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Novela de la tierra
Alexis Márquez Rodríguez
Pero todo eso no era inútil. Entre estos hombres tan ingenuamente enamorados
de la cultura francesa había grandes talentos. Algunos escribieron poemas que
sorprendieron a España por la novedad de su lenguaje. Y es justamente lo que les
debemos: al volverse hacia Francia, nos hicieron olvidar la schola de la Real
Academia Española; en la Escuela de Paris, ellos aprendieron a suavizar su
lenguaje y a enriquecer la métrica; ellos ganaron una concisión que no se
encontraría ciertamente en la prosa densa de un Pereda — su contemporáneo
hispánico. (...) Después de ellos toda audacia en el empleo de neologismos, de
americanismos, de términos locales creados por necesidad expresiva, estaba
permitido.
Sin alejarse de las culturas de Europa (...) los novelistas miraron orgullosamente
hacia ellos mismos, la atmósfera de sus países, «su América». Colocados bajo ese
signo cierto, que da un aire de familia a todos los americanos del sur, y que les
permite comprenderse a medias palabras (...), sus esfuerzos tienden a enriquecer
la literatura de las novelas netamente mexicanas, o argentinas, o antillanas, por
la decoración y los rasgos psicológicos de los individuos.
(...)
La novela (...) se despierta en América Latina a finales del siglo pasado. Novelas
amaneradas y llorosas, como las del mexicano Federico Gamboa; novelas
naturalistas, muy «escuela de Médan», como las del uruguayo Carlos Reyles (...).
Libros de un valor muy relativo, pero que descubren ya una voluntad de extraer
su documentación del continente mismo. (...) Pero es hoy cuando podemos partir
de una novela suramericana de inclinación universal, que puede soportar la
prueba de la traducción y es capaz de seducir a un buen lector europeo, por su
potencia y su envergadura.
Por su aspereza, por las nuevas visiones que ella nos ofrece, por el rostro
inesperado de los lugares que ella evoca, la novela latinoamericana no tardará,
sin duda, en ocupar dentro de la literatura mundial el lugar que se merece.(2)
Así se observa, entre otros, en los venezolanos Manuel Díaz Rodríguez (1871-
1927) y Rufino Blanco-Fombona (1874-1944), en el argentino Enrique Larreta
(1875-1961) y en el colombiano Tomás Carrasquilla (1858-1940). Díaz Rodríguez
publica sus primeras novelas, Ídolos rotos y Sangre patricia, a comienzos de
siglo, en 1901 y 1902 respectivamente. En ellas todavía no se percibe el
predominio absoluto de la naturaleza, del paisaje natural, y lo esencial es el
drama interior del hombre ante una realidad en que lo telúrico es sólo un
elemento. Son novelas cuya acción transcurre en su mayor parte en el ambiente
urbano, aunque, en el caso de Caracas, se trata de una ciudad que todavía tenía
mucho de rural, pues estaba rodeada de zonas campesinas muy cercanas, en
las que lo bucólico se proyectaba en la vida de los citadinos, sin que fuese muy
nítida la diferencia entre el medio rural y el medio urbano, entre el campo y la
ciudad. Sus personajes son pesimistas, desencantados, tributarios ideológicos
del Positivismo, que a menudo desembocan en el suicidio, ante lo brutal de una
realidad contra la cual se estrellan los espíritus exquisitos, todavía imbuidos de
una concepción romántica de la vida, en que los ideales de cultura, de patria, de
nobleza espiritual, se identifican con un propósito de sacrificio personal, que en
su confrontación con la realidad resulta fallido, porque en esa lucha a la larga se
impone lo pragmático, lo chabacano, el antivalor. En ambas novelas, por otra
parte, el lenguaje se muestra atildado y sonoro, con una marcada generosidad
metafórica y con un claro sentido modernista.
Pero en su tercera novela, Peregrina o el pozo encantado, publicada muchos
años después, en 1922, aunque se mantiene la filiación modernista, vista ya no
sólo en el atildamiento lingüístico, sino también en una concepción estética más
completa, dentro de la cual el lenguaje es sólo una parte, si bien muy
importante, Díaz Rodríguez se inserta plenamente dentro del Criollismo, con un
predominio de lo paisajístico y lo telúrico, si bien orientado más hacia lo
contemplativo. En ella, además, Díaz Rodríguez privilegia una temática trágica,
con evidentes reminiscencias románticas, y pareciera sentir cierta predilección
por el mundo de lo esotérico, de las consejas sobre encantos, fantasmas y
aparecidos, no exento del todo de un trasfondo costumbrista. Lo más interesante
es que esta inserción dentro del Criollismo no choca con su filiación modernista.
Y en esto debe verse una cierta paradoja, puesto que mientras el Criollismo se
afinca en lo regional y lo local, lo criollo en suma, el Modernismo muestra desde
sus comienzos una inconfundible vocación universal y cosmopolita.
Por desgracia aún ocurre – y todo indica que posiblemente seguiría siendo
así para siempre – que cada cierto tiempo, con una periodicidad casi cíclica, la
naturaleza pareciera desquitarse del hombre, y arremete contra la sociedad
humana en forma de inundaciones, erupciones volcánicas, incendios,
terremotos, maremotos, ventarrones, tornados, tifones, huracanes y muchas
otras calamidades, a veces de una furia y fuerza destructiva pavorosas. Y esto
no ocurre sólo en lugares donde todavía impera el atraso y la miseria, sino
también, y a menudo aún con mayor fuerza, en países altamente desarrollados,
como Estados Unidos, Japón y diversos países europeos. Y es preciso observar
que, aunque es verdad que el hombre ha sido un gran depredador de la
naturaleza, y lo sigue siendo en proporciones a veces realmente catastróficas,
no todas las arremetidas de la naturaleza y su formidable fuerza destructiva
pueden atribuirse a los desastres ecológicos causados por las sociedades
humanas. Tales arremetidas se dan hoy con tanta frecuencia y con tanto furor
destructivo como se daban en el pasado, cuando aún la acción depredadora del
ser humano no se había hecho sentir.
BIBLIOGRAFIA