Cuento en el espejo
Estoy en la fila del supermercado, esperando para
pagar. Son las seis y treinta de la tarde. De pie detras
de una mujer con su hija pequefia, me dedico a
examinar los productos que forman su compra,
jugando a adivinar su personalidad o su vida.
No me lo pone dificil. Pan sueco, jugo de manzana,
galletas integrales, leche descremada. Asumo que
todo ha de ser para ella y que lleva una vida bastante
dietética. Su delgadez me lo corrobora. Ademas lleva
unas barras de dulce de colores brillantes, que
-parece obvio- son para la nifia, que no puede
esperar a abrirlas.
Detraés de mf hay un hombre pasado de peso
-ochenta kilos atras se pasd del peso que le
correspondia-. Lleva un carrito atestado de cerveza,
enormes cortes de carne de res, con esa apariencia
ensangrentada que me hacen desear ser vegetariana,
y botellas gigantes de refresco de cola. Da la
apariencia de estar planeando una parrillada o algo
por el estilo, pero por un momento me preocupa la
posibilidad de que todo eso sea para él.
La fila tarda en avanzar. Me pregunto qué dirfa de mi
alguien que se dedicara a ese mismo ejercicio ocioso:
entonces concluyo que se equivocarian, y que lo mas
probable es que, en consecuencia, yo me esté
equivocando respecto a mis compafieros de espera.
Supongo que al ver que llevo agua mineral,
manzanas y una bebida para deportistas, concluirianque llevo una vida sana y activa, cuando lo cierto es
que no tengo filtro en casa, que me encantan las
manzanas y que soy hipotensa y necesito sodio
cuando me siento mal. Verfan la bolsa de papas
fritas, desencajando en el panorama, y pensarian que
se las llevo a otra persona; un hermano, un hijo, una
pareja; cuando lo cierto es que estoy sola.
Llego por fin a caja y pago en efectivo. Como casi
siempre, mi cdlculo fue correcto. No sé por qué no
salia mejor en matematicas. Del otro lado del pasillo
esta la panaderia; entro y pido un café extragrande,
sin importarme que sean casi las siete de la noche.
No he tomado café en todo el dfa, y en definitiva
parece hacerme falta. Me lo sirven, pago y al tocar el
vaso de plastico noto que no podria estar mas
caliente. Con la punta de los dedos, lo dejo sobre la
barra, solitaria, y me siento en un banco demasiado
alto mientras trato de enfriarlo.
Una a una, voy abriendo las pequefias bolsas de
azucar y revolviendo el café, lentamente, tratando de
no tocarlo. Me siento observada, y me pregunto si
nadie mas tomara café extragrande. Entonces
levanto la vista, y en una fraccién de segundo miro a
una mujer, sentada al otro extremo de la barra,
tomandose un café,
Un segundo. Solo un segundo.
Entonces me doy cuenta de que soy yo.
Hay un espejo a mitad de la barra y produce la
extrafia impresion de ser la otra mitad. Me rio de mi
misma, de las ilusiones dpticas y de lo facil que es
engafiarme. Entonces se me ocurre tratar de
recordar las conclusiones a las que llegué respecto ami misma, cuando pensé que era otra persona la que
estaba sentada al extremo de la barra.
Una mujer joven, de edad indefinida, pienso. (Una
mujer, y no una muchacha, o una joven, y ese
pensamiento me hace detener por un segundo, a mi
que no he dejado de pensar en mi misma como una
nifia). Una mujer mas bien delgada que gorda (y me
doy cuenta de que al instante de darme cuenta de
que hablamos de mi, empiezo a verla mas bien gorda
que delgada). Una mujer en definitiva, adicta a la
cafeina, con medio litro de café con leche
esperandola en la barra.
Pienso en los espejos. En esa superficie lineal en que
nuestra imagen golpea y regresa hasta los ojos,
devolviéndonos siempre algo de nosotros mismos
que ignoramos, que negamos o que no coincide con
esa imagen que permanece en nuestras mentes
cuando intentamos imaginarnos. Pienso en esa
imagen que nos entrega pistas sobre cémo nos ven
los otros, pero que nunca puede decirnoslo todo,
porque siempre esta presente, con mas fuerza, lo que
pensamos de nosotros mismos.
El café sigue caliente, demasiado, y esta comenzando
a oscurecer. Debo caminar varias cuadras, sola, hasta
casa, asi que tengo que llevarmelo. Saco las llaves y
las paso por un dedo, recojo las bolsas, el café y me
marcho.
Camino por las calles débilmente iluminadas,
tapizadas de hojas secas que el viento arrastra con
un murmullo ritmico sobre el asfalto. Voy pensando
en como convertir esto en una historia. No lo tengo
claro. Al llegar a casa, dejo las bolsas sobre la barrade la cocina, enciendo la computadora y comienzo a
escribir este cuento.Circulo
Ella no supo en qué momento acepto embarcarse en
esa aventura irracional. No se dio cuenta de que no lo
sabia, hasta que se vio subiendo por una carretera
larga, estrecha, inclinada y sinuosa, haciendo eses en
un auto del 63, intentando adivinar el camino en
aquella boca de lobo a las nueve de la noche,
acompafiada por unos extrafios que quizas
estuvieran locos, pues haber aceptado aquella idea
era ya un signo suficiente de demencia.
Pasando la mano entre el asiento y la ventanilla,
sujet6 con fuerza la de él, que iba sentado de
copiloto. Supo al instante que él también estaba
aterrado. Entretanto, el chofer y su esposa no
dejaban de hablar de espantos, aparecidos y
delincuentes diversos que plagaban aquella via.
Fue mas de una hora después cuando arribaron al
pueblo, lo cual ya era un milagro. No tenfan
hospedaje seguro ni mucho dinero. Llamaron a la
duefia de la cabafia que habian contactado unas
horas antes, cruzando los dedos para que el buen
augurio les hiciera el décimo milagro de la noche. La
cabafia estaba libre, pero pocos minutos después
tuvieron que aceptar que no tenfan como llegar. Era
imposible que la carcacha -valiente carcacha que los
habia llevado hasta ahi, vivos- fuera capaz de subir
aquella pendiente, casi vertical. No obstante, el
chofer lo intenté, confiado en las extraordinarias
cualidades de aquel vehiculo que le habia sido fielpor mas de media vida. A los pocos minutos hubo de
rendirse ante la evidencia. Le entregaron al hombre,
que al final habia resultado un loco pacifico y hasta
buena gente, casi todo el efectivo que llevaban
encima, y se bajaron del auto.
Tomandose fuertemente de las manos, miraron
adelante. Aquel camino era mas oscuro aun, si cabia,
que la carretera por la que habian llegado. Hacfa un
frio increible, subir aquella pendiente era casi
escalar y ambos vestian traje -apenas ahora se
daban cuenta de que aquél no era un atuendo
apropiado para la ocasién-. Pero habia una sola
opcion, e iniciaron el ascenso, ella casi cayéndose a
cada paso a causa de los tacones, é] resbalandose por
los zapatos de vestir.
El temor les galopaba el pecho, pero ninguno se
atrevia a nombrarlo, creyendo que asi evitaba
transmitirlo al otro. No se vefa nada en lo alto, y
sufrian la impresién de estar subiendo una montaiia
despoblada y oscura, de que no llegarian a ninguna
parte. Pensaban ya que habian equivocado el camino,
cuando distinguieron una débil luz en la distancia. La
cabafia.
Pudieron respirar de nuevo. Entregaron a la duefia
de la cabafia el dinero que les quedaba -minutos
después se darian cuenta de que ya no tenfan un
centavo encima-, y entraron al pequejio refugio de
madera, exhaustos por la caminata, por el largo dia,
pero sobre todo por el miedo.
El intenté encender la chimenea. Ella comenzé a
quitarse los zapatos, que le herfan los pies.
—No tengo un centavo en efectivo y atin le debemosala duefia de la cabaiia -dijo él.
—Yo tampoco, y por cierto, creo que ademas perdi el
anillo en el auto -contest6 ella.
Se miraron a los ojos. Eran mas de las diez de la
noche. Luego, dejandose caer sobre el tupido
edredén que cubria la cama, respiraron profundo y
liberaron una carcajada_ simultanea. Estaban
cansados, en quiebra, ateridos por el frio, felices.
Estaban locos y lo sabfan. Locos, suicidas, extaticos,
euféricos, enamorados.
El no supo en qué momento, en qué vértice del
tiempo, todo dio aquel giro radical e inesperado. No
se dio cuenta de que no lo sabia, hasta que se vio en
la posicién de decidir si suplicar por -la que él
pensaba era- su unica opcion de ser feliz, o conservar
su dignidad intacta, por la que siempre habia
abogado, hasta en las peores circunstancias.
Buscé las llaves en el bolsillo de su chaqueta y
encendié con ellas su camioneta Ultimo modelo.
Antes de arrancar, se miré brevemente en el espejo
retrovisor, haciendo fugaz inventario de sus canas,
de sus arrugas, de sus pesares. Fue en ese momento
cuando se preguntd si, después de veinte afios, no
seria inocente, no seria esttipido, creer que atin se
podia ser feliz. Se preguntd, también, si alguna vez lo
habia sido.
Ella, en casa, doblaba las camisas, empleando como
mesa la enorme cama matrimonial. A través de los
aiios aquel gesto habia ido perdiendo la ternura de
los primeros tiempos, e igual que tantos otros, sdlo
quedaba de él la cruda obligacién. Por encima de suspropias manos que, atravesando el aire, repetian
mecanicamente los gestos de miles de dias idénticos,
su mirada encontré de golpe el espejo del fondo, que
le devolvia su imagen sin compasién, copiando cada
arruga, cada tropiezo, cada decepcion, cada rencor.
Aparté de su mente la sensaci6n de infinito hastio
que la invadid entonces, y termind de doblar la
ultima camisa.
Detenido en un semaforo en rojo, él trataba de evitar
sus propios pensamientos. Se dio cuenta de que no
recordaba la tiltima vez que una conversacion no los
habia llevado al callején sin salida de una disputa. Se
dio cuenta de que no recordaba las ultimas palabras
de afecto que se habian dirigido el uno al otro. Y
llegé a la conclusién facil, de que si no las recordaba
era porque quedaban ya demasiado lejos.
Ella lavaba la vajilla cuando él entré en la casa.
Escuché el ruido de las Ilaves, la puerta al abrirse y al
cerrarse, y luego de enjuagar el ultimo plato, lo puso
a escurrir a su izquierda. Supo sin necesidad de
mirar, que él habia entrado en la cocina y que estaba
de pie un par de metros detras de ella, al lado de la
barra. Se lavé entonces el jabon de las manos, y not6
que algo faltaba en uno de sus dedos. Lo tenia antes
de empezar a lavar, pensd.
El la miraba, de pie ahi junto a la ventana, de
espaldas a él. El cabello rojizo recogido en un mojio a
medio hacer a la altura de la nuca, los hombros
ligeramente caidos por la edad, el suéter verde
menguando su silueta, el nudo del delantal atado de
manera desigual en la cintura. Sdlo en ese momento
se sintid duefio de una certeza que era verdad ymentira a partes iguales.
— Ya no te amo -dijo, de golpe.
— Yo tampoco -contesté ella, y sin darse vuelta,
contemplando su propia mano desnuda, agreg6:- Por
cierto, creo que perdi el anillo.Invasion
La mano surca agil, aterrada, la oscuridad de la
habitacién. Tanteando con desesperacién, encuentra
el interruptor de la lampara. Enciende la luz. No hay
nada. Sin embargo, aun siente el rastro de un infinito
numero de patas subiendo por su espalda.
Poco a poco recupera el control de su respiraci6n. La
sensaci6n va atenudndose. La mirada _ miédvil,
minuciosa, inspecciona cada rincén, cada retazo de
manta, cada sombra, cada resquicio bajo los
muebles. No hay nada, comprueba de nuevo. Todavia
alerta, cede ante las razones del suefio y,
extendiendo de nuevo la mano, apaga la luz.
La mente adormecida por el cansancio, va dejandose
empujar nuevamente al espacio sin tiempo de la
duermevela. Los parpados caen lentamente, la
respiracion se hace mas lenta, mas profunda. Una vez
caida toda defensa, la noche va colandose por los
oidos, por la nariz, por la boca, hasta hacer noche el
aire y la sangre. El suefio ha vencido.
Entonces, de nuevo, el olor penetrante y amargo
trepando por los bordes de la cama, y luego, la
horrible, creciente sensacién de millares de
mintsculos seres, cada uno con su multitud de
finisimas patas y antenas, caminando, escalando,
corriendo por las piernas, por la espalda, por el
cuello.
Un estremecimiento la despierta. Atin en la
oscuridad, sacude con furia cada parte de su cuerpo