristianismo que les obligó a mentir. Me espanta el desarrollo futuro de
esta generación de nuevos marranos que no se apoya en ninguna tradición, cuya
alma está envenenada por el odio hacia la sangre propia y la ajena, cuya autoestima
está destrozada por la permanente conciencia de una mentira fundamental. Otros
esperan su salvación del sionismo, que no es para ellos el cumplimiento de una
mítica promesa de las Escrituras, sino la vía hacia una existencia en la que el judío
pueda encontrar esas condiciones de vida básicas, elementales, que para todo no
judío de ambos mundos son obvias: un firme sostén social, una comunidad
benévola, la posibilidad de emplear todas sus fuerzas en el desarrollo de su
verdadero ser en lugar de desaprovecharlas de manera autodestructiva en su
represión, falseamiento y ocultamiento. Otros, por último, se indignan ante la
mentira de los marranos y están tan estrechamente vinculados a su patria que la
renuncia que implica el sionismo se les hace demasiado dura y cruel; se echan en
brazos de la subversión más salvaje con la vaga idea de que con la destrucción de
todo lo existente y la construcción de un mundo nuevo quizá el odio a los judíos no
fuera uno de los valores que se rescataran de las ruinas de la vieja situación.
Éste es el rostro que nos muestra Israel en las postrimerías del siglo XIX. Para
decirlo en pocas palabras: los judíos son, en su mayoría, una estirpe de mendigos
proscritos. Siendo más laborioso e inteligente que la media de los europeos, no
digamos de los indolentes asiáticos y africanos, el judío está condenado a la miseria
más extrema de los proletarios porque no se le permite hacer libre uso de sus
capacidades. Enfermado por un irrefrenable ansia de cultura y formación, se ve
expulsado de los lugares donde se obtiene el saber, padeciendo así un auténtico
suplicio de Tántalo cultural en nuestra poco mítica época. Dotado de un enorme
empuje cuya fuerza lo impulsa a salir de la ciénaga en la que se le hunde y trata de
enterrar, su cráneo se estrella una y otra vez contra la espesa capa de odio y
desprecio que se extiende sobre su cabeza. Un ser social como no hay otro, un ser
social al que incluso su fe recomienda como acción meritoria y agradable a Dios que
en la comida se reúnan al menos tres personas y diez para la oración, es excluido
por la sociedad normal, la de sus conciudadanos, y condenado a un trágico
aislamiento. Se le recrimina su impertinencia, pero él sólo aspira a la supremacía
porque se le niega la igualdad. Se le reprocha su sentimiento de pertenencia a la
comunidad que engloba a todos los judíos de la tierra, y su desgracia es, sin
embargo, que a la primera palabra amable de emancipación ha arrancado de su
corazón toda huella de solidaridad judía a fin de dejar ese espacio para el amor a sus
compatriotas. Ensordecido por el aluvión de acusaciones antisemitas, se enajena de
sí llegando a menudo al punto de tomarse por el monstruo físico y moral con que sus
mortales enemigos lo representan. No es raro oírle murmurar que debe aprender de
sus enemigos y tratar de librarse de los vicios que se le reprochan. No considera que
las acusaciones antisemitas son para él completamente vanas y estériles, ya que no
son una crítica de defectos realmente observados, sino el resultado de aquella ley
psicológica según la cual los niños, los salvajes y los necios malvados hacen
responsables de sus males a seres o cosas por las que sienten antipatía. En los
tiempos de la peste negra se acusaba a los judíos de envenenar el agua, hoy los
agricultores les acusan de hacer que descienda el precio del grano, los artesanos de
hundir el pequeño comercio y los conservadores de oponerse por sistema al
gobierno. Donde no hay judíos se señala como causantes de esos mismos males a
otros sectores odiados de la población, generalmente extranjeros, a veces minorías,
sectas o comunidades nacionales. Esta antropomorfización del malestar no prueba
nada contra los acusados, prueba sólo que sus acusadores los odiaban ya antes de
empezar a padecer esos males y se buscaron un chivo expiatorio.
El cuadro no estaría completo si no añadiera un detalle. Una leyenda, en la que
también creen personas serias y formadas, que ni siquiera tienen por qué ser
antisemitas, dice que el poder y todas las riquezas de la tierra están en manos de los
judíos. ¡Inquietantes manipuladores del poder estos judíos que ni siquiera son
capaces de proteger a los de su estirpe del ansia de sangre de la miserable chusma
árabe, marroquí y persa! ¡Personificación de Mammon estos judíos de los que más
de la mitad no posee ni una piedra donde recostar la cabeza, ni un jirón de tela con
que cubrir su desnudez! Este escarnio es el veneno que se introduce en la herida
antes causada por el odio. Cierto es que hay algunos cientos de judíos
inmensamente ricos cuyos ruidosos millones llaman la atención desde muy lejos.
Pero ¿qué tiene que ver Israel con esa gente? La mayoría de ellos afortunadamente
puedo exceptuar a una minoría— pertenecen a lo más bajo y vil del judaísmo que
una selección natural ha orientado hacia los oficios en los que se pueden ganar
millones, y a veces miles de millones, no me pregunten cómo. En una sociedad judía
normal y completa, las características orgánicas de estas personas las harían objeto
del desprecio del pueblo, y en todo caso nunca recibirían los títulos nobiliarios y
honores con que los premia la sociedad cristiana. El judaísmo de los profetas y
tanaim, el judaísmo de Hillel, de Filón, de Avicebrón, de Yehudah Halevi, de
Maimónides, de Espinoza, de Heine no sabe nada de estos acaudalados fanfarrones
que desprecian todo lo que veneramos y ensalzan lo que despreciamos. Esta gente
es la principal excusa del nuevo odio a los judíos, cuyas razones son más económicas
que religiosas. Por los judíos que sufren por su culpa no han hecho otra cosa que
arrojarles limosnas que no les suponen sacrificio alguno y mantener vivo un cáncer
específicamente judío, el parasitismo. Para fines idealistas nunca se ha contado con
su ayuda, y probablemente nunca se contará con ella. Muchos de ellos abandonan el
judaísmo; les deseamos suerte en el viaje y sólo lamentamos que tengan sangre
judía, si bien la de peor clase.
La miseria de los judíos no puede dejar indiferente a nadie, no menos a los pueblos
cristianos que a nosotros, judíos. Es un gran pecado dejar que toda una raza se
degrade moral y físicamente, una raza cuyas virtudes no han negado ni sus peores
enemigos. Es un pecado contra ellos y un pecado contra la obra de la civilización, en
la que los judíos quieren y pueden ser colaboradores activos. Y para los pueblos
puede convertirse en un gran peligro llevar a la exasperación a personas enérgicas y
voluntariosas —cuya talla, para lo bueno y para lo malo, es superior a la media,
haciendo así de ellas enemigos del orden establecido. La microbiología nos enseña
que pequeños seres vivos, inofensivos al aire libre, se convierten en terribles agentes
patógenos cuando se les priva de oxígeno, cuando, como se dice en lenguaje técnico,
se los transforma en seres anaeróbicos. ¡Pueblos y gobiernos deberían pensárselo
dos veces antes de permitir que el judío se convierta en un ser anaeróbico! Podrían
tener que pagarlo caro, hicieran luego lo que hicieran para acabar con el ser dañino
en que por su culpa se convirtiera el judío.
Ya hemos visto que los judíos claman ayuda. Encontrar el remedio será la gran tarea
de este congreso. Cedo ahora la palabra al resto de ponentes, que desarrollarán y
completarán el cuadro por mí esbozado y con cuyas disertaciones la mayoría de
ustedes tendrá la impresión de oír la «kinnoth» [lamentaciones].
Traducido por Javier Fdez. Retenaga
Fuente: Zionisten-Kongress in Basel (29., 30. und 31. August 1897),
Officielles Protokoll, Verlag des Vereines „Erez Israel“, Wien, 1898, S. 9-20.
Veröffentlicht in : Max Nordau: Zionistische Schriften, Berlin 1923 (2.
Auflage),S.. 39-57 y Tlaxcala