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José Antonio Marina Las arquitecturas del deseo OTE Mastered iyo) ole Moye oleae Rae) aes wr p José Antonio Marina Las arquitecturas del deseo Una investigacién sobre los placeres del espfritu EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA, 1, CAMBIANDO DE CABALLO EN MITAD DE LA CARRERA Los libros tienen su destino. Este antiguo adagio se cumple en mi caso palabra por palabra, como muy bien sabe Jorge Herralde, que nunca sabe de qué va a tratar mi anual entrega hasta que la tiene en sus manos. No es que me niegue a decirselo, es que tampoco yo lo sé hasta el uilti- mo minuto. Escribir es mi modo de investigar, y esto hace que el texto sufra las mismas sorpresas, atascos, derrapes, cambios de vias o descarrilamientos que padece la investi- gacién con la que se identifica. Ya saben que me considero un investigador privado, y los detectives nunca sabemos lo que nos depararé cada nuevo caso. Los rasttos nos condu- cen a lugares insospechados y s6lo al final sabemos quién es el asesino. Dicho de manera mds académica: soy un cienti- fico que quiere hacer ciencia sin ideas predeterminadas y sin engolamiento, dejando claro lo pasmosamente diverti- do y azaroso que me resulta el oficio. Comeneé este libro con la idea de estudiar Ia «ideologia del deseo», como clave para entender la cultura actual, que es una cultura de la avidez y de la insatisfaccién. (Como ha- bran visto, abro un paréntesis. Por estar en el portico del caso, me permitiré una broma. Tal vez tendria que hablar de 1 «a culture du désir», porque esto del deseo es muy francés. Han sido los intelectuales franceses ~pais de la revolucién y del lujo, y no uno ambas cosas ni a humo de pajas, ni a humo de inquisicién—los que inventaron una «filosofia del deseo», El demoniaco Rimbaud, tan francés, sabia que «el terror no es francés» [Una temporada en el infierno], pero el apetito, st. En cierta ocasién, Larra escribié: «Un amigo mio ha venido de Paris con la noticia de que Dios no existe, cosa que allf saben de muy buena tinta.» Pues bien, lo del deseo lo saben también de muy buena tinta, tal vez porque st ta- lento para el anilisis psicolégico procede de su tadicidn de brillantes moralistas y éstos siempre han estado muy intere- sados en las concupiscencias. Proust, Julian Green, Gide, Frangoise Sagan contaron las rebeldias y rorcuras del deseo. Bataille se interné en las arenas movedizas del erotismo. Maine de Biran, Bergson y Blondel hicieron una metafisica del impulso, una dialéctica del deseo, una ontologia del dan, Sactte ha descrito las formas viscosas de la voluptuos dad con una precisién aterradora y Merleau-Ponty estudié convincentemente la sexualidad como modo de ser en el mundo, Deleuze, Guattari, Baudrillard, Lyotard son los creadores de esa «ilosofia del desco» que he mencionado. Foucault quiso hacer historiar la construccién del «sujeto deseante», Gilles Lipovetsky es estupendo describiendo la cultura del vacfo que el lujo —un afin de distincién y consu- mo- ayuda a llenar. Y Michel Onfray ha popularizado una reivindicacién filos6fica del placer. Los franceses tienen ade- més un talento peculiar: son «creadores de tendencias». Que un pensador presuntuosamente confuso como Derrida ten- ga éxito en Estados Unidos no puedo explicérmelo sino re- lacionandolo con el prestigio de Chanel n.° 5, Dior, Mo Chandon y el «made in France». Prometo no hacer ninguna broma més, y cierro el paréntesis.) 12 Siempre se han experimentado deseos y, posiblemen- te, en épocas pasadas se manifestaron de manera mis feroz yy menos contzolada que ahora. Al menos eso dice Norbert Elias, que es un historiador del que me fio. Pero las s0 dades sintieron un permanente recelo ante la proliferacién de ansias, codicias y concupiscencias, porque considera- an que eran un peligro para la cohesién social. El deseo es, ademas, la antesala del placer, que también eta mirado con inquina y desconfianza, Ahora, en cambio, y ¢s0 es lo novedoso, el deseo esté bien considerado, y hemos organi- zado una forma de vida montada sobre su excitacién con- tinuada y un hedonismo asumible, No vivimos en la or- fa, sino en el catélogo publicitario de la orgia, es decir, en Ia apetencia programada, La publicidad ya no da a cono- cer los atractivos de un producto. Su funcién es producit sujetos deseantes. «Seduce con una promesa de satisfac- cién —escribe Ramonet-, Fabrica deseos y presenta un mundo en perpetuas vacaciones, distendido, sonriente y despreocupado, poblado con personajes felices y que por fin poseen el producto milagro que nos haré bellos, libres, sanos, deseados, modernos.» Mi propdsito era estudiar esta novedad, este cambio de régimen libidinal, la aceptacién publica del deseo, el desmantelamiento de todas las defensas construidas du- rante siglos para protegerse de su violencia, la desaparicién del miedo social al placer, la liberacién de toda suerte de represiones, la triunfante utopia de las mil pequeftas gulas suscitadas y satisfechas, el centro comercial como metafora practicable y definitiva del paraiso, al que no se llega a tra- vvés de la ascesis, sino mediante la gozosa cada en la renta- cidn, palabra, por cierto, que se ha prestigiado mucho, porque tiene un poco de «morbo», una palabra también curiosa, 13, El libro debfa ser, més que un estudio de sociologia, un caso prictico de psicoandlisis social a mi manera, como el que ya intenté en mis estudios sobre el ingenio y sobre la voluntad. Estas investigaciones no son caprichosas, sino que vienen impuestas por la tozudez de la realidad. Ante el observador social aparecen comportamientos realizados por sujetos concretos y sedicentemente libres, que parecen bailar undnimes al son de una miisica comin que no se escucha; se trata de fenmenos aislados y lejanos, unidos, sin embargo, por galerfas subterraneas, de la misma mane ra que los islotes que aparecen frente a la costa son las crestas visibles de cordilleras sumergidas. Dicho en plata, por debajo de la dermis social que todos vemos hay «siste- mas invisibles», ideologias ocultas, que son la razén de ser de fenémenos dispersos que sin esa referencia resultan inexplicables. Por su eficacia en la sombra despiertan la sospecha de que se trate de conspiraciones, pero no puede haber una confabulacién inconsciente y estos sistemas lo son. Pues en, ¢qué podria ser mas atractivo para un husmeador profesional que internarse por estos laberintos, y hacer espeleologia cultural? Este primer capitulo es un resumen de lo que iba a ser mi investigacién, y una ex- plicacién de por qué cambié de caballo en mitad de la ca- mera. 2 Comenzaré explicandoles con més detenimiento a qu llamo «ideologfa» o «sistema social invisible». Todos esta- mos, en mayor 0 menor medida, influidos por las modas, que ejercen una tiranfa democritica, en el sentido de que somos las victimas las que damos poder al tirano. Por qué 4 apareci6 y triunfé Ia minifalda en un preciso momenco hiss6rico? gPor qué ha tenido ese descomunal éxito Harry Potter? ;Y el inesperado éxito de los méviles? Porque por debajo de elas, enlazando con nuestro sistema de expecta vas y deseos ~tal vez ocultos para nosotros mismos-, opera Ic quic, a st aire, conecta conceptos, un sistema social invis emociones, valores, ereencias, formando asf una estructura que origina y da sentido a preferencias, sensbilidades, com- portamientos que, en superficie, resultan inconexos. Ya sa- a que se lanz6 al mercado precisa- ben que la tinica a para las personas que presumfan de ser independientes fue Marlboro con su imagen del vaquero solitatio. Y los que presumfan de invulnerables ante la publicidad cayeron en la trampa como pajatitos. Mi hipétesis de viejo detective es que nuestra aceptacién social del deseo, su glotificacién, al éxito que lo engrandece, es, a pesar de su superficial evi dencia, el efecto consciente de una ideologta desconocida. Esta nocién -sistema social invisible, ideologla descono- cida~ me parece imprescindible para comprender lo que ocurre y encontrar una légica de lo imprevisto. Les pondré un ejemplo. Por muy buenas razones, la cultura occidental ha evolucionado hacia una afirmacién rotunda del indivi- duo. Los derechos humanos son individuales, y alguno de ellos -concretamente el de libertad de conciencia— instaura la conciencia individual como tiltimo tribunal de nuestro comportamiento, La autonomia personal es el gran valor a defender. Pero las morales son heterénomas, son fruto del pensamiento social. La racionalidad individual puede jus- ficar convincentemente el egoismo. Hume lo dijo con una sincera desfachatez: «Puede resultar racional preferir la destruccién del universo a suftir un rasgufio en la mano.» Nos encontramos con que la moral -al defender la autono- del individuo— ha debilitado, en nombre de la moral, 15 Jos lazos que unfan a la persona con la norma moral, es de- cir, la ha anulado en la prictica. Ha dado a luz un vastago parricida. Eran ficiles de prever los desajustes y problemas que este «sistema invisible» iba a producir, y que Ulrich Beck ha estudiado parcialmente en sus libros sobre la «in- dividualizacién». La moral da a luz la libertad de concien- cia que acaba desahuciando la moral. O mejor la pone en un estado liquido, la liquida, por utilizar la expresién de Bauman. Describir nunca es bastante. Seria intitil una medicina que se limitara a narrar minuciosamente los sintomas de una enfermedad. Por eso, como detective tengo que en- frentarme a un misterio: cémo se construyen esas tramas inconscientes? En mis libros atribuyo esa tarea a una «inte- ligencia computacional» que funciona por debajo del nivel de conciencia, y tiltimamente la neurologia me esta dando la raz6n, porque cada dia se interesa mds en la llamada «in- teligencia no consciente». Es obvio que lo que pensamos y sentimos en el dmbico personal es el resultado de operacio- nes ignoradas por quien las esta realizando. Soy el lugar de aparicién de ocurrencias que sé que son mias, pero a las que asisto como espectador. De repente, como un pollito que rompiera el cascarén, aparece en mi conciencia un deseo. La imagen no es mia. Es de Dostoievski, que la emplea para describir la aparicién en la conciencia del desdichado Ras- kolnikov de una ocurrencia terrible, la de asesinar a una po- bre vieja. Este es el gran escandalo o el gran enigma de la natu- raleza humana: somos protagonistas de una historia que hemos escrito nosotros mismos sin saberlo. Todo sucede neuronalmente ochocientos milisegundos antes de que nos demos cuenta de que esté sucediendo. Lo demostré Libet respecto del movimiento, Damasio respecto de los senti- 16 mientos y Kandel acaba de recordarlo, Vamos siempre un poquito retrasados respecto de nosotros mismos. Escribo conscientemente este libro sobre el deseo, pero no puedo explicar por qué se desperté en mi el deseo de escribir un libro sobre el deseo. A partir de ese momento inexplicable puedo explicar mi elaboracién del proyecto, pero no antes. Paul Valéry consideraba que el misterio de la creacién poe- tica radicaba en la aparicién del primer verso. ;Cémo de- monios se le ocurria al poeta esa ocurrencia tan divina? El resto consistia en buscarle buena compafiia a ese protago- nista inicial. Pero, si soy sincero, ni siquiera puedo explicar cémo se me esté ocurriendo la frase que escribo en este momento. No sé lo que quiero decir hasta que lo he dicho. No sé lo que sé sobre una cosa hasta que no lo he expresa- do, es decir, exprimido de la memoria. Pues bien, en el Ambito social sucede algo semejante. El presente, sus mo- das y vigencias, las movilizaciones sociales, las preferencias y desdenes de una cultura, estan también influidos por un entramado inconsciente, cuya génesis y estructura me inte- resa averiguar. Tenemos, por lo tanto, que admitir un in- consciente personal y un inconsciente social muy habiles en captar relaciones, parecidos, patrones, metéforas, en realizar extrapolaciones, transferir deseos, segregar expecta- tivas y tramar sistemas en los que resultamos apresados sin saberlo y a los que, ademis, prestamos una inocente cola- boracién que los refuerzan. El sistema del deseo constituye un ejemplo de esos dispositivos subterrancos. Antes de describirlo, y para fo- calizar su atencién, les formularé una adivinanza: zqué tienen en comtin la sociedad de consumo, el auge de la vio- lencia, cl aumento de la obesidad, las epidemias de la an- siedad, la fragilidad de las relaciones afectivas, Ia creciente manifestacién de comportamientos impulsivos, los centtos 7 comerciales y los parques temiticos, las campafias de fide- lizacién de las empresas, el aumento de las adieciones, el prestigio de la moda y Ia falta de atencién de los alumnos en la escuela? Aparentemente, nada. Y, sin embargo, creo que todos estos fendmenos son manifestaciones visibles del «sistema ideolégico del deseo» del que les estoy ha- blando. Voy a describir de manera sucinta esas relaciones, descripcién que en el libro que pensaba escribir hubiera sido més exhaustiva y documentada, 6 Comencemos por el primer término de la adivinanza: la sociedad de consumo. Podia empezar por otro cualquie- ta, porque una de las caracteristicas del sistema es que to- dos sus elementos interaccionan, y se puede entrar en él por muchas puertas, pero elijo ésta porque su evidencia es de facil acceso. Define, sin duda alguna, la cultura de los paises desarrollados. «El consumo -escribié el reciente- mente desaparecido Baudrillard es un modo activo de re- lacién (no sélo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo), un modo de actividad sistematica y de respuesta global en el que se funda todo nuestro sistema de cultura» Se suele olvidar que la «economia opulenta» ha alterado ra- dicalmente las funciones de la economia, como sefialé Galbraith. El sistema productivo actual ya no esté ditigido a satisfacer las necesidades existentes. Hay un exceso de produccién, una necesaria y obsesiva exageracién produc- tiva en los paises desarrollados, consumistas, que ya no se rige por la demanda del cliente, sino por la misma oferta que el sistema crea, Primero se fabrica, y lego se induce la necesidad de lo fabricado, que permitira vender esos pro- 18 uctos, con frecuencia excedentes y superfluos. Hace falta ‘ovocar una bulimia, una glotoneria vida, que metafori Pi mente se hace visible en la plaga de obesidad que padece Occidente. Tiene razén B. Turner cuando relaciona los modos del deseo con los modos de produccién. Nos hemos acostumbrado tanto a esta codicia consu- mista que nos parece que siempre ha existido, lo cual no es Gerto. Zola, ejemplo eminente del intelectual comprome- tido, se alarmé hace més de cien afios ante el protagonis- mo econémico del deseo. En 1883, publicé El paraiso de las damas. Treinta afios antes se habfa inaugurado en Paris Bon Marché, una tienda precursora de Ia revolucién co- mercial. En su novela, Zola llama «traficantes en deseos» a los propietarios de los grandes almacenes. Lo que le irrita- ba era el uso de la mercancia como tentacién, Hasta ese momento, las mercancias habjan estado guardadas en ca- jas, esperando la necesidad, la demanda, que las hiciera sa- lir de las estanterias. Pero en el gran almacén, los objetos realizaban un strip-tease comercial, iban desnudos hacia el cliente, despertando la lascivia consumista. No paré en 30 la cosa. Por esa época se inventé la Kimina de vidrio y aparecié el escaparace. Era el colmo! Las mercancfas ejer- clan su potencia tentadora contra el viandante. Era una especie de prostitucién, En efecto, prostitwere significa po- nerse en un escaparate. Exhibirse excitantemente. En este nuevo régimen, la publicidad deja de ser una ayuda para convettirse en un componente esencial de la nueva economia, que deja de ser economia de la demanda para convertirse en economia de la oferta. Su funcién es producir sujetos deseantes 0, lo que es igual, hacer a los in- dividuos conscientes de sus carencias, obligarles a que se sientan frustrados, fomentar la envidia hacia el vecino, in- ducir una torpe emulacién inacabable, para ofrecer después 19 una salida facil a su decepcién: comprar. Los psiquiatras sa- ben que comprar puede convertirse en una adiccidn, y el comiin de los morcales reconocemos que comprar ¢s un gtan ansiolitico, Bauman se refiere a las delicias del «dejarse llevar» del comprador. Como dicen los técnicos de publi- cidad, una persona insatisfecha es mejor cliente que una satisfecha. Ast las cosas, la propaganda se converte en dise- minadora inevitable de ansias e insatisfacciones. Sélo fo- mentandolas se puede conseguir quic la gente haga cola du- rante la noche entera para ser los primeros en comprar la nueva Play Station, Miles de psicélogos, psiquiatras, socié- logos, pedagogos, publicistas, economistas trabajan tenaz- mente para responder a una pregunta: zc6mo despertar el deseo de comprar? Para mis investigaciones suelo revisar sistemdticamente un tipo de informacién sumamente reve- ladora, aunque sea desdefiada por cientificos y fildsofo: bros de autoayuda y de management, revistas femeninas, re- vistas masculinas, tratados sobre marketing, consultorios sentimentales, y también las obras de los expertos en publi- cidad y en propaganda. Muchos de ellos estan escritos por gente muy lista e influyente, que acaban produciendo el fe- némeno que pretenden analizar. Me parecen por ello indis- pensables para conocer los hilos con que se esté tejiendo el tapiz del futuro, En este contexto, debemos considerar la industria publicitaria un eficaz «intelectual colectivo» al servicio del mercado opulento. La hipertrofia del mercado provoca insatisfaccién por- que produce necesidades y apetencias que sélo pueden ser efimeramente satisfechas. Como la misma palabra indica, con una precisién admirable, «consumit» significa aniqui- lar un objeto, con lo que para mantener el fuego del deseo encendido es preciso echar continuamente més madera. Pero, ademas, provoca insatisfaccién por otros variados y 20 sutiles procedimientos. En primer lugar, para convertir en descable un objeto, deben atribuirsele ciertos poderes ma- gicos relacionados con la felicidad. Ya en 1958, Aldous Huxley prevenia contra la «persuasién por asociacién», un procedimiento publicitario que consiste en asociar lo que se quiere elogiar a cualquier cosa que no tenga nada que yer, pero que sea apreciada mayoritariamente en la socic- dad a que uno se dirige: «Asi, en una campafia de venta, la belleza femenina puede relacionarse arbitrariamente con cualquier cosa, desde un bulldozer hasta un diurético» («Nueva visita a un mundo feliz», incluido en Un mundo feliz y nueva visita a un mundo feliz, Edhasa, Barcelona, 2004, p. 176), Deleuze explicé que el deseo no va dirigido a. un objeto, sino a un conjunto, y lo expresé con una fra- se muy gréfica: «C'est toujours avec des mondes que l'on fait Tamour.» Siempre hacemos el amor con todo un mundo. «La publicidad a través de imagenes lo sabe y presenta sus productos dentro de una combinacién de cosas ~el mo- mento, el lugar, la compaiifa, la luz, la miisica~ que hace del conjunto algo deseable. Pero engafia cuando pretende vendernos el objeto abstracto, aislado», escribe Maite La- rrautri. Hay mis, porque la industria de la publicidad debe allanar el camino que va desde la apetencia al acto, y tiene que afirmar que todo el mundo puede acceder al disfruce de ese objeto en el que se cifra effmeramente la dicha, mas atin, que tiene derecho a tenerlo («porque tt lo vales», como proclaman los spots). Esto afecta incluso a aquellos objetos que se presentan como signos de distincién, para- déjicamente, ya que es contradictoria una distincién mas ficada. Sélo poniéndolo al alcance de la mano, se pasar del mero deseo a la accién de comprar, que es lo impor- tante. Todo esto produce una frustracién inevitable y per- 21

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