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Un domingo por la tarde, mientras una enorme cantidad de muchachos, atraídos por el son de la trom-
peta, asistía complacida a las maniobras, tuvo lugar un desastre en uno de los contraataques. El ejército
"derrotado", en plena huida, se refugió en el huerto de Margarita, y acosado por los vencedores envalen-
tonados aplastó lechugas, tomates y perejil.
La "mamá" que asistía al desastre, quedó desalentada.
- «Varda, varda Gioanin lo ca I'an fait» -murmuró al hijo que estaba a su lado-, a I'an guastame tüt (Mira,
mira Juan, lo que me han hecho, me lo han estropeado todo).
Fue probablemente a la tarde siguiente cuando Margarita no pudo más. Los muchachos se habían ido a
dormir, y ella tenía como siempre ante sus ojos un montón de ropa para remendar: al pie de la cama le
dejaban la camisa rasgada, los pantalones descosidos, los calcetines agujereados, Y ella tenía que apañár-
selas junto a la luz del candil, porque los muchachos no tenían otra prenda que ponerse a la mañana
siguiente. Don Bosco, al lado, le ayudaba a remendar los codos de las chaquetas y a componer los
zapatos.
- Juan -murmuró de repente-, estoy cansada. Déjame volver a I Becchi. Trabajo de la mañana a la noche,
soy una pobre vieja, y esos muchachotes me lo destrozan todo. No puedo más.
Don Bosco no contó ningún chiste "para levantarle el ánimo". No pronunció una palabra: no la había para
poder consolar a aquella buena mujer. Sólo hizo un gesto: le señaló el crucifijo colgado de la pared. Y la
Mamá Margarita entendió. Inclinó su cabeza sobre los calcetines agujereados, sobre las camisas desga-
rradas y siguió cosiendo.
Nunca más pidió volver a su casa. Consumirá sus últimos años entre aquellos muchachos alborotadores,
mal educados, pero que tenían necesidad de una madre. Y ella supo ser la madre de todos ellos.
sdb valencia
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Mamá Margarita
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