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FERNANDO COLOMER FERRÁNDIZ

LA SANTA MISA

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Icono de la hospitalidad de Abraham, copia de Rublev
Monasterio de la Benedictinas del Monte de los Olivos en Jerusalén

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Índice

El pueblo de Dios se congrega para celebrar la Pascua:


los ritos iniciales……………………………………………………………………….

La liturgia de la Palabra……………………………………………………………….

La liturgia del sacrificio………………………………………………………………..

La sagrada comunión…………………………………………………………………

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EL PUEBLO DE DIOS SE CONGREGA PARA

CELEBRAR LA PASCUA: LOS RITOS INICIALES

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La asamblea litúrgica
El sonido de las campanas nos invita a salir de nuestra casa para ir a la
iglesia a celebrar la Eucaristía. El metal del que están hechas las campanas,
proviene de la entraña de la tierra, y a través de su sonido se expresa el deseo
ardiente de toda la creación que “fue sometida a la vanidad, no
espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser
liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,20-22).
Este texto de la Carta a los Romanos nos presenta el universo como
deseoso de verse liberado de la esclavitud a la que le ha sometido el pecado
de Adán. Porque el destino de la creación depende del hombre, ya que el
universo ha sido creado en función del hombre (y no el hombre en función del
universo, como parecen sugerir algunos planteamientos ecologistas), y es el
hombre, en su libertad, quien lleva el destino espiritual de las criaturas. Si el
hombre se separa de Dios, las criaturas quedan sometidas a la “vanidad”, es
decir, a la inconsistencia de una vida separada de Dios. Si el hombre, en
cambio, por la caridad, vive en comunión con Dios, entonces las criaturas
inanimadas participan también de esa comunión con el Señor. Por eso san
Pablo presenta la creación como deseando que el hombre se reconcilie con
Dios, para poder entrar, también ella, en esa reconciliación.
Mediante el sonido de las campanas Dios llama a aquellos que, por
gracia, han recibido “las primicias del Espíritu” (Rm 8,23), para que actualicen
la obra de la redención, para que abran el manantial de la vida eterna que brota
del costado abierto del Salvador (Jn 19,34) y sus aguas purificadoras inunden
el mundo entero. Pues de eso se trata en la Eucaristía, de la salvación del
mundo.
El misterio que celebramos en la liturgia es el misterio pascual, la muerte
y resurrección de Jesucristo, la obra de la salvación del mundo. En la liturgia
celebramos, pues, la obra de Dios, no nuestra propia obra. Y es la Iglesia
entera quien la celebra: el sujeto de la liturgia no soy yo, ni mi comunidad, ni mi
parroquia, sino la Iglesia entera, el Cristo total, Cabeza y miembros. Por eso la
liturgia no parte del “yo” sino del “nosotros”, sabiendo que ese nosotros abarca
a todos los cristianos del mundo entero que hoy, domingo, día del Señor, van a

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celebrarla, hombres de “toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9). Es más,
este “nosotros” que va a celebrar la liturgia desborda los límites del tiempo y
abarca a todos los hombres que ya están en la Gloria del Cielo y para quienes
ya no existe el tiempo.

Participar en la Eucaristía
La celebración eucarística de nuestra comunidad, de nuestra parroquia,
es la ofrenda del sacrificio de toda la Iglesia. Por eso nuestra asamblea no
celebra lo que cada uno o el grupo ha podido vivir durante la semana que ha
terminado, y por eso no tiene que “inventar” su propia misa. Más bien al
contrario, el Señor nos invita a que vayamos más allá de nosotros mismos y
que entremos en la acción de gracias de toda la Iglesia. La misa no es, por lo
tanto, propiedad de la comunidad que la celebra. Tampoco lo es del sacerdote.
Por tanto, ni la comunidad, ni el sacerdote, pueden decidir hacer “su propia
misa”, hacerla “a su manera”, porque lo que van a celebrar no es de ellos, sino
de toda la Iglesia. Escribe al respecto Benedicto XVI: “Es necesario, por tanto,
que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos
mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo.
Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica
contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y
tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento
en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la
humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y
correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda
dar la sensación de un protagonismo inoportuno. El sacerdocio, como decía
san Agustín, es amoris officium” (cf. Jn 10,14-15).
“Por tanto”, sigue diciendo Benedicto XVI, “conviene dejar claro que con
esta palabra (“participación”) no se quiere hacer referencia a una simple
actividad externa durante la celebración. En realidad, la participación activa
deseada por el Concilio se ha de comprender en términos más sustanciales,
partiendo de una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su
relación con la vida cotidiana. Sigue siendo totalmente válida la recomendación
de la Constitución conciliar Sacrosanctun Concilium, que exhorta a los fieles a

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no asistir a la liturgia eucarística “como espectadores mudos o extraños”, sino a
participar “consciente piadosa y activamente en la acción sagrada”. El Concilio
prosigue la reflexión: los fieles, “instruidos por la Palabra de Dios, reparen sus
fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a
ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del
sacerdote, sino también juntamente con él, y se perfeccionen día a día, por
Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí”.
Por lo que de refiere al valor de la participación en la santa Misa que los
medios de comunicación hacen posible, quien ve y oye dichas transmisiones
ha de saber que, en condiciones normales, no cumple con el precepto
dominical. En efecto, el lenguaje de la imagen representa la realidad, pero no la
reproduce en sí misma. Si es loable que ancianos y enfermos participen en la
santa Misa festiva a través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede
decirse lo mismo de quien, mediante tales transmisiones, quisiera dispensarse
de ir al templo para la celebración eucarística en la asamblea de la Iglesia viva.
“Participar” es, pues, “entrar” en la liturgia, que es como una casa que ya
está construida antes de que nosotros lleguemos a ella. Se trata por lo tanto de
poner toda nuestra personalidad, nuestra propia inteligencia, nuestro propio
corazón, nuestra propia imaginación y nuestra memoria, nuestro sentido
estético y nuestros propios sentidos corporales en una actitud de receptividad
para acoger la acción litúrgica que se va a realizar, tal como ella es, sin querer
cambiarla ni manipularla. Se trata de abrir el alma de par en par para que la
totalidad del misterio pascual -la última cena, la agonía en Getsemaní, la
pasión, el Calvario, el silencio del sábado santo y la alegría de la resurrección
en la mañana del domingo- que se va a actualizar ahora de manera real,
aunque en su forma sacramental, empape por completo nuestra alma y la
totalidad de nuestro ser.

El papel del sacerdote


Siendo la liturgia una acción del Cristo total, Cabeza y cuerpo, la
asamblea eucarística no está en realidad constituida hasta que no entra el
sacerdote, en quien y por quien, Cristo se hace presente como Cabeza,
Esposo y Maestro de la Iglesia. La Misa es el encuentro nupcial entre Cristo y

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su Esposa, la Iglesia: no basta la Iglesia sola para realizarla, hace falta que
Cristo como Esposo, diferente y distinto de la Iglesia, se haga presente en esa
diferencia. Y ese es el papel insustituible del sacerdote.
Por eso no hay asamblea eucarística sin el ministerio de un sacerdote.
El ministro ordenado -obispo o sacerdote- otorga al pueblo reunido por Dios en
Iglesia el poder recibir a Cristo mismo que, a través de la persona del
sacerdote, actúa en este sacramento como Cabeza de su Cuerpo. Él es el
garante necesario a la Iglesia para darle la seguridad de que la celebración
eucarística va a ser la de Cristo, de que la palabra que va a ser compartida va
a ser la palabra dada por Cristo.
Cuando el celebrante entra en la asamblea, es Cristo quien se hace
presente en esta morada de hombres y de mujeres que se han congregado en
su nombre. En este sentido el canto de entrada, cuyo fin es fomentar la unión
de quienes se han reunido en el nombre del Señor, es también como una
aclamación a la presencia de Cristo en medio de su Pueblo, presencia que
hace posible lo que allí va a suceder: la renovación sacramental del misterio
pascual.
El sacerdote llega al altar y lo venera haciendo reverencia ante él,
besándolo y, en las celebraciones más solemnes, incensándolo. Porque el altar
es símbolo de Cristo, la “roca” sobre la que estamos edificados.

“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”


El primer signo de la cruz expresa la primera profesión de fe en el
misterio de Dios. Estas palabras significan que lo que vamos a realizar lo
vamos a hacer apoyándonos en el nombre, es decir, en la realidad inefable de
Dios que nosotros, los cristianos, en base a lo que nos ha revelado Jesucristo
-“he manifestado tu Nombre a los hombres” (Jn 17,6)- nos atrevemos a
nombrar Padre, Hijo y Espíritu Santo. La asamblea responde: “Amén”. Este
amén constituye la asamblea en el momento mismo de iniciar la misa, porque
este amén expresa el acto de fe en la verdad de Dios que nos ha sido revelada
en Cristo. Amén significa, en hebreo, la adhesión a la verdad.
Al mismo tiempo estas palabras, que son las mismas de nuestro
bautismo, pues fuimos bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del

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Espíritu Santo”, nos recuerdan que los hombres y las mujeres que estamos allí
reunidos para celebrar la eucaristía no nos hemos elegido entre sí, sino que es
Dios quien nos ha elegido por medio del bautismo. No somos un grupo de
amigos sino la Iglesia de Dios, “el pueblo unido con la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo” (San Cipriano). La asamblea eucarística no es
selectiva según criterios humanos de riqueza o de pobreza, de cultura o
incultura, de nacionalidad o de lengua. La Eucaristía está abierta a todos con
tal de que hayan revestido el “traje de boda” de la parábola de los invitados al
banquete de boda del Hijo del Rey (Mt 22,1ss). La Eucaristía es la celebración
de las bodas de Cristo, el Hijo del Rey, bodas que consumó en el Calvario,
bodas que fueron unas “bodas de sangre”, y de las que nació su Esposa, la
Iglesia. Este “traje de boda” es la configuración con la muerte y resurrección de
Jesucristo que se recibe en el bautismo. La asamblea eucarística es la
asamblea de los bautizados. Por eso los catecúmenos no asistían más que a la
primera parte de la Eucaristía.

La primera bendición: el saludo inicial del sacerdote


Consideremos dos de las diferentes formas de saludar a la asamblea
que el misal romano actual propone:
1) “El Señor esté con vosotros”. Más que un deseo, esta fórmula, que en
la concisión del hebreo, del griego y del latín, expresa un hecho (“el Señor con
vosotros”: Dominus vobiscum), expresa un acto de fe en el hecho de que Dios
es un Dios “con vosotros”. Lo cual constituye la primera bendición, la bendición
por excelencia, porque es la expresión condensada de la alianza de Dios con
su pueblo, concluida en el Sinaí. Es la revelación no sólo del ser de Dios sino
de la presencia de Dios a su pueblo (Ex 3,14). Decir: “El Señor con vosotros”,
es confesar lo esencial de la Revelación, es afirmar que Dios en persona se ha
comprometido a habitar en medio de su pueblo, es renovar la acción de gracias
y la esperanza. “Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc
1,28). Cuando Jesús, al término de su camino terreno, diga a sus apóstoles:
“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,29) estará
dándonos esta primordial bendición que es la presencia de Dios en medio de
su Iglesia.

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2.- “La paz esté con vosotros”. Este saludo, que el rito romano reserva al
obispo, también expresa más un hecho que un deseo. Todos sabemos que era
y es la fórmula de saludo más usual en Israel: shalom. La paz, tal como parece
en el Antiguo Testamento, es la plenitud de vida con Dios; es la vida humana
transfigurada por la alegría de vivir con Dios y con los hermanos. En cierto
modo es como el corolario de “el Señor esté con vosotros”. Cuando Cristo
resucitado se aparece a los apóstoles, les saluda deseándoles la paz (Jn 20,
19-22). Ya antes, en la tarde del jueves santo, les había dicho: “La paz os dejo,
mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27). Cristo, en efecto,
es el Mesías, “Príncipe de la paz” (Is 9,5), que ha venido “para guiar nuestros
pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79).

Acto penitencial
“Después el sacerdote invita al acto penitencial, que, tras una breve
pausa de silencio, realiza toda la comunidad con la fórmula de la confesión
general y se termina con la absolución del sacerdote, que no tiene la eficacia
propia del sacramento de la Penitencia”.
Escribe el Papa Benedicto XVI: “El amor a la Eucaristía lleva también a
apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación. Debido a la relación
entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la
Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf.
1Co 11,27-29). En efecto, como se constata en la actualidad, los fieles se
encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado,
favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en
gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental. En
realidad perder la conciencia de pecado comporta también una cierta
superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios”. Pues no
hay que banalizar ni frivolizar el amor de Dios, que encierra todo lo trágico de la
pasión y de la muerte del Señor.
Puesto que vamos a ofrecer el sacrificio de Cristo, es importante que
recordemos el tipo de sacrificio que agrada a Dios, a saber, el de un corazón
arrepentido, según lo que afirma el salmo 50: “Los sacrificios no te satisfacen,
si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu

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quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias” (Sal 50,
18-19). La confesión de nuestros pecados nos implanta en la verdad de nuestro
ser y obrar, y nos capacita para ofrecer el verdadero culto que es un culto “en
espíritu y en verdad” (Jn 4,24), tal como dijo el Señor a la samaritana. La
confesión de los propios pecados y la oración de unos por otros para ser
espiritualmente sanados es algo acorde a la voluntad de Dios, tal como
recuerda el apóstol Santiago: “Confesaos, pues, los pecados unos a otros; orad
unos por otros para ser curados, pues mucho puede la oración eficaz del justo”
(St 5,16).

Kyries
A continuación la asamblea reconoce la presencia de Cristo en medio de
ella aclamándolo como su único Señor y acogiéndose a su misericordia. La
liturgia latina ha conservado las palabras griegas por las que tantos cristianos
murieron mártires al no querer proclamar que el César era el Kyrios. Pues ya
en el Antiguo Testamento el título y tratamiento de Kyrios se aplicaba
especialmente a Dios y los cristianos lo reservan para confesar la divinidad de
Jesucristo.
Así llamaron a Jesús los dos ciegos de Jericó: “¡Señor!, ¡Hijo de David!
¡Ten compasión de nosotros!” (Mt 20, 31). Y él, el Señor y creador del cielo y
de la tierra, demostró su señorío curándolos. Ahora la asamblea se dirige a él
con la misma actitud de fe y de confianza en su compasión salvadora. Así le
llamamos nosotros también al inicio de la Eucaristía, reconociéndolo como
nuestro Dios y Señor, como nuestro Salvador (cf. Lc 2,11), y suplicando a su
misericordia.

El Gloria
Este antiguo himno fue, al principio, una oración de la mañana. Llegó a
nosotros a través de las Constituciones apostólicas de finales del siglo IV y
poco a poco fue introducido en la liturgia eucarística: al principio sólo lo recitaba
el obispo en determinados días, pero ya desde finales del siglo IX lo
encontramos tal como lo rezamos o cantamos hoy en día. Es un “himno”, es
decir un “poema”, que la liturgia incorpora en su plegaria. Muchos himnos no

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soportan el paso del tiempo y la Iglesia, en las sucesivas reformas de su
liturgia, los elimina. En cambio este himno ha aguantado el paso del tiempo
imperturbable, lo cual revela su profunda calidad teológica y espiritual. Es un
himno esencialmente “eucarístico”, que nos educa a dar gracias a Dios por Él
mismo, “por su inmensa gloria”, pasando por encima de nuestros asuntos
personales, de nuestras “pequeñas historias”.

La oración colecta
El sacerdote dice: “Oremos”. Entonces todo el mundo debe detenerse,
hacer silencio y dirigirse a Dios en secreto. Después el celebrante retoma la
palabra en nombre de la asamblea para la oración de apertura. Por eso el
celebrante habla en la primera persona del plural y hace una oración que
normalmente es muy antigua y que suele ser una joya de la experiencia
cristiana. Esta oración se llama “oración colecta” porque en ella el sacerdote
“recoge” todas esas peticiones secretas del corazón de cada uno y las “reúne”
en una única oración.
Esta oración suele constar de dos partes. En la primera, que a menudo
consta de una sola frase, se recuerdan las singulares acciones salvíficas de
Dios a favor nuestro (acciones que siempre están referidas al misterio particular
de la festividad del día) o se expresa algún aspecto del misterio de Dios. En la
segunda parte, se pide al Señor que los cristianos que formamos la asamblea
eucarística vivamos ahora y por siempre esa verdad que acaba de ser
proclamada. La oración concluye con la expresión de fe trinitaria que termina
con la expresión por los siglos de los siglos. Esta expresión traduce una
fórmula hebrea que designa la soberanía divina a la que nosotros accedemos
por la oración y que supera toda duración humana y nos sumerge en la
consumación de la historia, al final de los tiempos, cuando “el universo entero
será recapitulado en Cristo” (Ef 1,10).
La oración colecta se dirige al Padre, a través del Hijo y con la fuerza del
Espíritu Santo, que ha sido enviado a nuestros corazones (Rm 5,5). El Espíritu
Santo es la unión vital del Padre y del Hijo y nos incorpora a nosotros a su
comunión amorosa. En la oración colecta la Iglesia se dirige, pues, al Padre. Y
ora a través y por medio de Jesucristo, nuestro Señor, Dios y mediador en la

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comunión de su cuerpo, la Iglesia. Esto sólo puede hacerlo en la presencia de
Dios, del Espíritu Santo.

Unidad de la Eucaristía
La colecta cierra litúrgicamente la parte de los ritos iniciales y nos
introduce en la liturgia de la palabra que, junto con la liturgia eucarística,
constituyen las dos grandes partes de la Eucaristía. Sin embargo la Iglesia
subraya con mucha fuerza que la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística
(están) tan estrechamente unidas entre sí que constituyen un solo acto de
culto.
La liturgia cristiana -es decir, venida de Cristo- ha unido en un solo
momento, en una sola asamblea y en un solo acto eucarístico (de acción de
gracias), la celebración de la Palabra y la celebración de la comida: el compartir
la Palabra de Dios y el comer el Pan eucarístico han sido unidos en una sola
celebración puesto que tanto uno como otro tiene como objeto a Jesús, que
nos habla en la liturgia de la Palabra y se nos da como alimento en la comunión
eucarística.
Disociar la liturgia de la Palabra de la liturgia eucarística es romper el
carácter original de la misa. Este carácter original de la celebración eucarística
está expresado por la arquitectura del templo cristiano que, por un lado, se
presenta como un lugar de asamblea y, por otro lado, converge hacia el altar,
es decir, hacia el lugar donde se inmola la víctima del sacrificio. Este es un
hecho arquitectónico típicamente cristiano. El templo pagano no era un lugar de
asamblea sino sólo del sacrificio que hacía el sacerdote a solas. También en el
judaísmo la liturgia sinagogal era una liturgia de asamblea (aunque fuera
reducida), mientras que la liturgia de la cena sabática era una liturgia familiar,
que no requería templo.
Por todo ello sería un grave error suponer que se trata de dos tipos de
servicios litúrgicos radicalmente distintos y unidos sólo de una forma externa.
En realidad se trata sólo de una cesura dentro de una única acción dramática,
que de un acto al otro corre hacia su punto culminante. De ahí la insistencia del
concilio Vaticano II: “Las dos partes de que consta la misa, a saber, la liturgia

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de la palabra y la eucaristía, están tan íntimamente unidas, que constituyen un
solo acto de culto”.
Escribe Benedicto XVI al respecto: “Ante todo, hay que considerar la
unidad intrínseca del rito de la santa Misa. Se ha de evitar que, tanto en la
catequesis como en el modo de la celebración, se dé lugar a una visión
yuxtapuesta de las dos partes del rito. La liturgia de la Palabra y la liturgia
eucarística –-además de los ritos de introducción y conclusión- están
estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto. En efecto, la
Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente unidas. Escuchando la
Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cf. Rm 10, 17); en la Eucaristía, el
Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual. Así pues, la Iglesia
recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en las dos mesas de la Palabra de
Dios y del Cuerpo de Cristo. Por tanto, se ha de tener constantemente presente
que la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la
Eucaristía como a su fin connatural”.

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LA LITURGIA DE LA PALABRA

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El papel de la Palabra de Dios en la vida cristiana
El apóstol san Pablo describe el papel de la Palabra de Dios en la vida
de los cristianos al decir a los colosenses: “La palabra de Cristo habite entre
vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría,
cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y
cánticos inspirados” (Col 3,16). Los cristianos deben, pues, acoger la palabra
de Dios, como se acoge un huésped, haciéndola “habitar” en medio de ellos, y
recibiendo de ella “instrucción” y “sabiduría”, y empleándola (“himnos y cánticos
inspirados”) para agradecer al Señor el don de su presencia y de su acción en
medio de nosotros.
El propio Jesús declaró en varias ocasiones que es auténtico discípulo
suyo el que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios (Mt 7,21-27); es
más, que quien así actúa, es miembro de su familia, “madre y hermanos suyos”
(Lc 8,21). Pues, como proclama san Pedro, la Palabra de Dios “viva y
permanente” es el “germen incorruptible” mediante el cual hemos sido
reengendrados para poder amarnos intensamente con un “corazón puro”:
“Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para amaros los
unos a los otros sinceramente como hermanos” (1ª Pe 1,22-23). Lo que purifica
el corazón es la obediencia a la palabra de Dios. El drama de muchos hombres
de nuestro tiempo es que quieren amar, pero sin escuchar ni obedecer a la
palabra de Dios, es decir, sin someterse al imperio de la Verdad. Y cuando se
pretende amar sin obediencia a la Verdad, no se posee un criterio seguro para
determinar el bien del otro, a quien queremos amar, y acaba siendo el deseo
subjetivo, propio o ajeno, quien determina caprichosamente lo que entendemos
por bien, cuando tan sólo la Verdad puede indicarnos cuál es el auténtico bien
tanto nuestro como del prójimo. Sin obediencia a la verdad el amor fraternal es
imposible; en su lugar se instala el sutil juego de dominio que instaura el deseo.
Santiago la llama “ley perfecta de libertad” y causa de “felicidad” (St
1,23-25). La escucha y la obediencia a la palabra de Dios es “luz para los ojos”
y “alegría del corazón” (Sal 18,9) y, por ello mismo, causa de felicidad. La
felicidad, aquí, en esta tierra, no puede ser ora cosa sino la alegría; porque esta
tierra aún no es el Reino de los cielos, donde, además de la alegría, se darán
también todos los otros componentes que conforman la felicidad plena del

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hombre. Y san Pablo declara que “toda Escritura es inspirada por Dios y útil
para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia” (2ª Tm
3,16).
En la liturgia de la Palabra los fieles nos disponemos a acoger la Palabra
de Dios que la Iglesia nos va a servir en esta “primera mesa” de la Eucaristía.
“Para comprenderla bien”, escribe Benedicto XVI, “la Palabra de Dios ha de ser
escuchada y acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad
con el Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra que anunciamos y
escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca
a la persona de Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no
habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente
en la acción litúrgica”.
La Palabra de Dios es Cristo, que es el Esposo de la Iglesia; y quien
conoce y entiende de verdad al Esposo es su Esposa, la Iglesia. De ahí que
sea esencial escuchar la palabra de Dios “con espíritu eclesial”, es decir, con
los oídos de la Iglesia, que es quien ha recibido la verdadera intelección del
misterio de Cristo: los ojos de la Esposa son los únicos ojos que ven bien al
Esposo. Leer la Biblia al margen de la Iglesia es, casi con toda probabilidad,
condenarse a no captar el secreto del Esposo. De ahí el carácter inseparable
de la Palabra y de los sacramentos: leer atentamente las palabras del Señor
sin atender a Su presencia real en la Eucaristía y en los demás sacramentos,
sería como escuchar las palabras de alguien y no acoger su persona. Más
importante que las palabras es la persona que las pronuncia. El verdadero
cristianismo comporta no sólo escuchar y obedecer las palabras del Señor, sino
vivir el encuentro real con Aquel que las pronuncia, encuentro que acontece en
los sacramentos. La Iglesia siempre ha dicho que tributa a la Palabra de Dios y
a la Eucaristía “idéntica veneración pero distinto culto”, porque la Eucaristía es
la Persona misma de Jesucristo, mientras que la Escritura contiene sólo sus
palabras.
En la misa dominical, en el rito latino, la Iglesia proclama tres lecturas.
La primera de ellas del Antiguo Testamento, a la que sigue un salmo
responsorial, la segunda de ellas es siempre de los escritos apostólicos del
Nuevo Testamento y finalmente el Evangelio. El salmo responsorial forma
también parte de la liturgia de la palabra y goza de una gran importancia

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litúrgica y pastoral, ya que favorece la meditación de la palabra de Dios. Se ha
de procurar que se cante íntegramente o, al menos, la respuesta que
corresponde al pueblo. Antes del Evangelio se canta el aleluya, u otro canto
establecido por la liturgia, según el tiempo litúrgico. Esta aclamación constituye
de por sí un rito o un acto con el que la asamblea de los fieles acoge y saluda
al Señor que les va a hablar en el Evangelio, y profesa su fe con el canto. La
segunda lectura nos remite al tiempo de los apóstoles y de los primeros
cristianos y nos entrega una confesión de fe en Jesús como Cristo, o una
reflexión teológica sobre lo que el acontecimiento de Jesucristo significa, bien
en el plano dogmático, de las creencias, o bien en el plano de la vida práctica,
de la moral.

El Evangelio
El lugar central de la liturgia de la Palabra corresponde al Evangelio
porque en él es Cristo mismo quien habla: no se trata tan solo de la Palabra de
Dios escrita, sino de la Palabra de Dios hecha carne, real y efectivamente
presente en este sacramento de la Iglesia. Existe una diferencia entre todos los
libros de la Sagrada Escritura y los Evangelios: mientras que los primeros son
palabras que Dios ha inspirado a algunos hombres (los autores humanos de los
libros sagrados), los Evangelios son los hechos y las palabras de la Palabra de
Dios hecha carne, es decir, de Jesucristo, durante su vida terrena.
Por esto el Evangelio tiene que ser proclamado por un ministro
ordenado (obispo, presbítero o diácono), que ha sido configurado con Cristo-
Cabeza por el sacramento del orden y que por ello mismo representa, es decir,
hace presente a Cristo como Cabeza, Maestro, Pastor y Esposo de la Iglesia.
El hecho de que sea un ministro ordenado quien proclama el Evangelio
garantiza, ante la asamblea, que la Palabra que habla a través de su voz no es
una palabra ordinaria sino la de Cristo mismo hablando a su Iglesia. De ahí las
dos aclamaciones que acompañan la proclamación del evangelio: Gloria ti
Señor y gloria a ti Señor Jesús. Ellas subrayan que es Cristo mismo, el Señor
Jesús, quien nos va a hablar o nos ha hablado.
Por eso la asamblea se pone en pie para escucharlo. Ponerse en pie es
mucho más que un gesto de respeto. En la simbólica gestual cristiana significa

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“levantarse”, como lo hizo el paralítico curado por Jesús (Lc 5,25). Es también
la actitud de Cristo resucitado que “estuvo allí, de pie, en medio de ellos” (Mc
16,9). Una asamblea en pie quiere decir, en el fondo, una asamblea de
resucitados. Por eso, puestos en pie, saludamos, mediante el canto del aleluya,
la llegada de Cristo, Evangelio de Dios.
En la proclamación del evangelio el oyente encuentra a Jesús no sólo en
un relato histórico o, como sucede en la literatura epistolar del Nuevo
Testamento, en una confesión de fe en él o en una reflexión teológica sobre lo
que Jesús significa. En el Evangelio el oyente es más bien asumido y entra en
la forma de vida del Jesús terrestre. Se ve enfrentado a las decisiones a favor o
en contra de las exigencias de Jesús. En la proclamación del Evangelio es
Cristo en persona quien pasa por nuestra vida y nos provoca proponiéndonos
las mismas decisiones que propuso hace dos mil años, como el sacerdote
intenta hacer ver en la homilía.

La unidad del designio divino: el papel del Antiguo Testamento


Pero con anterioridad a la proclamación del Evangelio se ha proclamado
una lectura del Antiguo Testamento. ¿Por qué seguir leyendo el Antiguo
Testamento una vez que Cristo ha venido ya en medio de nosotros? Algunos
cristianos tienen propensión a plantearse esta cuestión, como si la venida de
Cristo hiciera ya superflua la memoria de la historia que le ha precedido, tal
como pensaba Marción, en el siglo II. Sin embargo la Iglesia condenó la
doctrina de Marción. Pues Jesús de Nazaret no puede ser entendido sin el
trasfondo de la historia de la salvación, que es la historia del pueblo de Israel.
La fe cristiana es precisamente el convencimiento de que en Jesús se cumplen
todas las promesas de la alianza antigua.
De quitar el Antiguo Testamento como marco de referencia, no sería
posible en modo alguno formular la confesión básica de que es precisamente
Jesús de Nazaret el Mesías, el Hijo de Dios, el Siervo de Yahveh, el nuevo
Cordero pascual, el Hijo del hombre, el Dios con nosotros, el Emmanuel. Si, por
hacer una suposición absurda, encontráramos un hombre que dijera que
“Jesús es Dios”, pero sin conocer nada del Antiguo Testamento, ese hombre no
sería cristiano, porque sin duda alguna el contenido que él daría a la palabra

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“Dios” no coincidiría con el que le da el Nuevo Testamento, ya que Aquel al que
Jesús se dirige llamándole Padre suyo en un sentido exclusivo no es otro que
el Dios de Abraham: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de
nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús… resucitándolo de entre los
muertos” (He 3,13s). Contraponer el Dios del antiguo Testamento al Dios que
nos revela Jesús, es no haber entendido nada del cristianismo. Pues Jesús no
es sino el Dios del antiguo Testamento que ha venido a nosotros, que se ha
hecho hombre. El cristianismo consiste en reconocer en Jesús de Nazaret el
cumplimiento de las promesas hechas a Abraham, promesas que en él se han
realizado de una manera sorprendente y paradójica. Por eso el envío y la
misión de Jesús sólo se nos desvela sobre el trasfondo del Antiguo
Testamento. Aunque también hay que decir que, de manera recíproca, la figura
de Cristo es también la luz que ilumina ese trasfondo, con frecuencia obscuro.
La Iglesia ha hecho siempre, desde el principio, una lectura tipológica del
Antiguo Testamento, considerando los distintos personajes del Antiguo
Testamento (Adán, Abel, Abraham, Melquisedec), o los acontecimientos en él
narrados (como la liberación y salida de Egipto, la conmemoración de la
pascua, la conquista de la tierra prometida), como unos “modelos” (typos) del
actuar divino, de la manera como Dios realiza históricamente la salvación. Y así
Cristo es considerado, por su resurrección, el nuevo Adán, es decir, el nuevo
principio y prototipo ejemplar de un hombre nuevo, acorde con la voluntad de
Dios (Gn 2,17; Rm 5,12; 1Co 15,7). Así también el misterioso sacerdocio de
Melquisedec (Gn 14,17-20) se considera un modelo del sacerdocio eterno del
Hijo de Dios (Hb 7,3). Y Jesús es visto como el verdadero Emmanuel, “Dios
con nosotros” (Mt 1,23). Él es el Mesías regio, que en el vaticinio
veterotestamentario estaba referido originariamente a otro portador de ese
título, Ezequías en tanto que hijo de Ajaz (cf. Is 7,14). De este modo se
presenta a Jesús como aquel en quien todas las figuras del Antiguo
Testamento alcanzan su cumplimiento, cumplimiento que no deja de tener un
carácter paradójico y desconcertante, y que rebasa todas las expectativas
anunciadas. “Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que el Señor había
dicho por el profeta” (Mt 1,22).
El autor de la carta a los Hebreos señala en una gran perícopa cómo
toda la imponente serie de acontecimientos veterotestamentarios, empezando

20
por el sacrificio de Abel, pasando por la salvación de Noé en el arca en el
tiempo del diluvio, el abandono del lugar de origen (por parte de Abraham)
hasta el cordero pascual y la salida de Egipto, son símbolos de la fe cristiana,
cuyo autor y consumador es el propio Cristo (Hb 11,1-12,3). Es en esta
perspectiva como la Iglesia lee el Antiguo Testamento cuando celebra su
liturgia. En la liturgia de los domingos los textos evangélicos y las lecturas del
Antiguo Testamento están en una correlación temática. De ese modo certifican
la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, la correspondencia entre la
salvación que se nos había prometido y su realización definitiva acontecida en
Jesucristo.
* * *
Hasta este momento la asamblea no ha hecho sino escuchar, acoger y
dejarse interpelar por la palabra de Dios. Ahora la asamblea va a dar una
respuesta a esa Palabra. Y lo va a hacer en tres momentos: la homilía, la
profesión de la fe de la Iglesia y la oración de los fieles constituyen la respuesta
que la Iglesia da a la Palabra de Dios que ha hablado por las tres lecturas.

1) La homilía
La finalidad de la homilía es hacer actual y accesible a la asamblea la
Palabra de Cristo que se acaba de proclamar. Para ello el acto de fe de cada
uno de los cristianos que componen la asamblea litúrgica es tan importante
como el propio acto de fe del presbítero. Ambos actos de fe están ligados. No
es el sacerdote el que cambia el corazón de los fieles, sino el Espíritu Santo, al
cual tanto el sacerdote como los fieles deben estar disponibles en este acto
sacramental de la Iglesia.
El sacerdote predica siempre con “temor y temblor”, porque sabe que
está hablando en nombre de Cristo y que él es un pobre pecador, “polvo y
ceniza” (Gn 18,27) como todo hombre, y que, sin embargo, está hablando en
nombre de Dios. Pero el sacerdote nota también la intensidad y la calidad de la
fe de la asamblea que le está escuchando. Y de esa interrelación surge la
belleza, más o menos luminosa, de la homilía.
La predicación tiene que presentar la palabra de Dios introduciéndola en
la respectiva situación de fe del individuo y de la comunidad con su entorno

21
espiritual y cultural. El predicador está al servicio de una autocomunicación viva
de la palabra de Dios al oyente actual. El predicador realiza de hecho una labor
de intérprete. Y eso sólo puede hacerlo si se maneja en dos lenguas. Predicar
significa llevar a cabo una mediación intelectual y espiritual a favor de la
palabra de Dios, transmitida de una vez para siempre, y de su presencia actual
para la orientación básica del oyente.
El predicador no se entiende como un orador brillante, ni como un
elocuente tribuno popular, capaz de aunar con su fuerza de persuasión los
intereses y sentimientos de las masas, ni como el gran comunicador con un
dominio soberano de los recursos de los medios de comunicación. El
predicador es el humilde servidor de Jesús, que no pretende ganar a los
hombres para una teoría mundana, sino que les promete la salvación, que está
preparada para cada hombre en la cruz de Jesucristo.
Para ello es esencial que el sacerdote realice una lectura eclesial de la
palabra de Dios, que contemple la Palabra “con los ojos de la Esposa”, es
decir, de la Iglesia, porque sólo a ella se le ha dado el conocimiento del
verdadero rostro de Cristo. Y es esencial también que haga el esfuerzo de
relacionar esa palabra, contemplada con los ojos de la Iglesia, con la situación
concreta en la que viven los oyentes. Al hacer esto, el sacerdote ofrece a la
palabra de Dios un “cuerpo” para que pueda encarnarse, hacerse presente, en
la situación actual. Hecho lo cual, el sacerdote puede descansar tranquilo,
porque todo lo demás depende de la gracia de Dios y de las disposiciones del
corazón de cada uno de los oyentes.
Pues cada uno de los cristianos, cuando escucha la homilía, no debe
permanecer en un estado de asentimiento pasivo, sino que debe comprometer
toda su existencia con lo que está escuchando, relacionando y refiriendo la
predicación a las cuestiones que afectan directamente a su vida, sus
esperanzas y necesidades, sus desengaños y sus sufrimientos, así como sus
decisiones personales, familiares y profesionales. Sólo con esta actitud interna
llega efectivamente la palabra de Dios al hombre. Por eso la Iglesia recomienda
un breve espacio de silencio tras la homilía, para facilitar que lo escuchado
llegue al corazón.

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2) El Credo
A la palabra de Dios que se ha proclamado en las lecturas y que se ha
explicado en su relación con nuestra vida actual y concreta en la homilía, la
asamblea responde profesando la fe de la Iglesia. Así se hace en el rito latino
desde comienzos de la Edad Media para subrayar que la palabra de Dios exige
de nosotros esa actitud de adhesión y de confianza que llamamos “fe”. La
profesión de fe es un acto eminentemente personal, por el que yo proclamo
que creo en el poder salvador de Cristo que me ha hablado, que creo que sus
palabras son palabras de vida eterna (Jn 6,68). Por eso la confesión de fe
empieza con la palabra “creo”, mediante la cual declaro mi confianza y mi
adhesión al Señor. Y por este acto de fe se realiza un encuentro personal con
Jesús, pues sólo el que cree se encuentra verdaderamente con Él, “le toca” de
verdad, tal como nos recuerda el episodio de la hemorroísa (Mc 5,25-34). La fe
hace posible que Jesús despliegue su poder salvador en nuestra vida, como lo
muestra el episodio de aquellos dos ciegos curados por el Señor (Mt 9,27 ss).
Es, por tanto, la fe en Jesús la que ayuda (Mt 9,22) y sana (Mc 5,34).
Pero al mismo tiempo la confesión de fe es un acto comunitario, eclesial,
porque la fe no es una invención personal de cada uno, sino la adhesión a la fe
de la Iglesia, en la que me reconozco. Por eso en el Credo no profeso lo que a
nosotros se nos ocurre, sino lo que la Iglesia profesa, aquello a lo que
adherimos el día de nuestro bautismo y que cada año renovamos en la vigilia
pascual. Recitar el Credo es un signo de reconocimiento de la fe común a
todos los cristianos y, al mismo tiempo, un hacer memoria de nuestro bautismo
y un renovar la voluntad de vivir según la fe que profesamos en él. Pues el
Credo procede de la triple profesión de fe bautismal. Durante la celebración de
la misa se recita la confesión de fe pública, bien en la forma del símbolo
apostólico, o bien en la gran confesión de fe que se remonta a los concilios de
Nicea (325) y de Constantinopla (381).

3) La oración de los fieles


En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, responde de
alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe y ejerciendo el sacerdocio
bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos”. En efecto,

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en la proclamación de la Palabra se ha hecho patente el plan de Dios sobre los
hombres, el designio de salvación de Dios, que “quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4). La adhesión
al designio salvífico divino realizada en el Credo se hace ahora plegaria para
suplicar la gracia que haga realidad en los hombres la voluntad salvadora
divina. En ella “la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6), haciéndose intercesión
por la salvación de todos.
Introducida por medio de una invitación y concluida por una oración del
presidente, la oración de los fieles se presenta en forma de una letanía
confiada al diácono o en su defecto a laicos, y evoca las diversas necesidades
de la humanidad. Las series de intenciones que debe haber normalmente en la
oración de los fieles son las siguientes:
a) Por las necesidades de la Iglesia;
b) Por los que gobiernan las naciones y por la salvación del mundo;
c) Por los que padecen por cualquier dificultad;
d) Por la comunidad local.
Las intenciones que se propongan deben de ser sobrias, formuladas con
sabia libertad, en pocas palabras y han de reflejar la oración de toda la
comunidad. Se debe evitar el decirle a Dios lo que tiene que hacer, pues la
oración no consiste en darle a Dios ideas sobre lo que tiene que hacer, sino
más bien en presentarle las situaciones que nos conciernen y que llevamos en
el corazón para que Él actúe según su sabiduría, su poder y su amor, que son
todos ellos infinitos, y para que disponga nuestro corazón a la aceptación de su
siempre santa voluntad.
Aquí conviene recordar lo que enseña san Agustín en su Carta a Proba:
“Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración
evangélica (el Padre Nuestro), si no ora ilícitamente, por lo menos hay que
decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede
llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les
conviene orar con una oración espiritual”. Por eso en las oraciones de los fieles
que conocemos de la época patrística, normalmente no se le pide a Dios nada
concreto nacido de la voluntad humana, sino que se le presentan situaciones y
se le ruega que manifieste su gloria, su amor, su bondad, o que realice su obra
de salvación en ellas.

24
LA LITURGIA DEL SACRIFICIO

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La segunda gran parte de la Misa es la liturgia eucarística, en la que el
sacrificio de la cruz se hace presente en la Iglesia cuando el sacerdote, que
representa a Cristo, realiza lo que el mismo Señor hizo y encargó a sus
discípulos que hicieran en memoria de él. Cristo, en efecto, tomó en sus manos
el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad,
comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en
conmemoración mía. La misa es el cumplimiento de estas palabras, la
realización de este mandato. La liturgia eucarística se inicia con la preparación
y presentación de las ofrendas, continua con la plegaria eucarística, en la que
se da gracias a Dios por toda la obra de la salvación y las ofrendas se
convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y termina con la fracción del pan
y la Comunión.

Pan y vino
El pan y el vino con los que celebramos la Eucaristía no son dones que
están ya listos y preparados por parte de Dios, sino que son “fruto de la tierra,
de la vid y del trabajo del hombre”. En ellos se unen, pues, los dones de la
creación (trigo, vid) y el trabajo del hombre, es decir, la naturaleza creada por
Dios y la cultura creada por el hombre, con la inteligencia y los dones naturales
que le ha dado el Señor. Por lo tanto, en el pan y en el vino se expresa la
creación y la historia humana, la naturaleza y la libertad del hombre, lo recibido
y lo elaborado, lo que nos ha sido dado y lo que hemos conseguido con nuestro
esfuerzo. Y todo ello se va a convertir en el Cuerpo y la Sangre del Señor, con
lo que se anuncia y se anticipa sacramentalmente el mundo nuevo que Dios
quiere crear, “los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia”
(2Pe 3,13), cuando vuelva el Señor, le sean sometidas todas las cosas y Dios
sea “todo en todo” (1Co 15,28). En la Eucaristía ya hay dos realidades, el pan y
el vino, en las que Dios es “todo en todo”, lo que constituye un anticipo del
mundo nuevo, una realización sacramental de aquello a lo que todos estamos
llamados: dejarnos transformar por Dios hasta que Él sea, también en cada uno
de nosotros, “todo en todo”.
Pan y vino designan también, de manera simbólica, una totalidad de
alimento, todo lo que es necesario para vivir la vida natural, la vida que Dios

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nos ha dado. Al convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y al recibirlos
en la comunión, se está significando también que Dios nos ofrece otra vida,
distinta y diferente de esta vida natural que nos ha regalado al crearnos, la vida
eterna, que es la vida misma de Dios, la vida de la que viven el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo. Es esta vida divina la que se nos da en la Eucaristía. Y la
recepción de esta vida nueva, diferente a la vida meramente biológica, nos
permite superar la estrechez del egoísmo y del encierro en nosotros mismos,
llenando nuestro corazón de la dicha de la comunión con Dios. De los primeros
cristianos se decía: “Partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento
con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46).
El pan y el vino se convertirán, en la consagración, en el Cuerpo y en la
Sangre de Cristo. “El cuerpo” significa la persona entera vista desde el ángulo
de su debilidad, de su pasibilidad, de su estar sometida a la fragilidad, al dolor,
a la muerte. “La sangre” significa la persona entera en cuanto proyecto, ilusión,
esperanza, alegría, libertad, capacidad de autorrealización. “El cuerpo y la
sangre” significan, pues, la totalidad de una persona, de una vida, en este caso
de la Persona y de la vida de Cristo que se nos dará como alimento.
No se puede celebrar la Eucaristía con sólo pan o con sólo vino, sino
que se requieren los dos. En su distinción y separación se significa el sacrificio
de Cristo, su entrega a la muerte por nosotros: un cuerpo separado de su
sangre indica un hombre muerto, alguien que ha sido sacrificado. Pero es muy
importante comprender que la esencia del sacrificio de Jesús no radica en la
destrucción física de su vida, sino en la entrega amorosa de su voluntad a la
obediencia al Padre del cielo, entrega en la que Dios reveló a los hombres la
profundidad de su amor por ellos, por cuanto que en ella, como afirma
Benedicto XVI, Dios “se puso en contra de sí mismo” al entregar a su propio
Hijo a la muerte por nuestra salvación. Por consiguiente, no es la muerte física
de Jesús lo que constituye su sacrificio, sino la fidelidad de Jesús a su misión,
que se ha puesto de manifiesto externamente en su disposición a entregar su
propia vida. Cristo realizó así, de manera ejemplar, las palabras del salmo 40
(7-9): “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; en cambio me has preparado un
cuerpo. No has querido holocaustos y sacrificios por el pecado. Entonces yo he
dicho: Aquí estoy, como está escrito en el libro, para cumplir tu voluntad” (Hb
10,5-9). Cristo no nos ha salvado por lo mucho que ha sufrido, sino por lo

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mucho que ha amado, por su amor, tanto al Padre del cielo, a quien ha
obedecido amorosamente, como a cada uno de nosotros, por quienes se ha
entregado. Y ese amor ha sido probado por el sufrimiento de la pasión y de la
muerte en la cruz.
En el pan y en el vino estamos cada uno de nosotros. Cada cristiano, al
participar en la Eucaristía, debe ponerse en el pan y en el vino y ofrecerse al
Señor, al igual que Cristo, como víctima viva para alabanza de su gloria (Ef
1,12), con el deseo, hecho súplica, de que de la misma manera que el pan y el
vino se van a convertir en el cuerpo y en la sangre del Señor, todo su ser sea
también transfigurado en Cristo, hasta que pueda decir, como san Pablo, “vivo
yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20), y así se convierta en
presencia viva de Cristo en medio de los hombres.

El lavabo
Después de presentar las ofrendas el sacerdote de lava las manos. Este
gesto no responde a una necesidad práctica, como si el sacerdote, al recibir las
ofrendas, se hubiera manchado las manos, sino que es un gesto penitencial
propio del sacerdote, con el que reconoce la necesidad de una purificación de
todo su ser puesto que va a empezar a actuar en nombre de Cristo, repitiendo
el gesto que hizo el Señor en la última cena.

Memorial de la Cena del Señor: la Plegaria eucarística


La Eucaristía es el “memorial” de la Cena del Señor y de todo lo que Él
anticipó sacramentalmente en ella: su propia muerte y resurrección, la totalidad
del misterio pascual de Jesucristo. “Memorial” no significa únicamente
“recuerdo”, sino acto sacramental por el cual, lo que se realizó en el pasado, de
una vez para siempre, se nos da ahora en el presente. “Memorial” no es, por lo
tanto, mero recuerdo de lo que ocurrió el jueves santo por la tarde, el viernes
santo, el sábado santo y el domingo de resurrección de hace,
aproximadamente, dos mil años, sino que designa un “recordar” que hace
presente el acontecimiento recordado. “Haced esto en memoria mía” significa:
recordamos lo que Tú hiciste y esto que Tú hiciste, Señor Jesús, se hace
presente ahora en medio de nosotros, desplegando toda su fuerza salvadora.

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La plegaria eucarística, que es el centro y la cumbre de toda la
celebración, es una plegaria de acción de gracias y de consagración. Se inicia
precisamente con una invitación a dar gracias a Dios (“demos gracias al Señor
nuestro Dios”). Para ello “hacemos memoria” de las maravillas que el Señor ha
hecho por nosotros. El prefacio enuncia de manera sintética estas maravillas
(cuya realización máxima es el sacrificio de la cruz, la muerte y resurrección de
Jesucristo) para que demos gracias a Dios por ellas. Y nuestra primera
respuesta agradecida es el canto del sanctus.
A lo largo de la Plegaria eucarística se hará la epíclesis o invocación al
Espíritu Santo para que los dones presentados queden consagrados, es decir,
sean convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el relato de la institución
de la Eucaristía y la consagración, con las palabras y gestos de Jesús, la
anámnesis o memoria de su bienaventurada pasión y muerte y de su gloriosa
resurrección y ascensión a los cielos, la oblación de Cristo al Padre, en el
Espíritu Santo, las intercesiones que explican que la oblación se hace por la
salvación de todos los fieles, vivos y difuntos, y la doxología final que expresa
la glorificación de Dios (“por Cristo, con Él y en Él”) que el pueblo concluye y
ratifica con el Amén.

El sanctus
El prefacio desemboca en el sanctus, cuya primera parte -“Santo, santo,
santo es el Señor, Dios del universo, el cielo y la tierra están llenos de tu
gloria”- está sacada de la visión que tuvo Isaías (6,3), en la que los serafines
proclamaban la santidad única de Dios y adoraban al Dios tres veces santo, “el
Señor Sebaot”: una expresión hebrea que puede traducirse como “el Dios del
universo”, o como “el Dios de los ejércitos”, o también como “el Dios
todopoderoso”. La segunda parte -“Hosanna en lo alto del cielo, bendito el que
viene en nombre del Señor”- es una aclamación mesiánica sacada del salmo
118 (25-26). “Hosanna” significa en hebreo “sálvanos”, “salva pues”. Este
salmo se cantaba a la entrada del Templo, el séptimo día de la fiesta de los
Tabernáculos, con ramos en las manos (cf. v. 27). Es lo que hicieron con Jesús
cuando entró en Jerusalén (cf. Mt 21,9).

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En una intuición espiritual muy segura de lo que Jesús vivió y realizó, la
liturgia cristiana ha unido con fuerza y coherencia estos dos pasajes de la
Escritura para hacer con ellos un elemento capital e irremplazable de la
plegaria eucarística. Es esencial respetarlos literalmente para no falsear el
movimiento mismo de la celebración de la Eucaristía. No es razonable ni
admisible acomodar o modificar estas palabras simplemente para facilitar el
trabajo de los músicos o por razones a menudo fortuitas y secundarias.
Estamos en presencia de un texto a la vez escriturario y eclesial, porque es la
Iglesia la que ha reconocido un significado mesiánico a la aclamación “santo…”
que forma parte de la liturgia sinagogal, celebrada por el propio Jesús, y ha
aplicado esas palabras, añadiéndoles las del salmo 118, para construir un texto
de una coherencia teológica cristiana admirable.

La consagración: “Éste es el misterio de la fe”


“Éste es el misterio de la fe”. Con esta expresión pronunciada
inmediatamente después de las palabras de la consagración, el sacerdote
proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión
sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una
realidad que supera toda comprensión humana. Este grito que da el sacerdote
recuerda aquel otro grito que dio Adán cuando, al salir del profundo letargo en
que lo sumió el Señor para crear a la mujer, contempló entusiasmado la
presencia de Eva ante sus ojos: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne” (Gn 2,23). Adán lanzó este grito lleno de admiración y de
agradecimiento a Dios, porque vio en Eva la solución al problema de su
soledad. Ahora el sacerdote contempla a Cristo hecho presente en medio de
nosotros y lanza otro grito de admiración y de agradecimiento, porque Cristo es
la respuesta al problema mucho más terrible que la soledad, que es el
problema de la muerte.
“Éste es el misterio de la fe” equivale a decir: “aquí está la vida que no
muere, aquí está la vida que ha vencido a la muerte, aquí está la vida eterna,
aquí está la reconciliación de todos, aquí está el perdón de los pecados, es
decir, la posibilidad de arrebatarle al mal la última palabra, de hacer que la
historia desemboque en una fraternidad de todos los hombres reconciliados

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con Dios; aquí está la misericordia, aquí está la esperanza”. En efecto, la
Eucaristía es “misterio de la fe” por excelencia: “es el compendio y la suma de
nuestra fe”.
El “misterio de la fe” es que con las palabras de la consagración, que el
sacerdote pronuncia in Persona Christi, es decir, como aquel que hace visible y
presente a la Persona de Cristo mismo, el sacrificio de Cristo se actualiza, se
hace sacramentalmente presente. Cada vez que un sacerdote toma el pan y el
vino y pronuncia las palabras rituales: “Esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre”,
cada vez que este rito es repetido, contiene el único sacrificio cruento no-
repetido. Este sacrificio cruento que ha partido de un punto del tiempo para
sumergirse en la eternidad divina, se hace presente en su integridad en el
momento mismo en que se pronuncian las palabras de la consagración. Estas
palabras no desgarran de ningún modo a Cristo, separando su Cuerpo y su
Sangre, sino que manifiestan que su Cuerpo y su Sangre fueron separados y
que están aquí presentes como si dos mil años de historia hubieran sido
abolidos.
La repetición del rito incruento es el envoltorio incruento del sacrificio
cruento. En la misa, en el momento de la consagración, entre las dos
consagraciones, tenemos el sacrificio cruento único de Cristo, sin el cual nadie
será salvado. Está ahí presente pero no bajo la modalidad de memoria de una
cosa que pasó y ya no está, sino que está realmente presente y nosotros
estamos realmente en ese momento al pie de la cruz sangrante, por la
repetición del rito incruento. Como dice una oración de la liturgia latina: “Cada
vez que la conmemoración de esta ofrenda es celebrada, se realiza la obra de
nuestra salvación”. El rito incruento está llamado a representar, es decir, a
hacer presente el sacrificio cruento y a perpetuar su memoria y a aplicar su
virtud salvadora.
El Señor, el viernes santo, abrió la fuente de la misericordia, que es su
corazón desgarrado en la Cruz, del que brotó la sangre y el agua -el bautismo y
la Eucaristía-, y cada vez que celebramos la Eucaristía, abrimos la fuente de la
misericordia. El Señor nos mandó “hace esto en memoria mía” para que, a lo
largo de la historia, todos los hombres puedan estar un día al pie de la Cruz y
puedan decir, como dijo el buen ladrón, “acuérdate de mí cuando vengas en tu
Reino” (Lc 23,42) y puedan acceder así a la salvación.

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El sacrificio de Cristo y su doble mediación (ascendente y descendente)
El único sacrificio redentor por el que somos salvados es el del Salvador
Jesús que en la Cruz, “con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5,7), suplicó por la
salvación del mundo. Cristo suplicó por la redención del mundo entregando su
ser entero en sacrificio: es la mediación ascendente. En este acto de ofrenda Él
reunió el sacrificio de Abel, el sacrificio de Abraham y todo lo que ha habido de
válido a lo largo de la historia humana, para unirlo a su ofrenda, para envolverlo
en ella y presentarlo al Padre. Y, al mismo tiempo, se produjo la respuesta de
lo Alto, la mediación descendente: el sacrifico de Cristo atravesó el corazón de
Dios y la respuesta descendió sobre Cristo en plenitud. Todas las gracias que
habían sido guardadas, como en reserva, desde el inicio del mundo, dice san
Pablo en la carta a los Efesios, son derramadas ahora sobre Cristo para que, a
partir de él, caigan sobre la humanidad entera; y como signo de ello el corazón
de Cristo es herido por la lanza.
Cristo recoge toda la oración de los tiempos pasados y de los tiempos
futuros y la integra en su plegaria, en sus “gritos y lágrimas”: ésta es la
mediación ascendente. Esta súplica es escuchada y la respuesta de Dios
desciende sobre Cristo para ser derramada sobre el universo entero: de la llaga
del costado de Cristo brotan el agua y la sangre, símbolos del bautismo y de la
Eucaristía.
Cada misa, a través de la Cruz de Cristo, es una bendición, una
explosión silenciosa del Amor, una gran bajada de Dios al mundo para impedir
que perezca y que el mal venza al bien. Y cada misa provoca, en una parte
escondida del mundo, una respuesta de amor, que, a través de la Cruz de
Cristo, sube hasta Dios. La Iglesia, recuerda Benedicto XVI, que es la Esposa
de Cristo, está llamada a celebrar día tras día el banquete eucarístico en
conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor de su Esposo en la
historia de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en todas las
culturas. Este gran misterio se celebra en las formas litúrgicas que la Iglesia,
guiada por el Espíritu Santo, ha desarrollado a lo largo del tiempo.

32
El fundamento de la doble mediación: la Cruz en la eternidad
El acto único del Salvador Jesús, arrancando de un punto único en el
espacio y el tiempo -bajo Poncio Pilato y en un pequeño lugar llamado
Jerusalén- se hunde en la eternidad divina y permanece en suspenso por
encima de toda la duración del tiempo para derramarse cuando las condiciones
estén preparadas. El sacrificio de la Cruz, arrancando de un punto del tiempo,
se hunde en la eternidad divina donde es guardado y está dispuesto para ser
derramado sobre el mundo cada vez que sea llamado.
La Cruz de Cristo extiende sus brazos sobre el pasado y sobre el
porvenir. Su sombra luminosa la precede y remonta hasta los primeros días
después de la caída; su luz escondida la sigue y vuelve a descender hasta los
últimos días del mundo. Cristo es Sacerdote. El oficio del sacerdote es dar el
pueblo a Dios y dar Dios al pueblo. La Cruz es el lugar de paso de toda la
oración del mundo hacia Dios y de toda la respuesta de Dios al mundo.
La Cruz está guardada en la eternidad, es la más espléndida estrella de
las misericordias divinas. Las cosas que pasan aquí abajo permanecen
presentes en la eternidad divina. La ofrenda del Salvador ha partido de un
momento del tiempo y de un punto del espacio y se ha sumergido en la
eternidad divina donde está siempre viva. Y mientras el mundo dure, el
Salvador Jesús, que ahora está en la gloria, no quiere salvar de otro modo que
a través de la Cruz y, en un determinado momento, hay un rayo de la Cruz
sangrante que viene en medio de nosotros, envuelto en la dulzura del rito
litúrgico, que es incruento.
El acto por el cual el Salvador Jesús, hace dos mil años, salvó todos los
tiempos y todos los espacios, se ha sumergido en la eternidad divina donde
está imperecederamente presente y es actualizado de nuevo cada vez que hay
una consagración. Las apariencias separadas del pan y del vino designan, en
la dulzura de estas humildes cosas, la tragedia de la Cruz sangrante. Al acto de
ofrenda, Dios responde por una misericordia que desciende a través de la Cruz
sobre toda la humanidad de todos los tiempos. En el momento de la
consagración los dos mil años que nos separan de la Cruz son abolidos:
estamos ahí, como estaban la Virgen María y san Juan.

33
La alianza en la sangre del Cordero: ofrecer la propia vida
La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado
definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para
siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por
el Hijo de Dios (cf. Hb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10). Por el Sacramento eucarístico Jesús
incorpora a los fieles a su propia “hora”; de este modo nos muestra la unión
que ha querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia.
“Vosotros, como piedras vivas, vais construyendo un templo espiritual…
para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios”
(1Pe 2,5); “Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os
ofrezcáis vosotros mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Éste
ha de ser vuestro auténtico culto” (Rm 12,1; cf. 15,24-51). Pablo hace de la
vida concreta el objeto del sacrificio que agrada a Dios: la misericordia de Dios
exige nuestra vida. Y esto sin que nosotros retengamos lo más mínimo de ella,
sino poniéndola a disposición de Dios sin quedarnos con nada. La misericordia
de Dios nos exhorta al sacrificio de nuestra existencia real.
“El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe
inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto
la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue
viviendo, y el sacerdote que presenta este sacrificio no podría matar esta
víctima… Es lo mismo que había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni
ofrendas, pero me has preparado un cuerpo” (San Pedro Crisólogo).

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LA SAGRADA COMUNIÓN

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La presencia corporal de Cristo
Para salvar el mundo “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn
1,14): no bastó la presencia invisible de la Trinidad, sino que se requirió la
presencia corporal en el mundo del Verbo hecho carne. La finalidad de la
Encarnación es esta presencia corporal de Dios en el seno de la Historia. ¿Va
a desaparecer esta presencia corporal de Dios en el mundo, cuando Jesús
suba al cielo en el día de su Ascensión? ¿El amor de Dios que le hizo venir, no
le va a hacer capaz de permanecer? La Eucaristía responde afirmativamente a
esta última cuestión.
Cuando Jesús dice: “Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20), está hablando de una presencia
espiritual. Pero en la Eucaristía el Verbo encarnado está presente
corporalmente. Cuando la mañana de la Resurrección los discípulos estaban
reunidos, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, Jesús se hizo
presente en medio de ellos corporalmente; cuando, a los ocho días, Tomás lo
vio y lo tocó, fue porque Él estaba allí presente corporalmente; cuando Cleofás
y su compañero lo encontraron camino de Emaús, estaba allí presente
corporalmente. Cuando Marta, la hermana de Lázaro, le dijo: “Si hubieras
estado aquí mi hermano no habría muerto”, no pensaba en una presencia
espiritual de Cristo, sino en su presencia corporal.
Hay cosas que el Señor nos concede cuando estamos reunidos para la
Eucaristía y que no concede sólo cuando dos o tres están reunidos en su
nombre y él está espiritualmente presente. La presencia espiritual es una gran
cosa, una inmensa cosa, pero la presencia corporal es otra cosa. En la más
humilde de nuestras capillas, en el sagrario, Él está presente, en medio de las
tempestades de la historia.
Un misterio, una presencia, llena la más pobre de las iglesias católicas.
Es el hecho de que ella está habitada. Ella no vive, en primer lugar, del
movimiento que le aporta el ir y venir de las muchedumbres, sino que ya es,
con anterioridad, fuente de vida y de pureza para quienes entran en su recinto.
Porque ella posee la presencia real, la presencia corporal de Cristo, el lugar en
el que el supremo Amor ha tocado nuestra naturaleza humana para contraer

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con ella las nupcias eternas, el hogar de irradiación capaz de iluminar todo el
drama del tiempo y la aventura humana.
Por eso, como ha recordado Benedicto XVI, la comprensión de la
Eucaristía debe suscitar en los fieles el crecimiento en ellos del sentido del
misterio de Dios presente entre nosotros. Cada uno ha de vivir y expresar que
es consciente de encontrarse en toda celebración ante la majestad infinita de
Dios, que llega a nosotros de manera humilde en los signos sacramentales.

La consagración: la transubstanciación
En la Eucaristía, dice san Agustín, hay que distinguir lo que vemos y lo
que creemos. Lo que vemos son las apariencias, las propiedades físico-
químicas: el color, el gusto, la densidad etc. Son propiedades de un sujeto.
Después de la palabra de Cristo, bajo esas apariencias que no han cambiado,
el sujeto al que pertenecían ha sido arrancado de ellas y, en su lugar, hay otro
sujeto: el Cuerpo de Cristo. Se ha producido un cambio profundo: se ha pasado
de una realidad profunda a otra realidad profunda: el sujeto escondido bajo las
propiedades que no han cambiado, que siguen siendo las mismas, ese sujeto
ha sido transmutado en otro sujeto, en la presencia corporal del Verbo.
“Trans”, en latín, se emplea para significar pasar de un lugar a otro
(“trans-atlántico”, por ejemplo). La palabra transubstanciación significa pasar de
una realidad profunda a otra realidad profunda, de un “sujeto” a otro “sujeto”,
entendiendo por “sujeto” el ser substancial, el ser al que se le atribuyen una
serie de propiedades pero que él no puede ser atribuido a otro ser como una
propiedad. Por lo tanto con esta palabra se designa una conversión de toda la
sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo.
En las Catequesis de Jerusalén leemos: “Adoctrinados e imbuidos de
esta fe certísima, debemos creer que aquello que parece pan no es pan,
aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino
no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo”.
El Concilio de Trento explicitará esta antigua fe de la Iglesia diciendo que en el
santo sacramento de la eucaristía toda la sustancia del pan y del vino se
convierte en el cuerpo y la sangre de Cristo, subsistiendo únicamente las
apariencias del pan y del vino, y designando esta admirable y singular

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conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del
vino en la sangre con el nombre muy apropiado de transubstanciación.
Cuando Cristo dijo: esto, esta realidad que veis aquí y que tiene las
propiedades del pan, esto es mi Cuerpo, en ese momento se produjo lo
siguiente: las apariencias permanecieron, las propiedades físico-químicas
permanecieron, pero la realidad profunda fue arrancada a esas apariencias y
ocupó su lugar la persona de Cristo, que se puso bajo esas apariencias para
poder ser consumido, para que pudiéramos unirnos a Él no sólo por la fe y el
amor sino también por la manducación.
Darse a otro mediante la manducación no es una forma primitiva o
elemental de donación, sino una realidad de amor. Toda madre ha expresado
alguna vez el deseo profundo de amor hacia su hijo diciendo que “se lo
comería”. “Comer a besos” es una forma de manifestar el deseo de unión
profunda con el otro. Cuando dos que se aman son obligados, por las
circunstancias de la vida, a separarse, no es raro que se entreguen
recíprocamente algún objeto (un anillo, una medalla, un pañuelo) con el ruego
de llevarlo siempre consigo, como signo de su mutua unión. La dinámica de
este gesto significa, en su realidad más honda, el deseo de acompañar al otro
en la separación, de estar con él; en cierto modo es como si se dijeran: “si
pudiera me haría yo este objeto que tú vas a llevar, para estar siempre
contigo”. Los hombres no podemos realizar este deseo de identificación
sustancial; pero Dios sí puede, y es lo que ha hecho en la Eucaristía: “Esto es
mi cuerpo” significa “esto soy yo”.
“Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). El Señor no les pedía que supieran la
manera como Él iba a realizar esto que les anunciaba; sólo les pedía un don
interior total, el mismo que pidió a Abraham, un don absoluto, una confianza sin
límites. Ese don total es un acto de fe y de amor; pero también es algo más:
una participación cultual por la manducación de la víctima; un acto de
asimilación profunda entre la víctima y quien la come, porque eso es lo que
significa la manducación. Al igual que la Pascua judía, la nueva Pascua es un
sacrificio de comunión, lo cual supone, para participar en él, además de la fe y
el amor, otra cosa: la manducación.

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La comunión
¿Por qué el Salvador Jesús se nos ha querido dar de esta manera? Es
verdad que comer pan y beber vino es algo esencial, es el alimento
mediterráneo por excelencia, lo que nos da fuerzas cuando desfallecemos de
hambre o de sed, lo que nos da vida. Pues eso mismo hace la comunión en el
orden espiritual: la comunión es vida compartida, es “simbiosis” en los dos
sentidos: la vida de Cristo se convierte en nuestra vida y nuestra vida se
convierte en la vida de Cristo. Hasta el punto de que san Pablo se atreve a
decir: “Ya no vivo yo. Es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). En las Catequesis
de Jerusalén leemos, de nuevo: “Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo del
pan, y su sangre bajo el signo del vino; de modo que al recibir el cuerpo y la
sangre de Cristo te haces concórporeo y consanguíneo suyo. Así pues, nos
hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo
y su sangre. Así, como dice san Pedro, nos hacemos “partícipes de la
naturaleza divina” (2Pe 1,4). Y san León Magno, por su parte, afirma: “La
participación del cuerpo y de la sangre del Señor nos convierte en lo mismo
que tomamos y hace que llevemos siempre en nosotros, en el espíritu y en la
carne, a aquel junto con el cual hemos muerto, bajado al sepulcro y
resucitado”.
La razón más profunda de este misterio es la asimilación: ser asimilado.
La manducación es un proceso de asimilación, de cambio, en el que el más
fuerte cambia en él al menos fuerte. La imagen corporal de la asimilación es la
imagen de lo que debe ser la unión de amor en la eucaristía, una asimilación
en la que el más fuerte nos asimile; de este modo la unión por manducación no
va en detrimento de la unión por la fe y el amor, sino que viene a incendiar la
unión por la fe y el amor. La comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo por
manducación es un proceso de absorción del Salvador Jesús que viene a
incendiar en nosotros el amor para que podemos ser una sola cosa con él.
“Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me
transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en
mí”, afirma san Agustín. En efecto, no es el alimento eucarístico el que se
transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que, gracias a él,
acabamos por ser cambiados misteriosamente.

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También hay otra razón, que se nos explica ya en la Didajé, uno de los
primeros escritos cristianos, distintos del Nuevo Testamento. En el pan y en el
vino están los granos de trigo y de uva que se han hecho en ellos una cosa:
representan la unión. Cuando comulgamos, cada uno no se une a un Cristo
personal suyo sino que todos nos unimos al Cristo único y, de ese modo,
quienes comulgan se unen entre sí como los puntos de la circunferencia están
unidos entre sí no directamente sino por su común relación al centro: por estar
todos ellos unidos al centro, están todos ellos unidos entre sí. La comunión
crea la unidad de la Iglesia y por eso no se pueden separar la fe en la sagrada
comunión y la fe en la Iglesia. Los Padres de la Iglesia han sido muy sensibles
a esta realidad. Escribe al respecto san Gaudencio de Brescia: “Puesto que el
pan, compuesto de muchos granos de trigo reducidos a harina, necesita, para
llegar a serlo, de la acción del agua y del fuego, nuestra mente descubre en él
una figura del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo
compuesto por la muchedumbre de todo el género humano y unido por el fuego
del Espíritu Santo”. En efecto, son el agua del bautismo y el fuego de la
Eucaristía los que constituyen el cuerpo de Cristo. Que la Eucaristía sea
“fuego” es algo que afirma san Efrén: “Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó
de sí mismo y de su Espíritu (...), y quien lo come con fe, come Fuego y
Espíritu (...) Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo”.
Cuando comulgamos, comemos un “fuego devorador”, porque Dios es “fuego
devorador”, como afirma el profeta Isaías (33,14) y repite la Carta a los
Hebreos (12,29). Cuando recibimos el cuerpo de Cristo, recibimos el fuego del
Espíritu Santo, el fuego de Dios.
La comunión requiere que estemos en gracia de Dios. El abrazo de amor
entre Cristo y cada uno de nosotros exige que en nosotros no haya ninguna
negación de ese Amor que Él es y nos da. Por eso la Eucaristía no puede
separarse de la propuesta de un camino penitencial, tal como proclamó san
Pablo: “Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y
coma así el pan y beba la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el
Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1Co 11,27-29). En la actualidad,
afirma Benedicto XVI, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que
tiende a borrar el sentido del pecado, favoreciendo una actitud superficial, que

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lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse
dignamente a la comunión sacramental. En realidad perder la conciencia de
pecado comporta también una cierta superficialidad en la forma de comprender
el amor mismo de Dios. Además, la relación entre la Eucaristía y la
Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente
individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en
la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como
dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus, subrayando
de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el
restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de
nuevo a la Eucaristía.
A veces se ha dicho, con buena voluntad pero sin ningún acierto, que ir
a misa y no comulgar no tiene sentido. La primera persona que se benefició de
la Eucaristía y recibió por ella la salvación, no comulgó: fue el malhechor
crucificado a la derecha del Señor. Este hombre asistió con fe al sacrificio,
profesó en voz alta la inocencia de Dios, confesó su propio pecado y suplicó
humildemente la misericordia del Señor. Y él escuchó de los labios de Cristo
las benditas palabras: “hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 39-43).
Comulgar no es una obligación (salvo una vez al año, en el tiempo pascual,
como recuerda el tercer mandamiento de la Iglesia), ni tampoco un derecho. La
comunión es una gracia, es decir, un regalo, un don, que exige de nosotros
estar en gracia de Dios, haber arrancado de nuestra alma todo pecado grave
mediante la confesión sacramental.
Sin duda, la plena participación en la Eucaristía se da cuando nos
acercamos también personalmente al altar para recibir la Comunión. No
obstante se ha de poner atención para que esta afirmación correcta no induzca
a un cierto automatismo entre los fieles, como si por el solo hecho de
encontrarse en la iglesia durante la liturgia se tenga ya el derecho o quizás
incluso el deber de acercarse a la Mesa eucarística. Aun cuando no es posible
acercarse a la comunión sacramental, la participación en la santa Misa sigue
siendo necesaria, válida, significativa y fructuosa. En estas circunstancias, es
bueno cultivar el deseo de la plena unión con Cristo, practicando, por ejemplo,
la comunión espiritual, recordada por Juan Pablo II y recomendada por los
Santos maestros de la vida espiritual, nos recuerda Benedicto XVI.

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Eucaristía e Iglesia
Entre la Eucaristía y la Iglesia hay una unión indisoluble y un vínculo
causal. Aunque es la Iglesia quien celebra la Eucaristía, sin embargo hay que
decir que la Iglesia existe gracias a la Eucaristía, porque fue la entrega de
Cristo en la Cruz la que dio origen a la Iglesia, como meditaron
abundantemente los Padres de la Iglesia, señalando la relación entre el origen
de Eva del costado de Adán mientras dormía (cf. Gn 2,21-23) y el origen de la
nueva Eva, la Iglesia, que brotó del costado de Cristo, sumido en el sueño de la
muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34),
símbolo de los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía, los sacramentos
que construyen la Iglesia. Descubrimos aquí un aspecto elocuente de la
fórmula de san Juan: “Él nos ha amado primero” (1Jn 4,19). Él es eternamente
quien nos ama primero.
“Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos
del Cuerpo y Sangre de Cristo”. Estas palabras de la Plegaria Eucarística nos
permiten comprender bien que la Eucaristía incluye la unidad de los fieles en la
comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia
como misterio de comunión. “La unicidad e indivisibilidad del Cuerpo
eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia
una e indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de
cada comunidad celebrante, de cada Iglesia particular. Del dejarse atraer por
los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su Cuerpo, único e
indiviso”, afirma Benedicto XVI.
Al hacernos Iglesia, la Eucaristía, y muy en especial la comunión, nos
hace “miembros”, nos concede la gracia de ser “miembros” del único Cuerpo de
Cristo, lo que comporta la desaparición progresiva del pequeño “yo” encerrado
en sí mismo de cada uno, para pasar a formar parte del único “yo” de Cristo,
que es un yo “desindividualizado”, liberado de todo enclaustramiento y
egoísmo, todo él comunión, tierra de acogida, lugar de reconciliación y de
encuentro. La “gracia de ser miembro” es una gracia de superación del peso
del pecado en cada uno de los creyentes, es decir, de ruptura con el

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individualismo egoísta, con la “supervivencia individual”, con la vida sólo para
sí.
Por su calidad de salvado “en Cristo”, bautizado en un único Espíritu y
alimentado de un solo pan, el cristiano es por esencia un ser-con, no un
individuo, sino una persona-en-comunión. Efectivamente, para él la relación
necesaria con los otros procede de la naturaleza misma del ser cristiano. La
eucaristía salva a la persona arrancándola así de la corrupción fundamental
que es la ruptura de la relación tanto con Dios como con los demás en la
cerrazón asfixiante sobre uno mismo. La arraiga en la koinonía (comunión) del
cuerpo de Cristo. Ésta, repitámoslo, consiste fundamentalmente en el abrazo
mutuo de la multitud en el cuerpo único del Señor en acto de reconciliación
mediante el “desasimiento” de sí mismo. Por tanto, no se trata de una suma de
existencias individuales: la koinonía es comunión en una forma nueva de
existencia, definida por el sacrificio pascual del Señor que “se da” al Padre y a
los demás. El pan eucarístico es el que hace que Pedro o María puedan vivir
ante Dios, no ya como los individuos Pedro o María, sino como Pedro miembro
del cuerpo de Cristo y María como miembro del cuerpo de Cristo, impregnados
de una vida que los supera y que no es ya simplemente “para ellos”: la
eucaristía es el sacramento del don, que hace del mismo creyente un don.
Lo cual nos conduce a las reflexiones de san Juan Crisóstomo y de otros
muchos Padres sobre la vinculación esencial entre el sacrificio del servicio a los
pobres y la celebración sacramental del cuerpo ofrecido en sacrificio,
vinculación que ya señalaron Pablo y la carta de Santiago (St 2,1-13) y que
tiene profundas raíces veterotestamentarias en los profetas (Is 1, 13-17; 58, 6-
10), como también lo entendió la tradición rabínica en el judaísmo, pues “la
limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado” (Tb 12,9). La frase de la
carta a los Hebreos sobre “los sacrificios que agradan a Dios” y que se
designan con los nombres de beneficencia y de ayuda mutua comunitaria (Hb
13,16), recoge todos estos ecos y los consagra de nuevo.

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