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Narrativa Hispanoamericana del Siglo XX

Novela de la tierra
Alexis Márquez Rodríguez

Primera generación madura de narradores

Sentados, pues, los antecedentes de la narrativa hispanoamericana en el


siglo XIX, ya entrado el XX florece la primera generación madura de novelistas y
cuentistas. Esta madurez coincide con el cultivo de la llamada novela de la
tierra, novela regional, novela criollista o incluso novela americanista. Lo
característico de este movimiento o tendencia reside en el predominio de lo
telúrico y paisajístico sobre lo propiamente humano. Era un hecho inevitable,
habida cuenta de que en América la naturaleza tenía para ese entonces –y aún
sigue teniéndola en muchos aspectos– una presencia avasallante, que se había
puesto de manifiesto desde el Descubrimiento mismo, pero de la que se había
ido tomando conciencia, más allá de lo meramente contemplativo de la primera
hora, a medida que el desarrollo de una economía colonial y global, primero, y
después autónoma y nacional, había hecho notoria la dependencia de esa
naturaleza, prácticamente en todo. Este hecho fue destacado tempranamente
por Alejo Carpentier, en un ensayo sumamente esclarecedor, escrito en Francés
y publicado en 1931, cuando el entonces muy joven periodista y narrador
cubano se hallaba exiliado en París. Vale la pena citarlo extensamente, pues nos
ahorra muchas de nuestras propias observaciones:

Es extremadamente difícil emprender el estudio de cualquier sector del vasto


panorama que nos ofrece la literatura de América Latina, sin hablar de las
circunstancias que retrasaron su evolución y que contribuyeron, sin embargo, a
precisarle el carácter y a situarla bajo un enfoque muy particular. De formación
reciente, esta literatura no cuenta un siglo de existencia. (...) La novela
suramericana es el resultado de una serie de ensayos, de luchas intensamente
orientadas hacia la búsqueda de una sensibilidad continental.
Esto es difícil de explicar para un lector europeo. ¿Cómo —nos dirán— un mundo
varias veces mayor que Europa, dividido en numerosas repúblicas, casi aisladas
unas de otras por barreras naturales y dificultades de comunicación, un mundo ya
dotado de una población autóctona más o menos numerosa, que ha soportado la
invasión de los españoles y de los portugueses, más la importación masiva de
negros de África, cómo es que ese continente que posee todos los climas, todos
los injertos, todas las costumbres imaginables, admite la posibilidad de una
sensibilidad común? Por cierto, resulta turbador pensarlo. Pero hay un hecho real:
para nosotros, suramericanos, existe, fuera de los problemas locales, un cierto
estado de espíritu que se manifiesta bajo miles de formas diversas (...) Estado de
espíritu casi indefinible, pero siempre presente, que ha hecho desarrollar la
historia de cada país de una manera parecida, que ha dado un mismo carácter a
nuestras revoluciones, que nos ha hecho aceptar las mismas corrientes
ideológicas, las mismas influencias, y ha marcado a los hombres y las obras con
un signo muy particular. Estado de espíritu bien anclado en la violencia, que
desconoce el humor sutil, que lleva un sentido dramático de las cosas y que ha
empujado pueblos disímiles que, sin embargo, hablan una sola lengua, hacia las
mismas expansiones y los mismos excesos, tanto en la poesía como en la política,
en la construcción de una ciudad como en el entusiasmo por un movimiento
literario francés. (1)

Luego analiza Carpentier las dificultades que había, en semejantes


condiciones, para ejercer el oficio literario, máxime si se recuerda que aquéllas
resultan en cierto modo agravadas al alcanzar las antiguas colonias españolas su
independencia, por el surgimiento de los dictadores y tiranuelos que florecerán
en el siglo XIX en casi todos nuestros países, sobre los escombros materiales y
morales que dejaron las guerras de independencia. Siniestros personajes que, al
decir de Carpentier, fueron «muchas veces tiranos mucho peores que los
virreyes y los capitanes generales de la metrópoli». No es difícil, señala
igualmente, «comprender que en tales circunstancias, la literatura de América
Latina no se desarrollara de una manera normal». Y registra la presencia de dos
corrientes dentro de esa literatura «anormal». La primera marcó una tendencia
nacionalista, fuerte, áspera, de formas y lenguaje deliberadamente descuidados,
como la que nos dieron un Sarmiento en Facundo o un José Hernández en Martín
Fierro. La otra está representada especialmente por algunos poetas, «cuya
cosecha se extiende desde los primeros románticos de América hasta Rubén
Darío o Herrera y Reissig, [que] afrontaron voluntariamente — sin temer a veces
a la imitación ridícula— la influencia de Francia». Esta vuelta de nuestros poetas
a Francia, mirando por encima de la Península Ibérica, fue, piensa Carpentier, de
gran utilidad, porque nos permitió liberarnos de las ataduras de España, cuya
literatura languidecía en un pantanal de atraso y mediocridad, y asimilar las
excelencias de la francesa, que en esos momentos resplandecía en el mundo
entero:

Pero todo eso no era inútil. Entre estos hombres tan ingenuamente enamorados
de la cultura francesa había grandes talentos. Algunos escribieron poemas que
sorprendieron a España por la novedad de su lenguaje. Y es justamente lo que les
debemos: al volverse hacia Francia, nos hicieron olvidar la schola de la Real
Academia Española; en la Escuela de Paris, ellos aprendieron a suavizar su
lenguaje y a enriquecer la métrica; ellos ganaron una concisión que no se
encontraría ciertamente en la prosa densa de un Pereda — su contemporáneo
hispánico. (...) Después de ellos toda audacia en el empleo de neologismos, de
americanismos, de términos locales creados por necesidad expresiva, estaba
permitido.

El resultado de esa corriente renovadora, que seguía los modelos franceses


pero se nutría temáticamente de nuestros asuntos americanos, no tardó en
hacerse sentir. Lo decisivo fue, a la larga, el americanismo de los temas, pues
aunque se tratasen en novelas escritas al estilo de las francesas, la materia
americana obligó a buscar formas que se correspondiesen con ellas, y como ya
había un entrenamiento en las técnicas galas, el hallazgo de un camino más
nuestro también en lo formal, y no sólo en lo temático, se hizo posible. Después
de una etapa de predominio de los modelos franceses, fueron apareciendo
novelas con una retórica más en consonancia con el americanismo de sus temas,
y para los años veinte, piensa Carpentier, ya producimos una novela madura,
cuyo valor y aceptación trasciende las fronteras geográficas y lingüísticas:

Sin alejarse de las culturas de Europa (...) los novelistas miraron orgullosamente
hacia ellos mismos, la atmósfera de sus países, «su América». Colocados bajo ese
signo cierto, que da un aire de familia a todos los americanos del sur, y que les
permite comprenderse a medias palabras (...), sus esfuerzos tienden a enriquecer
la literatura de las novelas netamente mexicanas, o argentinas, o antillanas, por
la decoración y los rasgos psicológicos de los individuos.
(...)
La novela (...) se despierta en América Latina a finales del siglo pasado. Novelas
amaneradas y llorosas, como las del mexicano Federico Gamboa; novelas
naturalistas, muy «escuela de Médan», como las del uruguayo Carlos Reyles (...).
Libros de un valor muy relativo, pero que descubren ya una voluntad de extraer
su documentación del continente mismo. (...) Pero es hoy cuando podemos partir
de una novela suramericana de inclinación universal, que puede soportar la
prueba de la traducción y es capaz de seducir a un buen lector europeo, por su
potencia y su envergadura.

Carpentier advierte que lo más notorio en estas novelas es el predominio de


una temática donde la naturaleza se impone de manera avasallante. Es la que
los críticos e historiadores de la literatura llamaron posteriormente novela
regional, novela criollista o novela de la tierra. Hay en ellas una atmósfera
telúrica, en la que una naturaleza todavía nada o muy poco domeñada aplastaba
al hombre, cuya presencia en esas novelas, por ello mismo, aparece disminuida,
minimizada, porque así era en la realidad. Este rasgo característico permitió a
algunos críticos y estudiosos proponer, en los años cuarenta, la tesis de que el
verdadero protagonista de esas novelas es la naturaleza, más que el hombre
mismo. Pero tal planteamiento lo había hecho Carpentier mucho antes, en el
trabajo mencionado:

Libros donde el análisis de los sentimientos pasa a un segundo lugar, y la


psicología de los personajes es puesta en valor por la violencia misma de los
hechos. El hombre está aplastado por la naturaleza (...). Los Stephen Dedalus, los
Alexis Karamazov, las Albertines de ese mundo inmenso no han nacido todavía
para su literatura... ¡Lo que allí está es la vida! Apenas salimos del perímetro de
las ciudades, una existencia extrañamente primitiva nos acecha. (...) Llanuras que
parecen conducir a la luna; los Andes; los bosques como Europa los conoció sólo
en la época cuaternaria. Es necesario subir 2.500 metros para llegar a México;
4.000 para llegar al lago Titicaca, donde nos esperan muelles y barcos de carga.
(...) ...esta naturaleza modela los hombres y marca el arte de una raza. (...) Esto
crea un sujeto constante, que está en la base de casi toda novela moderna de
América Latina: el ser humano en guerra encarnizada contra un medio que lo
obsesiona, lo acorrala, lo acosa, y empeñado en reencontrarse, en definirse —
patética búsqueda de sí mismo, aplazada por el combate librado contra otros
hombres, contra lo que se mueve, contra esos poderes mudos: las montañas, los
árboles, la soledad...

Después de estas sagaces observaciones, Carpentier dedica sendos pasajes a


comentar cuatro novelas, que en aquel momento eran auténticas novedades: La
vorágine (1.924), del colombiano José Eustacio Rivera; Don Segundo Sombra
(1.926), del argentino Ricardo Güiraldes; Doña Bárbara (1.929), del venezolano
Rómulo Gallegos, y Las lanzas coloradas (1.931), del también venezolano
Arturo Uslar Pietri. Carpentier no disimula su entusiasmo por estas novelas, que
a su juicio comenzaban a marcar un nuevo rumbo en el proceso de nuestra
narrativa. Y al final remata con estas palabras tan significativas:

Por su aspereza, por las nuevas visiones que ella nos ofrece, por el rostro
inesperado de los lugares que ella evoca, la novela latinoamericana no tardará,
sin duda, en ocupar dentro de la literatura mundial el lugar que se merece.(2)

(Es muy común que, al referirse a la novela de la tierra, se mencione juntas a


La vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara como sus ejemplos más
conspicuos y paradigmáticos, casi por antonomasia. Por la fecha en que fue
escrito, es muy probable que haya sido en este ensayo de Carpentier donde por
primera vez se hiciese esa mención).

Llama la atención que en este ensayo Carpentier incluya tres novelas


netamente paradigmáticas de la llamada novela de la tierra, como son La
vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara, y una cuarta, Las lanzas
coloradas, que no cuadra dentro de esa categoría, y de hecho es considerada
unánimemente como una de las primeras novelas que insurgen como una
novedad contra la tendencia telúrica. Y no es que esta novela desentone dentro
del cuadro en que aparece junto con aquéllas, pues la idea de Carpentier era
destacar novelas que para ese momento marcaban un paso diferente de lo que
la novela latinoamericana había sido hasta entonces, y no hay duda de que Las
lanzas coloradas representaba, en ese momento, una indiscutible novedad
dentro del concepto de novela histórica, pero de manera totalmente ajena a la
novela criollista, dentro de la cual sí se inscribían las otras tres. Una de las
razones para esta inclusión de Las lanzas coloradas en el cuadro descrito, aparte
su carácter renovador y su alta calidad estética, quizás sea es la estrecha
amistad que había entre Carpentier y Úslar Pietri. Ambos, muy jóvenes aún,
vivían entonces en París, en una estrecha camaradería, formando un trío que
completaba Miguel Ángel Asturias. En esas circunstancias, pues, no debe
sorprendernos que el cubano incluyese la novela de su amigo entre las cuatro a
las cuales destaca en su ensayo. Muchos años después de escrito éste, por
cierto, Carpentier nos llamó la atención sobre que hubiese incluido, en el análisis
de cuatro novelas, dos de autores venezolanos, lo cual, según él, en cierto modo
presagiaba su futura vinculación con nuestro país, donde andando el tiempo él
vendría a vivir en una etapa fundamental de su vida que se prolongó por catorce
años, y durante los cuales contrajo entrañables vínculos afectivos con el país y
con su gente, en particular algunos de quienes fueron sus más íntimos amigos.

Años más tarde, el eminente polígrafo venezolano de origen español


Pedro Grases, nos consta que sin conocer el ensayo de Carpentier, vuelve sobre
el tema, y traza toda una teoría de eso que se ha conocido como novela regional
o novela de la tierra. Su tesis es que el verdadero protagonista de esa novela
hispanoamericana es la Naturaleza:
La naturaleza, mejor la Naturaleza – así con mayúscula – se impone
mayestática sobre el elemento hombre, con una potencia arrolladora y decisiva.
La novela americana forzosamente ha tomado otro rumbo en abierta disparidad
con la gran obra narrativa europea, hecho éste que me parece de toda evidencia
y rotundidad. En el deseo de aprehender lo americano, desde hace unos años me
he dedicado entusiastamente al estudio y conocimiento de la literatura del
continente. De lo poco que conozco, creo válida una primera deducción, en
cuanto a la novela concierne, y es que las grandes novelas de América – las que
dan la tónica o son exponentes de las demás creaciones novelísticas– han
rectificado el concepto tradicional de dicho género. Ya no es el hombre, ni
siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de la novela
americana. Sus grandes personajes son “vitalizaciones” de la Naturaleza, grandes
símbolos que reencarnan lo que podríamos llamar, con Felipe Massiani, la
geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes, en
la vida del continente. Los tipos humanos, reducidos a simples accidentes; sus
acciones viven apagadas a la sombra de acontecimientos geográficos más
influyentes y definitivos, los cuales intervienen en una suerte de existencia y
dinamismo imponentes. Repásese por ejemplo la significación de algunas obras,
como La vorágine, de José Eustacio Rivera; Don Segundo Sombra, de Ricardo
Güiraldes; Canaima, de Rómulo Gallegos (más novela que Doña Bárbara para mi
gusto); Raza de bronce, de Alcides Arguedas; Canaán, de Graça Aranha; Gaucho
florido, de Carlos Reyles; Los de abajo, de Mariano Azuela; e inclusive El mundo
es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, último eslabón –felizmente por ahora, nada
más– de la serie de grandes novelas americanas, y en todas ellas podrá
encontrarse este rasgo esencial, que constituye medula y ser de dichas obras.
Son la Selva, el Llano, la Pampa, el Ande, las auténticas figuras de tales libros,
convertidas todas ellas en seres con capacidad de obrar y decidir de manera
mucho más viva e intensa que la serie de tipos humanos esparcidos en las
referidas novelas. Los seres vivos, entre ellos los hombres, dan la sensación
exacta de pulular en un mundo más poderoso que su propia voluntad (3)

Estrictamente hablando, sin embargo, en lo dicho tanto por Carpentier como


por Grases hay una cierta exageración, quizás intencional, para enfatizar sobre
ese fenómeno, realmente definitorio de nuestra novela del primer tercio del siglo
XX. No porque ellos sobreestimen la presencia y la función de la naturaleza en
esas novelas, sino porque no se trata, en realidad, de que la novela europea o la
estadounidense prescindan de ese mismo elemento, y exalten exclusivamente la
presencia humana. Afirmar tal cosa sería desconocer grandes novelas en las
cuales la naturaleza juega también un papel preponderante, y el hombre, ante
ella, se muestra minimizado y absorbido en su vórtice geográfico. Y si no se
presenta en tales dimensiones, al menos es evidente la dramática agonía del
hombre luchando en tremenda desventaja contra los elementos, como vemos en
Guerra y paz, de León Tolstoy (1828-1910), en que los soldados de Napoleón
sufren su más desastrosa derrota no tanto por la acción de las tropas de
Kutusov, quien nunca llega a presentarles batalla, sino por el extremado rigor del
invierno ruso. O en algunas de las novelas de Walter Scott (1771-1832), como El
pirata o El anticuario, o cualquiera de las de Joseph Conrad (1827-1924), como
Corazón de las tinieblas o Nostromo, donde se exalta la valentía y el coraje
humanos ante el sufrimiento y la adversidad; o en cuentos de Maupassant como
“El albergue”, en que un ser humano es capaz de enloquecer por el terror que le
causa la soledad de la montaña. O en novelas como Taras Bulba y Las almas
muertas, del ruso Nicolás Gogol (1809-1852), donde los hombres luchan
desesperadamente para salvarse de la fuerza destructiva de la estepa. O en Bajo
el yugo, del novelista búlgaro Ivan Vazov (1850-1921), en la que no se sabe bien
si lo más destructivo para los héroes búlgaros que luchan contra la dominación
turca es la guerra de liberación, o la naturaleza salvaje donde aquélla debe
librarse. O en algunos de los relatos del ruso Alejandro Pushkin (1799-1837) o en
la serie de novelas sobre el Don del soviético Mijail Sholojov (1905-1984). O en
novelas como algunas de Pío Baroja (1872-1956) o de Vicente Blasco Ibáñez
(1867-1928), en España, donde la lucha del hombre contra la naturraleza y la
adversidad alcanza momentos verdaderamente épicos. Algo parecido debemos
señalar también respecto de la novela estadounidense. Piénsese, por ejemplo,
en los relatos de John Dos Pasos (1896-1970) ambientados en las heladas tierras
de Alaska; o algunas de las novelas de John Steinbeck (1902-1968), e incluso en
algunas de William Faulkner (1897-1962), en que la presencia de la naturaleza
cobra también enorme fuerza como potencia destructora que abruma a los seres
humanos que viven sometidos a sus furias y periódicas alteraciones.

La diferencia, pues, no debe señalarse en la presencia avasallante de la


naturaleza en la novela americana, en contraste con su presunta ausencia en la
europea y en la estadounidense, sino mas bien en los distintos grados de
intensidad y magnitud con que se da la relación del hombre y la tierra en Europa
y los Estados Unidos, de un lado, y en Hispanoamérica del otro. El europeo y el
estadounidense se enfrentan a la naturaleza con mejores armas y recursos que
el hispanoamericano, y por eso su pelea, aun siéndolo, es menos desigual. Hay,
por eso mismo, una actitud distinta de enfrentar el furor destructivo de los
elementos. No en balde el hombre europeo y el estadounidense han logrado
hasta el presente, mediante la ciencia y la técnica, un mayor dominio de la
naturaleza que el hispanoamericano.

Además, no debemos olvidar que en Europa y en los Estados Unidos la novela


no ha seguido tampoco una línea uniforme. Paralelamente con las obras arriba
mencionadas, en que se da la lucha dramática del hombre con la naturaleza,
vista desde afuera, se ha desarrollado también la novela que centra su interés
en el interior del hombre, en su psiquismo, en las diversas manifestaciones de su
espíritu. Es lo que diferencia a un Dostoiewski de un Gogol o un Tolstoy; a un
Proust o un Flaubert del Maupassant de “El albergue”; a un Joyce de un Walter
Scott o un Joseph Conrad... Mientras que la novela de la tierra en
Hispanoamérica ocupa un período más o menos extenso en la historia de
nuestra literatrura, durante el cual adquiere un desarrollo casi avasallante, que
atrae prácticamente a todos los narradores, con muy pocas excepciones, como
luego veremos.

En todo caso, entre los principales representantes en Hispanoamérica de


la novela de la tierra se han señalado siempre, en efecto, los nombres del
argentino Ricardo Güiraldes, del colombiano José Eustacio Rivera y del
venezolano Rómulo Gallegos. Y la tendencia se extiende hasta mucho más acá, y
abarca, mutatis mutandi, obras y autores como La serpiente de oro (1935), El
mundo es ancho y ajeno (1941) y Los perros hambrientos (1939), de Ciro Alegría
(1909-1967); Huasipungo (1934), de Jorge Icaza (1906-1978); Hombres de maíz
(1949), de Miguel Ángel Asturias (1899-1974); Pedro Páramo (1955), de Juan
Rulfo (1918-1986); Casas muertas (1955), de Miguel Otero Silva (1908-1985) y
muchos más.

Estilísticamente, la novela de la tierra, de neto corte criollista, responde, en


sus primeras manifestaciones, a la cita estética del Modernismo. Es una
narrativa que comienza ya a tener lo que un crítico venezolano, refiriéndose a
Rómulo Gallegos, llamó una "conciencia lingüística".(4) Es decir, hasta ese
momento los narradores hispanoamericanos habían manejado un lenguaje
demasiado apegado, no tanto a los cánones gramaticales de la Real Academia
Española, lo cual no era de por sí malo, sino mas bien a los rasgos de estilo de la
literatura española. Los personajes de esas novelas hablaban como los
peninsulares, y cuando se prefería transcribir el habla coloquial criolla, se caía en
el extremo opuesto, en una falsificación demasiado explícita, y por ello mismo
burda y pueril. Pero en las novelas de Gallegos, de Güiraldes, de Rivera, de
Alegría, de Icaza, etc., las cosas en ese aspecto comienzan a cambiar. Si no
conciencia plenamente, al menos se empieza a tener la intuición de que
Hispanoamérica, sin que necesite renegar de su ancestro hispánico, es otra cosa,
tiene su propia personalidad, es una entidad geográfica, histórica y moral
independiente, que responde en lo fundamental a un mestizaje históricamente
excepcional. Parte de esa conciencia o intuición se traduce en el cuidado formal
del lenguaje, aun aprovechando los rasgos criollistas del habla coloquial, y en
eso es perceptible la huella modernista.

Así se observa, entre otros, en los venezolanos Manuel Díaz Rodríguez (1871-
1927) y Rufino Blanco-Fombona (1874-1944), en el argentino Enrique Larreta
(1875-1961) y en el colombiano Tomás Carrasquilla (1858-1940). Díaz Rodríguez
publica sus primeras novelas, Ídolos rotos y Sangre patricia, a comienzos de
siglo, en 1901 y 1902 respectivamente. En ellas todavía no se percibe el
predominio absoluto de la naturaleza, del paisaje natural, y lo esencial es el
drama interior del hombre ante una realidad en que lo telúrico es sólo un
elemento. Son novelas cuya acción transcurre en su mayor parte en el ambiente
urbano, aunque, en el caso de Caracas, se trata de una ciudad que todavía tenía
mucho de rural, pues estaba rodeada de zonas campesinas muy cercanas, en
las que lo bucólico se proyectaba en la vida de los citadinos, sin que fuese muy
nítida la diferencia entre el medio rural y el medio urbano, entre el campo y la
ciudad. Sus personajes son pesimistas, desencantados, tributarios ideológicos
del Positivismo, que a menudo desembocan en el suicidio, ante lo brutal de una
realidad contra la cual se estrellan los espíritus exquisitos, todavía imbuidos de
una concepción romántica de la vida, en que los ideales de cultura, de patria, de
nobleza espiritual, se identifican con un propósito de sacrificio personal, que en
su confrontación con la realidad resulta fallido, porque en esa lucha a la larga se
impone lo pragmático, lo chabacano, el antivalor. En ambas novelas, por otra
parte, el lenguaje se muestra atildado y sonoro, con una marcada generosidad
metafórica y con un claro sentido modernista.
Pero en su tercera novela, Peregrina o el pozo encantado, publicada muchos
años después, en 1922, aunque se mantiene la filiación modernista, vista ya no
sólo en el atildamiento lingüístico, sino también en una concepción estética más
completa, dentro de la cual el lenguaje es sólo una parte, si bien muy
importante, Díaz Rodríguez se inserta plenamente dentro del Criollismo, con un
predominio de lo paisajístico y lo telúrico, si bien orientado más hacia lo
contemplativo. En ella, además, Díaz Rodríguez privilegia una temática trágica,
con evidentes reminiscencias románticas, y pareciera sentir cierta predilección
por el mundo de lo esotérico, de las consejas sobre encantos, fantasmas y
aparecidos, no exento del todo de un trasfondo costumbrista. Lo más interesante
es que esta inserción dentro del Criollismo no choca con su filiación modernista.
Y en esto debe verse una cierta paradoja, puesto que mientras el Criollismo se
afinca en lo regional y lo local, lo criollo en suma, el Modernismo muestra desde
sus comienzos una inconfundible vocación universal y cosmopolita.

Con Blanco-Fombona ocurre algo distinto, pero siempre dentro de la idea de


que su narrativa criollista responde también a los cánones estéticos
modernistas. En sus novelas, El hombre de hierro (1907), El hombre de oro
(1915), La mitra en la mano (1927), el lenguaje de Blanco-Fombona, aunque
también muy cuidado desde el punto de vista de la corrección formal, es al
mismo tiempo áspero, y muchas veces su léxico se resiente de un excesivo
hispanismo, seguramente debido a que este autor vivió muchos años en España
y otros países europeos, primero como funcionario consular y luego, durante la
dictadura de Juan Vicente Gómez, como exiliado. Allí tuvo una vida muy intensa,
como intelectual y como luchador político, e incluso se involucró mucho en la
política española, y hasta llegó a ser gobernador de provincia en el período
republicano.

En cuanto al argentino Enrique Larreta (1875-1961), es, al decir de Enrique


Ánderson Imbert, “el mayor novelista que ha dado la Argentina dentro del estilo
elegante de los modernistas”. (5) Su principal novela, La gloria de Don Ramiro
(1908), se desarrolla casi íntegramente en España, y trata sobre un drama en
tiempos de Felipe II, enmarcado dentro de las luchas que tuvieron su origen en la
rebelión de los comuneros, brutalmente aplastada bajo el reinado de Carlos V,
pero cuyas secuelas se sintieron todavía muchos años después. Al final de la
novela Larreta, en una evidente concesión a su condición de hispanoamericano,
traslada el personaje central al Perú, empalmando de ese modo lo español con lo
nuestro. Pero lo que debemos destacar por ahora en esta novela es su carácter
modernista, al cual se ha referido con amplia argumentación Amado Alonso (6).
Igualmente debemos resaltar que La gloria de don Ramiro se inscribe dentro del
concepto de novela histórica, con estricto apego al esquema que de ésta impuso
por mucho tiempo y en el mundo entero Walter Scott, tema sobre el cual
volveremos más adelante. La novela de Larreta sigue muy de cerca el esquema
de Scott especialmente en Ivanhoe, sin olvidar incluso el episodio romántico de
los amores de una pareja que profesaban religiones opuestas.
En otra de sus novelas, Zogoibi (1926), aunque también hay importantes
elementos hispánicos en su tema, Larreta se ubica en el medio rural argentino,
dentro de la concepción criollista que predominaba entonces en todo el
Continente, con exaltación de lo telúrico y lo regional. La novela narra un drama
de amor ambientado en la pampa, mundo de ricos estancieros argentinos,
criollos, pero de formación europea.

Tomás Carrasquilla (1858-1940) publica su novela más importante, La


Marquesa de Yolombó, en 1928, pero antes, entre junio de 1926 y febrero de
1927, ésta había aparecido por entregas en un diario de Medellín. En ella se
narran hechos reales, entremezclados con otros de ficción, tal como es
característico en la novela histórica. Pero es muy patente la presencia de la
naturaleza, pues la novela pinta con gran vivacidad el tema del laboreo de las
minas de oro en la época de la Colonia, en una región colombiana donde la
riqueza aurífera era muy grande. Aunque La Marquesa de Yolombó es una novela
de factura irregular, su lenguaje alcanza momentos de gran elevación artística,
con reminiscencias modernistas.

En general, puede decirse que los novelistas de la primera generación


madura de narradores hispanoamericanos ubican su literatura, por una parte
dentro de los cánones del Criollismo, que, a su vez, inicialmente se muestra
tributario, en lo formal y algunos otros aspectos, del Modernismo, aunque de
hecho también lo es del Romanticismo, presente aún muchas veces en sus
argumentos, pero también en el amor y exaltación de la naturaleza.

Por otra parte, la novela criollista, en la que se privilegian la naturaleza y el


paisaje, no siempre se queda en lo meramente contemplativo. La presencia de la
naturaleza en esas novelas anula en gran medida la presencia del hombre, pero
no hasta el punto de hacerlo desaparecer de la acción narrativa. Lo que pasa es
que, tal como ocurría en la realidad, según ya vimos, el hombre aparece allí
aplastado por el medio, pero ello constituye de por sí un drama, que forma la
parte esencial de la trama novelesca. Es el drama del hombre abrumado por una
naturaleza que aún no domina, pero que lucha por lograrlo, como lo señala
Carpentier en el ensayo citado. Por ello, cuando en la tesis de Grases se afirma
que el verdadero protagonista de esas novelas es la Naturaleza, debemos
entender esto no en sentido literal, sino más bien como una metáfora, como una
referencia para destacar la fuerza avasallante de lo telúrico frente a un hombre
desvalido, inerme, que aún no posee los recursos científicos, técnicos,
instrumentales y económicos para enfrentar con éxito esa realidad. Pero la
presencia de la naturaleza, sean la llanura o la pampa, la selva o la montaña, el
desierto o el mar, no tendría asunto en aquellas novelas sin la presencia también
de los seres humanos vencidos por ella, sin Doña Bárbara y Santos Luzardo, sin
Fabio y don Segundo, sin Arturo Cova y la Niña Griselda... Seres que, aun
aplastados y avasallados por la naturaleza, luchan agónicamente por dominarla
y ponerla a su servicio, o al menos por sobrevivir, dentro de la vieja y siempre
renovada tradición romántica.
Muchos de los novelistas de entonces rinden tributo a la filosofía positivista, y
plantean el problema, directa o indirectamente, en términos filosóficos y
antropológicos que hoy lucen reaccionarios, y en todo caso están superados
desde todos los puntos de vista, y no sólo en términos ideológicos. Aquella lucha
agónica del hombre con la naturaleza se orienta muchas veces hacia el conflicto
civilización-barbarie, que en el siglo pasado habían planteado pensadores como
Sarmiento desde una óptica positivista. La realidad era que en esa lucha la
barbarie terminaba por imponerse. Pero era un error atribuir ese triunfo de la
barbarie sobre la civilización a un determinismo geográfico y racial, que
desembocaba necesariamente en un fatalismo existencial y en una concepción
pesimista de nuestra historia y de nuestro destino, sin comprender que, dentro
de un largo proceso dialéctico, la dicotomía así presentada respondía a unos
factores no intrínsecos de la geografía ni de nuestro mestizaje, lo cual permitía
pensar que a la larga esa lucha se resolvería a favor del hombre.

Novelas como Doña Bárbara, Don Segundo Sombra y La vorágine plantean el


problema, además, en su fase final, en los límites de una realidad histórica en la
cual ya pueden vislumbrarse señales de que la situación va a cambiar y, de
hecho, ya había ido cambiando, y de que en aquella lucha entre el hombre y la
naturaleza el hombre ha acabado o acabará por imponerse, de manera total en
unos casos, y al menos parcialmente en otros.

Por desgracia aún ocurre – y todo indica que posiblemente seguiría siendo
así para siempre – que cada cierto tiempo, con una periodicidad casi cíclica, la
naturaleza pareciera desquitarse del hombre, y arremete contra la sociedad
humana en forma de inundaciones, erupciones volcánicas, incendios,
terremotos, maremotos, ventarrones, tornados, tifones, huracanes y muchas
otras calamidades, a veces de una furia y fuerza destructiva pavorosas. Y esto
no ocurre sólo en lugares donde todavía impera el atraso y la miseria, sino
también, y a menudo aún con mayor fuerza, en países altamente desarrollados,
como Estados Unidos, Japón y diversos países europeos. Y es preciso observar
que, aunque es verdad que el hombre ha sido un gran depredador de la
naturaleza, y lo sigue siendo en proporciones a veces realmente catastróficas,
no todas las arremetidas de la naturaleza y su formidable fuerza destructiva
pueden atribuirse a los desastres ecológicos causados por las sociedades
humanas. Tales arremetidas se dan hoy con tanta frecuencia y con tanto furor
destructivo como se daban en el pasado, cuando aún la acción depredadora del
ser humano no se había hecho sentir.

Otro rasgo de estas novelas que no debemos dejar de señalar es la presencia


en todas ellas de una temática social y, en cierto modo, histórica. Después
hablaremos de la novela histórica en Hispanoamérica, pero podemos adelantar,
como ya lo hemos apuntado, que el elemento histórico está presente en toda la
narrativa, y en general en toda la literatura de nuestro continente, aun en
aquellas obras y géneros que menos se prestan para ello. Lo mismo puede
decirse de lo conceptual, que en la literatura hispanoamericana tiene una
presencia universal, pues de algún modo está en la narrativa, en la poesía y,
desde luego, en el ensayo y los demás géneros conceptuales. En la novela
criollista lo social, lo histórico y lo conceptual, incluso lo político, ocupan un lugar
importante, si bien en unas obras y autores más que en otros. El solo hecho de
que en ella se plantee, como ya vimos, la lucha entre el hombre y la naturaleza,
ya es de por sí un dato que avala lo que aquí decimos. Esa lucha es por sí misma
un drama personal, pero también social, y por esta vía desemboca en lo histórico
y en lo conceptual. La historia universal es, en última instancia, la historia de esa
lucha, y a lo largo de ella se plantean distintas etapas, a las cuales corresponden
diversos grados de avance –o de retroceso, ¿por qué no?–. No importa que en el
discurso literario los autores sean más o menos explícitos en su planteamiento;
siempre en el enfoque de esa lucha entre el hombre y la naturaleza subyacerá
un elemento histórico y conceptual.

BIBLIOGRAFIA

1. Este ensayo, escrito en Francés y titulado «Los puntos cardinales de la


novela en América Latina» ha sido traducido al Castellano en Caracas en 1992,
por la profesora de la Universidad Central de Venezuela Andrea Martínez, hoy
lamentablemente fallecida, para ser incluida, junto a la versión francesa original,
en el volumen Los pasos recobrados, selección de ensayos de Carpentier, que
hemos preparado para la Biblioteca Ayacucho.

2. Le Cahier. Nº 2. Paris . Fevrier 1932. p. 19-28.

3. Pedro Grases: «De la novela en América» Trabajo publicado originalmente en


la revista Bitácora, Nº 4. Caracas; junio de 1.943. Apareció luego en el folleto
Dos estudios, del mismo autor, y posteriormente se volvió a publicar en el Nº 2
de la revista caraqueña Mesa Rodante, dirigida por Oscar Sambrano Urdaneta y
Guillermo Morón, en agosto de 1.949. Finalmente, aparece en el tomo 13 de las
Obras Completas de Pedro Grases. Edit. Seix Barral. Barcelona; 1.983. p. 283 ss.

4. Orlando Araujo: Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos. Ediciones


En la raya. Caracas; 1977. Vol. II. p 7 y ss.

5. Enrique Ánderson Imbert: Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo I.


Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires. 6ª edición; 1967. p. 412).

6. Amado Alonso: Ensayo sobre la novela histórica / El Modernismo en “La gloria


de Don Ramiro”. 2ª edición. Edit. Gredos. Madrid; 1984.

(*) Este trabajo es parte del primer capítulo de mi libro Literatura


hispanoamericana del siglo XX, actualmente en proceso de elaboración.

Alexis Márquez Rodríguez

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