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Como andar en bicicleta


(Del libro: Aviones de papel)

Marianne Díaz Hernández

Al final de la calle, en una casa con grandes ventanas y una mata de mandarinas
al frente, vivía una muchacha, en la planta alta de una quinta que quedaba a ocho
casas de la mía. Tenía veinticuatro años. Veinticuatro años, y los ojos negros y el pelo
negro y la sonrisa esquiva de Mónica Belluci.
Yo tendría a la sazón once o doce años y estaba enamorado. Mis padres me
acababan de regalar una bicicleta montañera, y yo corría todas las tardes, al volver de
la escuela, para subirme a ella y lanzarme una y otra y otra vez calle abajo, hasta verla
llegar, la mirada baja, a veces con alguna bolsa con pan o con libros en los brazos, a
veces sólo con las manos en los bolsillos, ensimismada en nunca supe qué
pensamientos.
Ella no me miraba. Caminaba etérea como si nada pudiera tocarla, ajena al
mundo, mientras yo pedaleaba con todas mis fuerzas para alcanzarla, para seguirla
por el borde de la acera hasta que llegaba a casa, subía las escaleras y yo, entonces,
daba la vuelta, al final de la calle ciega, y esperaba a que entrara y abriera la ventana
que daba a la calle, y desde abajo la veía, y seguía pedaleando calle arriba y calle abajo
hasta que comenzaba a anochecer y mamá, con un grito, me llamaba a casa.
A veces buscaba a mis amigos, dos o tres de ellos, y todos sacaban sus bicicletas
y, sin conocer el motivo, se lanzaban conmigo por la calle ciega, mientras yo -con la
excusa del juego- hacía todo el ruido que me era posible con la esperanza de que un
día la bella se asomara por alguna ventana y me mirara. Tarde, tras tarde, tras tarde, y
fueron muchos otros los vecinos que se asomaron a sus ventanas, vociferando, en un
intento desesperado por hacernos callar. (Nunca entendí cómo la gente intenta
eliminar ruido con más ruido). Ella no. Ella nunca se asomaba, nunca parecía darse
cuenta de que estábamos ahí, corriendo alrededor suyo mientras ella caminaba
lentamente hasta su casa y cerraba la puerta tras de sí.
Desde la ventana de mi cuarto, a veces, intentaba cazar en la distancia la luz
encendida de su piso, con la única intención de saberla, de imaginarla allí. Era tan poco

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lo que sobre ella sabía, que me inventé un mundo de hábitos, rutinas y preferencias
para ella. Le inventé una voz y un nombre, una vida y una forma de vivirla.
Una tarde, mientras yo recorría, junto a dos amigos, la calle ciega por enésima
vez, ella llegó -la misma expresión de siempre, la mirada baja, las manos en los
bolsillos-. Llegaba temprano. Yo no la esperaba aún, y por ello, perdí el control de la
bicicleta y me caí estruendosamente, a dos metros de sus pasos.
Ella se detuvo en seco, los ojos muy abiertos, consternada. Yo me levanté de un
salto, como siempre que uno intenta hacerse el duro frente a una chica, tratar de que
una vergüenza pase más rápido. Me levanté de un salto y le sonreí, azorado.
Entonces ella rió. Primero con una sonrisa casi invisible, y luego con una
carcajada abierta, musical. Me miró a los ojos -la risa inmensa, dulcísima, ocupándolo
todo- y siguió caminando. Yo me quedé ahí, de pie, la bicicleta caída en medio de la
calle, hasta que uno de mis compañeros vino a sacudirme y a preguntarme si no
pensaba seguir jugando.
Esa noche me dio fiebre de cuarenta grados.

A los pocos meses de aquel incidente mi papá consiguió un nuevo trabajo y nos
mudamos a otra ciudad. Hubo que cambiarme de escuela y tuve que hacer nuevos
amigos. A tal circunstancia le fue atribuido el hecho de que, después de la mudanza,
nunca más volví a tocar la bicicleta montañera, a pesar de que la calle donde se hallaba
ubicada mi nueva casa era perfecta para pasear por ella.
Pasó el tiempo, y una madrugada recién lavada, en el aeropuerto de París-Orly,
la vi de nuevo. Yo venía de regreso de un viaje de negocios y estaba esperando mi
conexión a Londres. El aeropuerto parecía una cápsula suspendida en el tiempo, y el
cielo gris, indeciso entre la noche y el día, permanentemente nublado, me producía
una incierta sensación de estar soñando, o de estar dentro de alguna película de
ciencia ficción dudosa, de ésas que transcurren en el año 2300 y en que, por alguna
razón que nunca he alcanzado a comprender, todo -desde las ropas hasta el
firmamento- se ha vuelto gris claro. En todo caso, haciendo a un lado mis

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divagaciones, parecía aproximarse una tormenta, y ésa era la causa de que tantos
pasajeros esperaran sus vuelos sentados en cualquier parte, rodeados de maletas y
con cara de resignación, produciendo una atmósfera general de desamparo que
rayaba en el humor negro.
Hay noches en que, en algún hotel de cualquier ciudad del mundo, he puesto el
televisor en mute y he jugado, mientras cambio los canales, al juego solitario de
adivinar cuál de ellos se emite desde Latinoamérica. No es difícil. Puede saberse por el
estampado de una corbata o el color de una bufanda, por la forma mexicana de mover
los labios una mujer, o por cierta falta de seriedad que no podría ser sino venezolana.
Matices que se aprenden con el paso de la nostalgia. De esa misma forma supe,
mientras ella era sólo una mujer cualquiera que, envuelta en un abrigo europeo, me
daba la espalda desde el mostrador de la aerolínea, que tenía que ser,
irrefutablemente, venezolana.
Ella discutía en un francés hermético con la encargada de la aerolínea. Su
manera de discutir la definía; nunca alzó la voz, ni enfatizó sus palabras con gestos
excesivos; se podía saber a la perfección cuán serio era el asunto que trataba, sólo por
el tono firme y pausado de su voz. Después de un rato de argumentar, pareció vencer
o darse por vencida, abandonar la batalla. Se dio vuelta entonces y vi su rostro. Por un
instante eterno creí que la madrugada, las doce horas de vuelo y el encontrarme en un
país extranjero habían hecho efecto en mi psiquis y que estaba teniendo una
alucinación. No podía encontrármela después de dos décadas, tan lejos del sitio donde
su presencia me había hecho caer de la bicicleta, donde su risa me había dejado
inmóvil, paralizado y mudo.
Caminaba poco a poco, como si no tuviera prisa -como siempre-. Tenía aún
aquel aire de no existir en el mismo plano que el resto del mundo, de que no
pertenecía a ningún lugar, de que nada podía tocarla. De mi parte mediaban una
carrera universitaria y un divorcio. Ella se veía igual, años aparte, con esa extraña
soledad suya que la situaba en otro orden de cosas, tan distante. Se acercó suave,
como si flotara, llevando una maleta cuyas ruedas detuvo a mi lado, y mirándome

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entonces, sin que pareciera perturbarle el hecho de que yo la había seguido con la
mirada desde el mostrador hasta mi asiento, me habló.
- Vous-êtes vénézuélien - me dijo, con gramática y tono de afirmación, los
ojos muy abiertos en espera de una respuesta. Era evidente que el color de
mi corbata, o la manera de sentarme, me habían delatado.
- Sí -arriesgué, en una respuesta que me servía, mal o bien, para ambos
idiomas.
- Eso pensé -repuso, y con un gesto de empatía casi imperceptible, que
hubiera pasado por una sonrisa, pero no lo era, preguntó:- ¿Puedo
sentarme aquí?
Por toda respuesta, aparté mi maleta, aún consternado, para dejar libre el
acceso al asiento contiguo. Ella se sentó. Exhaló un suspiro de cansancio y, pasando
una mano por el borde de su falda hasta llegar a la rodilla, prosiguió.
- Yo soy de Valencia -me dijo-. Hace mucho que no voy por allá. ¿Y usted?
- Yo soy de Cumaná -mentí sin planearlo, sin saber por qué.
- Qué extraño -contestó con voz casi inaudible-. Por un momento se me
pareció mucho a alguien que conocí hace muchos años.
El corazón me dio un vuelco. Permanecí callado. Ella hizo una pausa y luego
agregó, suspirando:
- Tonterías de uno cuando se va al exterior.
Habló por un rato. Yo intenté contestarle con coherencia, disimulando el
extraño nerviosismo que sentía. Fue una conversación de aeropuerto, como no podía
ser de otro modo. Ella venía de Praga e iba hacia alguna parte de Suramérica. Su vuelo
se había retrasado, unas horas o unos días, no lo sabía aún. Me quedé mirando sus
manos, largas, finas y blanquísimas, que buscaban en su bolso de mano, pausada,
quedamente, como dando un tiempo a cada movimiento, como si tocara una melodía
que sólo ella podía escuchar. Sacó sus papeles -pasaporte, boleto, visas y permisos
diversos a los que uno se termina acostumbrando de tanto viajar -y comenzó a
organizarlos sobre su regazo, como si los apilara en el orden en que iban a pedírselos.

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Yo miré hacia otro lado. Tuve miedo de saber su verdadero nombre, su apellido, de ver
la foto en su pasaporte, de ver una partida de nacimiento o algo que certificara su
existencia en el mundo real.

A veces, uno va caminando por la calle y se da cuenta de que al doblar la


próxima esquina se encuentra la muerte. Entonces uno se da media vuelta y se
regresa. A veces se regresa. A veces no. A veces uno se hace el desentendido y sigue
caminando. Porque la muerte puede ser cualquier cosa. Un girasol recién cortado o un
revólver humeante. O el rostro de la primera mujer que amamos cuando aún éramos
niños y no sabíamos el tamaño de la desdicha que albergaba la vida.
A veces uno sigue caminando. A veces se da media vuelta y elige regresar.

Le seguí la conversación por un rato más, quizás unos veinte o treinta minutos.
Yo también, quizás por contagio, comencé a hablar en voz baja, casi un susurro, como
si fuéramos a despertar a alguien. Hablamos de aeropuertos, de partidas, de
nostalgias. Evité hacer preguntas personales o indagar en su vida. No quería conocer
detalles que me descubrieran a una mujer distinta a la que yo había imaginado, a la
que había buscado sin cesar en todas las demás, a la que no había podido encontrar en
mi esposa -ahora ex esposa- ni en nadie después de ella. Pero miraba sus labios
hablando lenta, casi inaudiblemente, y no podía evitar pensar que toda mi vida había
sido hecha para esperar ese instante.
Había una posibilidad, al doblar la esquina. Lo supe entonces. Pude ver en ojos
de eterna extranjera, que la soledad era la misma cosa para todos, que ella podía estar
dispuesta a exiliarse un rato, conmigo, en la habitación de algún hotel. La miré. Me
miró. Y en medio de una frase cualquiera, como un punto y coma, su sonrisa surgió de
nuevo, por segunda vez, y yo supe que si hubiera tenido una bicicleta me habría caído
de ella una vez más. Y pensé en caerme. En dejarme caer. En arrojarme al vacío de su
sonrisa.
Pensé en eso mientras ella seguía hablando, como la voz en off de una película

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distante. Pensé en las posibilidades y en las decisiones.
Es fácil culpar al destino cuando uno no desea asumir responsabilidad por las
decisiones que toma. Pero ¿cuánto de lo que nos pasa no se encuentra determinado
por nuestras decisiones? ¿Cómo iría a influir en mi desitno, sin que yo lo supiera, el
que, apenas un par de meses atrás, yo decidiera elegir el vuelo que hacía enlace en el
aeropuerto de París-Orly, en vez del que lo hacía en el Charles de Gaulle? No lo sabía.
Así como jamás conocería la infinitud de universos posibles, distintos, a los que había
ido renunciando sucesivamente, a lo largo de la vida, al elegir ésta o aquella mujer,
ésta o aquella ciudad, una u otra universidad, vuelo o restaurante.
Me quedé mirando la maleta que reposaba a mi derecha. Mi maleta. Observé
minuciosamente las costuras color café, las asas desgastadas por el uso, la etiqueta
que indicaba en letras negras de imprenta que su destino era London-UK. De pronto,
sentí la maleta como algo infinitamente ajeno, como si no me perteneciera, como si, de
todas las cosas que había dentro de ella, no hubiera una sola que tuviera significado
alguno para mí. Nada que definiera mi personalidad como la mujer desconocida que
se hallaba sentada a mi lado, y de quien no conocía, ni deseaba conocer, siquiera el
nombre.
La miré de nuevo, ya sin escucharla. Observé sus labios moviéndose casi sin
moverse, como dando un beso -un primer beso, tímido, dudoso -al aire. Una parte de
mí, era verdad, quería besarla. Pero -lo sabía- existía la posibilidad aciaga de que sus
labios no fueran tibios y dulces como yo los había imaginado.
Quizás, tan sólo quizás, cuanto yo había creído, habría sido posible. Pero era un
riesgo, y no quise estropear el recuerdo de su sonrisa perfecta con un brochazo de
realidad, de modo que, tras decirle que mi vuelo estaba por partir, me despedí de ella
agitando la mano, por no tocarla, para que no se fuera a desvanecer.
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