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HERNANDO TÉLLEZ

CENIZAS PARA EL VIENTO Y OTRAS HISTORIAS

El Áncora Editores.
Bogotá, 1984.

A Beatriz

“No puedo encontrar ni discurrir nada para agradarte:


Todo es siempre lo mismo.” Lucrecio, III, 898.

ESPUMA Y NADA MÁS

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y
cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué
repasando la hoja. La probé luego contra la yema del dedo gordo y volví a mirarla,
contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía
la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el
kepis. Volvió completamente EL cuerpo para hablarme y deshaciendo el nudo de la
corbata, me dijo: "Hace un calor de iodos los demonios, Afeíteme". Y se sentó en la
silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de
los nuestros, El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar
minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el
recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto
subió la espuma. "Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo". Seguí
batiendo la espuma. "Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen
muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos". ¿Cuántos
cogieron?", pregunté. "Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos.
Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno". Se echó para atrás en la silla
al verme con la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la sábana.
Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi
cliente. El no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. "El
pueblo habrá escarmentado con lo del otro día", dijo. "Sí", repuse mientras concluía de
hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. "¿Estuvo bueno, verdad?". "Muy
bueno", contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto
de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí.
El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la Escuela para ver a los
cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los
cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que
ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba,
envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un
hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los
rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación
a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados.
"De buena gana me iría a dormir un poco", dijo, "pero esta tarde hay mucho que hacer".
Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: "¿Fusilamiento?". "Algo
por el estilo, pero más lento", respondió. "¿Todos?". "No. Unos cuantos apenas".
Reanudé, de nuevo, la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos.
El hombre no podía darse cuenta de ello y esa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido
que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el
enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como
cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de
que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los
pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia,
templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie
sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de
conciencia, orgulloso de la pulcritud en su ofició. Y esa barba de cuatro días se prestaba
para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la
tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se
presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco
a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de
jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana de
nuevo y me puse a asentar el acero, porque yo soy un barbero que hace bien sus cosas.
El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por
encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y
me dijo: "Venga usted a las seis, esta tarde, a la escuela". "¿Lo mismo del otro día?", le
pregunté horrorizado. "Puede que resulte mejor", respondió. "¿Qué piensa usted
hacer?". No sé todavía. Pero nos divertiremos". Otra vez se echó hacia atrás y cerró los
ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. "¿Piensa castigarlos a todos?, aventuré
tímidamente. "A todos". El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el
espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o
tres compradores. Luego miré el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja seguía
descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía
dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien.
Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir
suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la
hoja, pues el pelo, aunque en agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba
crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen
barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y este era un
cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los
nuestros había ordenado que los mutilaran?... Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo
era su enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre
muy pocos, precisamente para que yo pudiese informara los revolucionarios de lo que
Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que
emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil
explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos
años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con
los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres
rejuvenecía, sí, porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin
vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran
vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero é! no tiene miedo. Es un
hombre sereno, que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los
prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta
piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar
serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy
un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? ¡No, qué
diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos.
¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los
segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo
podría cortar este cuello, así, ¡zas, zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los
ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy
temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre
la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y
la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle,
como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda
incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde
ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me
perseguirían hasta dar conmigo. "El asesino del capitán Torres. Lo degolló mientras le
afeitaba la barba. Una cobardía". Y por otro lado: "El vengador de los nuestros. Un
nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él
defendía nuestra causa...". ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende
mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y
hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada
más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja
como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no
señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo...
No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no
soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para
mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
"Gracias", dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo
debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la
hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y luego de alisarse maquinalmente
los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para
pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se
detuvo un segundo y volviéndose me dijo:
"Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil.
Yo sé por qué se lo digo". Y siguió calle abajo.

CENIZAS PARA EL VIENTO

El hombre tenía un aire cordialmente siniestro. Hacía por lo menos un cuarto de hora
que trataba de explicarse, sin conseguirlo. Estaba sentado sobre un gran tronco de árbol,
a la entrada de la casa. No se había quitado el sucio sombrero, un fieltro barato de color
carmelita, y mantenía los ojos bajos, al hablar. Juan lo conocía bien. Era el hijo de
Simón Arévalo y de la señora Laura. Un chico muy inquieto desde el comienzo. Pero no
tanto como para suponer lo que se decía que estaba haciendo en la región, con viejos y
buenos amigos de sus padres. Juan no lo creía, pero ahora... "Es mejor que se vayan",
repitió el hombre, con la mirada en el suelo, sin levantar la cabeza. Juan no respondió.
Se hallaba de pie, a un metro de distancia del visitante. El día se presentaba hosco, con
nubes de plomo y una evidente amenaza de lluvias. Hacía bochorno. Juan miraba los
campos por encima, más allá del sombrero del visitante: verdes, amarillos, pajizos, otra
vez verdes, un verde más intenso que los otros, y luego un verde desleído. El valle se
veía bien desde ese sitio. Era un buen sitio para verlo ondeante, verdeante con todas sus
espigas, cuando el viento soplaba. "¿Quién está ahí?". La voz de su mujer, lanzada
desde la cocina le llegó aguda y clara. No respondió. El visitante seguía con la cabeza
baja. Y con uno de los pies, forrado en un zapato polvoriento, amontonaba contra el otro
un poco de tierra fina, hasta formar un montoncito que luego apisonaba con la suela
cuidadosamente. "Lo mejor es que se vayan", repitió, levantando esta vez la cara. Juan
lo miró. Y pensó que, sin duda, se parecía mucho al padre, salvo los ojos, olor de hoja
de tabaco, iguales a los de Laura.
"¿Quién está ahí?", repitió la voz, ya más cercana. Y, en i puerta que daba al corredor
de entrada, apareció Carien con el chiquillo en los brazos. El hombre se levantó el
tronco del árbol y maquinalmente se pasó una de las manos por las asentaderas. Luego
se quitó el fieltro, salieron a relucir unos cabellos negros, espesos y alborotados. Parecía
como si el peine no hubiera pasado por ahí n mucho tiempo. "Buenos días señora
Carmen", dijo. El hiquillo jugaba con el cuello de la madre, tratando de hundir los dedos
en esa blandura. Era una criatura de meses que olía fuertemente a leche de mujer y a
pañal sucio.
Juan no decía nada. Y el hombre se hallaba visiblemente desconcertado. Por unos
segundos se pudo oír, perfecto, el silencio de los campos y en medio de ese silencio, los
ruidos, siempre confusos, siempre latentes de la naturaleza. El valle palpitaba, intacto,
bajo la hosca mañana. Pero ya vendrá el sol", pensaba Juan. "Bueno, ya me voy", dijo el
visitante. Se despidieron. Carmen quedó silenciosa, mirando a su marido. El hombre se
puso otra vez el fieltro, les volvió la espalda, caminó sin prisa y, al legar a la puerta de
talanquera - diez, quince metros más allá de la casa -, la abrió con cuidado, produciendo
a pesar de todo, el quejido característico de los goznes sin aceitar. Unos goznes
ordinarios hechos en la herrería del pueblo.
"Debían irse". ¿Por qué? El hijo de Simón Arévalo y de difunta Laura había gastado
casi media hora, tratando de explicarlo. Pero qué confuso había estado. Esas cosas de la
autoridad y de la política siempre eran complicadas. Y el hijo de Simón Arévalo
tampoco las sabía bien a pesar de que ahora andaba en tratos con los de la autoridad,
haciéndole mandados a la autoridad. "El muy bellaco", pensó Juan. "Dijo que si no nos
íbamos antes de una semana vendrían para echarnos". "Tendrán que matarnos",
respondió Carmen. "Eso le dije", remató Juan, completamente sombrío. No hablaron
más. Carmen se fue para la cocina, siempre con el chiquillo en los brazos, y Juan quedó
otra vez solo, plantado como un árbol, frente a su casa.
La vereda era pobre y la casa de Juan y el campo que la rodeaba no valían ciertamente
la pena de que las autoridades se ocuparan de ella. No les iban a servir para nada: unos
cuadros de maíz, unas manchitas de papa, un cuadrilátero de legumbres y un chorro de
agua que bajaba, a Dios gracias, decía Carmen, desde la propiedad, esa sí grande y rica,
de los señores Hurtado. ¡Y la casa! Mitad rancho y mitad casa. Juan pensaba que si se la
quitaban la autoridad tendría que acabar de pagar la deuda de los pesos que le prestaron
años atrás para hacer la cocina y el pozo séptico. ¿Pero, sí era cierto como lo dijo el hijo
de Simón Arévalo, que ellos tenían que irse de allí? Claro que él había votado en las
últimas elecciones. ¿Y qué? ¿No habían votado también los demás? Los unos de un
lado. Los otros del otro. Y todos en paz. El que gana, gana. Y el que pierde, pierde. Juan
soltó una carcajada. "Este quería asustarme". Pero no. Recordó que una semana antes
había estado en el pueblo. Una cosa le llamó la atención: algunos guardias, además del
fusil, llevaban en la mano un rebenque. ¿El fusil?, vaya. ¿Pero el látigo? Juan cavilaba.
La autoridad con el látigo en la mano le daba miedo. Además él notaba en las gentes
algo extraño. En la tienda de don Rómulo Linares no le quisieron vender aceite. Le
dijeron que se había acabado. Pero el aceite estaba ahí, goteando, espeso, brillante, de la
negra caneca al embudo y del embudo a una botella, detrás del mostrador. No dijo nada
porque don Rómulo le hizo una cara terrible y a él no le gustaba andar de pendencia con
nadie. Por el mercado se paseaban cuatro guardias. Pero no había mucha gente. El
compró algunas cosillas: una olla de barro, un pan de jabón y unas alpargatas. Luego
entró a la farmacia por una caja de vaselina perfumada y un paquete de algodón. El
señor Benavides, muy amable pero con cierto aire de misterio le preguntó: "¿por allá no
ha pasado nada todavía?". Y cuando Juan iba a responderle, el señor Benavides le hizo
señas de que se callara. Entró un guardia y detrás, precisamente, el hijo de Simón
Arévalo. El guardia golpeó con el rebenque la madera del mostrador. El señor
Benavides se puso un poco pálido y envolvió de prisa la compra de Juan. "¿Qué hay por
aquí?", dijo el guardia. Arévalo reconoció a Juan. Pero lo miró como si no lo conociera.
El guardia no le dio tiempo al señor Benavides para contestar. Se volvió a Juan, y
haciendo sonar el látigo contra sus propios pantalones le dijo: "¿Y usted también es de
los que están resistiendo?". Juan debió de haber palidecido como Benavides porque
sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Hubiera querido abofetear al guardia, pues
no era cosa de que un guardia, sin más ni más, hablara así a un hombre pacífico, que
estaba comprando, sin molestar a nadie, una caja de vaselina y un paquete de algodón
donde el señor Benavides. Arévalo intervino: "Sí, es de los rojos, de aquí cerca, de la
vereda de las Tres Espigas". Juan parecía como clavado al piso y miraba, sin poder
apartar los ojos, el pequeño trozo de guayacán perforado en uno de los extremos, por
donde pasaban los ramales del látigo. El guayacán parecía un largo dedo con las
coyunturas abultadas por el reumatismo, Y el látigo seguía sonando contra la tela basta,
color de cobre, de los pantalones del uniforme. "Aja, aja", gruñó insidioso el guardia.
"Pero es de los tranquilos, yo lo conozco", cortó Arévalo, El rebenque dejó de frotar la
tela. "Ya veremos. Ya veremos, porque todos son unos hijoe... madres", y se le abrió al
guardia en la mitad de la cara una risa sardónica. "Aquí se acabaron las carcajadas,
¿oyó, Benavides? Y usted también...".
Salieron. Juan sentía seca la boca. Tomó el paquete de encima del mostrador, buscó las
monedas en el bolsillo para pagar cuarenta y cinco centavos, y se despidió del señor
Benavides, a quien todavía le temblaban las manos y seguía pálido como un hombre
atacado súbitamente por un calambre en el estómago.
Pero ahora la amenaza tomaba cuerpo en la persona del hijo de Simón Arévalo. Y Juan
recordaba que Simón Arévalo había sido su amigo. Y que este mismo muchacho no
parecía tan malo. Sólo que le gustaba andar discutiendo aquí valla, por todas partes, de
esas cosas tan enredadas y difíciles de la política. ¿Pero en qué estaba ahora? Si se
hubiera metido a guardia, muy bien. Pero no llevaba uniforme. Desde cuando se
pusieron tan mal las cosas, Arévalo era el gran amigo de la autoridad. En el pueblo le
dijeron que no salía de donde el alcalde y que con los guardias trasegaba, mano a mano,
las copas. Un sostén de la autoridad. Eso seguramente era Arévalo. Un sostén que tenía
la ventaja de conocer a todo el mundo, en cinco, tal vez en diez leguas a la redonda.
¡Qué gracia! Si Arévalo había nacido allí como Simón, su padre y como el padre de
Simón, su abuelo. Qué gracia, si había ido a la escuela del pueblo, con la pata al suelo,
como él mismo, y con la pata al suelo, también como él, había corrido por todos esos
campos, aprendiendo el nombre de todos los dueños y arrendatarios y aparceros y
peones, trabajando aquí, trabajando allá hasta cuando estuvo crecidito y se hizo hombre
de zapatos y de sombrero de fieltro y se quedó a vivir en la localidad.
Los disparos despertaron primero a Carmen, luego a Juan y, finalmente, el niño se echó
a llorar. Estaba amaneciendo, porque las cosas en la habitación se distinguían muy bien.
Juan, al saltar de la cama calculó la hora: tas cinco de la mañana. Los disparos volvieron
a oírse, pero más próximos. Terminó de ponerse los pantalones, apretó la hebilla del
cinturón y se precipitó a la puerta. Había calculado bien la hora: una claridad lechosa
caía del cielo sobre los campos. "Sí, son las cinco. Hará un buen día" pensó, sin darse
cuenta. La puerta de talanquera anunció con sus goznes que alguien entraba. Pasaron
dos hombres. Juan los reconoció desde lejos: uno, Arévalo, y, el otro, el guardia del
rebenque, el que lo había encarado en la botica del señor Benavides. ¿Entonces
resultaba cierta la amenaza de Arévalo? Doce días habían pasado desde la visita. Y Juan
pensaba que todo estaba en orden. "Una semana, váyanse dentro de una semana. Es
mejor para ustedes. De lo contrario...". Y ahí llegaba otra vez Arévalo, pero ahora
acompañado de la autoridad.
El guardia echó otro tiro al aire, al acercarse a Juan. "¿Suena bien, no?", dijo, "y
sonarán mañana muchos más, si a esta hora no se han largado de aquí. ¿Entienden?".
Rastrilló de nuevo la pistola y apuntó a lo lejos, hacia las esbeltas espigas de maíz, por
divertirse, por puro juego. Arévalo estaba cabizbajo. No miraba a Juan, ni a Carmen
quien había salido corriendo para ver qué pasaba. "Ya lo saben, a largarse, a largarse
pronto". Acomodó la pistola entre la cartuchera, cogió del brazo a Arévalo y volteó la
espalda. Hasta ese momento Juan comprendió que el aliento del guardia apestaba a
aguardiente.

Todos cumplieron: Arévalo y la autoridad, Juan y Carmen y el niño. La casa ardió


fácilmente, con alegre chisporroteo de paja seca, de leña bien curada, de trastos viejos.
Tal vez durante dos horas. Acaso tres. Y como un vientecillo fresco se había levantado
del norte y acuciaba las llamas, aquello parecía una fiesta de feria, en la plaza del
pueblo. Una gigantesca vaca-loca. El guardia del rebenque saltaba de gozo, mucho más
entusiasmado, desde luego, que sus cuatro compañeros y que Arévalo, venidos para
constatar si Juan Martínez se había ido o si oponía resistencia.
Cuando regresaron al pueblo, se detuvieron en la tienda de Linares. Ahí estaba el
alcalde recostado deliciosamente contra los bultos de maíz.
"¿Cómo les fue?". "Bien señor alcalde", respondió Arévalo, taciturno. "¿Martínez se
había ido?". "No", dijo el del rebenque, "cometieron la estupidez de trancar las puertas y
quedarse adentro, y, usted comprende, no había tiempo qué perder...".
El aceite seguía goteando de la caneca al embudo y del embudo a la botella.

LECCIÓN DE DOMINGO

Los tres hombres entraron como una tromba al pequeño salón de clases donde la
señorita Marta Amaya, nuestra maestra, leía el texto: "Plantó un hombre una viña, y la
cercó con seto, y cavó un lagar y edificó una torre, y la arrendó a labradores y se partió
lejos...". La voz cadenciosa y monótona se quebró súbitamente. "¿Qué quieren
ustedes?", dijo intensamente pálida. Yo comprendí que ella estaba a punto de llorar.
Pero ya uno de nosotros - éramos en total once rapaces - estaba llorando: Pablito
Mancera, una criatura de nueve años, de cabellos color de melcocha, de rostro pecoso e
invariablemente sucio. Uno de los hombres se quedó vigilando a la puerta. Los otros
dos nos miraban un poco desconcertados. Vestían trajes claros, y debajo de los sacos de
tela liviana - el clima era, por esos meses, sofocante - brillaban las hebillas de los
cinturones y asomaban las cachas de los revólveres. ¿Revolucionarios? ¿Gobiernistas?
¡Quién iba a saberlo! La señorita Marta había tratado de explicárnoslo, a su manera.
"Debemos confiar en Dios", decía, "para que esto acabe pronto". Pero no acababa. Tan
mal iban las cosas de la revolución y de la paz, que al mayor de nosotros, los colegiales,
Juan Felipe Gutiérrez, le habían matado ya al padre, y la señorita Marta no podía darnos
clase sino los domingos por la tarde. Y solamente de doctrina cristiana. Por eso estaba
leyéndonos el evangelio de San Marcos - "plantó un hombre una viña, etc." - en el
momento de entrar los hombres. "Queremos conversar con usted", dijo uno dirigiéndose
a la señora Marta. "Y sin perder tiempo", remató con voz sorda uno de los otros dos, el
que estaba a la puerta.
Debo advertirles que todo esto pasó hace muchos años, pues ya soy un viejo, y no voy
a la escuela. De la significación de lo acontecido esa tarde de domingo, fuera del salón
de clases, no me di cuenta sino transcurrida una buena porción de tiempo. Creo que
cuando ya me había convertido en eso que llaman un hombre. Y lo habría olvidado por
completo si hoy, al abrir incidentalmente una Biblia, no hubiera tropezado con las
palabras de San Marcos en el Capítulo 12. "Pero si estas eran las palabras de la señorita
Marta", me dije. Y, al punto, la vi salir del salón, con el rostro demudado, acompañada
de dos de los hombres. Echó sobre nosotros una angustiosa mirada y nos dijo:
"Permanezcan juiciosos y tranquilos. Yo volveré pronto". Salieron. El hombre apostado
a la puerta la cerró cuidadosamente como quien cierra un libro, y avanzó hacia el centro
del salón. Vaciló un poco ante las dos gradas de la tarima donde se hallaban, como en
un trono, el asiento de la señorita Marta y su mesa de trabajo. Nosotros estábamos muy
quietecitos en los bancos, repartidos de dos en dos. Yo no tenía compañero, pues
éramos once y once es un número impar. El hombre no se atrevía a ocupar el asiento de
la señorita Marta. Eso se veía. Por lo menos así lo pensé. Supongo que le daba
vergüenza por timidez o por temor al ridículo. De pie, examinó los papeles y cuadernos
- nuestros cuadernos - que se hallaban sobre la mesa. Tomó uno, lo hojeó y, al detenerse
en una página, trató de sonreír. Debió leer el nombre del dueño, escrito en la cubierta,
con la linda y cuidadosa letra de la señorita Marta. "¿Quién es Roberto Collazos?",
preguntó, todavía con el cuaderno entre las manos. Todos volvimos a mirar a Collazos.
Y Collazos se levantó del banco. "Yo", dijo. La raya de sol que entraba por una de las
ventanas y caía sobre la negra cabeza de Collazos, me permitió calcular que serían
aproximadamente las cuatro de la tarde, pues yo había notado que a esa hora, siempre,
en los días de buen sol, aparecía una franja de luz y de polvo, proyectada desde el cielo
como un reflector. "¿Con que usted es Collazos?". "Sí señor". "Está bien. Siéntese". El
hombre siguió mirando los cuadernos. "¿Y quién es Cepeda?". Y Cepeda se levantó,
como lo había hecho Collazos. "Y ¿quién es Gregorio Villarreal?". Y Gregorio hizo lo
mismo que Cepeda y Collazos. "Y ¿quién es Inocencio Cifuentes?". Me incorporé. Y
sentí que la cara se me llenaba de calor. No dije nada. No dije como los demás: "yo,
señor". El hombre se quedó mirándome con simpatía. "Yo también soy Cifuentes", dijo.
Todos reímos, inclusive el pequeño Pablito Mancera a quien, tal vez, le había pasado ya
el miedo. El hombre continuó su juego. Y se divertía evidentemente. Y nosotros
empezamos a divertirnos también. Uno a uno fuimos respondiendo al llamado que se
nos hacía. Se oyeron de nuevo algunas risas cuando le tocó el turno a Benito Díaz quien
tartamudeaba un poco. Y el hombre rió a su vez, jovialmente. Empezábamos a olvidar a
la señorita Marta. Empezábamos a olvidar que se la habían llevado los otros dos. Y que
los tres entraron, bueno, como ladrones. Empezábamos a olvidar que debajo de los
sacos, colgados del cinturón, estaban los revólveres. Empezábamos a olvidar la guerra
entre revolucionarios y gobiernistas.
Cuando el hombre decidió sentarse en el asiento de la señorita Marta ya tenía ganada
nuestra confianza. Nadie murmuró nada. Nadie disimuló ninguna sonrisa. Nos pareció
completamente natural que ocupara ese sitio. Hasta ese momento llevaba la cabeza
cubierta con el sombrero. Al sentarse se lo quitó y colocó el fieltro sobre la mesa.
Parecía cansado y bueno. Un rostro común y corriente. La piel, amarillenta como la de
todos nosotros. Y el pelo, en desorden. Hubo una larga pausa de silencio. El hombre se
pasó las manos por la barba y se quedó mirando, durante unos minutos, al vacío.
Collazos se levantó. "Señor, ¿podría irme para mi casa?". El hombre pareció
sorprendido. "¿Qué dice? Nadie saldrá de aquí todavía. ¿Entiende? ¿Entienden todos?".
Collazos se sentó de nuevo. Silencio absoluto. El miedo había regresado a la clase y
entraba, de lleno, a nuestros pechos. Un casi imperceptible hilo de llanto sonaba a mi
espalda. Era, claro está, Pablito Mancera.
No sé cuánto duramos así: el hombre en la tarima, mirándonos, mirando, a veces, el
limpio cielo de verano que se trasparentaba a través de los cristales de la ventana y
nosotros mudos, quietos, amedrentados, mirándonos los unos a los otros o mirándolo a
él. No sé cuánto tiempo. Pero era absurdo estar así. Yo traté de contar hasta ciento para
acabar con el malestar que sentía. (Mamá me decía que era un buen recurso para que
llegara pronto, por las noches, el sueño). Empecé: uno, dos, tres, cuatro... ¿Pero qué
querían esos hombres? Cinco, seis, siete... ¿Iban a tenernos así, hasta la noche? Pronto
serían las cinco de la tarde, la hora en que la señorita Marta colocaba cuidadosamente
entre las páginas de su Biblia un pedacito de papel como señal para continuar al
domingo siguiente, y también como señal de que, por el momento, todo había
concluido, de que podríamos levantarnos de nuestros bancos y salir, en tropel, calle
abajo, y luego dispersarnos a campo traviesa. Detrás de esa ventana, más allá de ese
muro de cal, por detrás de la espalda del hombre sentado en la silla de la señorita Marta,
estaba el campo, y el olor del campo, y nuestras casas y mamá esperándome:
"Venancio, ¿aprendiste mucho...?"'. ¿En qué iba? Siete, ocho, nueve, diez, once, doce...
De pronto la atmósfera se rompió con un grito. Con dos gritos. Con tres gritos. Era la
señorita Marta. "Auxilio". "Auxilio". "Auxilio". Les confieso que las lágrimas me
empezaron a brotar de los ojos. Y recuerdo que hubo un estremecimiento en los bancos.
El hombre se puso en pie, eléctricamente, y una máscara de ferocidad cayó sobre su
rostro hasta entonces apacible, casi amigo. "Quietos", dijo, y con un gesto veloz,
automático, desenfundó el revólver. Se detuvo, sin embargo, a medio camino de su
impulso y, sin levantar el arma, sin apuntar hacia nosotros, la colocó sobre la mesa. "El
que diga una palabra...". No concluyó, porque un nuevo grito, esta vez sofocado, llegó
en el aire. No puedo referirles qué hicieron entonces mis compañeros, porque yo agaché
la cabeza y me tapé el rostro con las manos. Sentía húmedas las mejillas y la frente. Y
entre las comisuras de los labios el sabor de mis lágrimas. Un desagradable sabor a sal.
Además, estaba temblando, como si tuviera fiebre. Y la saliva se me había acabado. Los
sollozos de Pablito Mancera me llegaban claros, continuos y desesperados.
¿Ustedes desean saber cuánto tiempo pasó hasta cuando los otros dos hombres se
presentaron otra vez a la puerta del salón? Pero eso es exigirme demasiado. Y estoy
seguro de que si ustedes se encuentran alguna vez con Collazos, con Villarreal o con
Cepeda o con Pablito Mancera, no conseguirían saber más de lo que yo les cuento. El
tiempo es una cosa vaga e imprecisa, una cosa que a veces se detiene como un tren que
falla y otras sigue raudo, como un río impetuoso. Lo único que puedo decirles es que en
medio de ese trozo de tiempo yo quedé sumergido, con el corazón palpitante de miedo.
Pensé que si me movía, el hombre podía matarme. Le bastaría con levantar el arma y
apuntar. Algo muy sencillo, muy fácil. ¿No es cierto? Mejor quedarme quieto. Me
dolían las manos por la presión de los músculos. "Puede matarnos, matarnos a todos",
pensaba yo. Y rectificaba: "No, a todos no, porque le faltarían en el revólver cinco
cápsulas". "¿Son cinco o seis las que lleva el tambor?". Y luego volvía el miedo, como
en oleadas, a golpear en mi pecho. Pablito Mancera seguía llorando, débilmente,
tenuemente, como si se hallara en trance de morir. Y no se oía nada más que ese susurro
de pena en todo el silencio de la clase, en todo el silencio de la casa, probablemente en
todo el silencio del pueblo y de los campos.
El estrépito de la puerta, al entrar los dos hombres, me obligó a levantar la cabeza. El
que estaba en la tarima descendió las gradas con el arma en las manos. "Vamos,
vamos", dijo uno. El que nos había acompañado colocó el revólver en el cinturón y
preguntó, bajando la voz: "¿Y yo qué voy a hacer?". "Cállate. Hablaremos afuera. No es
necesario que los muchachos se enteren". "¿Muy difícil?". El interrogado sonrió
siniestramente, se acercó a la oreja de su compañero y debió decirle algo muy gracioso
porque ambos estallaron en carcajadas. El otro volvió a mirarnos, paseó los ojos por
toda la clase, intentó hablarnos, pero tal vez no encontró las palabras que buscaba y,
dándonos la espalda, salió primero que sus compañeros. Yo seguí el ruido de los pasos
hasta que se perdieron en el final del corredor, entre la yerba de la calle, entre el pesado
silencio de esa hora luminosa e inolvidable de domingo por la tarde, la hora de la
lección de doctrina cristiana que nos daba a los once rapaces de nuestro pueblecito,
nuestra maestra, la señorita Marta Amaya. Las dos habitaciones, vecinas del salón de
clase estaban destinadas una para comedor y la otra para alcoba de la maestra. Después
había una pequeña cocina. Y después, la huerta. Nada más. Nuestra escuela era pobre,
como el pueblo, como nosotros, como la señorita Marta Amaya que allí había llegado,
nombrada por el gobernador, hacía dos años, sola, con su sombrero de paja, su falda de
tela clara y su maleta de cuero que podía abrirse como un fuelle. Era realmente bonita la
señorita Marta. Y a mí siempre me pareció buena. Y ahora, ahora la señorita Marta
estaba como muerta, pero no estaba muerta, entre su cama, con la blusa desgarrada y los
senos al aire y la falda tirada sobre el piso, y una de las piernas colgando, como un
péndulo, del borde del lecho. No debía estar muerta, a pesar de que tenía los ojos
cerrados, porque yo veía cómo ondulaba y ondulaba ese pecho desnudo...

SANGRE EN LOS JAZMINES

Cuando los guardias rurales llegaron a la granja de mamá Rosa, hacía ya una semana
que Pedrillo estaba tirado en la cama, hecho una miseria de dolor y de ira. Las heridas
del brazo habían tomado una escandalosa coloración de tomate maduro y el brazo
abultaba hasta reventar. La infección y la fiebre devoraban a Pedrillo. Esos malditos
hombres de la guardia, si lo encontraban, no lo dejarían con vida. Esto era lo de menos.
¡Si sólo lo mataran! Pero Pedrillo sabía que antes de que con él acabaran como un perro,
de un disparo o de un machetazo en la nuca, bien medido, para que los huesos se
quebraran y la cabeza quedara bamboleándose y fuera fácil desprenderla y ensartarla
luego en un palo para llevarla a la alcaldía del pueblo como trofeo, antes de que eso
ocurriera, Pedrillo sabía que ocurrirían otras cosas con el, pues ya estaban ocurriendo
con los otros. Sabía que lo torturarían en la cárcel. Y también lo sabía mamá Rosa, su
mamá. Esto lo atormentaba más que todo y se le aparecía como una anticipación de las
torturas que, de seguro, iban a ensayar otra vez esos bárbaros si lograban pillarlo.
Primero le cortarían los dedos de los pies, como a Saulo Gómez y luego lo pondrían a
caminar sobre las piedras del patio; y después, quién sabe, lo colgarían de las manos
para azotarlo desnudo, mientras con las puntas de las bayonetas esos salvajes se
divertirían abriéndole surcos en la carne. Y, Dios santo, pobre mamá Rosa si la
obligaban a la fuerza, a puntapiés, a presenciar el espectáculo, como a la desgraciada
María del Carmen Vargas, quien se había vuelto loca ahí mismo, y tuvieron que sacarla
del pueblo para el manicomio. No. El no se dejaría pillar. El era una presa difícil.
Pero los guardias llegaron. Mamá Rosa los divisó desde la pequeña colina que daba
sombra, en la tarde, a uno de los costados de la casa. Bajó corriendo para avisar a
Pedrillo. El rostro de la mujer se había vuelto de ceniza, del color de ese polvillo
volandero que deja el carbón de palo, ya apagado y a medio quemar, sobre los ladrillos
del fogón. "Ahí vienen, ahí vienen", dijo. Pedrillo tambaleó para levantarse de la cama.
La fiebre, como un mal enemigo, trataba de doblegarlo. Pero él era un mocetón de
veinticinco años, lo que se llama un mocetón, bronco y fuerte, a quien le decían Pedrillo
por puro chiste, por pura gracia del contraste entre su vigor campesino y el diminutivo
con que, desde siempre, lo nombraba su madre. El sucio .trozo de tela que le servía de
cabestrillo para el brazo herido, cayó al suelo, y el brazo, al perder ese apoyo, se
convirtió en una masa de dolor, inverosímilmente pesada. La cara se le contrajo en una
expresión de martirio. Soltó una espantosa grosería, y mamá Rosa, con las manos
temblorosas, ató de nuevo el trapo por detrás del cuello. "Aprisa, mamá, dame uno de
los fusiles". Había dos, cargados, debajo de la cama. Ella extrajo uno, lo colgó al
hombre del brazo bueno de su hijo, y abrió la puerta. Entró, sin obstáculos, la claridad
de la tarde y con ella, traído en el viento, el delicioso olor de los cañaverales, pues esa
era una tierra de caña-dulce y de cafetos, de naranjos y de jazmines, de los candidos
jazmines que mamá Rosa cultivaba.
Pedrillo salió apoyándose en el muro de tapia pisada. Hizo un violento esfuerzo para
enderezar el torso y, poco a poco, fue apresurando el paso. Mamá Rosa se quedó parada
a la puerta. El sol le daba sobre los ojos de pupilas dilatadas. Parecía un personaje de
cuadro al óleo, con su negra mata de pelo, partida en dos, el busto alto y palpitante bajo
la tosca blusa, las manos sobre las anchas caderas, y el miedo y la amargura distribuidos
sobre el rostro. Lo vio desaparecer más allá de las cañas, más allá de los cafetos, más
allá de la última mancha de hierba.
Pero los guardias llegaron. Del punto en donde los vio mamá Rosa a la casa, había que
contar entre cinco y ocho minutos de tiempo. Pasaron probablemente diez antes de que
los tuviera a la vista, a un metro de distancia entre la puerta y la boca de los tres fusiles
tendidos contra ella. Mamá Rosa alcanzó, pues, a poner todo en orden: la cama y la
cocina. No movió el fusil que le había dejado Pedrillo. Apenas hizo caer un poco más
contra el suelo, para disimular el arma, la descolorida manta del lecho. Lo hizo sin saber
por qué, pues ella no pensaba oponer ninguna resistencia. "Si me matan, que me maten.
Dios sabrá". Tantas otras mamas Rosas habían muerto así en los últimos meses que ella
no iba a ser ciertamente una novedad. Muertas estaban Carmen y la niña Luisa y la
anciana Rosario, su comadre, la madrina de Pedrillo. ¿Qué importaba, pues? Y otra
ventaja: mientras la mataban, los guardias le darían un poco más de tiempo a Pedrillo
para huir. La muerte andaba ahora por toda la comarca con uniforme del gobierno, unas
veces, y otras sin uniforme. Se mataban los unos a los otros desde hacía meses y meses.
Pedrillo, como los demás, había entrado a la fiesta. Y de seguro que Pedrillo debía
también unas cuantas vidas de esas con uniforme color de tierra pardusca y cinturón con
balas y machete al cinto. Aquello parecía a mamá Rosa una maldición del cielo. Pero,
qué diablos, nada se sacaba con lamentaciones. Ella no sabía nada de la política y
cuando Pedrillo quiso explicárselo, Mamá Rosa le dijo que él anduviera bien con Dios y
no se metiera en nada. Pero Pedrillo ya estaba en la danza. "Si uno no se apresura a
matar, lo matan". Algo así le dijo él. Y mamá Rosa se resignó.
Ahora ya no había nada qué hacer. Ahí estaban los guardias. "¿Pedrillo podría seguir
caminando?". "¿El dolor no terminaría por echarlo a tierra?". "¿Y estos hombres darían
con él?". Mamá Rosa los miraba y sentía que empezaba a desfallecer. "¿Por qué no
disparan?". "Yo debía estar ya muerta". "¡Santo Dios! ¡Santo Dios!". Nada. Ella seguía
extrañamente viva frente a las bocas de los fusiles y frente a esas tres caras nada
siniestras. "Son como Pedrillo". "Tan jóvenes como Pedrillo". Avanzaron. "Ahora
dispararán". "Perdóname, Dios bendito". Uno de ellos le gritó: "Vieja inmunda", y
enderezando el fusil que tomó en una mano, con la otra le golpeó el rostro. Mamá Rosa
se llevó las manos a la cara y las retiró manchadas de sangre. Después sintió que sobre
el costado caía, de plano, la culata del fusil. Rodó sobre el suelo y ahí contra el piso de
greda, que le pareció tibio y húmedo, se le clavó, al lado del seno, la punta de una bota,
una, dos, tres veces. ¡Pobre Mamá Rosa! El prodigioso dolor que se apoderó de todo su
cuerpo, no le impidió recordar que así había visto maltratar muchas veces por los
gañanes de la comarca, a los cerdos y a los perros. Ella no era ahora más ni mejor que
los cerdos o los perros.
Los tres hombres se detuvieron en el marco de la puerta. Uno de ellos gritó: "So hijo e
perra, entréguese o lo matamos". Tenían miedo de penetrar a la habitación. Pasaron
unos segundos y luego se oyó una descarga. "No hay nadie, no hay nadie", les gritó
Mamá Rosa, "mátenme, mátenme". Los hombres entraron. Y Mamá Rosa arrastrándose,
los siguió. Se volvieron para mirarla. Y el que parecía más enardecido apuntó al cuerpo
de Mamá Rosa. "Cuidado con la vieja. Ella sabe para dónde se ha ido", dijo otro. Y
entonces, se oyó, afuera, a la distancia, un tiro de fusil. Los tres guardas se precipitaron
fuera de la habitación, con el arma al brazo. Mamá Rosa empezaba a desvanecerse, pero
entre la niebla de la conciencia le pareció que una nueva detonación sonaba, más
próxima, menos distante. "Es Pedrillo", pensó. Y la cabeza, con su negra mata de pelo
partida en dos y ahora ensangrentada, se doblegó sobre el suelo.
Pero los guardias volvieron. Cuando Mamá Rosa recuperó el sentido y pudo otra vez
incorporarse, le pareció que Dios no era completamente justo con ella, pues le permitía
vivir para ver lo que estaba viendo: Pedrillo había sido cazado por los guardias - él
debía haber disparado al aire para llamarles la atención y salvarla a ella - y ahí, en el
naranjo que adornaba la minúscula huerta, fronteriza a la puerta de entrada, estaba
colgado de las manos, como un cuero de res, las espaldas desnudas, desgarradas y
sanguinolentas. El grito de Mamá Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. "Esto era
lo que se merecía el hijo e perra. Y todavía falta, vieja p...", aulló el que estaba
restregando contra la rala hierba el cinturón manchado de rojo. Mamá Rosa veía brillar
al sol de media tarde, como una llaga, esa dura espalda maciza del gigante Pedrillo que
de su vientre había salido una noche, frágil y pequeñito. Ahí estaba Pedrillo, peor que
un perro apaleado. "Y que Dios me perdone: como Cristo". Sus propios dolores se le
olvidaron a Mamá Rosa. Ya no sentía su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como si
esa espalda fuera su propia carne. No. no eran sus dolores sino los dolores de Pedrillo
que en ella resonaban, repercutían y el desollaban la carne y el alma. Pobre Mamá Rosa
con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza bíblica de madre
campesina donde ahora se hundían unas manos desesperadas y trágicas. "Y todavía falta
vieja p…", volvió a aullar la voz del guardia, quien, al mismo tiempo, arranco al aire
una queja con el látigo antes de dejarlo caer una y otra vez sobre la espalda. Se oyó un
quejido como de animal a punto de morir, un lamento sordo y elemental que parecía
llegar desde el fondo último de la Vida, desde el abismo visceral de la existencia. "Y
todavía falta...", rugió de nuevo la voz.
Mamá Rosa comprendió que ella también, como Pe-arillo, estaba muñéndose. Y que
iba a caer de nuevo, sobre el suelo. "Virgen de los Dolores, ayúdame". El pecho se le
rompió en sollozos. Otra vez sonaban los latigazos. "Miserables, miserables, debían
matarlo más bien". Y Mamá Rosa recordó entonces que allí, debajo de la cama, estaba
el otro fusil de Pedrillo. Sí. La Virgen de los Dolores la había oído.
El primer disparo hizo un impacto imperfecto y levantó un trozo de corteza del árbol.
Pero el segundo penetró en la carne martirizada y sangrante de la espalda, ahuyentando
para siempre el dolor y la vida. Mamá Rosa se desplomó sobre el piso con el fusil entre
las manos. Ahí quedaba con la cabeza sobre la tierra. Una cabeza como para un cuadro,
con su mata de pelo negro, partida en dos.

EL REGALO
"¿Por qué corres tanto?", le gritaron cuando pasó frente a la venta de la señora Petra, en
la primera vuelta del camino. "Voy para el pueblo a vera papá", respondió sofocado.
Llevaba los cabellos al aire, y los pies descalzos. El sudor le humedecía la frente y la
camisa y todo el cuerpo. "Si corres tanto no llegarás pronto pues te cansarás y tendrás
que echarte por ahí. Vete despacio y llegarás antes de lo que supones". "No", respondió,
"hoy es domingo, el día de ver a papá. Los demás días no dejan ver a los presos".
"Corre, corre entonces", le gritó la señora Petra, a la puerta de la venta, mientras las
ágiles piernas del niño Diomedes iniciaban, otra vez, la febril carrera.
Pero el camino es largo. Polvo y piedras bajo los pies. Sol picante sobre la cabeza.
Calor. Y, después de media hora de camino, un poco de cansancio. El pequeño canasto
con los regalos de mamá - unos bollos blancos, un trozo de cerdo - no pesa, es cierto,
pero embaraza un poco la marcha. El niño Diomedes hubiera preferido no traerlo. Pero
entonces, ¿qué le habría dicho a papá? Sí. Mamá estaba enferma. No podía ir hasta el
pueblo para visitarlo en la cárcel. Algo, en el estómago, algo como u puñalada, la
tenía tirada en el suelo, sobre la estera. Levantándose trabajosamente, pálida, con el pelo
revuelto, con las manos temblorosas, había prensado el maíz contra la piedra, había
adelgazado la masa, la había humedecido y luego esas mismas manos amarillentas y
enflaquecidas la enrollaron en pequeños y simétricos trozos que ella puso al fuego para
que se transformaran en auténticos bollos. "Mañana llevas esto a Rogelio". Sí. No podía
abandonar el canasto. Seis bollos y un pedazo de cerdo, no pesan nada. Adelante, pues,
adelante.
El camino, además de largo, es estrecho. "De herradura" lo llaman. Y hay, en efecto,
huellas de herradura que quedan impresas en el polvo blando y caliente. Huellas de
muías, con su carga de panela, huellas de caballo, con su carga humana, huellas de asno,
con su carga de miel. El niño Diomedes va desflorando con sus pies el dibujo en relieve,
de las herraduras. En su reemplazo queda la huella propia, la de su paso, la de sus cinco,
la de sus diez dedos y, un poco fugaz, la de sus plantas. Corriendo como va, no es
mucho lo que queda, pero algo queda. Sus pies han perdido la curva. Están casi planos.
Desde siempre tomaron contacto directo con la tierra, con el polvo, con las piedras, con
los espinos, con las zarzas. Debieron ser suaves como una mejilla, alguna vez.
Diomedes no lo recuerda. Siempre se ha visto así, sin alpargatas, y siempre ha sentido
bajo sus plantas de niño la caricia áspera o la caricia blanda. A veces duelen los pies,
como ahora al aumentar el calor. Se cuartea la dura piel del calcañal, y se abren
pequeñas grietas en las junturas de los dedos, y por ellas brota, con el hilo del dolor, un
poquito de sangre. Caminar así es como ascender todos los días a un Calvario. Pero, a
pesar de todo, los pies de Diomedes que son pies de once años de edad, parecen ya de
bronce, como si con ellos hubiera caminado por sobre la tierra durante once siglos: dura
planta, curada, probada contra la corteza de la tierra. Planta caminera y resistente contra
la cual se embota la fiereza de la zarzamora y casi se hace inútil la asechanza sutil de la
espina.
Diomedes va corriendo. "¿A dónde vas tan aprisa?", le pregunta, al pasar, montado en
su bello zaino el mayordomo de "Las Tres Colinas", don Urías Gutiérrez. "Voy al
pueblo, a ver a papá", responde deteniéndose Diomedes. “¿Qué llevas ahí?". "Un
encargo de mamá". Don Urías mira al niño Diomedes, quiere decirle algo, pero se
arrepiente, aprieta con los talones el vientre de su cabalgadura y sigue al trote.
Diomedes ve alejarse el caballo y el caballero como en los cuentos: entre una nube de
polvo. ¡Si tuviera un caballo! Ya estaría en el pueblo, habría amarrado la bestia al palo
de la plaza, en el sitio que él conoce tan bien, y estaría esperando que el guardia lo
dejara pasar al patio de la cárcel... "Papá, aquí están los bollos. Mamá está un poco
enferma. No pudo venir...". No. Hay que seguir corriendo, corriendo. Diomedes piensa
que es mejor descansar un poco. No. Tampoco. Seguir a buen paso. La señora Petra
tenía razón: ya está fatigado. Siente sed. El calor crece. Está bañado en sudor. Le arden
los pies. En la próxima venta, la del señor Ramírez, seguramente le regalarán una
totuma de agua, acaso un poco de guarapo. ¿Por qué no? Así ocurren, a veces, las cosas.
A buen paso sigue, pues, Diomedes. Es su paso de niño, un pasitrote. Menudo, ágil,
veloz, como el de su padre, como el de su madre, como el de todos los campesinos que
van para el pueblo, que vuelven del pueblo, que van a misa, que vuelven del mercado.
Como el de las mamas que cargan a la espalda los chicuelos recién nacidos, como el de
los papas que cargan a la espalda el bulto de naranjas recién cogidas. Diomedes conoce
bien este camino. Es el camino de su vida. Arbolas, piedras, recodos, ventas,
sembrados, el manantial del kilómetro 29, la Cruz del Diablo en la colina de "Las
Acacias", la fritanga en la tienda de Ramírez, el olor de la caña molida en el trapiche de
los señores González, y la sombra al lado derecho, en la mañana, y al lado izquierdo, en
la tarde. Sabe dónde se pueden cortar ramas para prender fuego en la cocina del rancho,
dónde se puede coger una fruta, sin peligro, dónde se puede mirar, también sin peligro,
el trabajo de las abejas y la paciente tarea de las hormigas.
Diomedes sigue caminando, caminando. Ya no corre, pero sigue ligero, veloz
punteando con los pies una secreta urgencia que él mismo no comprende. El pequeño
canasto colgado al brazo le golpea por instantes la cadera. El sol lo sofoca. Con la mano
que lleva libre se limpia el sudor de la cara. ¿Cuánto falta para llegar al pueblo?
Diomedes mira el sitio por donde pasó y calcula la distancia por recorrer. Ya está
próxima la venta del señor Ramírez. Una vuelta más y "¿niña Carmen, me da un poco
de agua?". "¿Para dónde vas Diomedes?". Diomedes no responde. Coloca el canasto en
el suelo cerca de un trozo de árbol que sirve de banco a la entrada de la tienda. Hay
adentro varios campesinos que conversan, que comen, que beben. El se sienta en el
trozo de árbol. ¿Le traerá agua la niña Carmen? Mejor ir por el agua. Entra. Huele a
alpargatas, a sudor de campesinos, a queso agrio, a cerdo frito y, dominándolo todo, a
guarapo. Ese olor supremo le acrecienta la sed. "¿Niña Carmen, me da un poco de
agua?". Ella está del otro lado del mostrador y sin decirle palabra, hunde una taza en la
gran olla de guarapo y con la mano húmeda se la pasa. "Así son las cosas", piensa
Diomedes mientras bebe a grandes sorbos. Una frescura, una alegría, un bienestar
delicioso le desciende por su garganta hasta el alma. "Gracias, niña Carmen". Sale.
Toma el canasto y, "¿para dónde vas Diomedes?", le grita desde adentro la niña
Carmen. "Para el pueblo", y echa a andar otra vez.
Árboles, polvo, piedras, calor. El camino de su vida. Bien lo conoce Diomedes. Podría
recorrerlo con los ojos cerrados. Y llegar, como llega ahora, a las primeras casas del
pueblo. Por Dios, que ha ido muy lentamente en esta última etapa. Y Diomedes ya va
corriendo, calle abajo-camino de la plaza. El canasto le golpea la cadera, pero él no se
da cuenta. "Oiga, oiga", le dice un campesino tratando de detenerlo. Pero él sigue veloz.
"Cuidado, cuidado", le grita una mujer, tratando de agarrarlo por el brazo. Pero él se
desprende con violencia. "Voy a la cárcel a ver a papá", responde orgulloso. El canasto
oscila sobre su brazo al impulso de la carrera. Diomedes se siente feliz. Ha olvidado
todo, todo, para recordar únicamente a papá que está en la cárcel. Por eso corre, vuela
como un endemoniado, para llevar el regalo de los seis bollos blancos y del trozo de
cerdo. Nadie podría detenerlo. ¿Nadie? El brazo del guardia ha caído como una viga
sobre su espalda. Diomedes trata de escapar a la dura presión que lo ha parado en seco.
El corazón le salta en el pecho como un caballo desbocado. "Nadie puede entrar a la
plaza", oye que le grita el guardia, mientras lo zarandea con una mano y con la otra
sostiene el fusil. Pero en la plaza, al otro extremo, está la cárcel, y en la cárcel está papá.
Con el grito del guardia las gentes se han arremolinado en torno de Diomedes. Hay un
principio de tumulto. El niño mira a la plaza. Se halla sola. En sus cuatro ángulos ve
guardias apostados. Diomedes no entiende por qué no podría pasar él para entregarle a
papá el regalo que lleva en el canasto. El guardia discute con las gentes. Las amenaza.
Las gentes murmuran y el guardia se impacienta. Y se olvida, por un momento de
Diomedes. Este se desliza, se escurre, y a carrera tendida entra a la plaza. En una
fracción de segundo un silencio mortal se apodera de la atmósfera. Sobre el polvo de la
plaza desierta, los pies del muchacho van dejando una efímera huella. "Aprisa, aprisa",
se dice para sí el pequeño Diomedes. "Papá debe estar esperándome". Y sus piernas
vuelan. "Aprisa, aprisa... Ya voy a llegar. El guardia no me hará nada. Y me dejaran
entrar... apri...". El niño Diomedes se desploma, se desgaja, como una fruta. Y la
detonación del fusil repercute maravillosamente en el silencio que llena la plaza. El
canasto ha rodado un poco y ha dejado sobre el polvo seis miserables bollos de maíz, un
trozo de cerdo y un proyecto de hombre.

PRELUDIO

Primero fue un grito. Después miles de gritos. Después un tumulto. Después la


revolución. A mí me entregaron un machete, grande y nuevecito. Brillaba la hoja contra
la pálida luz, al voltearla.
- Oiga, usted, joven, aquí tiene el arma.
- Gracias.
Pesaba el machete. En la empuñadura de madera podían descansar con amplitud mis
cinco dedos, colocados allí en la forma que ustedes saben: la forma del puño cerrado,
pero con el trozo de madera entre la mano.
- ¿Y qué hago con el machete?
El grupo se alejaba. Y el hombre que me lo había dado ya iba calle arriba, a la cabeza
de sus amigos.
- Señor, ¿qué hago con el machete?, pregunté desesperado.
Ni él ni los demás me oyeron. Todos gritaban, energúmenos, violentos. Mi grito se
perdió así en el aire. La gente llevaba superpuesto sobre su rostro, el rostro de la
revolución: ira y miedo, rojo y blanco. A mí me había cogido la revolución en plena
calle, cuando estaba parado frente a la vitrina de una bizcochería, en la Gran Avenida.
Un minuto antes yo me hallaba con las manos desnudas, en la actitud del desamparado,
del que no tiene empleo, del que tiene un poco de hambre, imaginando la posibilidad de
que algún día yo pudiera entrar a esa tienda y comerme, minuciosamente, uno después
de otro, todos los bizcochos de la vitrina. Un minuto después la revolución me hacía el
obsequio de un machete. ¿Para qué? Yo no sabía para qué.
Debía ser en el sur donde la revolución había brotado como una gigantesca flor de
llamas, pues en esa dirección y a pesar de la distancia, un resplandor rojizo alcanzaba a
penetrar el plomo del cielo, dorándolo a trechos, como un cobre. Lejanas, imprecisas
detonaciones de fusil, llegaban en el aire. Con el machete entre las manos me puse a
pensar en la revolución. ¿Contra quién era la revolución? ¿En favor de quién?
- Dígame, señor, ¿qué ha ocurrido?
El viejecito me miró a las manos, y empalidecido, inició una cómica carrera. Pero
seguían desfilando gentes y gentes. La calle era un río de agua que arrastraba, a su vez,
un río humano.
- Señorita, le dije tomándola por el brazo, ¿quiere usted decirme qué ha pasado?
Se desprendió de mí en un gesto nervioso y me respondió con la voz temblorosa:
- No sé, no sé, no me detenga, por favor. Yo voy para mi casa.
- ¿Pero qué ha pasado?
La muchacha ya se había ido. El machete era, pues, un inconveniente. Con él en las
manos yo debía parecer un revolucionario de verdad. Pero yo no era un revoluciona-no.
Yo era un pobre diablo que andaba por ahí sin rumbo fijo, con diez centavos entre el
bolsillo, y que se había parado frente a una vitrina. En el cristal busqué mi propia
imagen: el machete caía paralelo al raído pantalón, del lado derecho. No resultaba del
todo mal el conjunto. El machete me daba cierta prestancia. Pero ¿qué iba a hacer con el
machete? La revolución no se equivoca, pensé. Pues si están repartiendo machetes algo
habrá que cortar, algo habrá que defender, y a alguien habrá que matar. Solté una
carcajada y di media vuelta. Una lluvia inmisericorde empezaba a caer.
Pasó otro grupo de energúmenos y varios de ellos me miraron, primero, con hostilidad,
con odio, pero al descubrir que de mi mano derecha pendía el arma, sonrieron
siniestramente. Y uno, encarándose conmigo, rugió:
- ¡Viva la revolución!
Yo respondí automáticamente:
- ¡Qué viva! y, sin saber cómo, me encontré blandiendo el arma poseído de insólita ira.
Pero siguieron. El aguacero arreciaba su ímpetu, y bajo el aguacero, las gentes seguían
corriendo o gritando, enloquecidas, atemorizadas, iracundas unas, desafiantes otras,
muchas huidizas, todas marcadas ya con el extraño sello de esa cosa grande y terrible
que había nacido, súbitamente, en algún lugar de la ciudad.
Yo me guarecí en la puerta de la tienda y sólo entonces me di cuenta de que estaba
cerrada. La hora no dejaba dudas: las dos y ocho minutos de la tarde. Pronto llegarían
los dueños. ¿Pero llegarían? ¡Quién sabe! Salí del dintel. El agua me empapaba el
vestido, chorreaba por el ala del sombrero, y sentía que su humedad llegaba, a través de
las suelas de los zapatos, a las medias rotas ya los pies. Un camión, lleno de hombres,
que portaban una bandera, pasó a grandes velocidades. Y el abanico de lodo que
levantaron las ruedas me dio en pleno rostro. Por un instante quedé ciego. Tiré el
machete al suelo mientras me limpiaba la cara y el vestido.
- ¡Recoja el machete, miserable!, ordenó a mi espalda una voz autoritaria.
- Recójalo o si no yo le enseño a obedecer, insistió la voz.
Lo recogí y me volví para ver quién me amenazaba. El rostro no decía gran cosa:
cenizo, mofletudo, los ojos con los párpados enrojecidos, los labios abultados. Un
hombre como tantos. Como tantos que pasaban y pasaban V corrían y amenazaban y
gritaban. Un producto de la serie, creada instantáneamente por la revolución.
Se quedó mirándome. En la mano él también tenía un machete. El agua le caía sobre
los hombros, le mojaba, como a mí, toda la ropa.
- ¡Viva la revolución!, gritó con el machete en alto.
Yo respondí:
- ¡Viva!
Sin decirme nada, tornó a gritar:
- ¡Abajo los asesinos!
Yo respondí:
- ¡Abajo!
El hombre quedó satisfecho. Me echó una última mirada en la cual se transparentaba el
deseo de adivinar mis intenciones. Luego se echó a andar sobre el lodo que se desleía en
la acera.
Regresé a la vitrina. Detrás de los grandes vidrios estaban, intactos, los bizcochos. Y
otra vez me asaltó la idea de que alguna vez tendría que saciarme hasta el hartazgo. "Es
hambre", me dije. "Claro que es hambre", me respondí. Levanté entonces el machete
para romper el vidrio. Un intenso griterío llenó el ámbito y vi cómo las gentes corrían
en busca de refugio. Bajé la mano sin golpear el vidrio y apenas tuve tiempo de
arrojarme al suelo, de pegarme al lodo y al agua, mientras pasaba, como una exhalación,
otro camión, desde el cual graneaban los disparos.
Cuando me incorporé, con el machete goteando agua, alguien había ocupado mi puesto
frente a la vitrina. Era otro hombre cualquiera de la misma serie que estaba emitiendo
para la calle, desde hacía una hora, la revolución. No llevaba consigo ninguna arma. Un
rostro gris, inexpresivo. Un vestido insignificante. Una mueca común sobre los labios.
Un sombrero destilando agua. Unos zapatos enlodados. Quedamos el uno cerca del otro,
de espaldas a la calle, mirando el interior de la vitrina.
- Podemos romperla, propuso con absoluta frialdad. Présteme el machete.
Me sentí iracundo. ¿Por qué diablos debía compartir con ese hombre una acción que a
mi solo me correspondía?
- La revolución no es para robar, le dije saboreando interiormente el placer de la
hipocresía.
- Si usted no rompe el vidrio, yo sí lo rompo, dijo sombríamente.
Nuevos disparos en la lejanía. El desconocido y yo seguimos el uno al lado del otro,
pero como enemigos. La lluvia no cesaba. El distante resplandor de los incendios hacía
clarear, por instantes, la hosquedad del cielo. Una sorda indignación me ganaba el
ánimo.
El hombre me parecía odioso, repugnante como un usurpador. Al fin y al cabo, la
revolución me había encontrado allí y allí me había dejado Esa vitrina era mi territorio.
Cuanto hubiera adentro a mí me pertenecía.
El hombre seguía mirándome en silencio, con ojos burlones.
- ¿Y con qué va a romperlo?, le dije en tono desafiante.
- Con las manos.
- Si usted toca ese vidrio lo mato, dije llevado de un impulso extraño, de una fuerza
secreta que parecía estar en mi interior, pero que yo comprendía que estaba también en
la calle, en la atmósfera. Y levanté la mano con el machete en señal de amenaza. El
desconocido no se inmutó. Vi cómo cerraba el puño y lo descargaba sobre el vidrio que
saltó en pedazos, y cómo abría luego la mano ensangrentada para apoderarse de los
bizcochos. Pero la mano se detuvo a medio camino y el cuerpo tambaleó hacia un lado
antes de desplomarse sobre la acera, con un ruido de chapoteo. En la nuca había caído el
tajo certero, y a mí me pareció que al descargarlo, una cosa dura y sonora se rompía
bajo mis manos, exactamente como ocurre al partir un delgado trozo de leña contra la
rodilla.
El lodo y el agua se tiñeron fugitivamente de sangre. La vitrina estaba, por fin, abierta.
Pero una sensación de náusea me había quitado el hambre y con el hambre el deseo de
saciarme, hasta el hartazgo.

LIBERTAD INCONDICIONAL

El juez leyó el veredicto. Los cinco jurados permanecimos de pie y el acusado también,
pero entre dos guardias. No había público, a excepción del que formaban algunos
parientes del "asesino" y de la víctima. En total, unas veinte personas. El veredicto era
absolutorio: "no es responsable", "no es responsable" y "no es responsable", estaba
escrito con mi letra, en el papel que el juez tenía entre las manos, como respuesta a las
tres preguntas del cuestionario. Yo miré al acusado. Inalterable. Inconmovible. Con las
manos, le daba vuelta al sombrero. Tenía ligeramente inclinada la cabeza sobre el
pecho. Hubo un momento de amable desorden mientras el juez, los abogados, el fiscal y
los jurados, nos despedíamos. Al pasar cerca del ex-acusado, volví a mirarlo. "Venancio
Ramírez. Ojalá no se me olvide este nombre", pensé. Y salí a la calle.
La noche bogotana estaba yerta y una ligera humedad se palpaba en el ambiente. Del
cielo plomizo bajaba, como cernida, una garúa interminable. Calculé las dos de la
madrugada. Miré en mi reloj de pulsera, las dos y diez minutos. "Pero adelanta. Mañana
iré al relojero". Sonreí ante esa promesa siempre incumplida. De lejos me llegó el
quejido metálico de un tranvía al frenar sobre los rieles. "El tranvía de las 2", afirmé,
para mí, categórico. Seguí andando. En la Plaza de Bolívar el viento peinaba, como a
una cabeza de mujer, las sucias aguas de los estanques. "Ondulado permanente".
Rectifiqué: "ondulado provisional". Los invisibles dardos del frío estaban en la
atmósfera, en el aire. Pero yo me sentía extrañamente satisfecho. Extrañamente feliz.
Venancio Ramírez había sido absuelto. Pronto estaría en la calle, se iría para su pueblo,
regresaría a su trabajo de miserable campesino. Yo había dado la batalla. Los cuatro
jurados restantes se mostraban indecisos y perplejos. Yo logré convencerlos. Bien
estudiadas las cosas, lo que yo sentía era la paz de la conciencia. De la razón y de la
conciencia. "Excelente batalla". Pero, ¿por qué vacilaban ellos? ¿No quedó demostrada,'
técnicamente, la imposibilidad de que el grito de la mujer de Venancio Ramírez,
lanzado desde el fondo de la cañada, pudiera oírse en la colina donde se encontraban la
casa y el declarante que dijo haberlo oído? ¿No fuimos allá mismo los jurados para
hacer la prueba y yo no representé, acaso, el papel de la víctima, y en el sitio donde
aparecieron las manchas de sangre sobre la piedra, a la orilla del riachuelo no grité con
todas mis fuerzas "me mata. Venancio me mata" y ninguno de los que se hallaban en la
eminencia pudo oírme? ¿No quedó comprobado que Ramírez regresaba de la población,
camino de su casa a la hora más probable del crimen y que en ese camino fue visto y
oído por varios testigos? ¿Y que en la tarde de ese mismo día penetró, rumbo a su
parcela, a las dos ventas que sirven de hitos en el trayecto? Además, Venancio no iba
solo. Iba acompañado de un hermano de su mujer. Y los dos llegaron a la casa y no
encontraron a María del Carmen y se pusieron a dar voces, precisamente desde la
colina. Y nadie les respondió. Y descendieron, con el alma en un hilo, al fondo del
vallecito por entre las espigas de maíz y las zarzas de los matorrales. "Debe estar
lavando los trapos", dice el expediente que dijo Venancio. Y el cuñado lo corrobora.
Entonces, ¿qué? Pero María del Carmen no apareció inclinada sobre la piedra, a la orilla
del agua, golpeando la ropa. En la piedra descubrieron frescas manchas de sangre, y tras
del rastro, unos metros más allá, boca arriba, fijos los ojos en el cielo, el cadáver de
María del Carmen. El cuchillo debió penetrar muy hondo en la garganta, a la altura de la
clavícula izquierda para dar paso a la muerte y a una súbita cascada de sangre que ya no
manaba y empezaba a secarse bajo el sol. ¿Venancio y su cuñado no regresaron al
pueblo para dar aviso a la autoridad? Entonces, ¿qué?
Las sospechas sobre Venancio provenían del padre y de una de las dos hermanas de
María del Carmen. Pero se referían a una tradición de la conducta de Venancio, con
relación a su mujer, no al acto mismo del crimen. ¿Y qué importaba la tradición?
Venancio maltrataba a su mujer y la hacía trabajar como a una bestia. Eso declaraban
ellos, para quienes resultaba seguro, "por lo menos ante Dios", decían, que el asesino no
podía ser sino Venancio. Pero la otra hermana, la menor de las tres - María del Carmen
era la mayor - afirmaba no haber sabido nada de las querellas entre su cuñado y su
hermana. Y aun había llegado a declarar que Venancio era un hombre bueno. ¿Quién
pudo, pues, matar a María del Carmen?
Esta fue la pregunta que yo hice, una y otra vez, a mis compañeros de jurado. No lo
sabíamos. Todos estábamos de acuerdo en ese punto. Pero alguien mató a María del
Carmen. ¿Quién? La tradición de golpear a la mujer, inclusive de odiarla aun en el
momento de poseerla, y de hacerla trabajar como se hace trabajar a una muía o a un
buey, no demostraba nada contra Venancio porque Venancio no había inventado esa
tradición. Esa tradición estaba ahí, envolviendo su vida, desde mucho antes de que él
cayera sobre la tierra, desprendido de la matriz de su madre. Como una muía o un buey
debieron ser tratadas la madre y la abuela, y la madre de la abuela, y la abuela de la
abuela de Venancio. ¿Entonces qué?
Podíamos garantizar que existía un criminal: el asesino de María del Carmen. Pero no
podíamos garantizar que ese asesino fuera Venancio. ¿Podíamos garantizar que
Venancio era un mal hombre, sólo porque golpeara a su mujer? ¿Podíamos, por ello
mismo, suponer que no la amara? El mismo Venancio, ¿qué sabía de todo esto? Cuando
el juez le dijo que existían testimonios de los malos tratos que él daba a María del
Carmen y le preguntó, en seguida, con el ánimo de aniquilarlo, si había querido o no a
su mujer, Ramírez respondió: "yo le pegaba a veces, pero yo sí la quería". El fiscal, por
otra parte, no tenía más base para su argumentación acusadora que la historia del grito,
referida por el declarante, un labriego, que pasaba por las cercanías de la casa. ¿Y qué
era ese grito en el caso de que hubiera podido oírse? "Me mata, Venancio me mata".
Una estupidez. Porque bastaba alterar el sitio de la coma, para que de acusación se
convirtiera en llamamiento de auxilio.
No sé por qué tomé con tanto entusiasmo la defensa del acusado ante mis compañeros
en el juicio de conciencia. Llevábamos cuatro horas de sesión, con leves interrupciones.
Y cuando la defensa terminó, por última vez, de hablar, y pudimos incorporarnos un
momento de las sillas en que nos hallábamos sentados, me propuse ahuyentar la fatiga y
el sueño que trataban de ganarme arteramente, promoviendo, a fondo, una revisión
completa de los hechos. Los jurados no se opusieron. Se les notaba el tedio y hubieran
deseado terminar cuanto antes adoptando la solución intermedia propuesta por uno de
ellos: "culpable, pero sin premeditación". Nadie, fuera del acusado, podía considerarse
como enemigo o malqueriente de María del Carmen. Nadie aparecía con ese carácter en
el expediente. Era una mujer sin enemigos, laboriosa y tranquila. Yo me enardecí un
poco. ¿De manera que íbamos a condenar a un hombre sin poder demostrar su
culpabilidad? ¿En dónde estaba la prueba? ¿La vida conyugal de cuántos campesinos
colombianos difería de la que llevaron Ramírez y su mujer? ¡Si hubiera tan sólo un
indicio de confesión o una sospecha bien fundada! Pero Ramírez no se había
contradicho jamás en la negativa absoluta de la culpabilidad que se le atribuía ni
tampoco en la relación de las circunstancias que escalonaron su jornada el día del
crimen. Campesino y todo, la lógica de su relato resplandecía como una obra maestra de
sencillez y de veracidad. Ni un escape, ni una falla en la demostración de esos hechos.
Se le vio donde él dijo y a las horas que él dijo y durante el tiempo que él dijo. No pudo
ser rectificado. En sus manos, en su vestido, ni una gota de sangre. Llegó a la casa con
el cuñado. Llamaron a María del Carmen a gritos, la buscaron, etc.
Los jurados bostezaban de cansancio y de sueño. Y aceptaron mis tesis. Yo escribí, por
tres veces, la frase consabida: "no es responsable". Una victoria de la Conciencia y de la
Razón...
La llovizna seguía cayendo, con injusta tenacidad, desde un sórdido cielo de plomo.
Pero yo me sentía extrañamente satisfecho, extrañamente feliz.

***
Y poco a poco me fui olvidando de Venancio Ramírez. A veces pensaba en él y me
acosaban los deseos de ir a donde el juez para preguntarle si el veredicto del jurado
había tenido plena confirmación, como yo lo deseaba. Pero la imagen de ese
hombrecillo sin corbata, sentado entre dos fusiles y dos guardias, modesto, simple, color
de tierra, inmóvil, inalterable en su banco, se me fue borrando de la memoria. Al cabo
de unos cuantos meses ya no me acordaba de él, sino del acto de liberación cumplido
por mí, ante el jurado. "Ramírez debe ser ahora un hombre libre". Eso es. La Libertad
tenía algo que agradecerme por haber trabajado eficazmente en su servicio. De no
explicar como expliqué los hechos, el jurado hubiera tomado otra decisión y la Libertad,
acaso, perdido un inocente para que la Autoridad ganara un criminal. No fui nunca a
visitar al juez. Y el perfil humano de Ramírez y el recuerdo de esa helada noche, con su
triste garúa, su lamento metálico y el gentil capricho del viento sobre el agua de los
grandes estanques, se disolvieron, se perdieron en el abismo de la conciencia.
Por eso mismo, cuando mucho más lejos de todo esto en el tiempo, me fue anunciada la
visita de un hombre que decía llamarse Venancio Ramírez, tuve que hacer un esfuerzo
de buzo para extraer del fondo submarino de mis olvidos, y devolverla a la tierra firme
del recuerdo, la estampa del hombrecillo de marras. Entró sin mucha timidez. Había
engordado y envejecido un poco. "Es la oportunidad de la gratitud", pensé. Y lo miré a
los ojos. "Color de tabaco". Sí. "Y la piel terrosa". Lo hice sentar frente a mí. "Como en
el banquillo". Imaginé los dos guardias y los dos fusiles. No. "Ahora Ramírez es un
hombre libre". En verdad, no me había equivocado. Era la visita de la gratitud. El se
enteró, por otro de los jurados, de mi alegato ante ellos. A mí, a nadie más que a mí,
decía, debía la libertad. Gracias a mí, podía trabajar como un hombre honrado, allá
mismo en su parcela. "¿Solo?", pregunté. "No señor, con mi esposa". Lancé una
exclamación de sorpresa, y Ramírez, muy azorado aclaró: "Volví a casarme". "¿Con
quién?". "Con la hermana menor de la difunta". Solté una carcajada para disimular el
malestar interior que sentía nacer como si alguien estuviera amenazándome. "Está
bien", dije, saboreando con plenitud la idiotez de mi propio concepto: "está bien, porque
eso demuestra una vez más su inocencia". Ramírez se quedó mudo y se puso a mirar
con obstinación al suelo. Mi propio malestar creció como una marea en esos segundos
de silencio. "Voy a despedirle, es fastidioso todo esto", pensé. El hombre levantó la
cabeza y sin vacilar, cándidamente, me dijo: "No señor, porque yo no soy inocente. Yo
la maté. He venido para decírselo a usted que es mi salvador. No tengo otra manera de
agradecerle cuanto hizo por mí. La maté no sé por qué, señor. Tal vez porque yo quería
vivir con la otra, con Sabina...".

EL ÚLTIMO DIÁLOGO

Lo habían dejado solo unos instantes, en la creencia de que dormía profundamente.


Pero no dormía. La fiebre, muy alta, lo hacía navegar en una atmósfera de suave y
deliciosa fatiga, como si estuviera reposando en el lecho después de una agitada tarde de
ejercicios deportivos. Le parecía hallarse un poco embriagado, con una embriaguez
deliciosa, semejante a la que le produjera el gran vaso de vino tomado a hurtadillas de la
vigilancia materna, la noche en que se celebraba el cumpleaños de su hermana menor.
Sí. Recordaba el colegio, los compañeros de juego, los camaradas de la clase, la cara del
profesor de inglés. Pero no sólo recordaba, sino que veía todo con nitidez. No era cierto
que la fiebre alterara las imágenes, como le habían dicho que ocurría. Ciertamente, esas
figuras se desvanecían, se perdían de pronto en una especie de humo, de agua, de
burbujas, de olas multicolores. Entonces comprendía que se iba a quedar dormido,
profundamente dormido, y se entregaba sin angustia, más bien con cierto placer, a esa
fuerza extraña, silenciosa y superior, que lo iba balanceando, acunando, dulce,
suavemente... El lecho parecía un gran barco de papel agitado por el viento y el agua,
con un ritmo igual y sonoro que repercutía en las sienes… Sí, ahora mismo, empezaba a
borrarse, a desvanecerse entre leves cortinas de humo y de agua, la forma del gran patio
de recreo y comenzaban a perderse, a silenciarse, a no oírse más las voces de los
compañeros que lo estaban llamando un minuto antes, que seguían llamándolo desde
lejos, desde muy lejos, ya quienes él se esforzaba inútilmente por responder. "Aquí r
estoy", "aquí estoy", trataba de gritarles, pero no podía, no podía porque ya todo estaba
oscuro, gris, como de plomo. Olas y olas de agua, luego nubes, luego burbujas de
colores, luego una catástrofe: grandes colinas que se deshacían, que se derrumbaban,
que quedaban reducidas a un montoncito de tierra roja, donde saltaba, horrible, un
pequeño lagarto verde, el mismo lagarto verde que había visto entre las yerbas, una
cálida tarde de verano, ¿dónde, dónde? Ahora todo tornaba a oscurecerse, a r cerrarse, a
convertirse en algo definitivamente negro; no, no definitivamente negro porque ya
cambiaba también, y le parecía que era de un color metálico, como el color de las
pesadas tijeras que le daba mamá para cortar las figuras de cartón... Un corte aquí, otro
allá, despacio, despacio, para no estropear el dibujo ni hacer saltar pequeñas partículas
de color. Ya va saliendo la imagen. Poco a poco, otro esfuerzo de la mano, un poco
más, para redondear la silueta de la cara. Cuidado con la nariz, cuidado con el cabello,
con las manos y el cuerpo y los pies. Duele, duele la mano, allí donde cae la curva de las
tijeras sobre el nacimiento del dedo. Pero ya está. Sí, ya está. Es la imagen de una bella
muchacha: cabeza de oro, falda azul que cae en largos pliegues sobre los zapatos, ojos -
¿de qué color son los ojos?, ¿verdes, grises, pardos? - y las manos son blancas y finas.
Está sonriendo, sí, sonríe y camina y se acerca y habla. ¿Quién es usted?, dice Pablo.
Qué voz más extraña la suya; no suena, no se oye, pero la muchacha ha comprendido. Y
sigue sonriendo.
- He oído lo que preguntas. Quieres saber quién soy. Me has visto tañías veces, y, sin
embargo, no te acuerdas. Yo soy tu amiga, tu compañera de estudios, la camarada de tus
juegos. Fíjate bien, entreabre un poco los ojos. Pero no, no podrías. Sigue así, con los
ojos cerrados, y acaso, veas mejor. Soy Carmen o Leonor o Consuelo. Me parezco a
todas. Y también a tu madre. Si pudieras despertar dentro de un momento, si
consiguieras despertar mañana, tal vez a ella le dirías que la has visto en sueños, pero
que al mismo tiempo era ella y no era ella.
- Sí. Te pareces a mamá. Pero tu pelo es de otro color, es el color del pelo de Carmen,
mi compañera de banco en el Liceo. Pero tienes los ojos de Laura, y tu cara, por
momentos, es la de la profesora del Tercer Curso de -Historia. ¿Cómo entraste a la casa,
a mi alcoba?
- ¡Qué curioso eres! Deseas como siempre, saberlo todo, conocerlo todo, averiguar la
verdad de todo. Y no obstante, he salido de tus propias manos. Poco a poco me ibas
formando. A cada golpe de tijera sobre el cartón del cuaderno de figuras iluminadas,
salía un trozo de mi cuerpo, un pedazo de mi vestido, un poco de mi cabello. Y así, he
podido llegar hasta ti, al lado de tu lecho, aprovechando este único instante, en que tu
madre ha salido. ¿La oyes? ¿Puedes oírla? No está muy lejos; está en el fondo de la casa
hablando en voz alta con la mujer del servicio. ¿No percibes el ruido del plato golpeado
contra la mesa, y la voz de tu madre? Habla de ti. Dice algo que no entiendo bien, sobre
tu fiebre de estos días. Yo he estado observándola desde aquella tarde en que llegaste
del colegio transido de frío y de fatiga. Cuando te acercaste para besarla advertí el gesto
de zozobra en su rostro: tu frente, tus mejillas ardían. Y, sin embargo, temblabas de frío.
Te llevó al lecho, te abrigó, te hizo reposar sobre la frescura de los almohadones.
Comprendí, entonces, que tal vez podría llegar para mí el instante de hacerme presente
en tus sueños, yo, que nunca había tenido sitio en ellos. Siempre estabas soñando con
otras cosas, con tus amigos, con tus amigas, con tus juegos, con tus viajes. En mí, es
cierto, no podrías pensar. En mí no piensan los hombrecitos como tu. Se necesita que el
tiempo pase largamente para que me dediquen un recuerdo. Tú ni siquiera sospechabas
la posibilidad de mi existencia. En algunos de tus libros de estudio, se habla un poco de
mí. Pero no se habla bien ni con exactitud. Ya ves que no soy así como se dice en los
textos. Mi presencia no te ha sobresaltado, ni mi voz te ha dado miedo, ni mis manos te
han horrorizado. No llevo nada en ellas. Están desnudas. Mentira lo que te han dicho de
que yo debía llegar siempre, siempre, trayendo en ellas un gran juguete metálico;
mentira que debía presentarme envuelta en algo así como la sábana de tu lecho; mentira
que el sitio de mis ojos estuviera vacío de luz, mentira que no pudiera hablarte con
dulzura para decirte que también deseo estar para siempre contigo.
- Sí. No me das miedo, porque te pareces a Carmen, porque te pareces a todas mis
compañeras, porque hay algo en ti que me recuerda a mamá. No tengo miedo. Pareces
buena. Hablas de muchas cosas que sólo mamá sabe. ¿Pero a dónde me llevarías? Yo he
querido ir a muchas partes, regresar a algunos sitios que me encantan. Pero no quiero ir
sin mamá, sin papá, sin mis hermanos. Siempre hemos viajado juntos.
- No es posible, Pablo. Esta vez será preciso que los dejes. Te irás conmigo. Ellos
vendrán más tarde, no temas. La espera no será larga. Unos minutos, unos pocos
instantes, nada más. Creerán que han pasado años y años. Pero es una ilusión. Podrás
esperarlos tranquilo. Un día volverán a estar cerca de ti.
- No quiero ir sin ellos. Me harían falta. No podría vivir sin ellos. Mamá espera todas
las tardes mi regreso del colegio, y cuando demoro en la calle, jugando, me recibe
angustiada. Si ahora volviera y no me encontrara, si yo me hubiera ido, le daría un gran
disgusto. Me llamaría y no podría responderle. Me buscaría por toda la casa y no me
encontraría. No sabría a dónde habría ido ni con quién. Además, no podría llevar todas
mis cosas, mis cuadernos de tareas, mis libros de estudio, mis cajas de lápices, mis
guantes de boxeo...
- Nada de eso te hará falta. Serás feliz, Pablo. Mucho más feliz de lo que has sido hasta
ahora. ¿No recuerdas que también has sufrido? Muchas noches he seguido tu angustia,
cuando en medio de la sombra de tu habitación y acostado como ahora te encuentras, no
podías dormir. Querías levantarte, llamar a tu madre. Pero te retenía la vergüenza de no
saber explicarle lo que te pasaba. Te revolvías inquieto entre las sábanas. Te parecía que
algo iba á llegar en la oscuridad, que algo avanzaba sigilosamente hacia ti. Era mi
sombra. Pero yo no debía aún presentarme ante ti, porque no había llegado el instante en
que pudiera reclamar tu compañía. Te veía, te oía sollozar y observaba cómo hundías tu
cabeza en las almohadas. Hubiera querido consolarte. Pero no podía. Tu vida estaba
intacta. Tu corazón, acelerado por la angustia, sostenía el ritmo de tu sangre; tus
músculos, en el reposo de la vigilia, conservaban su agilidad y su vigor. Bien sabía yo
que podías vivir, incorporarte, saltar del lecho, correr a la alcoba de tus padres y
desplomar sobre el pecho de mamá, en largos sollozos, la angustia que te poseía. Eras el
dueño de tu vida. Y de regreso del llanto, el sueño descendería tranquilo sobre tu rostro,
sobre tu cuerpo, y cerraría tus párpados, hasta la mañana siguiente, en que la vida estaría
esperándote para despertarte. Pero ahora no. Tu madre ha salido por un instante y
pronto regresará a tu lado. Oigo sus pasos en las habitaciones interiores. Llegará y no
podrá verme, no podrá oírme, no podría oírte tampoco. Tu corazón no alcanza a
sostener ya el ritmo de tu sangre. Tus músculos se han sosegado. El verdadero sueño
ahora sí baja sobre tus ojos. No temas. Todo será como un juego. Un poco más y
empezaremos el viaje. No temas. En el minuto exacto, te tomaré de la mano, y me iré
contigo. Cuando vengan tus amigos, ya te habrás ido.
- No quiero irme todavía. Mis cuadernos están en desorden y no he podido terminar el
dibujo encargado por la maestra. En la semana próxima debo jugar con el equipo de mi
curso, la última vuelta para el campeonato. El guante de béisbol está roto, y papá dijo
que hoy me compraría otro. Si no estoy aquí cuando él llegue, se enfadará. ¿Por qué no
esperamos? No quiero irme todavía. Quiero ver a mamá, quiero levantarme, quiero
volver a correr, quiero gritar. No, no quiero irme, no quiero irme.
- No llores, Pablo. Tu madre va a llegar, viene hacia aquí. Que no te vea con lágrimas
en los ojos. Tú has sido siempre un pequeño hombre valiente. ¿Lo ves? Ya empiezas a
serenarte. Tu pecho se aquieta. Tus brazos caen a lo largo de tu cuerpo. ¡Qué honda paz
sobre tu rostro! ¿Estás listo? Apresúrate que tu madre ha llegado a la puerta. Dame la
mano, levántate. Sonríe. ¿Ves cómo era de fácil?

TIEMPO DE VERANO

Cuando llegamos a la orilla del río, Roberto me dijo:


- Quítese el vestido. Nadaremos en la parte menos honda.
Recuerdo - de esto hace veinte años - que el calor era sofocante, y que el aire brillaba,
estremecido, a través de los arbustos. Yo estaba empapada en sudor, pues habíamos
corrido los últimos cien metros del camino. Roberto era un muchacho terco y
dominante, de grandes ojos misteriosos, de fuertes manos, de cabellos oscuros que le
caían, en mechones, sobre la frente. Volvió a decirme:
- Desvístase. Si nos demoramos, se hará tarde, y papá dijo esta mañana que regresaría
temprano del pueblo.
Se miró la muñeca, donde faltaba el pequeño reloj de pulsera que había olvidado, dijo
una grosería para lamentar ese olvido, y soltó con un gesto nervioso la hebilla del
cinturón que le ceñía el cuerpo. Luego empezó a quitarse los pantalones que, a poco,
cayeron, hechos un lío, sobre 'a hierba húmeda. El calor aumentaba. Yo quería
refrescarme, miraba el agua con deseo de zambullirme, de sentir un poco de frescura en
la piel que ardía y estaba como sedienta. Pero, a pesar del afán de Roberto, y de su voz
imperiosa, no me atrevía a quitarme el vestido. Me daba un poco de miedo y de
vergüenza.
- Marta, ¿qué hubo? Volvió a decir, fastidiado.
Yo seguía sentado en el suelo, mirándolo desnudarse. Le faltaba tan sólo desanudar los
zapatos, que usaba, como yo, sin medias. Era hermoso Roberto. Y desnudo, parecía
muy alto. Teníamos, sin embargo, la misma edad: doce años.
- Olvidamos los vestidos de baño, dije.
- No importa. Mamá no me habría dejado venir, si le hubiera dicho que llegaríamos
hasta el río. Pero dése prisa, Marta.
No respondí. No sabía qué decirle. Pero una secreta angustia me invadía.
- Échese al agua, le dije.
Roberto obedeció. Lo vi avanzar unos pocos metros, y luego detenerse un instante al
borde de la corriente. Hizo una ágil flexión y oí, con incomparable sensación de
frescura, que caía al agua. Seguí oyendo después el rítmico, el acompasado golpe de las
manos y de los pies.
Empecé a desnudarme. Sentía el aire tibio más cerca de mí. Al quitarme el vestido,
miré al sitio donde nadaba Roberto. Venía en dirección a la orilla.
- Ya voy, le grité, para que no saliera aún.
Y corrí hacia el agua. Recuerdo que un espino, al pasar, me hizo daño y que la sombra
de mi cuerpo se proyectaba muy bien sobre la hierba. Caí cerca de Roberto, quien se
había parado sobre el lecho de la corriente, para verme avanzar. El agua estaba tibia,
pero a su delicioso contacto, el cuerpo probaba un exquisito placer.
Roberto empezó, de nuevo, a nadar cerca de mí.
- Está deliciosa, ¿no es cierto?, dijo.
Le respondí que sí, y seguimos braceando casi paralelamente. El sol, ya oblicuo en el
horizonte, alcanzaba a tocarnos en la espalda y en la cabeza, al deslizamos sobre el
agua.
Diez minutos, un cuarto de hora pasaron así. No sentía ya temor ni vergüenza. Es cierto
que en las pausas del ejercicio, Roberto se quedaba, por instantes, mirándome el pecho.
Y a mí me parecía que de pronto iba a tocarme con las manos húmedas. Sin embargo,
resistía a sus miradas y, ahora lo comprendo, deseaba que me tocara.
Vamos a descansar un instante, dijo, y yo asentí.
Salimos del agua.
Aquí hay un buen sitio, Marta, dijo Roberto, señalando con la mano un lugar en la
sombra.
Fuimos allá. Roberto se extendió en el suelo. Había poca hierba, y el piso estaba
ligeramente húmedo. Me tendí a su lado. El silencio era completo. No, no era completo.
En su seno caliginoso resonaba la invisible orquesta de los insectos y se percibía el paso
cauteloso de los lagartos por entre los rastrojos. Además, el río seguía descendiendo y
descendiendo, sonoro, por entre las piedras.
- Papá dice que es peligroso venir por este lado porque hay culebras, dijo Roberto,
sentándose.
- Entonces, vámonos ya, le respondí, sentándome también.
- ¡Boberías!, dijo Roberto. Aquí no hay culebras. Y me puso la mano en la cara, para
obligarme a que me extendiera de nuevo. Tenía ya seca y caliente la mano. Traté de
resistir, pero, con más fuerza, insistió. Cedí al impulso y entonces vi sobre mi cara la
cara de Roberto. Le caían los mechones del cabello, aún húmedos, sobre la frente y los
ojos, sobre sus misteriosos ojos. La dura y caliente mano seguía oprimiéndome la cara.
- Suélteme, Roberto, que me hace daño.
La presión cesó un instante. Pero la mano empezó a descender, sin prisa, suave, fina,
deliciosamente, por el cuello, por el pecho, por el vientre. Sin ningún esfuerzo yo me
había quedado inmóvil, quieta, muda; había cerrado los ojos. La mano seguía un viaje
maravilloso por el continente de mi piel. Y Roberto no decía nada. Yo oía, con perfecta
claridad, el cauteloso deslizarse de los lagartos entre los rastrojos y la orquesta invisible
de los insectos. Oía pasar el viento, cálido, ardiente, por encima de mi cabeza...
Roberto me dijo cuando regresábamos:
- Marta, ¿venimos mañana otra vez?
No le respondí. Estaba confusa, avergonzada y satisfecha al mismo tiempo. Pero una
vaga congoja me aquietaba. ¿Diría Roberto a alguien que su mano había pasado sobre
mi cuerpo desnudo? ¿Y yo confesaría a alguien que el paso de esa mano había
despertado en mí una extraña sensación de miedo y de placer?
- Marta, dijo Roberto, cogiéndome del brazo, ¿podríamos venir todos los días? Papá
sale temprano para el pueblo.
Seguí callando.
- ¿Podríamos besarnos, Marta?
- Sí, tal vez.
- ¿Ahora?
- Ahora no.
- ¿Mañana?
- Sí. Mañana.
La ruta desembocaba por fin en la carretera. Roberto había arrancado una rama y con
ella golpeaba las zarzas y las hierbas que crecían en los bordes. Se divisaba la casa entre
los árboles. Debíamos separarnos. Se hacía tarde. El calor disminuía con las primeras
sombras.
- Bueno, adiós, Marta.
- Adiós.
Echó a correr. Vi cómo saltaba por encima de la pequeña puerta pintaba de verde, cómo
atravesaba a saltos el gran prado gritando: ¡Mamá, Mamá!
Empecé a andar, camino de mi casa. Y súbitamente sentí deseos de llorar.

LA PRIMERA BATALLA

El gato llegó pequeñito, friolento, a la casa. Venía hambreado y quejumbroso.


Evidentemente había sido abandonado por la madre antes de tiempo. Cabía en una
mano y miraba con ojos tristes y brillantes el mundo. Pablo oyó las quejas del animal y
corrió al jardín. Allí estaba. El niño dio un rodeo para caer por detrás. Pero su maniobra
era inútil. El gato se hubiera dejado atrapar de todos modos. Desfallecía de inanición, y
desde luego, su deseo era probar algo y calentarse. Pablo lo agarró por el vientre, le
pasó la suave mano con exquisita ternura por el lomo donde se sentía, bajo la piel, la
dureza del hueso. Estaba dichoso. Tenía, por fin, entre sus manos, esa cosa blanda y
tibia, aterciopelada y ronroneante que tanto deseaba poseer. Desde el jardín llamó a
papá, a mamá, a gritos, comunicándoles el hallazgo. Luego fue a la cocina. Un alegre
fuego doraba las planchas metálicas de la estufa y dejaba escapar su caliente vaho.
Pablo pidió a la cocinera un poco de leche en un plato, unas migajas de pan y colocó al
animal con gran cuidado en el suelo, bien cerca del calor. Temía que el gato se escapara
al sentirse libre de la presión de sus manos. Pero la frágil bestezuela no guardaba
ánimos ni fuerzas para escapar. Se desentumeció, estremecida, ante el fuego, y empezó
a comer ruidosamente, con perfecta maestría. La diminuta lengua daba dos compases
irreprochables al caer durante una porción de segundo sobre el líquido y retirar del plato
unas gotas de leche y unas briznas de pan. Pablo miraba y oía extasiado. Le resultaba un
espectáculo divino, que le producía intenso goce, este de ver y de oír comer al gato.
Porque jamás había tenido un gato y por consiguiente, jamás había visto a derechas,
tranquila y sosegadamente, comerá los gatos. Verdad que de prisa, cuando iba por la
calle colgado del brazo de papá o mamá, pudo algunas veces mirar un instante en el
sucio interior de alguna carbonería, esos gatos grandes, de vida alegre y airada, de
vientre redondo, fieros y vanidosos, que devoraban majestuosamente en un inmenso
plato, y miraban despreciativos y magníficos a los transeúntes. Pero esa visión pasajera,
lo dejó siempre insatisfecho. El pedía siempre a papá y a mamá un gato. Pero papá y
mamá se negaban a acceder a ese ruego.
- Los gatos, decía mamá, son ingratos. No quieren la casa ni quieren a los amos. Viven
en los tejados, en continua pelea. No son fieles ni buenos, como los perros.
Papá estaba de acuerdo. Pablo insistía, pero sin éxito. No tenía aún razones para oponer
a las de sus padres. Sólo sabía que hubiera sido dichoso, hondamente dichoso,
poseyendo un gato, pudiendo acariciarlo, darle un nombre, dormirlo entre su cama,
jugar con él, verlo saltar, caminar, sentirlo cómo se deslizaba entre sus piernas, tirarle
pedazos de pan... Ahora precisamente, en este instante, mientras crepitaba el fuego de la
estufa y sonaba, rítmico, el golpe de la lengua del gato contra la glotis y contra el
líquido disperso en el plato, Pablo se sentía el niño más feliz de la tierra. Papá y mamá
no podrían decir que había traído el gato, no podrían echar el animal a la calle, no
podrían dejarlo morir de hambre. Este gato había caído del cielo, sí, del cielo, pensaba
Pablo. Y un animal que cae desde tan alto, como regalo de Dios, no puede ser
abandonado. Ha de ser aceptado, respetado, consentido y amado. ¿Pero si sus padres, a
pesar de todo, resolvían lo contrario? Mejor aclarar, desde ahora, la difícil situación.
Con el animal entre las manos, Pablo va, pues, a donde sus padres y encara
valerosamente el problema. Renacen, con más ímpetu que nunca, las antiguas razones.
Mamá dice que el gato puede ser regalado a una vecina. Papá habla, siempre
desconfiado, sobre la mala, la pérfida condición de los gatos. Pablo siente una tremenda
angustia que le sofoca las palabras. Aprieta contra el pecho a la débil bestia y la
acaricia, la acaricia con desesperada ternura. Hay un momento en que ya no puede
oponer nada a las palabras de papá y mamá. Comprende que está a punto de ser
derrotado, que es muy pequeño, que nada, absolutamente nada podría hacer ni decir
para convencer a sus padres. Piensa que es una injusticia, una horrible injusticia,
arrebatarle el gato, arrojarlo a la calle para que muera de hambre cuando él podría
cuidarlo, enseñarlo a ser juicioso, a hacerse querer de todos. Del fondo de su angustia,
Pablo no puede sacar una palabra, pero siente que algo en su interior va subiendo hasta
la garganta, hasta los ojos. Quiere disimular; pero no puede. Intenta decir algo y no
puede. Estalla en sollozos. Las lágrimas ruedan de las mejillas sobre el lomo calientito
del gato. Mamá y papá callan. Están vencidos.
- Bueno, si es para tanto, dice papá, quédate con el gato.
Mamá vuelve los ojos a donde se halla papá y le agradece, sin palabras, con una
mirada, esa declaración de derrota.

***

Los días van pasando en el aro invisible del tiempo. Hay días soleados y días grises,
días de generosa luz y días oscuros. Noches de frío tenaz, cerradas, de absoluta tiniebla
y noches de altos resplandores de plata en el cielo. En el tránsito de esos días y de esas
noches, Pablo y el gato han unido estrechamente sus destinos. El tiempo, la sucesión del
tiempo es, en verdad, lo mejor para estas vidas que empiezan, para estas amistades que
se inician, para estos amores en agraz. Si el tiempo se detuviera, ni el amor, ni la
amistad, ni la vida podrían avanzar, progresar, convertirse en algo estable, duradero y
bello. Gracias a que el tiempo se desliza callada, imperceptiblemente, el niño y el
animal han podido realizar notables progresos en sus relaciones. Desde aquel lejano día,
cuando apareció en la casa la bestezuela friolenta y Pablo lloró con desgarradora
amargura por ella y por él, ante un destino que parecía y no fue irrevocable, el tiempo
ha pasado y repasado su eterna corriente. Pablo ha crecido un poco, y el animal
también. El gato lleva una vida feliz. Papá y mamá han terminado por quererlo. En
rigor, este gato es una excelente prueba de lo que pueden el amor y la comodidad en el
orden de la buena crianza. El animal parecía destinado por la Providencia de los gatos al
vagabundaje absoluto, a la miseria sistemática, a la gitanería más completa y arbitraria,
al hurto y al asalto. Las manos de un niño, y las lágrimas, cambiaron la ruta de ese
destino miserable y libérrimo. El gato se transformó en un auténtico gato de casa, mejor,
en un gato con casa, con hogar fijo, al cual se puede regresar y al cual es grato regresar
después de todas las peripecias sangrientas, de todas las excursiones tempestuosas por el
mundo del amor, de las fechorías y del hambre. Este gato no ha sido ese desolador
ejemplo de infidelidad, ingratitud y desprecio que papá y mamá aseguraban a Pablo que
sería, dada su condición de gato. El muchacho, es verdad, sufre con t las ausencias del
animal, pero las disimula ante sus padres. Y los días en que aquél está más modoso,
tranquilo y sosegado que nunca, el niño se envanece y se pasea por toda la casa, seguido
de la suave felpa ambulante que le frota las piernas.
- Mamá, fíjate cómo es de juicioso.
Mamá mira al gato, que sigue fiel a Pablo, o lo ve tendido, enroscado a los pies del
niño, roncando sonora y pausadamente, mientras sobre la piel del vientre que se j hincha
a intervalos regulares cae una dorada franja de sol, en la que viajan millones de átomos
rubios. Cuando Pablo trabaja en sus cuadernos de escolar, el gato empieza su excursión
circular, llena de deliciosos estremecimientos, entre los tobillos del niño. Esto distrae a
Pablo de sus abstracciones de colegial, y por momentos, no resiste al deseo de levantar
el animal para acariciarlo. Pero el gato insiste hasta el momento en que cansado o
satisfecho, se tiende nuevamente entre las lanas del tapete y empieza a soñar...
Esta amistad progresa, se hace más honda y firme con la complicidad milagrosa del
tiempo. Mientras Pablo va al colegio, el gato se adormece, largas horas, en la cama del
niño. Allí lo descubre mamá, hecho un grueso ovillo de piel, el hociquillo pegado contra
la cola, imitando ladinamente con su postura a los auténticos gatos de porcelana que
duermen para siempre en esa deliciosa actitud. Mamá lo observa en silencio y se queda,
por momentos, pensando vagamente en la extraña ley sentimental que preside el amor
de los niños para los animales. ¿Son crueles los niños con los animales? ¿Son por el ^
contrario, bondadosos y comprensivos? No sabría decirlo. Pablo adora a este animal,
pero a veces lo maltrata inconscientemente, lo persigue, lo intranquiliza, lo enardece.
Un día se empeñó en recortarle los bigotes. El animal se defendía con ferocidad,
batallaba, acorralado, y la ira del muchacho crecía avasalladora. Por fortuna papá llegó a
tiempo y libertó al animal del suplicio. Otro día el gato languideció melancólicamente.
Estaba enfermo. Inapetente y triste deambulaba quejándose como un .chiquillo, por
todos los corredores. En el jardín se echaba por ahí, como una bestia abandonada de
Dios y de los hombres. La angustia, el afán de Pablo, fueron extremos. Creía que el gato
iba a morir y lloraba con evidente anticipación e imaginaba ya lo que sería su pequeña
vida sin ese compañero. "Estaré solo, mamá. No tendré con quién jugar". "No hijo. Los
gatos mueren difícilmente". Y el gato sanó. Otra vez tornó a ser elástico, gracioso, ágil,
soñador y vagabundo. Y otra vez Pablo fue dichoso.
En la alcoba están solos Pablo y el gato, aquella luminosa tarde de sábado. El sol se
extiende sobre la cama del niño y allí reposa de su largo viaje de las alturas a la tierra.
Calienta al animal adormecido, hace resplandecer alegremente el tono vivo de la
madera, ilumina el cristal de un vaso en que queda un residuo de agua y detiene el
regalo de su limpia luz en la cabeza de Pablo, despeinada y oscura. Hay un hondo
silencio en la atmósfera, en la casa, en el jardín, en la calle, casi podría decirse que en
toda la extensión de la tierra. Este sol, esta paz, este silencio, esta candida escena
doméstica de un niño que vigila amorosamente el sueño de un gato, parecen el preludio
de un verano tranquilo, de una dicha sin par en un mundo sin crueldad y sin penas. No
hay casi viento, apenas una leve brisa se lleva tras de sí las hojas secas y agita
sutilmente los pliegues de las cortinas.
Pablo sueña con los ojos abiertos, echa a volar la imaginación por cosmos insondables
y maravillosos, mientras pasa sus manos sobre el cuerpo del animal que se despereza.
En un instante renace el antiguo juego de las caricias suaves y duras, de los golpes, los
esguinces, los saltos, la persecución mutua y el mutuo buscarse. Es, en verdad, un
prodigio de gracia peligrosa el que mantiene el inestable equilibrio de las relaciones
entre el diestro felino y el muchacho. El gato salta a las rodillas de Pablo y éste lo
aprisiona allí, con suavidad inicial que va transformándose poco a poco en una
intolerable opresión hasta cuando el gato, chillando de rabia logra salir de ese cepo
asfixiante. Se aleja mohíno, airado, y entonces Pablo lo llama cariñosamente, lo invita a
reanudar el juego, y el animal vuelve otra vez. Las manos del niño acarician con
mimosa ternura la cabeza, el cuello, el lomo, la cola del gato, estremecido de placer.
Pablo se echa en la cama, con el animal encima. Una de sus manos atrae la cabeza de
animal hacia sus mejillas y en ellas siente, dichoso, la tácita caricia de la piel, lisa y
caliente. "Es como la lana", piensa Pablo mientras va estrechando más y más al animal
contra su rostro. El calor y la suavidad de la bestia incitan al niño a presionar con más
fuerza el cuello del gato. Este se inquieta y trata de libertarse. Pero Pablo insiste, tenaz y
entusiasmado. El animal se enfurece. Pablo lo coge con ambas manos y trata de
dominarlo, pero la posición en que se encuentra no es la más propicia para ello. Ya está
rota la amistad entre los dos. Ya son enemigos. Ya son adversarios. El hombrecillo que
duerme agazapado en el alma, en el cuerpo de Pablo, empieza a hacer sus primeras
armas contra la pobre bestia que se debate furiosamente. Quiere dominarla, esclavizarla,
someterla a su placer, torturarla sin objeto. La feral batalla se halla en pleno desarrollo,
frente a este cielo impasible, a esta paz intachable de la naturaleza. En un minuto de
descuido, sobre la mejilla de Pablo cae exactamente la garra del felino. Pablo siente la
carne desgarrada y la sangre que brota. El odio, la enemistad, la ira, invaden su pura
alma de niño. Y con las dos pequeñas manos en las cuales se ha concentrado
súbitamente una extraña fuerza, va apretando, apretando, apretando el cuello del animal,
que tiembla, se estremece, maúlla y, de pronto, calla, se aquieta, se inmoviliza entre esas
manos. El gato ha caído, por fin sobre el cuello, como un saco vacío. Del húmedo
hocico se escapa, casi imperceptible, un delgado hilo rojo. Pablo tiene los ojos
desmesuradamente abiertos, tiembla de miedo y empieza a llorar, a llorar como lloran
los niños.

VISITA AL JUEZ SUPREMO

La explosión fue terrible. Exactamente como había sido prevista por la Gran Central de
Control. Las ondas letales se difundieron sin obstáculo por todo el haz de la tierra. Eva
Rodríguez - lo refirió a Dios un poco más tarde - se encontraba lista para salir a la calle.
En el saloncito del pequeño departamento que ocupaba en la planta baja de un moderno
edificio del centro de la ciudad, la esperaba su amante, el bueno, el simpático Adán.
Adán Martínez. Cuando se oyó el escalofriante estrépito, -Eva ajustaba a su muñeca el
diminuto reloj de pulsera, regalo de Adán. Tenía puesto el sombrero - un gracioso
círculo de paja adornado de una flor malva - y el abrigo. Gracias a su invariable
costumbre de dejar para lo último la postura del reloj y de mirar las manecillas, pudo
responder con exactitud, cuando, allá arriba, fue interrogada:
- Señor, eran las 6 y 12 minutos de la tarde. Faltaban 3 para que comenzara la función
vespertina del cine a donde nos disponíamos a ir.
Adán corroboró con un gesto de la cabeza la precisión del testimonio, que garantizaba
la buena memoria de su mujer y justificaba el pecado de su propia impaciencia. Sobre
los labios del Juez Supremo se entreabrió, sin completarse, una sonrisa.
- Increíble, dijo. No deberíais hallaros aquí.
- Señor, se atrevió a decir Adán, la culpa no es nuestra.
- Lo sé, respondió. Pero el asunto es bien curioso. El plan acordado allá abajo no
excluía a nadie. No me explico como...
- Probablemente fue el amor, insinuó Eva.
- ¿El amor?, dijo el Juez Supremo notoriamente escandalizado.
- Deseábamos no morir porque nos amábamos, agregó Adán con toda sencillez.
- Porque nos amamos, corrigió Eva.
- Sí, añadió otra vez Adán, nos abrazamos, echados sobre el suelo y dijimos al mismo
tiempo: "Sálvanos, Señor, ¡no queremos morir!".
El Juez Supremo entrecerró los ojos, y recordó. Efectivamente, ese tenue hilo de
súplica, a dos voces, había ascendido hasta El, claro, distinto e intacto, en medio del
apocalíptico estruendo. ¿Su voluntad había condescendido? Era lo probable, según el
resultado. Un escape imperceptible de su bondad, en medio de la catástrofe, alteró así
todo el final previsto.
- Íbamos, por fin, a casarnos una semana más tarde, dijo Eva, ligeramente ruborizada.
- Todo estaba listo, corroboró Adán.
- Sí, dijo el Juez Supremo, pasándose una de sus dos bellas manos sobre la frente, con
gesto de fatiga. Todo, inclusive el amor.
- Todo, señor, insistió Eva. El último plazo del mobiliario vencía en octubre. Había una
linda mesa de comedor y un aparador, con espejo, para la vajilla.
- Y un estante de madera oscura para mis libros.
- La ropa cabía íntegramente en el armario de tres cuerpos.
- ¿Pero estabais seguros de vuestro amor?, preguntó gravemente el Juez Supremo.
- Sí, respondieron al tiempo Adán y Eva.
- ¿Por qué?
Y Eva, la primera, dijo:
- No sabría responderos, Señor. Pero amo a Adán más que a todas las cosas y que a
todos los seres de la tierra...
Y Adán, añadió:
- Yo tampoco, Señor, podría explicarlo. Pero vos, Señor, que veis en el fondo de los
corazones, podéis ver en el mío reflejada la imagen de Eva.
Dios volvió a sonreír, compasivamente.
- La tierra ha sido destruida por los hombres, dijo. No queda en ella sino el polvo que la
cubre. Ni una planta, ni una flor, ni un animal, ni una criatura. Un olvido de la Bondad
Infinita permitió que vuestra súplica no fuera rechazada. Después, ya era tarde. La
muerte os había respetado, pendiente de mi decisión. Casi una contrariedad, añadió.
Habéis llegado aquí sin necesidad de morir. Casi una infracción a la ley. Pero se os
admitirá...
- ¿Señor, dijo Eva, sin disimular su angustia, aquí estaremos separados Adán y yo?
- No es posible revelación alguna sobre vuestro próximo destino.
- Señor, perdonadme, pero debo confesaros que tengo horror a la ausencia, al olvido y a
la separación.
- ¿No nos permitiréis regresar a la tierra?, preguntó Adán.
- La tierra ya no existe, repitió suavemente el Juez Supremo.
Adán y Eva quedaron en silencio. Estaban cogidos de la mano, como dos colegiales. Y
el corazón les trepidaba.
- La tierra ya no existe, tornó a decir el Juez Supremo. El experimento humano ha
terminado. No tuvo éxito. El margen de error establecido para que los hombres
encontraran por su propio esfuerzo el camino de la felicidad, resultó excesivo para tan
débiles y torpes voluntades.
- Señor, dijo Eva, nosotros habíamos hecho planes como para vivir treinta, tal vez
cuarenta años más.
- Sí, eso por lo menos, añadió Adán tímidamente.
- ¿Es demasiado, Señor?, preguntó Eva.
El Juez Supremo miró con indulgente curiosidad a esa frágil criatura femenina que le
pedía, en el umbral de la eternidad, una parcela más de tiempo para su amor y para su
vida.
- No sabéis lo que decís. En el mundo no queda ni siquiera una diminuta brizna de
amor. Todo ha sido exterminado. Todo ha sido arrasado. Todo ha concluido.
- ¿Y nosotros dos?, dijo Eva modulando con cuidadoso respeto la peligrosa pregunta.
- Un descuido, un pequeño error, fácilmente reparable, respondió el Juez Supremo.
Eva y Adán sintieron entonces un inmenso desconsuelo, una grande y mortal
pesadumbre. El Juez Supremo tenía la cabeza inclinada. Parecía misericordioso e
implacable al mismo tiempo. Con una de las manos golpeaba nerviosamente en el brazo
de su hermosa silla, forrada en cuero resplandeciente.
Eva se aventuró a decir:
- Permitidnos regresar a la tierra, ya que nos fue dado el privilegio de venir hasta aquí,
sin morir, y a pesar de que la muerte estaba sobre nosotros, y nos cercaba por todas
partes. Cuando cayeron los primeros maderos del techo de nuestra habitación,
quedamos aparentemente sin vida, sumidos en una vaga inconsciencia. Algo como una
inmensa sombra trataba de apoderarse de nuestros cuerpos y de nuestras almas. Pero yo
sentía latir mi pulso y oía la respiración de Adán, a mi lado. Ya habíamos invocado
vuestra bondad, solicitando un poco de vida para nuestro amor. Después vino una gran
claridad, y, súbitamente, nos hallamos en vuestra presencia. No somos infractores,
Señor. Nos oíste por descuido de Vuestra Bondad. Si no morimos como los demás - oh,
perdonadme, Señor - no fue por resistencia a vuestros designios. Y os prometemos
amarnos hasta la muerte, concluyó Eva con femenina desesperación.
- Y os prometemos, dijo Adán, tratando de disimular el aspecto personal que Eva daba
al problema, reconstruir todo lo perdido, el amor, la familia, el honor, la bondad, la
ternura, la equidad y la justicia. Volvednos a la tierra, y con una hoja que nos deis,
formaremos los bosques; y con una gota de agua, los océanos; y con un puñado de
polvo y un trozo de piedra, las ciudades para los hombres y para los hijos de los
hombres...
- Yo seré fiel, dijo Eva.
- Yo seré bondadoso, dijo Adán.
- Yo callaré cuando él llegué cansado.
- Yo seré paciente cuando ella cante.
- Dormiré siempre del lado izquierdo del lecho.
- No volveré jamás a encender la lámpara, en medio de la noche, para mirar la fecha del
periódico.
- Me pondré, sin protestar, esa camisa a la cual falta, siempre, siempre, el primer botón.
- Soportaré sin amargura el sombrero verde que a él gusta.
El Juez Supremo sonreía lleno de conmiseración.
- En verdad, en verdad os digo que merecíais ser, otra vez, los padres del género
humano. Pero la cuenta ya va muy larga. Por un amor como el vuestro hubo millones de
seres que se odiaron, y el caudal de la perfidia humana ahoga, en esa cuenta, vuestra
pureza y vuestra simplicidad. Adán llevará, sin un reproche, la camisa que Eva ha
olvidado componer, y Eva sin amargura, el sombrero verde... Sois una insólita
excepción.
- Gracias, Señor, dijo Eva conmovida.
- Pero, continuó el Juez Supremo, vuestro regreso a la tierra carecería de objeto. Los
hombres no merecen siquiera el sacrificio del sombrero de Eva ni el de la camisa de
Adán. Os quedaréis aquí para la eternidad...
Eva estalló en sollozos. Adán, pleno de temor y de confusión, avanzó un paso hacia la
silla del Juez Supremo y en tono de confidencia le dijo:
- Perdonadla, Señor. Estos accesos de llanto son más frecuentes en ella desde hace
algún tiempo.
Eva lloraba con honda, con irreparable desolación.
- Todo, siguió diciendo Adán, la afecta ahora con especial intensidad. En estos últimos
meses, ya no podía soportar, allá en la tierra, estar sola a una determinada hora del día.
Yo debía regresar a casa antes del crepúsculo para acompañarla. Y aún así, a veces,
rompía a llorar...
- ¿Esperáis, entonces, un hijo?, preguntó, sin sorpresa, el Juez Supremo.
Esa es la verdad, Señor. El cochecito iba a ser regalado por el padrino.
Eva se había serenado un poco. En la mirada del Juez Supremo brillaba ahora una luz
de ternura.
- ¿Cuánto tiempo falta?, preguntó con divina cortesía.
- Seis meses, respondió Adán.
- Cinco, corrigió Eva.
- En los labios del Juez Supremo se insinuó otra vez, una leve sonrisa.
- Además, dijo Eva, aquí no será posible que nuestro hijo nazca. No queremos causar
tantas molestias. En la tierra podríamos...
- Ciertamente, un caso como el vuestro no se había presentado en este Supremo
Tribunal. Es, lo reconozco, un caso excepcional. Habéis llegado aquí sin la escolta de la
muerte, y con una vida más oculta en el vientre de Eva. La coincidencia de vuestra
súplica con la atención que demandaba el espectáculo del fin de la tierra, ha producido
este impase. Pero a pesar de hallaros vivos en este lugar y en mi presencia, os digo que
la tarea de volver a crear vuestro mundo no debe realizarse.
- Será un mundo excelente, os lo prometemos, Señor, dijo Adán. Os ofrecemos la
garantía de nuestro amor.
- Un mundo excelente, repitió Eva como un eco. Nuestro hijo nacerá pobre y humilde,
puesto que todo en la tierra ha concluido.
El Juez Supremo se levantó de su silla. Ya una señal de su mano, fueron entrando los
Grandes Consejeros. Uno de ellos condujo a Eva y Adán fuera del salón, dejándolos en
un tranquilo y solitario lugar, en espera de la última decisión. El Juez Supremo expuso
el caso. ¿Debía aceptarse la propuesta de reconstruir la tierra y de rehacer el género
humano, aprovechando el amor de Eva y de Adán y la pequeña vida que en el vientre de
la última mujer Prolongaba todavía el milagro de la existencia? El Juez Supremo oyó
todos los pareceres. Pero la Asamblea estaba visiblemente impresionada por la última y
más grande de las estupideces humanas. Y la decisión fue desfavorable. Disuelto el
Consejo, Adán y Eva se vieron de nuevo conducidos a la presencia del Juez Supremo.
- Podéis regresar a la tierra, dijo disimulando la amargura que atravesaba, como un
agudo dardo, su magnánimo corazón. Y antes de que Eva pudiera darle las gracias,
había desaparecido.
Y Eva y Adán se encontraron, otra vez, echados sobre el suelo de su habitación, en el
minuto exacto de la tragedia, mientras en torno suyo se hundía el mundo de los
hombres. No recordaban nada de su visita al Juez Supremo. La tierra se estremecía y
una nube de polvo y de ceniza empezaba a asfixiarlos. Los maderos del techo caían con
estrépito. "Sálvanos, Señor, no queremos morir", decía Eva entre sollozos, abrazada al
cuerpo de su amante. Pero esta vez, la Bondad Infinita no oyó el desesperado ruego. El
hilo de la comunicación con el Juez estaba roto. El mundo era ya una tolvanera de
polvo, cuando se detuvo el pulso de Adán. Un segundo después cesó de latir el otro
impetuoso y jovial corazón.

DEBAJO DE LAS ESTRELLAS

Se acercó lentamente. Como yo estaba tirado en el suelo, bajo el camión, ocupado en


reparar el daño, no podía ver sino sus pies sin medias, metidos entre un par de zapatillas
de baño, y una parte de sus piernas que la bata de delgada, casi transparente tela,
descubría a cada paso. Solté la llave inglesa que tenía entre las manos y me puse a
mirar, a mirar. Avanzaba lentamente, cadenciosamente. De la casa al sitio donde yo me
encontraba la distancia sería de ochenta, tal vez de cien metros. Ella atravesó el porche
y después de bajar los tres escalones de la entrada se dirigió hacia la mole del camión.
- ¿Comenzó temprano?
- Sí señora.
- Mi marido no podrá levantarse. ¿Qué horas son?
Hice un rápido cálculo, de acuerdo con el sol que apenas iniciaba su faena esa mañana.
- Tal vez las siete.
Las piernas iban de un lado al otro, en un trayecto de un metro, y la abertura de la bata
me revelaba la carne Pálida y hermosa que, con el ritmo del paso, quedaba, de Pronto, a
la vista, de la rodilla hacia arriba. Se paró cerca de mi cabeza. Golpeó el suelo con el
tacón de las sucias y envejecidas zapatillas de baño, e inclinándose un poco (debía estar
apoyada en el chasis) me dijo:
- ¿El daño es muy grave?
Al inclinarse, el borde de la bata le cubrió casi los pies. Pero sin esperar la respuesta,
volvió a erguirse, pues la bata subió de nuevo unos centímetros y dejó a la vista otra vez
la carne pálida y hermosa.
- No es grave, señora, dije.
Tornó a inclinarse. Pero no podía verme. El camión era demasiado ancho. Entonces se
echó al suelo, arrodillada. Bajó la cabeza y así vi, mucho antes que su rostro, sus senos
que desbordaban por entre la abertura de la bata.
- ¿Qué quiere usted?, le dije tomando en mis manos la llave inglesa para reanudar mi
faena. Comprendió mi turbación y debió leer en mis ojos el terrible deseo que me
asaltaba, pues sonriendo con la malicia de quien sabe que es dueño de la situación,
respondió:
- Nada. ¿Por qué?
Pero no movía una mano para cerrar el cuello de la bata y los senos seguían palpitantes,
casi completamente desnudos, a mi alcance. Me hubiera bastado con tirar la llave
inglesa y alargar el brazo... Ella continuaba mirándome con extraños ojos. Era una
mujer completa. Una hembra, como decimos nosotros, los hombres ordinarios, los
hombres a quienes el sistema social arroja debajo de un camión, para engrasar los ejes y
reponer las llantas picadas y vigilar los resortes. Me hubiera bastado con alargar la
mano. Y la alargué. Una tibieza, una suavidad de terciopelo. Mis manos son grandes y
toscas. Están llenas de callosidades. Entre ellas cabían, con plenitud, esa suavidad y esa
tibieza. Atraje la cabeza hacia mí y nos besamos. Bajo el camión y echados sobre la
tierra como estábamos, el calor del día que empezaba, se sentía directo como una caricia
impalpable.
Se incorporó nerviosamente. Yo me deslicé al otro lado y me puse en pie. Di la vuelta
para volverla a encontrar. Tenía cierto aire de arrepentimiento, pero, al mismo tiempo,
de satisfacción. Me miró con sus extraños ojos sensuales.
- Mi marido está enfermo, dijo tranquilamente.
Yo seguía mirándola con terrible deseo, casi sin entender sus palabras.
- Pasó una mala noche, agregó.
Mis ojos buscaban la curva de su pecho, de sus caderas, la línea de su cuerpo,
insidiosamente dibujado en la tela, levísima, de la bata.
- Tendrá que ir al pueblo en busca del médico. Es el corazón otra vez.
Informaba con una asombrosa imparcialidad de mujer acostumbrada, por años, a esos
accidentes. Había no se qué de inhumano en la precisión de su informe y de sus
órdenes. Hablaba con un desinterés de enfermera, con una falta absoluta de patetismo.
- Esta vez puede ser grave, añadió sin afán, con la misma voz de siempre, y me pareció
que, al fijar los ojos en mí, trataba de sonreír. Me dio la espalda y, lentamente, como
había llegado, regresó a la casa.

***
Entre la cama, el hombre parecía de cera amarillenta. O de marfil envejecido. Como ese
marfil que yo vi alguna vez en las puntas de un libro de misa que llevaba una señora los
domingos a la iglesia de mi pueblo. O de pergamino, aun cuando el pergamino no le he
visto jamás. Pero dicen, quienes lo conocen, que se necesita que la muerte haga su
trabajo para que los seres y las cosas se parezcan al pergamino. Buen trabajo acababa de
hacerla muerte en ese rostro con una barba de veinte días, entrecana y no muy tupida;
sobre esos hombros, esos brazos y esas manos. En las uñas descubrí unas manchitas
amoratadas, como si la muerte hubiera golpeado, uno a uno, con martillo, los diez dedos
de las manos.
- Ciérrele los ojos, ordenó ella con el tono neutro e imparcial de quien dice "cierra esa
puerta". Obedecí. Los Parpados no estaban fríos, y el débil saldo de calor que en ellos
encontré, me sobresaltó. "Puede estar vivo", pensé. Y me incliné sobre la franela que le
cubría el pecho, como había visto hacer al médico, para oír el corazón.
- ¿Qué hace usted?, preguntó ella.
- Por si acaso, le respondí.
- ¿Pero no ve que está muerto?
Yo pegué la oreja sobre el lado izquierdo del pecho y, a través del tejido de algodón,
sentí el pequeño nudo de carne de la tetilla. Suspendí, durante unos segundos, mi
respiración. Me pareció oír algo distante, casi imperceptible, algo como el frote de un
papel de seda entre los dedos de un niño. Seguí oyendo. Nada. Era el roce de mi oreja
sobre la franela.
- ¿Se convenció?, dijo la mujer.
- Sí, le respondí incorporándome.
- Ahora vaya al pueblo por el cajón, y arreglé con el señor cura.
Salí. Prendí el camión y tomé la ruta del pueblo...
Regresé, dos horas después, con el cajón y cuatro amigos, entre ellos, una mujer,
conocida de la patrona. Por la noche, en el velorio, aumentó la concurrencia: seis
mujeres y ocho hombres en total. Doña Paula - así le decían a una de las mujeres -
parecía la más enterada de las ceremonias con la muerte. Sabía de sábanas, de cirios y
de rezos. Desnudó el cadáver y con la ayuda de dos de nosotros, lo envolvió en la
misma sábana nada limpia que cubría el colchón de la cama. Como la quijada del
muerto había quedado entreabierta, en algo que parecía un principio de carcajada o de
grito, ella pidió un pañuelo grande - le dieron uno de colores - y con impávida destreza
lo anudó, pasándolo por la cabeza, de manera que mi patrón parecía así un cadáver con
reuma. Doña Paula ordenó el traslado al cajón, faena que cumplimos los hombres, sin
que ella tocara nada, indicándonos los movimientos precisos con la certidumbre de un
buen jefe militar en operaciones de campaña: "cuidado", "así no", "por aquí", "despacio,
despacio", "cuidado con la cabeza", "así, así", hasta cuando la pesada masa inerte quedó
incrustada, sin un solo maltrato, entre las tablas. Luego dispuso la colocación del ataúd
sobre la mesa de la plancha, hizo prender los cuatro cirios que yo había comprado en la
funeraria y, obligándonos a todos a ponernos de rodillas, comenzó a rezar: "Padre
nuestro que estás en los cielos", etc. etc.
La noche seguía indiferente su milenario curso por entre las estrellas, los corazones y
las cosas. Salí al corredor, pues, adentro, el calor y la fatiga me invitaban al sueño. No
había mucha claridad a pesar de todo, a pesar de las estrellas distantes. Era, sin duda una
noche de verano, más o menos igual a todas las noches de esta tierra eternamente cálida
como una fragua de herrería. La temporada de las lluvias había pasado, pero algo
pesado, húmedo, sofocante, algo semejante al aliento de una boca humana con fiebre, se
sentía flotar en la atmósfera.
Descendí los tres escalones de la entrada y me dirigí a donde estaba el camión. Y a su
sombra, de espaldas a la casa, me tendí sobre la yerba y el polvo, poseído de un
desaliento infinito. Cerré los ojos y me pareció que el mundo era una cosa absurda y que
lo único que valía la pena era descansar así, como los muertos. Como mi patrón, que
ahora descansaba para siempre.
No la sentí llegar. Debí dormir unos minutos. Pero ahí estaba ella, ahora con su traje
negro de viuda, las piernas sin medias y las feas zapatillas de baño.
- Se quedaron rezando, me dijo.
Y sin más, se sentó a mi lado, sobre la tierra, protegida, como lo estaba yo, por la
sombra del camión. Yo veía la carne pálida y hermosa de sus piernas y me sabía de
memoria la diminuta, casi invisible vegetación de vello que, a trechos, cubría esa misma
carne.
- ¡Qué cansancio!, dijo, a tiempo que echaba hacia atrás todo su cuerpo. De inmediato,
al extenderse en el suelo, se precisó la curva de los senos, la línea del vientre, el arco de
las caderas. La miré al rostro. Y en los ojos, en 'a boca, descubrí no sé qué terrible y
misteriosa correspondencia con la llamarada interior que me estaba quemando los
riñones, que me hacía temblar las manos, que me sofocaba el aliento, que me hacía
trepidar el corazón. Y, entonces, caí sobre ella sin decirle nada, y sin que ella dijera
nada, como una ciega fuerza y con una urgencia vital en que me parecía probar un
secreto rencor y una suprema alegría.
Mientras el placer parecía vengarnos provisionalmente del mundo y nos otorgaba el
olvido de todo, la noche seguía sobre nuestras cabezas, sobre nuestros cuerpos, con su
carga de estrellas y de silencio. Más allá de nosotros, en la casa, seguía el velorio, con la
muerte instalada en su trono de madera, como un huésped privilegiado.

VICTORIA AL ATARDECER

Había llegado a ese tranquilo país, como uno de tantos náufragos de la tragedia bélica.
Era un país de sol y de lluvias, helado y triste en las cumbres, ardiente, sofocante en las
llanuras. No se parecía al suyo. Hablaban otro idioma. Las costumbres eran distintas.
Pero se gozaba todavía de libertad, de paz. La civilización y la cultura no llegaban allí a
esa envidiable forma de plenitud, alcanzada en su buena y dulce tierra martirizada.
Halló una acogida cordial y tranquila. En la aduana le preguntaron:
- ¿Es usted extranjero?
Respondió afirmativamente con la cabeza, mientras miraba distraídamente a las nuevas
gentes y el insólito paisaje abierto ante sus ojos.
- ¿De qué nacionalidad?
- Soy francés, dijo, tratando de eliminar de la letra r el acento nativo y buscando en la
garganta y en el paladar un poco de énfasis a la manera española.
- Muy bien, le respondieron. Y se le señaló el sitio entre quienes hacían cola en espera
de las últimas formalidades.
En aquella ciudad era difícil conseguir trabajo. Pero en todas partes encontraba una
atmósfera de viva simpatía por su patria humillada e invadida. Empezaba a entender y
hablar mejor la lengua extraña, sonora y teatralmente marcial, que escuchaba desde la
mañana hasta la noche. Las gentes adivinaban, sin necesidad de oírlo, que era un
hombre de fuera, de muy lejos. Muchas veces cogía al vuelo el comentario que
suscitaba su presencia en los sitios públicos muy concurridos. "Debe ser un nazi", "es
un polaco", "parece un inglés". Pocas veces acertaban con su nacionalidad. Había razón,
por lo demás, para el equívoco. Tenía los cabellos lacios, color de oro puro, y era alto,
ligeramente desgarbado. Los ojos, de azul intenso. Las espaldas, anchas y bien
formadas; el pecho, de atleta. Se explicaba, pues, sin esfuerzo, el error que suscitaba su
persona, al paso por las calles y en los restaurantes y salones de cine. Y cuando
recordaba que había nacido en una de las disputadas provincias de Alsacia, en la cual la
sangre y el idioma alemanes corrieron con ímpetu soberbio para confundirse con la
sangre y el idioma franceses, se daba cuenta de que el diagnóstico popular de aquellas
gentes ofrecía una cierta base para justificar el desacierto que las llevaba a juzgarlo
como lo que no era. Algunas veces se indignaba y resolvía encarar al desconocido para
decirle con desapacible cortesía:
- Perdón, señor. Le he oído decir que soy alemán. Soy francés y he combatido en la
guerra. Si usted quiere...
El desconocido quedaba sorprendido unos segundos. Pero luego sonreía y presentaba
excusas.
- ¿Francés? Magnífico. Aquí admiramos mucho a su patria.
Todavía le quedaba algún dinero del que recibiera, en un puerto del Perú, de manos de
un comisionista con el cual la antigua casa de negocios de su padre mantuvo, hasta los
primeros meses de la guerra, magníficas relaciones comerciales. Pero le parecía
evidente que de no hallar oficio, su situación se tornaría desesperada. Había visitado ya
aquellos lugares que inicialmente le fueron indicados como los más propicios a la
satisfacción de su deseo de encontrar trabajo, de organizar su vida discretamente, con
modestia, mientras llegaba el final de la bárbara contienda de la cual él mismo era un
despojo humano, milagrosamente salvado.
Hacía mucho tiempo que no sabía nada de su familia ni de sus amigos. Su familia
quedaba por ahí en un pueblecito del sur de Francia, en la zona administrada por
funcionarios y soldados italianos, estos últimos llenos de vistosas plumas sobre el casco
militar, paseándose con vanidosa actitud por las calles. Pensaba en su mujer, pero no
con dolor. Resultaba curioso el sentimiento especial que en su espíritu desataba el
recuerdo de su mujer. En ese sentimiento, nuevo para él, se mezclaba una especie de
serena, casi de biológica conformidad con el destino que había separado sus cuerpos en
el espacio y en el i tiempo, interponiendo entre los dos el océano, los países, las
ciudades, los idiomas, el fragor de la guerra, la infinita angustia de los vencidos, la cruel
satisfacción de los vencedores. A veces, de noche, en su lecho de inquilino del modesto
hotelito en que se albergaba desde su llegada a la ciudad, le desazonaba, hasta hacérsele
intolerable, la ausencia de ese cuerpo distante, lejano, cuyas pequeñas colinas y curvas
exactas y graciosas habían remontado sus manos todas las noches en el gran viaje
nocturno del amor. Pensaba, tratando de dominar la interna desesperación de su ánimo y
de acallar la angustia de su sensualidad contrariada: "¿Cómo era, cómo es mi mujer?".
Y buscaba en su imaginación el recuerdo preciso, que se le desvanecía en un brumoso
horizonte de la conciencia, en el cual aparecía ella desdibujada, esfumada y vaga. "Los
ojos son azules", repetía una y otra vez, aferrándose a esta definición como si en el
abismo del olvido en que se precipitaba, no le quedara otra luz de la antigua y esbelta
verdad compendiada en ese cuerpo. "Y la sonrisa y los brazos y las manos, ¿cómo
eran?". "Qué infamia esta guerra", exclamaba en voz alta, en su idioma, moviéndose
entre las sábanas para buscar y encender la lámpara de la mesita. "¿Y mis hijos, qué será
de mis hijos?". Y se levantaba del lecho para buscar en su maleta la fotografía, la única
que había podido traer consigo, en que aparecían dos niños a la orilla del mar, los torsos
desnudos, goteando agua, los cabellos pegados a las sienes y en los rostros una
expresión de bestezuelas felices. Al fondo, vagamente, se advertían otras siluetas
imprecisas y la línea ondulada del agua.
Encontró oficio en una grande industria de productos derivados de la leche. El sabía
algo de eso. Una parte de su niñez y de su primera juventud transcurrió en Normandía y
en Bretaña, donde parientes de la familia de su madre labraban su prosperidad de
pequeños burgueses, entregados a esta clase de trabajos, en los cuales, por lo demás,
conservaban una tradición legada de padres a hijos, durante varios siglos. En su caso,
esa tradición se había interrumpido circunstancialmente por la insistencia del padre en
imponer otro rumbo a su vida. Lo enviaron a París a estudiar, primero en el Liceo y más
tarde en la universidad. Querían que fuera médico. Su primer año de medicina resultó
un completo fracaso, y, entonces se retiró de la facultad para ayudar a su padre en la
casa de negocios que éste había fundado y sostenido con éxito en la capital de Francia.
Casi todas las relaciones comerciales de su padre eran con gentes de América.
Argentina, Chile, Perú, Bolivia, fueron, durante los últimos quince años que
antecedieron a la guerra, nombres de países que pronunciaba a cada rato en la
correspondencia dirigida a lejanos comisionistas. Y esos nombres se llenaron, poco a
poco, en su imaginación, de un contenido especial, fruto de desordenadas lecturas de
catálogos de precios y de folletos ilustrados para el turismo internacional. Soñaba con
esos países y, al hacerlo, probaba una sensación de lejanía en tierras ardientes, y entre
hombres sofocados por un bárbaro calor, sudorosos y jadeantes bajo copiosas palmeras.
Ahora estaba en el trópico, y en la ciudad tropical en que se hallaba no había sino frío,
lluvia tenaz y melancolía.
Le dijeron que se pensaba aprovechar su condición de francés que hablaba y escribía,
además, en inglés y entendía el alemán, para trabajar en una sección de la empresa que
hasta el momento había estado en manos extranjeras. No averiguó nada más y aceptó
entusiasmado. Momentos después supo que debía desarrollar su trabajo con un
ciudadano alemán, residente desde hacía varios años en el país y vinculado
estrechamente a la casa. Disimuló su contrariedad y la tormenta interior de odio que le
invadió el alma cuando le presentaron a quien iba a ser, en adelante, su compañero, su
camarada. Dijo su nombre y extendió cortésmente la mano al enemigo. Sintió el apretón
duro, enérgico, prusiano, de la mano adversaria entre su propia mano de combatiente
derrotado. En un minuto, frente a esa cabeza ancha y cuadrada, meticulosamente
rasurada, y frente a esos ojos candidos, y a esa piel salpicada de diminutas manchas
rubias, y a ese tórax de acero, blindado por una brillante camisa almidonada, lo
abrumaron los recuerdos de la vida que había abandonado al venirse para América. La
estampa física del alemán que le estaba hablando ya sobre los detalles de su trabajo,
resucitaba el inmediato pasado, su pasado de soldado francés, de desesperado
combatiente en la batalla de Flandes, con la cartuchera vacía, el fusil inútil al hombro, el
casco despedazado, las botas destrozadas y llenas de fango, la chaqueta desgarrada,
rendido de sueño y de hambre, fugitivo por los bosques y los caminos, mientras arriba
en la límpida atmósfera del cielo cruzaban los aviones alemanes, dejando caer
incansablemente una lluvia de fuego. Recordó a los compañeros caídos, a aquel
muchacho enloquecido que levantaba los brazos entre la floresta, al paso de los
bombarderos, gritando que se le matara para no ver la derrota de su patria, ya los
soldados llegando, transidos de fatiga, a las grandes barcazas que los esperaban en
Dunkerque.
- Decía usted...
- Sí, el trabajo le parecerá un poco complicado al principio, pero después se
acostumbrará...
Fueron dos meses de tortura callada, sistemática, recóndita. El alemán era serio, áspero
y cortés al mismo tiempo, con esa cortesía desesperante de quien se considera y se
siente cómplice lejano pero condueño indudable de una gran victoria colectiva. La
guerra pasaba a la sazón por la faz más sombría para los aliados. En los periódicos
locales se hablaba todos los días de la humillación de Francia, de las monstruosas
debilidades del gobierno instalado en Vichy y de los crecientes éxitos de los ejércitos
alemanes. Las noticias sobre el sabotaje y la resistencia civil de los franceses ante las
autoridades de ocupación, eran comentadas por el alemán en un tono de intolerable
conciliación: "
- Qué error el de sus compatriotas hacerse matar sin necesidad, después de firmado el
armisticio. ¿Tiene algún objeto esa actitud, cuando ya no es posible dudar del éxito
completo de Alemania? La grande Alemania es dueña del continente.
El francés respondía con vaguedad, esquivando hasta donde le era posible ese diálogo
'torturante. De vez en cuando se permitía glosar las vanidosas profecías del nazi. Pero
era indudable que aquello no podría prolongarse por más tiempo. Su situación se hacía
intolerable. El alemán le había tomado confianza, lo trataba como si realmente fuese
prisionero suyo. Durante las primeras semanas habló con cautela de la conducta política
de Francia y de sus errores militares. Después fue la crítica desnuda, despiadada,
inexorablemente objetiva y tremenda. "Su país no sirve para la guerra moderna". "Esta
derrota le conviene". "Había mucha podredumbre". "Nuestra quinta columna trabajaba
en favor de una Francia cuyo destino podría unirse al destino del pueblo alemán".
El francés se esforzaba por conservar la serenidad. A veces se sentía literalmente
vencido en esa nueva y diaria lucha que le promovía en tierra extraña, a muchos miles
de kilómetros de los campos de batalla, el enemigo, el grande y poderoso enemigo, para
huir del cual había atravesado el océano y los países, esperando encontraren América un
poco de paz. Pero el enemigo estaba también ahí, lo tenía en frente, obstinado,
parsimonioso, eficaz, influyente, un poco dueño - aquí también - de su destino humano,
de su residencia en la tierra.
"Es igual, pensaba, a estar allá. De nada me ha servido abandonara mi país, para venir a
dar, al cabo del mundo, con el enemigo". En medio de su desesperación, de la angustia
interior que lo poseía, pensaba muchas veces en no regresar jamás al trabajo y volverá
vagar por las calles de la extraña ciudad. "Pero ¿y por qué? ¿Por qué va a derrotarme
también en esta batalla por el pan y por el techo, como sus compatriotas han derrotado a
los míos en mi propia tierra? ¡Ah!, eso no, eso no debe ser así. No me dejaré vencer.
Pero qué difícil será esa victoria. El es antiguo empleado, goza de simpatías y está
arraigado por una tradición de muchos años de buenos servicios. Yo soy, en cambio, un
recién llegado, un aparecido. Si resolviera callar su vanidad, la vanidad que lo lleva a
decir esas cosas que no puedo oír sin que me obsesione el deseo de saltarle al cuello...
Pero de ninguna manera callará. Ama a su patria, como yo amo a la mía, y se considera,
además, victorioso, responsable entre ochenta millones de nazis, de una gloria
formidable y abrumadora... No hay duda de que, transformado en soldado, al
encontrarme en Europa, me habría asesinado sin vacilación, con soberbio júbilo. Bajo
su traje de hombre civil y apacible está el nazi orgulloso, el soldado dispuesto a matar, a
torturar, a invadir, a flagelar. La victoria de los suyos no se detiene en las fronteras de
los países conquistados sino que llega a todos los rincones del mundo. Ahora mismo yo
soy-prisionero, en un país libre, de su vanidad, de su influencia, de su posición. No
puedo, pues, considerarme más afortunado que mis compatriotas, sino tan infortunado
como ellos... ¿Qué podría hacer? Ofrecerle la fácil victoria - ¡una victoria más! - de
abandonar mi sitio al lado suyo y encontrarme con la miseria en la calle. Ese sería su
triunfo, su victoria personal sobre Francia, conseguida sin esfuerzo, sin sangre, sin
violencia física, sin necesidad de arriesgar nada suyo en la batalla cotidiana trabada
entre los dos desde el primer día, al estrecharnos las manos. Quiere, busca, desea verme
derrotado por sus palabras, por su actitud, por su gesto de intolerable superioridad...
La sucesión de los días fue acumulando lenta y persistentemente en el alma del francés
un sentimiento total de derrota. La seguridad con que el alemán se movía en esa
atmósfera de los negocios, su pasmosa habilidad para tornarse allí mismo indispensable,
y el dominio absoluto que poseía, desde tiempo atrás, de todo cuanto se refería a la
psicología de los nativos del país en que se encontraban, ponían a contraluz,
mostrándola en toda su inseguridad, la inadaptación del francés a ese cúmulo de
circunstancias, todavía y, por mucho tiempo, hostiles a él. "Es lo mismo que estar en
territorio ocupado", pensaba.
El recuerdo de su mujer, de sus hijos, de sus amigos, de su país, lo obsesionaba con
dramática tenacidad, precisamente porque la presencia del alemán desataba en su
imaginación el pasado, el pasado que no había podido borrar con la distancia, ni
poniendo entre él y su miserable vida actual tantos y tantos paisajes, y sonidos, y
nombres, y cosas nuevas, desconcertantes, raras y extrañas como le rodeaban ahora. La
idea de que el adversario que se le había señalado como camarada en su oficio habría
sido, bajo otros cielos, su propio verdugo y el verdugo de sus gentes, no lo abandonaba.
"He aquí a dos pasos de distancia a un enemigo de mi país. No nos separa sino el
espacio de una mesa. Si en cambio de encontrarnos aquí nos halláramos en otra parte,
seguramente yo lo habría matado, sin pensar en quién era, ni cómo se llamaba, ni qué
clase de raíces sentimentales lo ataban al amor, a la vida, a la tierra. Me bastaría con
saber que era un enemigo, un invasor, capaz de torturar a mis hijos y de escoger como
rehén, para una carnicería posterior, a mi propia mujer. Y sin embargo, aquí estoy,
sonriendo, conversando con el enemigo, dependiendo de él. Podría irme y dejarle, como
trofeo de su victoria, mi propia ausencia, el recuerdo de un francés más, derrotado y
humillado...".
Estaban solos en el vasto salón. Por los amplios ventanales que daban a la calle,
llegaban las primeras sombras de la tarde. El día había sido luminoso y puro. El
imponente edificio se quedaba solo, deshabitado. El portero había ido apagando las
luces eléctricas de los demás pisos. Una absoluta paz empezaba a adueñarse de las
bulliciosas oficinas en donde, hasta momentos antes, se escuchaban voces, pasos, ruido
de maquinillas de escribir, sonidos de timbres eléctricos, y esa marea de fondo,
continua, isócrona, de los ascensores que ascienden y descienden con su carga humana
de mecanógrafas y directores y visitantes y gentes del servicio.
Sobre el escritorio del francés relucían, como nuevecitas, todas las cosas: el cristal del
tintero, con su doble depósito rojo y negro, el cenicero de cobre, el fino y agudo
cortapapel, la lámpara. En frente trabajaba el alemán, y se veía su ancha cabeza rubia
inclinada sobre los papeles. "Aquí estoy con el enemigo a dos pasos", pensaba el
francés. "Y qué infinita paz, qué completo bienestar nos rodea. Si alguien nos viera en
este momento no dejaría de pensar en la fraternidad de las naciones, en la paz de la
tierra, en los hombres de buena voluntad".
Tomó entre las manos el cortapapel para entretenerse jugando. "Pero es mi enemigo.
Yo bien sé que me habría matado y que ahora está a punto de derrotarme en esta batalla
civil en tierra extraña. Me iré, no hay duda. Es dueño de este nuevo territorio al cual
llegué suponiendo que el enemigo no se me había adelantado. Una victoria más sobre
un francés..." El alemán seguía impasible, hojeando un grueso catálogo. El francés se
levantó de su asiento, conservando el fino y hermoso cortapapel entre las manos. "Claro
que me habría matado y habría torturado a mis hijos..." Oyó vagamente que el alemán lo
llamaba, señalando algo en el libro. Avanzó maquinalmente. Ahora se hallaba al lado
del enemigo, rozándolo, sintiendo en su nariz el suave y discreto olor a la loción de
buena marca que emanaba sutilmente de la fuerte cabeza. Se encontraba de pie,
dominando con sus ojos esa cabeza y esa nuca ancha, blanca, en donde crecía una
liliputiense vegetación de pelusillas de oro. "¡Es mi enemigo! ¡Es mi enemigo!", repetía
interiormente, mientras el otro explicaba algo sobre el precio de los artículos en venta.
De la calle entraba por las ventanas, amortiguado y lejano, el vago rumor que desataban
sobre el asfalto de la vía los neumáticos de los automóviles. "Sin duda me habría
matado, y habría torturado a mis hijos..." Se acercó un poco más, y, en un segundo,
perdió la conciencia de sus actos. Era como si la vida hubiera acumulado en su mano
toda la fuerza vital, todo el proceloso ritmo de sus arterias.
El horrible grito del alemán se perdió en los salones del inmenso edificio.
- ¿Alguien ha llamado?, preguntó la mujer del portero.
- No; creo que no.
El cortapapel rodó sobre el escritorio, dejando una huella de sangre en las frágiles hojas
blancas allí acumuladas.

DIRECCIÓN DESCONOCIDA

Esta noche, mientras afuera sopla el viento, el buen Jacques ha tomado una resolución.
Hace días viene meditándola y, por fin, se dispone a cumplirla. Escribirá una carta, una
larga carta a papá, pues tiene muchas cosas que decirle. Bob y Lissete están dormidos
en la pieza contigua. Mamá vela en la alcoba. Jacques se ha acomodado en la silla de
papá, frente al viejo escritorio. El papel también es de papá, y la pluma y la tinta.
Jacques se siente sutilmente emocionado. ¿Qué le va a contar a papá? Mamá no quiere,
no ha permitido que le escriba. Por días y días ha tratado de convencerlo de que no haga
tal cosa. "Papá está muy lejos", le ha dicho. "Quién sabe si no llega la carta. Mejor será
esperar un poco". Pero Jacques ha vuelto a la carga todos los días, todas las noches.
"Mamá: ¿hoy si podré escribir a papá?" Y hoy, por fin, mamá ha callado extrañamente.
No ha respondido nada, y cuando Jacques ha preguntado otra vez, se ha ido silenciosa
para la alcoba. Jacques interpreta ese silencio de mamá como una tácita autorización. Y
se ha puesto a escribir de esta manera:
"Querido papá: Sé que te hallas muy lejos, en América, Porque mamá habla siempre
del país a donde fuiste. Nos dice que es muy bello, muy grande, que está lleno de sol, de
árboles, de flores y de frutas, y que el cielo de ese país es muy azul; mamá dice también
que allá no hay guerra, ni soldados. ¿Será cierto? Mis hermanos y yo no le creemos.
Pero si tú pudieras escribirnos, aun cuando fuera nada más que una carta pequeñita,
muy breve, y mandárnosla con algún buen amigo que no la perdiera, ni la dejara ver de
nadie, y nos contaras todo, todo, y dijeras que allá no hay guerra ni soldados, te creería,
sí, papá, te juro que creería eso, y lo de los árboles y lo de las frutas y lo del cielo.
Porque tú sabes cómo es mamá: vive contándonos cuentos, historias, leyendas, y por lo
mismo pienso a veces que tu viaje, y América y ese país en que vives y las maravillas
que de él nos refiere, son mentiras. Pero no. Sí creo que son verdad y me da una gran
alegría imaginar que existen países distantes, anchos, inmensos, y que en uno de ellos te
encuentras, pensando en nosotros, trabajando, esperándonos, comprando cosas para
cuando podamos ir a verte. Mamá dice que sí, que iremos a verte. "¿Pero cuándo?", le
preguntó el otro día Lissete; mamá no quiso responder, se quedó silenciosa y, de pronto
empezó a llorar. A ti no te gusta que mamá llore, ¿verdad papá? Pero Lissete volvió a
preguntarle otra vez y mamá no le respondía, y seguía llorando. Yo también, sin saber
por qué, estuve a punto de que se me salieran las lágrimas. Pero me acordé de ti, de lo
bien que te veías con tu lindo uniforme de oficial, con botones brillantes, el día en que
te despediste para ir a la guerra. Me sentí orgulloso, muy contento, y no lloré. Pero
dime, papá: ¿por qué no podemos ir pronto a donde estás? Tengo muchos deseos de
viajar, y Bob y Lissete también. Además, hace ya cuatro años que no te vemos. La
última vez fue cuando regresaste de la batalla, en el hospital; allí estabas en una cama,
delgado, pálido, muy cansado, como si hubieras sufrido mucho. Fuimos todos. Mamá te
abrazó, y levantó después en los brazos al pequeño Bob, para que pudiera besarte sin
que te movieras. Bob te besó en el único trozo de mejilla que se te veía en medio de las
telas blancas de los vendajes. Parecías transformado, igual a esos actores de teatro que
allí se ven tan distintos de como aparecen en la calle. Tus manos, tus brazos, estaban
inmovilizados sobre las sábanas. En el puño derecho llevabas - ¿todavía la llevas? - tu
cadena de combatiente y de la que colgaba la placa de identidad. Me entretuve jugando
con la placa y aprendí de memoria la cifra. Te la voy a decir: "1.405". "Clase segunda".
Es esa, ¿no es cierto? El número y la frase siguiente los repito todos los días, muchas
veces. De pronto se me viene a la memoria, sin saber cómo, y me llegan a los labios, y
no resisto el deseo de repetirlos. Una de estas tardes, nos encontrábamos todos en tu
despacho alrededor de mamá, porque hacía mucho frío. (La chimenea está dañada, y.
además, no hay con qué calentarla). Pensaba en el colegio, a donde no he vuelto;
pensaba en el profesor de historia, que era tan serio y tan temido por todos los alumnos.
Pero pensaba con cariño en su cara, en sus trajes, en las palabras con que siempre
iniciaba las lecciones: "Queridos amigos: la historia es una curiosa aventura de los
hombres...". En un instante, se borró la cara del maestro, y desapareció su traje, olvidé
sus palabras, y comencé a decir, a cantar, una, dos, tres, muchas veces, con la música
del himno de nuestro liceo: "1.405. Clase segunda". Bob se entusiasmó y empezó a
cantar lo mismo; y después Lissete. Exactamente como el estribillo del himno.
Formamos un coro y en lo mejor de él, cuando ya cantábamos felices, mamá se levantó
de la silla, se cubrió la cara con las manos y salió de la habitación. Nos callamos. Yo
corrí detrás de ella y la encontré en la cama, tu cama, con el rostro entre los
almohadones. El peinado se le había dañado y tenía el pelo en desorden. Bob y Lissete
volvían a cantar, y llegaba hasta tu alcoba el sonido de las voces que repetían el número
de tu placa de soldado y el de tu clase militar. Mamá levantó la cabeza, se pasó las
manos por los ojos y me dijo con una voz que no le conocía: "¡Hazlos callar! ¡Que
callen, que callen!". No entiendo por qué mamá se disgustó. No hacíamos nada malo.
Te recordábamos, sencillamente, y reíamos de lo bien que sonaban, con la música del
himno, las palabras escritas en tu placa.
Debe ser por tu ausencia, tan larga, que mamá se pone así. Si no podemos ir pronto a
reunimos contigo, ¿por qué no haces un esfuerzo, y vienes por nosotros? Sería lo mejor,
que vinieras. Mamá se pondría feliz y nosotros también. Podríamos hacer el viaje de
regreso todos juntos, primero en el tren, y después en el barco. Estando contigo, yo no
sentiría miedo de la guerra y los pequeños tampoco, te lo aseguro. Dicen que en el tren
y en los barcos también hay peligros, y que el mar está lleno de minas y que para llegar
a América es necesario dar una gran vuelta alrededor del mundo, pasando por el África,
por la India, por muchos de esos países que no conozco, pero que me gustan y con los
cuales he soñado tanto, porque los veo pintados en mi libro de geografía, con hermosos
colores. La costa del África, debes recordarlo, es azul, azul como el azul de nuestro
cielo en la primavera y va angostándose frente a América; no hay más sino la distancia
de un dedo de agua, en el mapa, entre ese punto del África y el sitio en que te hallas. De
modo que no será difícil dar el salto. Bastará con que al llegar ahí, le digas amablemente
al capitán: "Capitán, haga el favor de parar un momento su barco, allá, del otro lado,
para que baje mi familia". Y el capitán te atenderá, porque tú eres muy amable con todo
el mundo, y tienes muchos amigos y todos te quieren. Yo me encargo de Bob, pues por
lo pequeñito, no podrá bajar solo las escaleras. Mamá cogerá de la mano a Lissete, y tú
te encargarás de las maletas. Eres el más fuerte y como en las maletas no llevaremos
casi nada, porque, según dice mamá, allá se encuentra de todo, juguetes, libros,
vestidos, lápices, cuadernos, solamente empacaremos lo necesario, lo que tú digas, lo
que tú ordenes, papá. ¿Ves cómo sí es fácil el viaje? Seré muy juicioso, muy serio,
cuidaré a mis hermanos, a mamá, si así lo dispones: los pasearé por el barco, miraremos
todo con cuidado, no tocaremos nada sin tu permiso, no nos asomaremos a la baranda
sino cuando el mar esté en calma y por el aire no vuelen los aviones. Y allá, volveré a
estudiar y no te daré más disgustos porque me aplicaré mucho, especialmente en la
aritmética, que tanto trabajo me cuesta entenderla. Ahora no me queda casi tiempo para
repasarla: tampoco la gramática y la historia universal, en la cual, ¿recuerdas?, siempre
fui el primero del curso. Al principio, naturalmente, no podré ser de los primeros, como
tú quisieras. Pero no se te olvide que allá hablan otra lengua y que tendré que
aprenderla. I Pero quiero contarte otras cosas. Si no estudio casi nada, no es por pereza.
Pero no pierdo el tiempo. Mamá me envía todas las mañanas bien temprano en busca
del pan, con un papelito en las manos, porque ahora ya no compramos el pan con
monedas, como antes. Me coloco en la fila, a veces muy abajo y espero el turno, una,
dos, hasta tres horas. Los pies se me enfrían, y no siento las piernas. Parecen de caucho.
Frente a la fila se pasean unos soldados grandes, de botas altas, que resuenan contra el
pavimento; tienen casi todos, los ojos azules y el pelo claro, tan claro, tan rubio como el
de Bob. (El de Lissete, dice mamá, se ha oscurecido un poco; y el de mamá, te cuento
yo, se ha aclarado un poco en las sienes y en la frente). Los soldados hablan muy mal
nuestra lengua y se equivocan a cada rato. A mí me da risa, pero como está prohibido
reír delante de ellos, cierro con toda mi fuerza los labios. Lentamente avanzo hacia la
ventanilla y ocurre, casi siempre que al llegar, el pan se ha acabado. Vuelvo entonces a
casa, sin nada, con el papelito entre el bolsillo, para entregarlo a mamá. Bob y Lissete
lloran porque no he traído el pan y dicen que yo tengo la culpa. Mamá los calma, les
promete que al día siguiente la provisión será mayor. Propone que juguemos un rato,
que yo les lea aquel libro de las aventuras de Mickey Mouse con los salvajes, ese libro
que leías casi todos los días a Bob y del cual sabías de memoria páginas enteras, y que
Bob te hacía repetir y repetir. Pero Bob se enfurece y Lissete también. Al fin se
tranquilizan, se callan. Mamá los acaricia, los distrae, les canta unas canciones en que se
habla del verano, de las espigas, de las mariposas. En esos momentos, no se oye en la
casa sino la voz de mamá. De pronto Lissete la interrumpe para decir: “en la casa del
maestro entraron ayer los soldados, y se llevaron todo lo que había". Mamá dice que no
hablemos de eso con nadie y que tratemos de olvidarlo.
Yo no entiendo la guerra, papá. Si estuvieras aquí, te preguntaría muchas cosas que me
parecen tan difíciles. ¿Por qué nos odian los alemanes? ¿Por qué nos quieren los
americanos? ¿Por qué no hay pan en el barrio si las batallas ocurren tan lejos? ¿Por qué
es tan difícil que nosotros vayamos a buscarte, o que tú vuelvas para llevarnos? Esto,
especialmente, no lo comprendo. A un papá bueno, como tú, no tienen por qué
impedirle lo que quiera hacer. Yo creía que los papas mandaban en todo el mundo; y
que las gentes les obedecían. Porque, ¿no es verdad que si te dejaran, tú volverías? Si no
puedes venir pronto, te pido que me envíes un retrato, un retrato tuyo en el cual se vea
un pedacito del país en que vives. Tu traje de soldado me encantaba, pero más me
gustaba el abrigo y la bufanda que te ponías, en invierno, para salir de casa con mamá
cuando ibas al teatro. Recuerdo los colores de la bufanda y los hondos bolsillos del
abrigo suaves, calientitos, donde metía yo ambas manos heladas, en el momento en que
de mí te despedías.
Bueno, papá, no te escribo más tonterías, porque es muy tarde y tengo mucho sueño, y
ahora también hace mucho frío. Quiero que se acabe la guerra y que vengas, que
vuelvas, que nos lleves pronto, muy pronto, a donde tú te encuentras. Voy a entregar
esta carta a mamá, pues ella me ha prometido enviarla con un amigo que se va para
América. Te besa mil veces, muchas veces, tu hijo
Jacques
P.D. - Papá, no olvides el retrato. - J."
La noche de invierno ha sido, como escribe Jacques, muy fría. Mamá está tejiendo
silenciosa, triste, en la alcoba. Tres veces ha querido que Jacques vaya al lecho. Pero
Jacques ha insistido en concluir la carta para papá. Jacques empieza a ser un hombrecito
resuelto. Al terminar la carta, dobla los pliegos cuidadosamente, busca una cubierta y en
ella escribe, con su mejor letra: "Teniente Pierre Dubois". Luego se dirige a la alcoba y
entrega el pequeño paquete de papel. Besa a mamá y se va al lecho.
Mamá tiene en las manos la carta. Está temblando, pero no es por el frío. Oprime
contra el pecho, amorosamente, las frágiles hojas de papel, en las cuales Jacques ha
escrito a papá. Mamá abre los pliegos y empieza a leer. Pero no puede, no puede seguir
porque los ojos se le llenan de lágrimas. ¿Le dirá la verdad a Jacques? ¿Resistirá la
verdad Jacques? ¿Qué pensaría de ella, de todo el mundo, si le dijera que lo han
engañado, que le han mentido, que papá no se halla en América, que no podrá venir a
buscarlos, que del sitio en donde se encuentra, nadie regresa, que está muerto, sí, que
está muerto? Mamá llora con desesperación. Quisiera gritar, gritar muy fuerte, muy alto,
llamar a Jacques, a Bob, a Lissete y decirles: "Papá no va a volver. Papá no va a volver
jamás. Papá está muerto". Pero se domina. Comprende que la ilusión de papá es
decisiva para Jacques. Seca las lágrimas que caen por sus mejillas, hace un prodigioso
esfuerzo de la voluntad, y empieza a leer con voz entrecortada: "Querido papá: Sé que
te hallas muy lejos...".

LA CANCIÓN DE MAMÁ

¿Saben ustedes que soy un criminal?


No. No es esta la palabra. Soy menos que un criminal: un homicida. Un criminal, un
asesino, es diferente. Yo no quería matar a nadie. Pero maté. ¿Para qué negarlo? Por eso
soy un hombre desgraciado. ¡Y hace tantos años! ¿Sabían ustedes lo que es un hombre
desgraciado? Probablemente hay entre ustedes muchos que no lo saben. Los felicito.
Debe ser agradable vivir así. Pero todo esto es muy confuso. Y no encuentro la manera
de que resulte más claro. Ustedes perdonen. Pero aquello fue tan absurdo. Tan absurdo
y tan sencillo. Y tan fácil. Imagínense ustedes que yo tenía seis años... Pero no, este no
es el" orden del relato. Ustedes nada entenderían. ¿Cómo debo comenzar? ¡Ah!, sí
señores, por mi madre. Mamá viajaba conmigo y con él, en el barco. Desde luego, yo
fui el responsable de todo. No, de todo no, porque mi madre lo había dicho. ¿Conocen
ustedes la canción? Seguro que la conocen. Y ahí estaba la amenaza, al final de la
canción. Cuando vino el capitán del barco y me dijo que yo había hecho aquello y que
no debía haberlo hecho, yo respondí que mamá tenía la culpa. Mamá estaba desvanecida
sobre una silla, muy pálida. Me daba horror el mirarla. Y había mucha gente en torno
mío. Yo lloraba, y gritaba que ella lo había dicho. Nadie me entendía, nadie quería
creerme. Pero es la verdad, señores. Es la verdad. Si mamá no lo hubiera dicho tantas
veces, yo no sería un homicida. Un fratricida. Pero quiero confesarles que al hacerlo no
sentí miedo, sino una gran alegría porque eso era lo que mamá había dicho que debía
hacerse. Y yo lo hice. No puedo negarlo. No lo he negado jamás. Las palabras de mi
madre me dieron el impulso, la fuerza necesaria. No se requería mucha. ¡El era tan
pequeñito y tan tierno! Y las madres son algo sagrado y misterioso. Y a los seis años
uno se halla tan indefenso. Las madres lo toman a uno en sus brazos, a veces, y a veces
lo rechazan. Y uno queda mohíno y amargado. Y las madres dicen, a veces, palabras
terribles y a veces palabras dulces. Y amenazan. Y se encolerizan. Y lloran. Y nos besan
y nos acarician y nos aman y nos odian. Es como andar por un valle ondulado. Aquí, el
declive de la ternura; allá, el declive de la cólera; más acá, el del amor; más lejos, el del
odio. ¡Seis miserables años! Un balbuceo de vida. ¿Qué podía yo hacer? Mamá no
estaba conmigo en ese instante, Estábamos solos, él y yo, sobre cubierta. El en su
cochecito y yo al lado, cerca de la baranda. Recuerdo el día, pleno de sol, sobre el mar.
Yo llevaba puesta una gorra de marinero, comprada por mamá en el almacén del barco.
Estas cosas no se olvidan, señores. Es inútil que pase el tiempo por encima de ellas. No
consigue borrarlas. Otras se pierden, como si fueran a dar realmente al fondo del mar.
Pero esto no vale la pena, ¿Qué les importa a ustedes que yo recuerde el color azul de
mi gorra y el azul del cielo y el azul del agua? Lo que importa es lo otro. Pero, ¿por qué
ocurrió? No sé, no sé. Yo había podido llamar a mamá, llamar a alguien, gritar. Y
alguien hubiera venido seguramente. El marinero que pintaba las barras de hierro,
estaba del otro lado y tal vez me habría oído. A esa hora, además, siempre paseaba el
capitán. Todo esto ha quedado fijo en mi memoria. Durante algún tiempo se esfumó, se
iba como perdiendo y borrando. Pero volvió a renacer, intacto: de pronto uno se siente
hombre, y una noche en que el sueño no llega, en que la carne y el alma están tristes,
retorna súbitamente la hora antigua, la hora que creíamos haber perdido para siempre.
Aquello tenía, pues, que renacer. Pero mi madre no ha debido decir esas palabras. Yo no
sabía entonces que hay palabras y palabras, que las madres dicen algunas terribles que
son pura dulzura vuelta del revés. Yo no lo sabía. Uno no sabe nada hasta cuando está
hecho hombre...
Sí. Me acerqué al cochecito. El dormía. Un tajo de sombra, proyectado por la capota le
defendía la cara de los rayos del sol. "Mamá, ¿debo mecerlo?". Desde lejos y a punto de
cruzar el pasillo, camino de su camarote, me respondió con una seña afirmativa y una
sonrisa. Lo miré. Seguía con los ojos cerrados. Moví el cochecito y, suavemente,
suavemente, le di un impulso de cuna, el impulso del sueño, el impulso del mar en ese
día de verano. Olas que se van y que regresan, que no acaban de irse, que no acaban de
volver. Como el sueño. Como el vaivén de las cunas. Perdón, esto no debe interesarle a
ustedes. Pero el mar es una cosa fascinadora. Yo estaba sobre su corriente, iba también,
como el niño dormido, mecido por ella. Uno, dos; uno, dos; uno, dos. La ola va, la ola
viene. La ola va, la ola viene. En el columpio de ese ritmo, el sueño se balanceaba. Los
resortes del coche sonaban pautadamente. Como las olas. Como el mar. Mis manos
seguían acunando, meciendo. La palpitación del barco repercutía en mis sienes, en mi
pecho. Un día perfecto bajo un terrible sol. Recuerdo la alegría de esos instantes y la
sensación de pegajosa humedad, bajo mi camiseta de colores. Todos en el barco debían
estar durmiendo la siesta. Y mamá, desde luego. Por eso me había dejado de guardia, de
guardia marino, vigilando el sueño de mi hermano. "Eres un niño mayor y juicioso". Sí.
Yo era un niño mayor y juicioso, un marinero que montaba guardia en el país de los
sueños. Me sentía grande, importante y un poco dueño de todo: del barco, del sol, del
mar, de las olas, de mi pequeño hermano, náufrago entre espumas de lino y de encajes.
Las manecitas, de uñas casi azules, resaltaban gordezuelas y sonrosadas, en ese pequeño
y frágil mar blanco de los linos y de los encajes.
De pronto, estalló en sollozos. Fue algo súbito, sin transición, sin preparativos. Un
llanto total y absoluto, rabioso e irremediable. Era como si en el sueño, lo hubieran
herido, lo hubieran crucificado, le hubieran mostrado el rostro de la muerte. Yo,
entonces, no pensé en estas cosas, que sólo se le ocurren a las gentes mayores y que a
mí han venido a fuerza de recordar todo aquello. ¿Han oído ustedes llorar a un niño? Es
algo que conturba y enerva más, mucho más que el llanto razonable de los hombres. Ese
llanto parece que no va a concluir jamás. Como el llanto del agua en el hontanar de las
rocas, el del niño da una sensación de angustioso remordimiento frente a la vida. El
llanto del niño brota como un surtidor de dolor, reclamando no sabemos qué piedad, qué
amor, qué voluptuosidad o qué misericordia.
Y mi madre había dicho aquello, lo había dicho y cantado tantas veces, para mí, y para
mi hermano que ni siquiera podía entender sus palabras. Y el llanto seguía
inextinguible, desesperado, llenando el aire con su extremada vibración. Yo mecía y
mecía el coche, primero con suavidad, después aligerando el ritmo, después con
violencia. Y la criatura no cesaba. Era como una catástrofe, como si todo el mar quisiera
desbordarse a través de los ojos infantiles. Sobre la cubierta, nadie. Por debajo del
estrépito del llanto, o más allá, o por encima de ese estrépito, yo seguía oyendo la
palpitación del barco y el resonar de las olas. El sol continuaba esplendiendo en el
ámbito y el calor, la sofocación, el sudor y la angustia empezaban a vencerme. "Debo
correr a donde mamá. Despertarla. Decirle que él está llorando". No, Se fastidiará. "Hay
que respetar la siesta de mamá, ¿entiendes?". Sí. "Tú eres un niño mayor y juicioso". Sí.
"Un guardia marino que cuida el sueño de su hermano". Sí, mamá, sí. Pero él sigue
llorando, llora sin remedio. Voy a correr. Voy a despertar a mamá. "Mamá, el niño está
llorando". No. Lo tomaría a mal. "Tú no sirves para nada". Me quedaré aquí. Como un
guardia marino. Voy a arreglar bien mi gorra. De lado, como los verdaderos marineros.
Moveré un poco más el coche. Así, así. Uno, dos, tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres.
Cállate, cállate, nene. No llores, no llores. Nada. Lo alzaré en mis brazos. Eso es, eso es.
Se ha caído la pequeña sábana de lino. No importa. Y él no pesa casi nada. No llores,
nene, no llores, por favor. Mira, mira el mar. Fíjate qué lindo es. No pesa casi nada este
niño. Pero no llores, por Dios. Mamá va a venir pronto, pronto. ¿Quieres ir a la orilla
del mar? Aquí, sobre la baranda. Así, así, sin llorar. ¿Otra vez? No, niño, no llores más.
Mamá va a despertar. No pesas nada, hermanito. Eres como una pluma. Silencio,
hermanito, silencio. ¿Pero por qué lloras? ¿Por qué? Vamos, vamos un poco más allá,
hasta la punta del barco. Cuidado con esa silla. Bien. Ya está. Adelante, adelante. ¡Qué
montón de lágrimas! Arrurrú mi niño, arrurrú mi... No. No más, no más hermanito.
¿Ves? Ya llegamos. Aquí termina el barco. Aquí comienza el mar. ¿Pero sigues
llorando? Eres un niño malo, un niño malo. Voy a castigarte. Sí, te castigaré. ¿En la
mejilla? No, hermanito. Me da lástima. Hay algo mejor. Sí. Ya me acuerdo. ¿Cómo es
que lo canta mamá? Fíjate, así: "...los niños que lloran, niño, los arrojan al mar". ¿Me
oyes? ¿Me oyes? ¿No quieres callar? Bien. Eres malo. Muy malo. Y mamá lo ha dicho.
Te echaré al mar. Te echaré al mar. La baranda es alta, pero aquí, por entre estas barras,
pasará el niño malo que se va para el mar. Así, así. Adiós, hermanito, adiós... Cerré los
ojos y esperé, esperé en vano para oír el golpe del pequeño cuerpo contra las olas...
¿Comprenden ustedes ahora por qué soy un hombre desgraciado?

ROSARIO DIJO QUE SÍ

Claro está que Rosario no quería engañara Carlos. Y, desde luego, lo amaba. Verdad,
sí, que los años, no muchos pero los suficientes como para que se advirtiera la
transformación, lograron alterar, con la insidiosa complicidad del hígado, las líneas de
ese rostro. Carlos no era ya, evidentemente, lo que fuera diez, once años atrás: un joven
apuesto, sencillo, tímido y hermoso. Rosario encontraba que entonces se parecía a un
actor de cine, del cine mudo, desde luego, lo cual iba muy bien con el carácter reservado
de Carlos, todo monosílabos esenciales y gestos precisos. Ella se entusiasmó con el
parecido y con otras cosas. Por ejemplo: la prematura seriedad de ese rostro y de ese
carácter, la destreza de Carlos para barajar los naipes, la siempre correcta línea del
pantalón y el ancho, espléndido trazo de los hombros. Además, Carlos era de una
corrección íntima, absoluta. En las no muy abundantes escenas clandestinas de amor
que tuvieron durante el noviazgo, Carlos procedía con un método, una minuciosidad y
una seriedad tales, que Rosario, a veces, se exasperaba, pero terminaba admitiendo y
admirando el buen sentido y la previsión de quien iba a ser su marido. Suponía que ese
buen sentido y esa previsión desaparecerían al llegar el matrimonio, y que Carlos se
tornaría entonces más apasionado, más imaginativo y mucho menos austero. Esa
suposición era falsa. En la base del temperamento de Carlos estaba ser como era, ni más
ni menos. Y no podía remediarlo. Mientras sus compañeros de universidad alardeaban
del derroche vital que hacían semanalmente en compañía de muchachas alegres y
dadivosas, Carlos consideraba un privilegio de su destino, sentir una especie de asco
natural a todo eso. A veces, es cierto, se escandalizaba interiormente de su buena
reputación y de su buena conducta. "Me estoy convirtiendo en algo así como un
puritano", se decía. Pero, reflexionando un poco más, encontraba que no lo era. Ninguna
convicción de carácter moral influía en su ánimo para hallar absurdo pasar una noche
entera, acostado en una cama extraña en compañía de una abnegada o entusiasta
profesional del amor. O llevar el placer áspero y excitante de la bebida, hasta la torpe y
ominosa embriaguez. Muchos de sus compañeros y amigos hablaban de él como de El
Gran Abstemio a veces, por burla, a veces por elogio. Lo apreciaban y, hasta cierto
punto, lo respetaban. Suponían ligeramente maravillosas una rectitud espiritual así de
simple y de sencilla y una noción de la vida, así de ventilada y sistemática.
Tal vez si Rosario no hubiera puesto tanto empeño en casarse con Carlos, éste habría
concluido por quedarse soltero. No tenía ningún afán en cambiar de programa para su
existencia. Las rentas de su familia le aseguraban una tranquilidad medianera, pero
pasable. En la empresa industrial de su padre - de no continuar una carrera liberal -
siempre habría un escritorio, una silla y un sueldo para él. ¿A qué complicarse
entonces? Pero Rosario era en cierta manera, implacable. A los 17 años hubiera querido
ser ya esposa, madre y probablemente viuda. Llevaba, en lo profundo de su ser, una
tremenda urgencia vital. Del colegio donde estudiaba fue preciso extraerla
discretamente, pretextando un inaplazable viaje de sus padres a otras provincias del
país, para evitar así toda suerte de escándalo: la habían sorprendido besándose
apasionadamente con una profesora, cuyas sospechosas costumbres llenaban la crónica
secreta del establecimiento. Además, entre los efectos personales de Rosario, la
inquisitiva inspección de las directoras encontró candidos pero ardientes billetes de
amor, provenientes de otros sectores femeninos del colegio.
Estos enojosos antecedentes se volatilizaron al aire libre. En la atmósfera de
invernadero sexual del internado, hubieran, acaso, proliferado vigorosamente. Pero el
contacto obtenido todavía a tiempo, con la vida normal, sin rígidas trabas, orientaron su
temperamento por otros cauces. Se convirtió, de manera auténtica, en una joven
bestezuela, agresivamente femenina. En pocos meses de libertad olvidó todas las
perturbadoras angustias de sus años de clausura. Frente a ella, en su casa, en la calle,
estaban esos seres jóvenes que la miraban apasionadamente. Y ella podía mirarlos
también, sin reproche. La vida era mucho mejor y más interesante, mucho menos
sórdida y absurda de lo que supuso, muchas veces, durante las largas vigilias en el
dormitorio común o en medio de los sueños que la asaltaban en el salón de clases. Sí.
Lo mejor de la vida podía quedar significado en uno de esos juveniles varones que
rondaban en torno de su belleza. En Carlos, ¿por qué no?
A los 18 años, ya estaba, pues, lista para casarse. El matrimonio había sido su obsesión,
desde la infancia. Y Carlos cedía, poco a poco. La fuerza pasiva, paciente, que él opuso,
aplazando fechas y fechas, se desplomó finalmente ante el ímpetu y la insistencia de
ella, que no quería llegar a la mayor edad sin un marido y sin un hijo, por lo menos. Su
vocación de mujer no admitía espera. Deseaba quemar aprisa, voluptuosamente de
preferencia, todas las etapas. Y la frigidez de Carlos, su parsimonia, su curia mental y
sensual, resultaban otros tantos obstáculos por vencer, que la entusiasmaban casi hasta
el frenesí. Pensaba transformarlo, amoldarlo a su temperamento, sometiéndolo al
riguroso tratamiento de su propio fuego. "No resistirá", se decía, tal vez como debe
decirse la llama al acariciar y envolver el rígido trozo de metal.
Cuando Rosario conoció a Jaime - en estricto inglés James Thorpen - la vida
matrimonial con Carlos le había deparado ya, además de dos chicos, una serie equitativa
de satisfacciones y pesares. Carlos, durante los últimos años, logró una buena
consolidación de lo que él llamaba estratégicamente, sus posiciones. A la muerte de su
padre, ocurrida cuatro años después de su boda, ocupó la silla y el escritorio de su
progenitor, en la ya floreciente empresa industrial. Por el momento, pues, ninguna
zozobra económica. La ampliación de los negocios, un símbolo de la época en que le
correspondió tomar las responsabilidades directivas, determinó el contrato con Jaime,
como técnico. Vino de Massachussets, con su llamarada de pelo rubio en la cabeza, los
ojos grises de reflejos metálicos, y un bárbaro español sobre la lengua. Parecía, él
también, pensó Rosario al conocerlo, otro actor de cine, pero diferente del que le sirvió
de modelo en otro tiempo, ya un poco lejano, para escoger marido. Un actor, esta vez,
del cine hablado, y sin ninguna reminiscencia latina, como el otro, sino
abrumadoramente gringo, abrumadoramente rubio, con esa abrumadora claridad
sonrosada sobre la piel, que el ojo diestro de ella podía descubrir por entre la suave
maleza del vello en el pecho, en los brazos, en las piernas, cuando, verbi-gratia, iban de
paseo, ella, su marido y él, a las tierras bajas y cálidas, en los fines de semana y Jaime
se presentaba semidesnudo, como un dios olímpico, en la piscina o bajo el sol.
Un balance, nunca suficientemente bien equilibrado, de igualdades y diferencias entre
su marido y Jaime, fue el deporte mental favorito de Rosario, por entonces. El saldo le
resultaba siempre desfavorable para Carlos. Entre otras razones, porque en el renglón de
los entusiasmos sexuales, la partida correspondiente a Carlos lejos de crecer con el
matrimonio, como supuso, quedó estacionada, reglamentaria, estrictamente conyugal,
sin ninguna posibilidad acumulativa. Suponía, en cambio, una alta cifra, por este
concepto, en la cuenta de Jaime. Además, en ese terreno, después de varios años de
matrimonio, Rosario empezaba a considerarse, con cierta desolación, totalmente
derrotada. Una íntima y tenaz insatisfacción, un poco indescernible, la invadía a veces.
Porque, como ella lo repetía para sí todos los días, amaba a Carlos. Lo amaba y lo
admiraba. Estaba orgullosa de su inteligencia, de su tranquila bondad, de su paciente
destreza para dirigir los negocios, de la honestidad de su criterio, de su indiscutida
fidelidad. Pero al aparecer Jaime, la fuerza del contraste precipitó el soterrado caudal de
sus inquietudes. Del punto en que la coloración del pelo separaba, con una aguda nota
en cada caso, esos dos ejemplares humanos, el uno de oro escandaloso y el otro de
ébano apagado, hasta la forma inasible del ademán, incluyendo las diferencias de
estatura, del color de los trajes y de la posición ante la vida, las partidas favorables a
Carlos en el balance psicológico hecho por Rosario, fueron debilitándose, a tiempo que
crecían las correspondientes a Jaime. Y la solidez, siempre cuestionable, siempre en
litigio interior, de sus convicciones sobre la fidelidad matrimonial, empezó a agrietarse
sutilmente. Carlos, pensaba, es la historia conocida; Jaime puede ser, debe ser, la
leyenda, lo desconocido, lo imprevisto. Una leyenda de carne y hueso, alegremente
trajeada, que en la primera oportunidad, por ella buscada, la tomó entre sus brazos y la
besó, sin una palabra de prólogo, con largueza, con pasión, con denuedo. De ahí en
adelante, todo siguió como en las películas, como en los cuentos o como en la vida:
clandestinidad, zozobra, sobreentendidos, claves del lenguaje, artificial indiferencia y
compostura ante testigos, placer del disimulo, y, en la intimidad, el derroche pasional
que ella deseara siempre.
Pero un día, estas cosas ocurren siempre un día cualquiera, sobrevino aquello. Había
sido, pensaba ella mientras se dirigía a la piscina, una imprudencia de él, de Jaime. Esa
primera tarde del week-end se presentaba esplendorosa y, como de costumbre, los tres
viajaron de la ciudad al hotel provinciano, rodeado de pequeñas y lindas casas para los
matrimonios felices, para los matrimonios como el de ella. ¿Qué necesidad tenía Jaime
de besarla, allí mismo, en los desvestideros de mujeres? Una imprudencia, sí, una grave
imprudencia, pues a esas sagradas casetas no llegaban, sino por benévola excepción, los
maridos en busca de sus esposas, pero no los amantes en busca de las esposas de sus
amigos. Cuando ella salía, casi tan desnuda y, desde luego tan bella como cualquiera
Venus, de debajo de la ducha, con el pelo, la cara, los brazos, el sonrosado vientre, el
"soutien" y los pantaloncitos del traje de baño completamente empapados, él, ya listo
también, esperándola allí mismo a la puerta de la caseta. Y, claro, no pudo reprimirse.
Era sexualmente, un energúmeno. El largo corredor se hallaba solitario, esa era la
verdad. La miró durante un cuarto de segundo, con ojos terribles y la envolvió, casi
asfixiándola, en un abrazo. Y después, la besó tan cinematográfica, tan voluptuosamente
como siempre, estrechando contra su cuerpo húmedo y caliente, ese otro cuerpo
también húmedo y caliente. Medio minuto, acaso veinticinco miserables segundos de
ese maravilloso día. Eso fue todo. Pero en el vertiginoso curso de esos segundos
apareció Carlos, al extremo del largo corredor. No lo sintieron llegar, pues la fatalidad
se presentaba en traje de baño y con los pies descalzos. Jaime ofrecía sus anchas
espaldas a la fatalidad. Pero a Rosario le correspondió verla a lo lejos, de frente, por
encima del brazo masculino que, de un lado, pasaba oprimiendo una de las colinas de
sus senos, se deslizaba bajo la tibia gruta de una axila y concluía, resolviéndose en los
cinco dedos de la mano, a la mitad de su espalda. Un pequeño grito pugnó, con éxito,
por escapársele de la garganta. Jaime abandonó nerviosamente, el aire cálido, a la
plenitud de la respiración, esos seductores cincuenta y dos kilos de peso. (El dato exacto
lo había leído en una tarjetica que ella llevaba en su cartera).
Lo que siguió fue un poco absurdo como todos los hechos reales. La fatalidad
desapareció, también en una porción de segundo, del extremo del corredor. Y cuando
Rosario, por un lado, y Jaime por otro, llegaron minutos después, al borde de la piscina,
encontraron que Carlos estaba en medio de ella, desarrollando con precisión ejemplar,
un magnífico crawl. Como si nadie hubiera visto, como si nada hubiera pasado. A pesar
del intenso calor de la media tarde y del sol, ya oblicuo, que instalaba en el fondo del
horizonte con acabada pericia de director de películas, un poderoso reflector cuyos
haces de luz plateaban las aguas, Rosario sentía un poco de frío y ese temblor que, a
veces, produce la fiebre. "El agua está deliciosa", le gritó Carlos en una de las pausas de
su rítmico braceo. Ella oyó la voz, un poco alucinada. Érala voz de siempre, tranquila,
casi cariñosa, indiferente, normal. Se esforzó por descubrir en los cuatro sonidos de las
cuatro palabras proferidas por su marido, un matiz de rencor, una partícula de ira, un
acento de venganza. Nada. Jaime se hallaba cerca de los trampolines, bien lejos de ella,
esperando, lleno de inquietud, pero deseándolo, el desenlace. Carlos, entretanto, seguía
nadando, imperturbable. Rosario lo veía avanzar, lenta, inexorablemente, hacia los
trampolines, hacia el sitio donde se encontraba Jaime. Un brazo, luego otro, en tiempo
medido, pautado, musical. El movimiento era perfecto, sincronizado, sin escape, sin
desviaciones, sin premura, lleno de elegancia y de técnica sabiduría. Rosario corrió por
el borde - hierba y azules baldosas - de la piscina, impulsada por las manos invisibles de
la angustia. Ganó en pocos segundos la distancia que la separaba de Jaime. A Carlos le
faltaban ya pocos metros para llegar a donde ellos estaban, convertidos de pronto, en
dos admirables y vivientes carteles de propaganda de los trajes de baño, del turismo y
de los placeres del week-end. Quietos, esculturales, bien diseñados en las líneas vitales,
un poco sombríos y nada más. El dibujante les hubiera exigido, seguramente, una
sonrisa.
Carlos llegó, por fin al borde, al sitio de las paralelas de hierro. Se agarró a una de ellas,
hundió de nuevo todo el cuerpo y, con una ágil flexión, brotó de las aguas y saltó sobre
el piso, sacudiéndose como un perro, pero con mucha más elegancia que un perro, el
sobrante de agua que traía adherida al cuerpo. Un pozo circular empezó a formarse en
torno de sus pies. Se pasó las manos por el cabello, por la cara, por los brazos, por el
pecho. Estaba al lado de ellos, todavía sin proferir una sola palabra. La palidez de
Rosario resaltaba muy bien en torno de los labios. Jaime miraba, sin ver, pero
obstinadamente, al suelo. Entonces a veinte metros de donde se encontraban, apareció
algo maravilloso en forma de hombre. Rosario vio, primero, un pantalón de baño,
exactamente igual al de su marido y, por arriba del pantalón, un pecho, una cabeza, un
color de cabello y, finalmente, un rostro providencial, terrible y deliciosamente
semejantes a los de su marido. Estuvo a punto de arrodillarse para besar la tierra y dar
gracias a Dios. "Mira, mira", dijo a Jaime, señalando al desconocido. Jaime y Carlos, al
mismo tiempo, volvieron la cabeza. Jaime sonrió como un ángel, y Carlos dijo: "Ya lo
había visto. Se me parece mucho ciertamente... Debe ser un cliente nuevo, que
desconoce el lugar, pues hace poco rondaba por el lado de las casetas de las mujeres. Le
indiqué que las duchas de los hombres estaban del otro lado...".

UN CORAZÓN FIEL

Al morir el escritor Gerardo Salvani, después de casi veinte años de constantes éxitos,
su viuda resolvió abandonar la casa en donde vivieran juntos largo tiempo. Esa casa se
le aparecía ahora llena de la ausencia de quien le había colmado hasta los últimos
rincones, con el prestigio y el atractivo de su presencia. Le resultaba también,
demasiado silenciosa, triste y evocadora. Cristina empezaba a envejecer y quería un
poco de paz, un poco de olvido, lejos de los recuerdos inmediatos y de los viejos
recuerdos, suscitados a cada instante en esa atmósfera. Allí todas las cosas desataban en
su espíritu largas y profundas resonancias que llevaban un doloroso acento, pues se
referían al abolido tiempo de la dicha y del amor. Súbitamente se había quedado sola.
Muchos eran los amigos y los admiradores del escritor, pero comprendía que, dentro de
poco, se alejarían paulatinamente, faltándoles el estímulo que para la amistad emanaban
de la fama y la gloria del novelista. Nunca supuso seriamente la posibilidad de que su
marido muriese antes de ella. Le gustaba pensar, con sutil amargura en su propia
desaparición, que debía ocurrir primero, pues se consideraba incapaz de resistir la
ausencia definitiva de Gerardo. Y como confiaba con plenitud en la bondad de su Dios,
se daba, complacida, la garantía interior de su muerte previa. Muchas veces pensó en la
escena final e imaginó la serena desesperación de su marido, a quien veía sollozando sin
palabras, sin gritos, al borde de su lecho. Un matiz de coquetería femenina se mezclaba
a la emoción dolorosa que le producía pensar en todo esto. Sabía que era amada y, por
lo tanto, se complacía en esa demostración final de la ternura, en ese desenlace para su
vida.
Pero el destino contrarió el designio de su voluntad. La desaparición de Gerardo le
demostró que su fe podía ser menos poderosa de lo que suponía para establecer un turno
riguroso en la sujeción a la ley de la muerte, y que su creencia respecto de la posibilidad
de resistir el golpe que la hería de manera tan honda debía cambiarse por la creencia
contraria, puesto que ante el hecho irrevocable, una secreta fuerza vital la mantenía
lúcida, clarividente, dueña de su dolor y de su vida. Había afrontado la muerte de
Gerardo dándose cuenta exacta de que en la silenciosa batalla con la adversidad saldría
victoriosa y resignada, a pesar de que deseaba, sin lograrlo, desfallecer y morir también.
Comprendía la inutilidad de esa especie de apelación desesperada a la supuesta
debilidad del corazón humano que hacen todos los que aman para cuando la persona
querida sea escogida por la muerte. Completa inutilidad del voto para no resistir, puesto
que a pesar de la prodigiosa fuerza psicológica con que se formule, al llegar la muerte,
una superior impotencia impide cumplirlo, y seguimos existiendo al lado de los cuerpos
inertes, por cuya resurrección quisiéramos dar nuestra propia vida.
Cristina tenía la convicción de que había sido completamente dichosa. Y de que
Gerardo lo había sido también en la misma proporción y con paralela intensidad a la
suya. Su vida de escritor, solicitado y admirado en círculos sociales e intelectuales
donde la vanidad resplandecía, no sufrió las alteraciones morales que hubieran podido
prosperar si su carácter fuera menos firme y leal. Cristina recordaba cómo su marido
defraudaba con exquisita gentileza, el asedio imprudente de las mujeres deseosas de
hacer el papel de heroínas eventuales en la vida real del novelista. Y la deliciosa cortesía
y el ingenio que usaba para demostrarles la total incapacidad en que se hallaba de
complicar innecesariamente su vida.
Al verificar el balance de su pasado, no hallaba la manera de acusar de ninguna
deslealtad concreta a Gerardo. Recordaba, apenas, miradas, palabras, gestos con los
cuales su marido expresó, en determinados momentos, una admiración, un entusiasmo
fugaces, en los que pudo adivinar un matiz de atracción carnal, un leve ímpetu sensual,
desaparecido o eliminado con ejemplar control. Nada más. Ningún nombre de mujer,
fuera del suyo propio, interfería ese balance del pasado. Durante veintidós años de
matrimonio, Gerardo aparecía en el recuerdo como un compañero perfecto. Su
experiencia intelectual, no obstante, semejaba el fruto de una intensa y contradictoria
vida sentimental, que, a juicio de Cristina, no tuvo.
Sus novelas, en donde la complicación psicológica, la contraposición de los caracteres,
el análisis de las pasiones llegaban a un alto grado de saturación y de pericia, podían
tomarse como el testimonio no sólo de la observación del espectáculo humano, sino de
una determinada participación en él como actor. Las figuras femeninas de sus novelas,
sobre todo, acusaban un sagaz intérprete de los secretos que recelan el temperamento y
el corazón de las mujeres.
¿Dónde y cuándo había aprendido Salvani esa maestría psicológica que le permitía
desarmar el complicado mecanismo del amor, del dolor, de la ternura, de la infidelidad,
de la hipocresía y la crueldad femeninas y fijar sus inestables leyes?, pensaba Cristina,
mientras repasaba en su imaginación el elenco de las heroínas de los bellos libros
escritos por su marido. ¿De dónde nacía esa extraña fuerza con que Salvani creaba un
destino obstinadamente cruel para las criaturas de su imaginación? ¿No era, acaso, un
hombre feliz, y, por lo mismo, que hubiera podido reflejar en sus obras esa misma
felicidad, ese amable concepto de la vida en que se hallaba sumergido? Ninguna de sus
novelas, sin embargo, podía tomarse como expresión de su personal experiencia.
Reflejaban, por el contrario, la antítesis, el lado opuesto a su propia vida. Todo en ellas
era un poco pérfido, y mostraban, casi como norma incuestionable de las relaciones
humanas, un total desequilibrio moral.
Jamás había reflexionado Cristina en esa contradicción. Amaba los libros de su marido
y, hasta entonces, le parecían un fruto espléndido de su imaginación creadora, un efecto
de su extraordinaria fantasía y de la genial capacidad que la crítica le reconocía para
suscitar entre los personajes los más desconcertantes antagonismos del temperamento,
las creencias y la conducta. Pero a Cristina le parecía bien extraño todo esto. La obra
literaria de Gerardo no correspondía a su vida, a la personal experiencia de que ella
había sido, simultáneamente, espectadora y colaboradora. Durante veintidós años de
intimidad conyugal, Gerardo se presentaba ante sus ojos como un ser inalterable,
sereno, metódico, sin otra pasión que la de su trabajo intelectual, satisfecho de su
matrimonio, de la situación económica que disfrutaba y, sobre todo, irrevocablemente
curado de todo propósito de aventuras sentimentales.
La seguridad moral y psicológica en que se apoyaba Cristina respecto de la fidelidad de
Gerardo, encontraba, además, una justificación diaria en la suave ternura y el delicado
tacto de su compañero para disolver con adecuadas palabras, o con eficaces silencios,
todo principio de querella, de fugaces incomprensiones mutuas. Una maestría sutil y
risueña, en la que se adivinaba cierta noción de filosófico escepticismo, cierta pericia
intelectual de hombre de letras, hacían de Gerardo un seguro y amable triunfador en
esas circunstancias. Cristina no recordaba haberlo derrotado jamás en sus pasajeras
disputas. La habilidad para convencer y para disuadir era en Gerardo de una fuerza
cautivadora.
Sin embargo, los últimos años de su matrimonio no fueron tan explícitamente felices
como los anteriores. En rigor, Cristina no podía afirmar en qué consistía el cambio,
entre otras razones porque también se sentía inconscientemente culpable de haberse
acomodado, sin mayor esfuerzo, a la paulatina transformación de sus relaciones. ¿Qué
podía reprocharle a Gerardo, sin que en el reproche no quedara ella también implícita?
Tal vez el lento paso de los años había atemperado en ambos, haciéndolo languidecer,
aquel ímpetu alegre de la sensualidad y ese despliegue de ternura en que se expresaba su
amor. Cristina llegaba a una edad difícil, y la convicción de que su juventud y su belleza
habían conseguido ser satisfechas, sin mezquindad sexual le daba suficiente ánimo para
aceptar sin amargura el cambio inevitable de su vida. No podía asegurar tampoco que
Gerardo se hubiera distanciado de ella, o que se tornara cortésmente indiferente. Pero
una leve sombra de preocupación, que él atribuía a las dificultades de la última obra en
que se hallaba trabajando, surgía de continuo en medio de su conversación. De pronto,
cuando lo creía íntimo, confidencial y atento a sus palabras, los ojos de Gerardo se
llenaban de ensueño, se tornaban vagos, lejanos, ajenos al mundo circundante. Cristina
callaba entonces. Y el silencio suscitado de esta manera, creado súbitamente en torno
suyo, lo hacía volver a la realidad.
- ¿No me oyes?, le decía Cristina. ¿En qué piensas?
- Sí, te oigo, respondía Gerardo sonriendo. Decías...
Cristina reanudaba la conversación y Gerardo seguía por algún tiempo, atento, solícito
a las palabras de su mujer.
Por aquel tiempo ocurrió uno de esos acontecimientos que en la vida de un escritor
sirven para suscitar en torno de su existencia y de su obra, una atmósfera de curiosidad
y de interés. Las gentes jóvenes, los literatos de veinte, de veinticinco años, veían en la
obra del novelista Salvani un raro ejemplo de habilidad estética y de profundidad
psicológica. Los contemporáneos de Gerardo, sus compañeros de generación,
proclamaban, con algunas excepciones, que esa obra representaba algo excepcional y la
más hermosa expresión del estilo y las tendencias literarias de la escuela a que
pertenecía el maestro.
Se organizó entonces un gran homenaje público, que tomó como punto de partida la
designación del escritor para la Academia. El novelista fue invitado oficialmente a una
correría por los principales centros universitarios del país y de algunas naciones vecinas.
La prensa mantuvo alerta el interés de los lectores, publicando sus conferencias, sus
opiniones, y reseñas de su vida, de sus años de aprendizaje, de sus épocas de trabajo,
cuando aún era un desconocido, que luchaba silenciosamente, al lado de su esposa.
Cristina fue entonces totalmente dichosa. Se sentía copartícipe de la gloria de Gerardo,
y, en cierta proporción, co-autora de esa gloria. Creía haber contribuido a la felicidad de
su esposo, felicidad que consideraba la base esencial y única, sin la cual el trabajo de
Gerardo no habría alcanzado el grado de maestría y plenitud que todos reconocían. Se
habló y se escribió entonces no sólo a propósito del literato sino del hombre, para
señalar como ejemplar esa vida. Cristina recibía satisfecha la confirmación plebiscitaria
que le llegaba desde la calle, para la convicción propia que alimentaba con recóndito
orgullo. Sí, la vida de Gerardo había sido, era ejemplar. ¿Podía acaso acusarlo de una
deslealtad? ¿Podía señalarlo siquiera como un ser difícil, inseguro, inestable? No. Era
evidente que Gerardo valoraba con precisión las cualidades y defectos que ella poseía.
No la consideraba mejor ni peor de lo que a sí misma se juzgaba. El entendimiento entre
ambos, semejaba un pacto suscitado espontáneamente sobre la condición del respeto
mutuo y de la ternura. Sí. Cristina se consideraba una mujer feliz.
En su casa de campo, la viuda del novelista Salvani recibió, pocos días después del
segundo aniversario de la muerte de su marido, una carta que decía:
"Durante mucho tiempo fui admirador y circunstancialmente amigo de su esposo. Vino
a mi casa una o dos veces, interesado en las investigaciones históricas que yo adelantaba
entonces.
Hace algún tiempo mi esposa enfermó y murió. Entre las cosas y recuerdos íntimos que
dejó en circunstancias que más adelante le explicaré, apareció el manuscrito de un diario
íntimo, que, como usted verá, abarca un lapso de ocho a diez años. Además de ese
diario, aparecieron las cartas que le remito y que estimo se hallen mejor en su poder que
en el mío. Lamento que uno y otras, nos impidan a usted y a mí, conservar intacta la
imagen que nos habíamos forjado de sus autores. Usted, me dicen los amigos suyos,
tiene para la memoria de su marido un culto casi sagrado. Yo iba camino de tributarle
uno semejante a la memoria de mi esposa. Sé que usted se empeña ahora en facilitar los
medios para hacer una gran edición completa de las obras del novelista Salvani, edición
que llevará un estudio biográfico basado en los datos y opiniones suyos sobre esa vida,
ya clásicamente ejemplar para la opinión pública. No crea que me mueve, al dar este
paso, un sentimiento de impertinente revancha póstuma, que de nada me serviría. Pero
profeso un extraño respeto a la verdad. Su marido fue el amante de mi esposa en
circunstancias de que dan minuciosa cuenta ese diario y las cartas. Su marido y mi
mujer no eran, desde el punto de vista moral, lo que usted y yo suponíamos. Un
prodigio realmente admirable de disimulo y de hipocresía, una desconcertante
capacidad de simulación, tal vez estimulada por la pasión que los unía, lograron el
milagro de que esas relaciones no pudieran ser puestas en evidencia por gentes deseosas
del escándalo.
Las cartas de su esposo escritas cuando se hallaba en viaje de conferenciante famoso
por otros países, aclaran algunos detalles y jamás habrían llegado a mi poder, puesto
que estaban dirigidas a la solitaria casa en donde ellos se veían, si no hubiera sido por la
imprudencia inútil del dueño del inmueble. Como a esta casa nadie volvió, después de
fallecida mi esposa, y su muerte fue casi repentina, pasado algún tiempo sobrevino lo
inevitable: la búsqueda de la persona que figuraba en el registro como inquilino, cuyo
nombre no correspondía a nadie, ya que su esposo había dado un nombre supuesto; y
más tarde, la discreta investigación de la dama que, periódicamente, durante los dos
últimos años, a partir de la muerte de su esposo, pagaba el valor del alquiler. Mi mujer,
no quiso abandonar esa casa, donde exactamente como usted en la suya, seguía
rindiendo amoroso culto a la memoria de Salvani. Era allí donde se refugiaba para
seguir escribiendo su diario, y, como lo dice también en él, donde podía volver a
encontrar el recuerdo de la "única gran pasión de su vida".
El resultado de la investigación ha hecho llegar a mis manos, estas cartas y el
manuscrito del diario. Hay otras cosas que también me han sido entregadas con la
mayor discreción, en mi carácter de lamentable heredero de un pasado que desconocía
en absoluto. Entre esas cosas, hay un estilógrafo que lleva las iniciales del nombre de su
marido, y una fina pipa de cerezo. No quise recibir los muebles, los tapices, los cuadros,
las porcelanas que embellecían ese interior minúsculo y confortable. Decidí que todo
eso pasara, como precio tácito del silencio del dueño de la casa, a poder de él, quien lo
aceptó encantado.
¿Cuántos años, durante cuánto tiempo fuimos engañados? En el diario aparece una
primera fecha reveladora: abril de 1932. Pienso, pues, que por largos años ha durado
esta comedia de la fidelidad, de la lealtad, del amor apacible y tranquilo, que no pude
adivinar, y me atrevo a pensar que usted tampoco, en medio de una existencia
alimentada cotidianamente por la certidumbre de la seguridad.
Le confieso que el golpe ha sido rudo y doloroso, por lo imprevisto. Entre las varias
imágenes psicológicas que en el curso de los años pude formar con los elementos que
me iba ofreciendo la personalidad de mi mujer, no apareció jamás, ni siquiera levemente
esbozado, el perfil de la hipocresía. Siempre pensé que en medio del territorio inseguro
de su carácter, había, sin embargo, un amplio trozo de tierra firme donde prosperaba la
lealtad. Tenía la seguridad, no inconsciente sino revelada en los actos esenciales de su
conducta, de que era honesta, franca y leal. Su inteligencia, lo reconozco todavía con
orgullo, era superior a la del común de las mujeres de su clase social, y había
conseguido afinarse extraordinariamente en los últimos años, gracias a la disciplina
intelectual a que se sometía encantada y que, ahora lo comprendo, realizaba bajo la
experta dirección de un famoso hombre de letras. Considerándola un ser superior y
magnífico, cuya belleza, además, me envanecía, pensé siempre que en el reparto del
amor y de la felicidad, el destino había sido de una gran generosidad para conmigo.
La certidumbre póstuma de su infidelidad convierte en .cenizas un pasado maravilloso,
y aniquila la esencia moral de una imagen de mujer que yo adoraba en el recuerdo, con
igual intensidad a como la amé en la realidad. Es doloroso, pero es inevitable. Me
consterna pensar hasta qué grado de habilidad extraordinaria puede llegar el amor,
servido con eficacia por la inteligencia, y cómo es posible que ofrezca paralelamente,
dos rostros, dos imágenes, dos perfiles contradictorios y excluyentes. El amor de
Salvani por su amante, y el de ella por él, hubieran podido conducirlos a romper las
limitaciones sociales y, desde luego, a crear para usted y para mí, respectivamente, una
penosa situación. Sin embargo, esa cautelosa y honda pasión, no rompió ningún
prejuicio, no destruyó nada; por el contrario, halló en la clandestinidad y en el peligro
continuos, un enérgico estímulo. La imaginación y el temperamento del novelista,
encontraron en esa situación falsa, como se deduce de ciertas páginas del diario y de
ciertas cartas, un acicate magnífico. Inclusive hay un poco de complacido cinismo en
mantenerse por fuera del orden social, más allá de la correcta línea de la existencia a
donde regresaban ambos, con otra máscara, con otra personalidad, con otros
sentimientos, al retornar hacia nosotros.
No sé qué opinión pueda usted conservar de su marido, después de que haya leído los
papeles que le envío. He ahí dos seres que hicieron de la hipocresía y de la deslealtad
una hábil norma para sus vidas. El portentoso fraude sentimental que realizaron con los
dos, y por extensión natural con la sociedad, con la opinión pública y ajena. que
considera a uno y a otra como arquetipos de la moral corriente y, a su marido, como a
un ejemplar humano de selección, me ha inducido a escribirle estas líneas con el
propósito de que, por lo menos, la tremenda verdad sea compartida equitativamente
entre las víctimas. Además, pienso que, acaso, la biografía del novelista Salvani
merezca algún retoque...".
La firma decía: Jacobo Tudela, y debajo venía la indicación de la calle y el número.
Un día más tarde, el autor de la carta recibía intacto, y cuidadosamente cubierto con un
papel en que se leían su nombre y sus señas, el envío que había remitido a Cristina de
Salvani, acompañado de una carta escrita con letra de mujer:
"Su iniciativa que me explico y en cierta manera justifico, no ha conseguido, sin
embargo, la totalidad de su efecto. No podría negarle que tiene suficiente poder para
abrir en mi vida un secreto cauce de desolación. Pero, no obstante, quiero confesarle
que la mitad de esa verdad a la que usted quiere asociarme, no alcanza a golpearme tan
directamente como en su caso, pues he sabido resistir el femenino deseo de conocerla en
todos sus detalles, negándome a leer una línea siquiera de las cartas de mi esposo o del
diario de la que fue su amante. Le devuelvo esos papeles, tal como a mí llegaron. ¿Qué
objeto tendría que yo ahondara en mi propia tragedia? Fuera de lo que usted relató
imprudentemente en su carta, no deseo saber más. Hubiera preferido no saber nada,
pero tal vez resultaba demasiado sacrificio para usted imponerse un silencio absoluto.
Su actitud se explica por la humana impaciencia que a todos nos posee, a la hora del
infortunio, de buscar equivalencias ajenas, socios y cómplices para nuestro personal
dolor. Además, el póstumo rencor que en usted desata la memoria de mi esposo debía
buscar un cauce para expresarse y ese cauce iba derecho hacia mí. Pero me niego a
servirle adecuadamente de copartícipe de toda la verdad y de todo el infortunio que
nace, con soberana fuerza, de los hechos. Ahora sé que una buena parte de mi vida
quedó frustrada, pero me obstino en desconocer las circunstancias especiales en que se
cumplió esa silenciosa catástrofe que pertenece al pasado irrevocable y de la cual soy
una de las víctimas, como usted dice, pero sin presentirlo ni saberlo.
Además, se equivoca usted cuando afirma que mi esposo y su mujer fueron además de
infieles, desleales. No es cierto. Tal como aparecen relatados los hechos en su carta,
queda en claro el heroico propósito que ambos cumplieron ejemplarmente, de
someterse, en honor nuestro, en nuestro propio beneficio, a la norma social. ¿Qué los
detenía para no romper esa norma? ¿Por qué se sometían al sacrificio diario de la
clandestinidad, cuando les hubiera sido fácil proponer abiertamente un rompimiento y
llegar a la separación y al divorcio? Usted afirma que las difíciles condiciones de
ocultamiento, de hipocresía, en que se desenvolvió el proceso de esa pasión,
estimulaban en uno y en otra la supervivencia del amor. No es así tampoco. Perdóneme
si le digo que razona con un poco de mezquindad. Esas condiciones lejos de constituir
un estímulo para el amor, significaban un obstáculo, aceptado por otras razones. Su
esposa y mi marido valoraban con exactitud el afecto, la admiración y la honda
confianza que habíamos depositado, respectivamente, en cada uno de ellos. Y se sentían
incapaces de defraudarnos, de someternos a la prueba de una crueldad innecesaria. ¿Qué
hubieran ganado con ello? ¿Nos hicieron, acaso, infortunados, en el curso de ese amor
que desconocíamos, del cual nada supimos y que a pesar de estar vigente al lado
nuestro, fue tan cauto y tan leal, sí, tan leal, que jamás alcanzó a herirnos? ¿De qué se
queja usted? ¿De qué podría quejarme yo? No, amigo mío, usted y yo fuimos felices,
precisamente porque de lo que usted califica como una traición, como una deslealtad,
los autores de ella se esforzaron, heroicamente, lo repito, en no dejarnos saber nada. Esa
cautela no simbolizaba la hipocresía, ni la perfidia, sino el noble temor a destrozar dos
vidas que les eran devotas y para las cuales se creían obligados a cumplir el sacrificio
del silencio. Sobre ese amor pesaba, con duro peso, nuestro amor. Probablemente sin
amarnos ya, seguían agradeciendo el amor que les tuvimos siempre, que continuaba
cercándolos como una muralla, imposible de romper.
Tal vez usted estime que estas razones no valen nada y que mi propósito de negarme a
conocer el diario de su esposa y las cartas de mi marido, vela apenas una actitud de
cobardía sentimental. Puede que así sea. Pero no creo equivocarme respecto de los
móviles que para uno de ellos, con toda certidumbre, lo obligaron a proceder como
procedió. Y debo agregarle todavía algo, que, seguramente, usted no acabará jamás de
entender: la biografía del novelista Gerardo Salvani, no necesita ningún retoque. Sigo
creyendo, con dolorosa fe irrevocable, en su lealtad para conmigo y en su grandeza
espiritual; me conmueve y agradezco la heroica decisión moral que lo mantuvo
voluntariamente sometido a la jurisdicción de un convenio social que para mí seguía
sancionado por el amor, y para él había dejado de tener esa causa y ese estímulo".
La biografía del escritor Salvani apareció unos meses más tarde. El autor de ese trabajo
literario había escrito en la primera página del libro la siguiente dedicatoria:
"A Cristina de Salvan, esposa del novelista para quien el amor y la felicidad estuvieron
simbolizados en ese único nombre de mujer".

ARCILLA MORTAL

"...ese vértigo de la juventud hacia la muerte". Ana de Noailles

Hemos vivido juntos 17 años. Nuestro hijo mayor cumplirá dentro de pocos días quince
años. Para entonces estaremos solos, él, yo y los dos pequeños. Será una situación
extraña y difícil de explicarles, aun cuando el mayor ha entendido algo, ha presentido
vagamente los primeros síntomas de la ausencia. "¿Y papá no va a volver?", me
preguntó hoy, mientras yo trataba de vencer la obsesión del mismo recuerdo que
empezaba a inquietarlo. "Sí, volverá", le he dicho, poniendo en estas dos palabras un
énfasis excesivo que me figuro debió parecerle extraordinario y, por lo mismo,
sospechoso. Tuve que callar en seguida. Una palabra más y habría llorado, habría
gritado para que me oyera él, para que me oyera todo el mundo: “No, no volverá nunca,
¡nunca!". Comprendo que eso me hubiera hecho bien, hubiera aliviado el alma y el
cuerpo de la infinita desazón que me posee. No escribo estas líneas para conmoverte -
eso sería una nueva humillación - sino para tranquilizarme, para quedar en paz conmigo
misma. No espero nada, pues bien sé lo pueril que es rebelarse contra lo irrevocable. Tú
me enseñaste a aceptar con absoluta lealtad ciertos hechos de la vida, sobre los cuales
carecen de poder la voluntad y el deseo de transformarlos y someterlos a la medida de
nuestros propósitos. Ahora me hallo en frente de uno de esos hechos, el más grave, el
más dramático de mi existencia, y resultaría inferior ala idea que tienes de mí, a la idea
que para ti creaste de una mujer razonable y sensata, si pusiera en estas líneas un poco
de la angustia, de la tormenta interior que me estremece. Acepto, pues, con lealtad, el
hecho irrevocable de tu partida, de nuestra separación. Aun más: lo comprendo y sería
capaz de explicarlo, de justificarlo, de defenderlo con vehemencia, con entusiasmo si
fuera preciso, ante gentes extrañas que intentaran calificar indebidamente tu conducta.
No te culpo, de ninguna manera. Y a la vida, solamente a la vida que es contradictoria y
absurda, buena y mala a la vez, pero sobre la cual es muy poco lo que podemos influir
con nuestras mezquinas fuerzas, echo toda la responsabilidad de lo que me acontece. La
vida, en verdad, nos unió, hizo que nos amáramos, que fuéramos felices, que
pudiéramos obtener unos años de dicha en un mundo en el cual abundan el dolor, la
crueldad, la ingratitud.
Mi aparición en tu existencia fue un suceso sin importancia. Recuerdo tus primeras
palabras y la vaga actitud de cortesía con que fueron dichas. En el curso de la
conversación me pareció adivinar en ti a un hombre interiormente distante, preocupado
por cosas ajenas a las que se estaban discutiendo en esa alegre reunión de amigos. Algo
había de prematuramente severo en tu frente. "¿Qué estará pasando en esa cabeza?", me
decía yo con femenina curiosidad. Me había acostumbrado a la espontánea y un poco
bárbara franqueza de los demás, a la espléndida alegría de los hombres jóvenes que
rodeaban mi vida. La curiosidad me llevó hacia ti revestida de cierta coquetería. Y
confieso, sin rubor, la habilidad inconsciente que puse en esa primera escena de nuestro
encuentro. Supe entonces cuáles eran tus trabajos, tus deseos, tus ambiciones.
Confesaste, con infantil orgullo, tu juventud, tu pobreza, tu actitud ante la vida. El amor,
dijiste, era un negocio costoso y difícil: querías coronar una carrera profesional y lograr
cierta holgura económica y un adecuado lote de tranquilidad. Te mortificaba haber
nacido pobre, y continuar siéndolo. Esa parecía una de las preocupaciones centrales de
tu vida en aquel momento. Discutí con vehemencia todas esas opiniones, que creía eran
el fruto de un escepticismo artificial y chocante. Mientras hablaba y reía, noté que
observabas con cuidado y anhelo, con satisfacción, la línea de mi cuerpo, de mis manos,
de mi cabeza. Para no interrumpir esa deliciosa inspección, continué hablando,
hablando sin cesar, sin dar tregua a mi imaginación, en voz alta, con calor, con júbilo,
con recóndita alegría. Había conseguido que te fijaras en mí, concretamente en mí, en lo
que yo era como mujer, en lo que yo representaba como física expresión de belleza.
Perdóname el tono de vanidad que pueda haber en estas palabras, pero no encuentro
otras para traducir esa antigua sensación de plenitud vital que entonces me daban mi
piel y mis músculos y el color de mis ojos y el de mis cabellos, el trazo de mis labios, y
la suave dureza de mis senos. Bajo la luz de tus ojos inquisidores, me sentía desnuda, y
ofrecía a tu mirada mi cuerpo de animal joven, modelado imperfectamente por el traje.
Cuando terminé de hablar todavía estabas acariciándome con los ojos, todavía resbalaba
sobre mi cuerpo la luz de tus ojos. Comprendí que de ahí en adelante nuestra intimidad
sería fácil, porque tendría como fundamento el atractivo sensual que para ti irradiaba de
mi propia juventud.
Muchas veces en esta prolongada agonía de tu amor que han constituido los últimos
años de nuestro matrimonio, me has dicho de qué manera avasalladora te invadió el
deseo en aquel primer encuentro, en aquella primera conversación entre los dos, y cómo
la obsesión de mi belleza, de mi cuerpo, te llevó a buscarme de nuevo, una y otra vez;
cómo esa misma obsesión se torno tiránica al paso de los días, hasta derivar en cruel
angustia. Yo me dejaba invadir por el oleaje de tu pasión y entraba con píe firme en el
mar dulce y tormentoso de tu amor. La vida me regalaba todos los días el laurel de una
victoria en la amorosa lucha, porque el deseo y mi belleza te ataban a mi vida.
Nuestro matrimonio pareció a muchas personas un hecho insólito y absurdo. A pesar de
mi juventud física, conservada cuidadosamente, yo resultaba una mujer de más edad
que la tuya. Quince años más significaban para el criterio común de los amigos, un
exceso de madurez que no armonizaba con tus años, tu incipiente carrera, y tu aspecto
de estudiante prematuramente serio. Además, surgía el contraste de tu pobreza y de mi
bienestar económico. Y esa fue tu máxima objeción a nuestro enlace. No querías
aparecer en calidad de "protegido", decías, de cazador de fortunas. Al casarte, no
recibirías nada, no aceptarías nada. Seguirías llevando una modesta vida de estudiante al
lado mío, mientras llegaba la hora de coronar tus estudios y comenzar, en serio, tu labor
profesional. Fue convenido ese sencillo plan de existencia y un día - hace diez y siete
años - nos casamos. Yo tenía treinta y cuatro años: una mujer en plenitud. Adivinaba el
anticipado goce de tus manos y de tus ojos, en las suaves caricias y en las cálidas
miradas de aquellas vísperas nupciales. El ímpetu de tus veintidós años iba a descansar
por fin, en la tierra prometida y, hasta entonces, aplazada, de mi cuerpo. Iba por fin, a
reposar tu angustia, a satisfacerse tu anhelo. La embriaguez de aquellos primeros días,
no te apartó, sin embargo, de tus disciplinas. Tu voluntad de éxito, de triunfo personal
sobre las contrarias fuerzas de la vida, oponía un límite razonable a todos los excesos, a
todas las dulzuras. Trabajabas, investigabas, te desvelabas sobre los libros, con idéntica
paciencia a la de tu época de soltería, en el pequeño y modesto hotel a donde apenas una
media docena de veces me permitiste ir. Me amabas, me adorabas, me deseabas, pero te
torturaba la idea de que pudieras seguir siendo pobre, al lado de una mujer con dinero,
de una mujer que recibía renta, que tenía abogado, que podía ensanchar, cuando lo
quisiera, las posibilidades y satisfacciones de su propia vida y de la tuya.
Querías triunfar sin mi ayuda, equilibrar nuestros destinos, como decías, para no
sentirte interiormente vejado. Qué minucioso cuidado ponía yo en disimular mi
bienestar económico. Hubiera querido arruinarme, empobrecerme, y, en verdad, así lo
quise y traté de conseguirlo, autorizando absurdas inversiones en papeles
desprestigiados y en ruinosas empresas que, por desdicha para mí, prosperaban al poco
tiempo, y solidificaban y ampliaban mi fortuna. Jamás te hablaba de esas cosas, y la
más atroz contrariedad surgía para mí, cuando en presencia tuya se elogiaba mi sentido
práctico, mi visión de mujer hábil. Suprimí de mi vida todo símbolo exterior de riqueza,
de lujo. Mis trajes eran simples, sencillos, casi ordinarios. Guardados quedaron para
siempre aquellos en que la tela y la deliciosa gracia de los adornos podría hacer pensar
en un alto precio, en un gusto experimentado, en una marca famosa. Desnudé mis
manos en donde hasta entonces la luz rompía sus astillas luminosas sobre la superficie
de las piedras. Solamente quedó en ellas el anillo de bodas, testimoniando con su
apagado resplandor, la verdad y la dicha de nuestra unión. Y mi cuello no conoció
nunca más la caricia de los collares. Quería ser, aparecer como tú, pobre, sencilla,
modesta.
No supe nunca si llegaste a entender el significado de todas estas cosas que una mujer
enamorada hace con el propósito de que se adviertan, pues jamás me dijiste una palabra
y seguiste amándome lo mismo, mezclando a ese amor la recelosa idea de tu
inferioridad económica. Esa idea ocasionó las primeras disputas, que, naturalmente se
resolvieron en escenas de amor, de prolongadas y sabias caricias. La atracción física que
ejercía sobre tus instintos, me daba el triunfo, me ganaba tu entusiasmo y tu afecto.
Además, yo empezaba a interesarme en tus temas de meditación y durante tu ausencia,
repasaba juiciosamente, como una colegiala, tus libros, tus cuadernos de apuntes.
Encontrabas así, sorprendente y casi maravilloso que, de pronto, te solicitara una
explicación acerca del significado de una palabra, de una afirmación especial, cuyo
sentido no podía discernir claramente. Te entusiasmabas tratando de ofrecerme esa
explicación y lo hacías con tanta maestría, con tan preciosa claridad, que yo seguía
insistiendo sólo por el placer de oírte. Cuando, años más tarde, fuiste llevado a la
cátedra, y tu fama de expositor, de maestro, se difundió por todas partes, me sentí
orgullosa de haber presentido calladamente todo eso mientras te exaltabas, llevado por
el empuje de tu propia palabra, en aquellas primeras lecciones que tu sabiduría
destinaba a mi curiosidad.
Nuestra vida transcurría así, sosegada y ardiente. Entrabas a la alcoba, ya bien
avanzada la noche; habías dejado, encima del escritorio, los libros abiertos y las hojas
de papel en desorden. Al día siguiente, en la mañana, yo recogería, con manos
diligentes y amorosas, esas huellas tangibles de tu preocupación, de tu laboriosidad, de
tu sed de conocimiento, de tu empecinada voluntad de triunfo. Te acostabas lleno de
exquisita fatiga y me prodigabas tu amor en palabras y caricias. A veces estabas
silencioso y distante, inconscientemente hostil. Me rechazabas con forzada cortesía.
Entonces callaba y trataba de dormir, de desaparecer, de hacerme invisible,
inencontrable en el naufragio de la oscuridad. Empero tus manos me buscaban en la
sombra, seguras de hallarme intacta, dura, suave, fiel y resuelta bajo aquel clima
nocturno de tibia seda, que envolvía mi carne. ¡Voluptuosidad y ternura de aquellos
primeros años! Con qué palabras exactas y sencillas, garantizabas, ante el despojo, aún
invisible para ti, que el paso del tiempo operaba en mi cuerpo, la eternidad de mi gracia,
el triunfo de mi belleza sobre la devastadora corriente de los días.
Pero los días y las semanas y los años iban pasando. Y yo envejecía, yo declinaba, al
mismo tiempo que ascendía la estrella de tu destino, y la vida traía para ti en su
misterioso seno, el éxito, la fama, tan apetecidos, y con ellos, el dinero, la
independencia económica que te obsesionaba. El ámbito de tus amistades y de tus
influencias fue ampliándose. Tu vida se llenó de deberes, de compromisos. Nuevos
nombres de mujeres y de amigos entraron al haber de la amistad, y, por un tiempo largo,
disipamos muchas horas en brillantes menesteres de sociedad. Pero yo estaba
envejeciendo. Te empeñabas en negarlo ilusionadamente, para ayudar a convencerme de
una mentira imposible, contra la cual se alzaba la tremenda verdad de mi cuerpo, que
iba perdiendo uno a uno, los signos visibles que proclamaban, hasta entonces, su
belleza. En el círculo de los ojos aparecieron unas sombras y por la vertiente de las
mejillas se precipitaron hacia abajo, hacia la comisura de los labios, dos trazos
profundos; mi frente se presentaba ahora marcada con la huella del tiempo, más tenaz y
persistente que nuestro propósito de olvidarlo y de vencerlo. Mis manos no eran ya las
bellas manos de la mujer que habías amado, sino las manos toscas de una compañera
eficaz y adicta, para quien la doméstica faena representaba una especie de servicio en el
culto al esposo. En los músculos de mi cuerpo empezaba a retardarse el antiguo
movimiento de la gracia, el ágil ritmo de otros días, y una lenta y persistente fatiga
invadía mi pecho al simple ejercicio del paso.
En las tardes solitarias, en esas primeras horas de la noche que siempre han traído a mi
espíritu una indescifrable congoja, te esperaba con angustia, sintiéndome desfallecer sin
saber por qué, pero comprendiendo que algo empezaba a separarnos, a distanciarnos, a
crear una atmósfera diferente entre los dos. Para llegar a la cruel certidumbre de que en
mi propia decadencia física, en la ruina de mi propia belleza, en la quiebra inexorable de
mi juventud se hallaba la clave de tu desvío, de tu amable negligencia que reemplazaba
el impetuoso y soberano amor, la antigua pasión fiel y absoluta, me bastó con
sorprender una noche la curiosa mirada de tus ojos sobre mi cuerpo desnudo. Ya no
había en esa mirada el fulgor pasional de los primeros años de nuestro amor, ni el brillo
jubiloso de quien se recrea en el espectáculo de una belleza corporal que sabemos frágil
y perecedera, pero que creemos, en esos instantes, eterna e inmutable. La mirada de tus
ojos aquella noche, tenía el cansancio cortés de quien ha visto muchas veces un mismo
paisaje en el verano y ahora le corresponde observarlo en medio del despojo y la lluvia.
Una vaga sombra de conformidad, de tristeza, velaba, entonces, tu mirada. Comprendí
que mi juventud se había ido para siempre, que para siempre había muerto y que otras
solicitaciones del corazón y de la carne, otros estímulos del mundo, llenaban tus horas,
colmaban tu imaginación y tus deseos. Me sentí sola, destronada y vencida.
Lo ocurrido después fue menos dramático de cuanto pude suponer. Tu lejanía, tu
amable indiferencia avanzó con el mismo ritmo tranquilo de todos los actos de tu vida.
No podría acusarte de una sola violencia sentimental, ni siquiera de una amarga palabra.
Hubiera deseado unas y otras, para romper así esta larga asfixia espiritual de varios años
que sigue y se prolonga en medio de tus éxitos mundanos, de tus triunfos profesionales,
de tu fama, de tu renombre. Tu ascenso, tu bienestar, tu felicidad, corresponden
exactamente a mi caída, a mi dolorosa inquietud, a mi desdicha. En el vasto círculo de
la admiración, el afecto y la amistad que te rodea, yo no significo nada, casi he
desaparecido, como absorbida y borrada por tus victorias. Dentro de tu mundo, dentro
del universo que te es propio y en el cual reinas único y solo, yo me encuentro
virtualmente desterrada. Una profunda desarmonía interior, velada apenas por las reglas
del contrato social, predomina en nuestras relaciones. Te has alejado de mí, como de
una tierra arrasada en la cual un día de la vida fuimos eventualmente dichosos.
Por eso, cuando llegó el instante definitivo no hubo entre los dos ni palabras, ni
actitudes, ni gestos dramáticos. Nada de lo que me confesaste entonces, con varonil
sinceridad, podía sorprenderme; y si lloré con desesperación, locamente, al conocer tu
voluntad irrevocable de abandonarme y darle a tu vida en ascenso un aspecto de
seriedad que juzgabas indispensable con el nuevo matrimonio proyectado; si lloré
entonces, te lo confieso, no fue ciertamente por ti, ni por el amor que se extinguía, sino
por mí, por mi propio naufragio, por mi propia derrota, por la ruina de mi juventud, por
la extinción de mi gracia, por el final de mi belleza... Mi reinado amoroso había incluido
para siempre. Entraba de pie firme en la larga noche de la primera vejez, del primer
olvido, de la primera soledad. Te he amado con alegría, con placer, con angustia. Te he
amado sobre todas las cosas. Te seguiré amando siempre, siempre...

GENOVEVA ME ESPERA SIEMPRE

"Toujours J´espere quelqu'un". U. M.

Aparecía a esa hora del lado oscuro de la calle. ¿Esperas a alguien?, le decía yo. Y ella
me respondía: yo siempre espero a alguien. Tenía los cabellos químicamente rubios y
los ojos verdaderamente glaucos. ¿Cuál es el color auténtico de tu pelo?, le preguntaba
yo. Y ella me respondía: negro. Y yo pensaba siempre que eso era una maravilla - ojos
glaucos, pelo negro - y que debía dejar desaparecer la pintura de su cabeza para
recuperar la verdad. Alguna vez se lo dije. A los clientes les gusta más así, respondió.
De esta suerte, la artificial llamarada de oro brotaba invariablemente con las primeras
sombras. Parecía una señal luminosa en el mar de la noche que empezaba a acumular el
agua de sus tinieblas sobre aquel rincón de la ciudad. El cuerpo tenía la cintura breve y
las caderas de curva graciosa. Además, los senos brotaban por debajo de la blusa sin
vanos auxilios. Sí. Una maravilla llamada Genoveva, un poco enigmática nada más.
Pero yo no podía ofrecerle dinero. No tenía. Hubiera querido tenerlo para decirle:
¿vamos?, o ¿te parece que podemos estar un rato juntos?, como yo había oído que le
decían otros hombres. Con el dinero en el bolsillo me habría bastado hacerle una seña,
sin palabras. Ella entendería. Echaría a andar calle arriba con su paso incitante y yo iría
detrás, a distancia, aparentando completa indiferencia, pero con el corazón desbordante
de ansiedad. Porque muchas veces fui testigo de la escena: un hombre llegaba a la
esquina de enfrente y se quedaba mirándola; ella resistía la mirada y luego sonreía con
los ojos, con la comisura de los labios; el hombre movía casi imperceptiblemente la
cabeza invitándola a seguir adelante, a señalar el rumbo desconocido; entonces el
cuerpo de la cintura breve y de las caderas graciosas empezaba a andar, seguro de que el
otro iba en su persecución. Al final de la calle, la mujer esperaba en el ángulo que hacía
un edificio de apartamentos y una vieja casa, de una sola planta. Era el sitio del pacto.
Si el arreglo resultaba satisfactorio, no quedaba sino resolverse a entrar a la casa. Lo
demás yo lo imaginaba fácilmente. Y se me convertía en una tortura. ¿Pero qué podía
hacer? ¿Qué puede hacer un jovencito de diez y siete años que gana cinco pesos a la
semana por cuidar un depósito de cereales al otro extremo de la ciudad? ¿Qué podía
hacer si de esos cinco pesos tenía que entregar cuatro para que de ellos dispusiera
mamá? Además, a veces conviene ir a donde el peluquero y, los domingos, al cine. Y
guardar, poco a poco, para los zapatos. Una miseria. Una infelicidad. Pero a los
muchachos de diez y siete años, tan pobres como yo, no nos pagan más por cuidar un
depósito de cereales al otro extremo de la ciudad. Y aun así debemos dar gracias por
haber conseguido un trabajo y al fin y al cabo limpio, pues el maíz y el trigo y la cebada
no manchan, huelen bien, y es grato cuando el patrón está ausente y los clientes se han
ido, acostarse sobre los bultos. Es como acostarse sobre el campo, sobre las cosechas,
sobre lo mejor de la tierra.
Pero cinco pesos no son nada. Ya lo dije: una miseria. Y una mujer como ésta vale más,
mucho más. Yo sabía que valía mucho más porque ella me lo dijo: "Ricardo, cuando
tengas veinte pesos, iremos a la casa para divertirnos". ¡Veinte pesos! Todo un mes de
trabajo, y sin pensar en mamá, sin ahorrar nada para los zapatos, dejándome crecer el
pelo. No. Genoveva no iría jamás conmigo a la casa de la esquina, jamás podría yo
cruzar el zaguán oscuro, llegar al misterioso interior donde, por fin, se me entregaría,
donde podría verla desnuda y palpar su cintura breve y sus senos erguidos y sus caderas
graciosas. La piel se me erizaba y la corriente del deseo parecía que me quemara la
sangre. ¡Qué poca cosa era yo en el mundo! Menos que un grano de trigo en la zaranda,
menos que un grano de maíz en el bulto.
Yo salía, pues, de mi trabajo con la obsesión de encontrarla ahí y con la angustia de no
hallarla. De lejos, al cruzar la plaza, divisaba el farol eléctrico, ya encendido, de la acera
contraria a aquella donde se apostaba en espera de los clientes. Y, luego, en el sitio
tradicional, veía la luz de sus cabellos y la vaga silueta del cuerpo. Yo fingía no tener
prisa. Demoraba el paso a pesar de que por dentro me estaba martirizando el deseo.
Pero, como no tenía dinero, me estaba vedado el derecho de correr hacia ella o
simplemente el de avanzar con la seguridad de quien puede hacer una buena propuesta.
"Durante semanas y semanas, si es preciso, años enteros, trabajaré para poder decirle
alguna vez: 'vea Genoveva, aquí está el dinero'. Y sacándolo del bolsillo le mostraré los
billetes. Y ella se irá conmigo para la vieja casa".

El patrón llegó completamente ebrio. Entró al depósito dando traspiés. Era un hombre
flaco que a mí parecía envejecido antes de tiempo, no sé por qué, tal vez por el contraste
entre su destreza muscular - a veces me ayudaba en el transporte de los bultos - y su
pelo grisáceo y el abanico de las arrugas en las sienes. Yo le decía don Ricardo. Don
Ricardo Bermúdez. Un sabanero de piel enrojecida, de manos ásperas, de modales
sórdidos, de duras palabras. "Usted es un imbécil, un cretino", me decía entre
carcajadas, satisfecho de ese rasgo de ingenio en que probaba su poderío, golpeándolo
como una moneda contra la piedra de mi humildad. Yo permanecía callado, sintiendo el
azote invisible de la ofensa como una invitación a saltarle al cuello. Pero me acordaba
de los cinco pesos que los sábados, al caer la tarde, él extraía de un puñado de billetes
que llevaba siempre en uno de los bolsillos del pantalón, para entregármelos después de
haberse mojado con saliva las yemas de los dedos, al contarlos. Yo resistía. Aceptaba la
ofensa. "Usted es un perfecto imbécil", repetía entre carcajadas. De pronto se quedaba
muy serio, mirándome fijamente. "Traiga el cuaderno de registro", ordenaba. Era un
cuaderno sucio y grande, en el cual yo tenía la obligación de anotar el número de bultos
que entraban y salían del depósito, en dos columnas paralelas, con la especificación del
nombre del cliente. Yo empezaba a temblar. Y a él se le advertía en los redondos ojos
oscuros, una luz de placer al descubrir mi fácil angustia. "Por cada error le cobraré un
peso", amenazaba. Un sudor frío me inundaba las axilas y me llegaba a los dedos
cuando él iniciaba, en voz alta, la lectura de mis apuntes. "60 bultos de maíz... hacienda
de Agua Clara... ¿Cómo, 60?". "120 bultos de cebada... Hacienda de Torrijos...". Y
estallaba. Estaba imperialmente seguro de su memoria. Y despreciaba, con indignación,
el dato escrito por mí en el sucio cuaderno. "Lo dicho: un imbécil. El sábado
arreglaremos cuentas". Y yo esperaba lo mismo que una maldición, el día terrible. Se le
olvidaba la amenaza, unas veces. Otras decía que aplazaba el cumplimiento de ella. Pero
gozaba, como se goza una voluptuosidad, al extender sobre mi vida la nube flotante de
su crueldad.
Entró dando traspiés. Tenía el rostro más enrojecido que nunca. Me miró con esa
mirada lejana, vidriosa, cargada de luces extrañas, que ilumina el rostro de la suprema
embriaguez. La mirada en que parece abrirse súbitamente al abismo de la "conciencia,
el fondo abisal de la vida. Buscó algo, acaso los cigarrillos, en el saco, en los
pantalones. Nada. Tambaleaba. Volvió a hurgar con las manos torpes, y del bolsillo
derecho del pantalón extrajo la eterna manotada de billetes. Se quedó mirándolos con
aire de idiota, y después los guardó, apretándolos, estrujándolos como quien juega con
una pelota de papel. Intentó dar un paso hacia adelante, tambaleó de nuevo y,
finalmente, se desplomó. La muralla de bultos, próxima al sitio donde se encontraba,
disminuyó la fuerza del golpe, y el patrón quedó con medio cuerpo recostado contra esa
muralla y las piernas estiradas sobre el piso. Murmuró unas palabras incomprensibles y
comprendí, por una especie de ronquido animal que llenaba el aire del depósito, ya
viciado con el olor del alcohol proveniente de esa boca, que una invencible somnolencia
se apoderaba del cuerpo allí caído. Esperé inmóvil durante unos segundos. Poco a poco
el ronquido se hizo regular. La cabeza se doblegó más, llevada de su propio peso en
busca de un punto de apoyo. Quedó pegada contra el pecho. Un sueño que parecía pesar
muchas invisibles toneladas de bronce descendía sobre esos párpados, sobre ese rostro,
sobre todo ese cuerpo.
Entonces fue cuando me sobrevino el atroz deseo, mezclado al recuerdo, siempre tácito
en mi carne, en mis sentidos, en mi espíritu, de Genoveva: el deseo de robarle al patrón
veinte pesos, veinte miserables pesos de ese montón de billetes arrugados que había
guardado en el bolsillo del pantalón. Con esos veinte pesos yo sería por una hora, por
menos de una hora, el dueño, el poseedor de Genoveva. Yo que contaba en el mundo
mucho menos que un grano de trigo en la zaranda, menos que un grano de maíz en el
bulto, con esos veinte pesos, sería, por unos instantes, el rey de la vida. Podría llegar a
donde Genoveva y decirle: "vamos a la vieja casa". Podría desnudarla, yo mismo,
parsimoniosamente, quitándole del cuerpo, una a una, todas las prendas: primero, los
zapatos, en seguida, las medias. Aparecerían su piel sonrosada, sus músculos
templados... Mis manos tocarían la cosecha del vello en los rincones más secretos...
Esperé un poco más y con el oído atento, inclinado sobre el cuerpo de mi patrón, me
puse a oír el ronquido. El hálito de alcohol me daba asco. Le toqué el pecho, primero
con suavidad, con más fuerza después. No despertaba. Me dirigí a la puerta del depósito
y por un momento estuve allí parado mirando a la calle. Por esos extramuros era muy
poca la gente que pasaba. Decidí cerrar la puerta. Y regresé al interior. El cuerpo seguía
en la misma posición, respirando sucia y sonoramente. ¡Veinte pesos! ¡Veinte pesos! La
imagen de Genoveva desnuda llenaba todo el depósito. Me agaché con extremado sigilo
y empecé mi faena de ladrón. Mejor arrodillarme. Así sería más fácil mi trabajo. Pasé
cerca de la muralla de maíz y de trigo contra la cual había quedado recostado el torso.
Aparté un poco la varilla de acero con la cual se punzaban los bultos para extraer
muestras y deslicé mi mano sobre la pierna, deteniéndola a la altura de la boca del
bolsillo donde se hallaban los billetes. Me detuve. El hombre seguía durmiendo. Podía,
pues, seguir. La mano se deslizó por el bolsillo. Un ronquido profundo paralizó mi
acción. ¿Iba a despertarse? No. El ritmo del ronquido se reanudó isócrono, bárbaro,
constante. Reinicié mi trabajo. ¡Qué martirio! Los billetes estaban prensados entre la
curva del vientre y las piernas. Habría que tirar un poco fuerte para sacar algo. Así lo
hice, y en mi mano, aparecieron, por fin, unos billetes. Con ellos al fin, en mi poder, me
di cuenta de que no podría, de que no sería capaz de reanudar el latrocinio, pues la
profundidad del horror que me poseía, iba a impedírmelo. Así, arrodillado, conté
mentalmente la suma extraída: veintidós pesos. ¡Qué descanso! Hice la flexión para
incorporarme y, de pronto, un estrépito absurdo despedazó el silencio: uno de mis pies
había tropezado con la varilla de acero. El hombre entreabrió los ojos, me vio con los
billetes en la mano y debió leer en mi cara todo el proceso. Yo estaba paralizado por el
miedo. El se levantó como impulsado por las fuerzas secretas de la avaricia, de la ira, de
la crueldad, más poderosas probablemente que la agobiadora fuerza de la embriaguez.
Sus redondos ojos oscuros, fijos sobre mí, resplandecían con todo el odio del mundo.
"Ratero, ratero inmundo", me gritó. "¡Voy a castigarte, voy a castigarte!", bramaba a
tiempo que empezaba a zafar la correa que le sujetaba los pantalones. La correa saltó en
el aire con un giro de serpiente y yo sentí que algo como una brasa me caía sobre la
cabeza y la oreja. Los billetes rodaron por el suelo. Me agaché haciendo un gesto de
instintiva defensa para proteger el rostro, a tiempo que un dolor atroz me invadía la
espalda donde otro latigazo acababa de estallar. Mis ojos descubrieron entonces la
varilla de acero. La tomé febrilmente con ambas manos y volviéndome hacia el cuerpo
que tambaleaba un poco, la descargué sobre la cabeza, todavía tocada con un sombrero
fieltro de inolvidable color verde. Vi cómo los pantalones empezaban a descender, a
descender, enrollados entre las piernas. El cuerpo cayó más sonoro, mucho más que un
bulto de maíz sobre el piso de baldosas. La sangre inició en el acto su delator, su
irreparable escape. Tiré la varilla y me incliné sobre el cuerpo. El espectáculo de los
pantalones caídos y enrollados me obsesionaba en medio del pavor de que era víctima.
Mi patrón parecía haber terminado para siempre de respirar, de vivir. Una prodigiosa
paz se apoderaba, ahora sí, de ese rostro enantes siniestro. Recogí los billetes esparcidos
y, otra vez, me acordé de Genoveva. Mentalmente los conté de nuevo y salí del
depósito. Exactamente como un ladrón. Exactamente como un asesino.

Estaba en el lado oscuro de la calle, como siempre. Y como siempre, sus cabellos
químicamente rubios devoraban la sombra. Al acercarme comprobé que sus ojos
seguían siendo glaucos. Una maravilla si, como yo se lo había dicho, ella resolvía
alguna vez recuperar la negra verdad de su pelo. "A los clientes les gusta más así".
Mentira. Ahora yo era un cliente. Un cliente que acababa de matar a su patrón para
conservar el dinero que ella fijaba como precio para que yo pudiera amarla, siquiera una
sola vez, durante una hora. Yo era un cliente y, no obstante, a mí me gustaban más los
cabellos negros. Sus cabellos negros.
- ¿Esperas a alguien?, le dije por puro automatismo mental.
- Yo siempre espero a alguien.
- ¿A mí?
- ¿Por qué no?, respondió con imprevista ternura.
- ¿De veras?
- De veras.
- Pero no tengo dinero, le dije por primera vez en broma, mientras palpaba entre el
bolsillo el pequeño tesoro de los veintidós pesos.
- No importa. ¡Eres tan buen amigo! Y empiezo a quererte. Hace tiempo que deseas
estar conmigo. Y me gustas, Ricardo. Yo pagaré a la dueña de la casa. Vamos Ricardo,
vamos... Jamás necesitarás dinero para pagarme...

FIN.

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