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Domingo XXXI T. O.

(C)

Domingo XXXI del tiempo ordinario (ciclo C)

La primera lectura de hoy, sacada del libro de la Sabiduría, nos describe


de manera muy bella el obrar de Dios con nosotros. Nos explica que Dios tiene
paciencia con cada hombre, porque los ama a todos y no quiere que ninguno
se pierda. El Señor, en efecto, “conoce nuestra masa, se acuerda de que
somos barro” (Sal 102, 14), y por eso procede con nosotros poco a poco,
adaptándose a nuestro ritmo. Nos recuerda también que para encontrarnos con
Dios es imprescindible el arrepentimiento y que Él, en su bondad y en su
paciencia, nos va conduciendo hacia él. Es su generosidad con nosotros la que
mueve nuestro corazón a la conversión, al arrepentimiento, al cambio de vida.
Porque Dios nunca se deja vencer en generosidad: si nosotros damos un paso
hacia Él, Él da mil hacia nosotros. Así de estupendo es Dios. La historia de
Zaqueo, en el evangelio, lo pone de relieve.
Zaqueo, en efecto, era un publicano, es decir, un recaudador de
impuestos, un hombre rico. Sin embargo, aunque fuera un hombre rico, estaba
marginado en el Israel del tiempo de Jesús, porque los publicanos estaban muy
mal vistos por todo el conjunto del pueblo, ya que, por su trabajo, trataban con
paganos, lo que les hacía impuros, y también porque se les atribuía una avidez
de dinero y unos comportamientos abusivos. Por todo ello Zaqueo, a pesar de
su dinero, era un hombre marginado.
Sin embargo en este hombre había un deseo de ver a Jesús. Y este
deseo, que tal vez nacía de una simple curiosidad mundana, tropezaba con la
dificultad de su pequeña estatura: los hombres que rodeaban a Jesús le
impedían verlo. Entonces Zaqueo se subió a una higuera. Eso fue un gesto
impropio de un hombre rico e influyente; es más bien un gesto propio de los
niños. Sin embargo el Señor valoró ese gesto, deteniéndose debajo de la
higuera, mirando hacia arriba y llamando a Zaqueo. El Señor, sin duda, vio el
niño que yacía oculto en el corazón de Zaqueo: “Si no cambiáis y os hacéis
como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3). Así es Dios;
valora cualquier gesto nuestro hacia Él, aunque sus motivaciones no sean del
todo puras.
Jesús no sólo consintió en que Zaqueo lo viera, sino que quiso comer
con él en su casa, quiso ser hospedado por él. Jesús hizo esto movido por una

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necesidad interior que para Él es determinante: la voluntad de su Padre del


cielo, que no le ha enviado al mundo para “juzgar al mundo”, sino para
“salvarlo” (Jn 12,47). Por eso Jesús le dice a Zaqueo: “hoy tengo que
hospedarme en tu casa”. Con este gesto Jesús muestra la voluntad del Padre
del cielo que quiere salvar a todos los hombres, incluso a aquellos publicanos
ladrones, traidores a la causa nacional de Israel, pecadores públicos, seres
impuros. A ellos también se les va a ofrecer la salvación, porque “el Hijo del
hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
La multitud, ante este gesto de Jesús, se llena de indignación y
empiezan a murmurar. El corazón de Dios es mucho más grande que el
corazón del hombre. El hombre, en su miseria, en la estrechez de su corazón,
se resiste a la generosidad de Dios, al hecho de que Dios ofrezca también la
posibilidad de la salvación a algunos hombres, especialmente antipáticos. Por
eso dice un salmo: “andaré por el camino de tus mandatos, cuando me
ensanches el corazón” (Sal 118, 32). Para entrar en los caminos del Señor,
nuestro corazón tiene que ser “ensanchado”.
Zaqueo comprende la valentía del gesto de Jesús y se siente alcanzado
por él en su corazón. Por eso toma la decisión de repartir la mitad de sus
bienes a los pobres y de restituir cuatro veces más lo robado. Zaqueo se
arruina ese día, pero está feliz: ha encontrado el “tesoro escondido” y la “perla
preciosa”, porque ha encontrado a Jesús.
La historia de Zaqueo nos interpela en distintas direcciones: ¿Estoy
dispuesto a hacer el ridículo para “ver a Jesús”, para encontrarme más con Él?
¿O guardo mi imagen por encima de todo? ¿Excluyo en mi corazón a alguien
de la salvación que Cristo nos ofrece? ¿Deseo de verdad, de todo corazón, que
todos los hombres se salven, incluso esos que no puedo soportar?
Que el Señor nos conceda dilatar nuestro corazón a la medida del Suyo.
Que nos haga capaces de quemar algo de nuestra imagen con tal de verle a Él,
de conocerle más y mejor. Que así sea.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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