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Ese informe, cuya influencia aún perdura en el debate educativo
estadounidense, se titulaba “Una nación en peligro”1. ¿Habrá muchos entre
nosotros que consideren que la subsistencia de la Argentina como nación está
en peligro debido a la crisis educativa que atraviesa? Es más, de hacerlo,
¿considerarán nuestros líderes que ese riesgo es tan grave como lo aseguran
los estadounidenses? Finalmente, ¿les importará lo suficiente como para
encarar con decisión las acciones que permitan evitar ese peligro que se cierne
sobre nosotros?
1
A Nation at Risk:.The Imperative for Educational Reform. A Report to the Nation and the Secretary of
Education United States Department of Education by The National Commission on Excellence in Education,
April 1983 (http://www.ed.gov/pubs/NatAtRisk/index.html)
2
Sarmiento DF. Banquete en Chile, 5 de abril de 1884. En “Obras Completas”, vol. XXII, p.185-188.
Universidad Nacional de La Matanza, 2001.
3
Citado por Posse A. La Argentina y la dimensión perdida. La Nación, 24 de abril de 1992.
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Estas ideas fueron ya expresadas claramente por los protagonistas de la
Revolución de Mayo y se reiteraron a lo largo de los primeros años de nuestra
historia independiente. Por citar sólo un ejemplo, Marcos Sastre, al inaugurar el
Salón Literario en 1837, organizado bajo el lema “Desechemos las obras de las
tinieblas, y vistamos las armas de la luz”, en su discurso titulado "Ojeada
filosófica sobre el estado presente y la suerte futura de la Nación Argentina”,
expresó: “Todo demuestra el gran vacío que hay en la instrucción pública de
nuestro país. La imperfección de nuestros métodos de estudios y la necesidad
que tiene la juventud estudiosa de recibir otras ideas, adquirir otros
conocimientos, ocuparse de otras lecturas.”
En 1874, el mismo Marcos Sastre realiza un llamado desesperado a la
dirigencia de su época:
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disponemos de las riquezas del porvenir? El capital invertido en la cultura del
pueblo, sería pagado por las generaciones venideras que habrían de
cosechar sus óptimos productos.”4
4
Escrito de Marcos Sastre del 18 de febrero de 1874 en San Fernando, en el que hace un llamado a los
legisladores y hombres del gobierno para que presten atención a la “Educación del pueblo.”
5
Bunge A. E. Una nueva Argentina. Buenos Aires, Hyspamérica, 1984.
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Revolución de Mayo, el contador de la Municipalidad de Buenos Aires, don
Manuel Chueco, afirmaba a modo de balance:
“Las casas que hemos edificado para nuestras escuelas son, cual
corresponde a nuestras grandezas y a nuestras riquezas, lujosísimos
palacios. Esplendidez que no es ostentosa vanidad, sino provechosa
conveniencia. La casa escuela grande y limpia educa mientras el maestro
enseña. Y cuando es lujosa y magnífica, educa más y mejor.” 6
6
Chueco M.C. La República Argentina en su primer centenario. Compañía Sud-Americana de Billetes de
Banco.Buenos Aires, 1910.
7
Clemenceau G. La Argentina del Centenario, Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1999.
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que deriva del mismo, tendrán posibilidades de desarrollarse y de subsistir en el
futuro. Pero, por otra parte, a poco que nos detengamos a analizar nuestra
realidad educativa, parecería que pretendemos ingresar a esa “sociedad del
conocimiento” simplemente, sin conocer.
Con esa reiterada referencia a la nueva sociedad se pretende señalar la
importancia que en la economía contemporánea ha adquirido la tecnología,
producto a su vez del explosivo desarrollo de la investigación científica. Lo que
no se advierte con igual frecuencia es que esa “sociedad del conocimiento”
demanda sacrificios por parte de la sociedad – importantes inversiones en
educación y en el desarrollo científico y técnico – así como de cada una de las
personas – el interés y el esfuerzo imprescindibles para lograr una formación de
calidad – que permitan que los rasgos que caracterizan a la “sociedad del
conocimiento” se adviertan en la realidad cotidiana. No siempre se comprenden
estos factores y así se genera la paradoja de querer ingresar a la nueva
sociedad por la puerta de atrás, por el portal de la ignorancia.
Además, como lo expresa con acierto José Luis Pardo, profesor de
filosofía de la Universidad Complutense de Madrid:
“Al introducir en el orden del saber el aparato bancario de medida, como por
arte de magia se tornaron equivalentes dominios que antes no parecían
poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la biología
molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se
dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y
sonantes y, por tanto, de dinero por unidad de tiempo: había nacido el
“conocimiento en general”, sin distinción de contenidos, y por ello se impuso
– no sólo sin resistencia alguna, sino con manifiesto entusiasmo a izquierda y
derecha – el eslogan de la sociedad del conocimiento, otra idea
completamente revolucionaria que arrasa toda la arquitectura del saber
cualificado y organizado en disciplinas y especialidades, en beneficio de lo
que no sería exagerado llamar “una gelatina de conocimiento humano
indiferenciado”, de tal manera que podría traducirse en estos términos el
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“progreso” alabado por Marx: “La indiferencia respecto del conocimiento
determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos
pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en donde el género
determinado del conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es
indiferente”.8
8
Pardo J.L. El conocimiento líquido: Sobre la reforma de las universidades públicas. Claves de Razón
Práctica Nº 188: 4-11, 2008.
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de menores ingresos, sólo logran permanecer, en promedio, tres años en el
sistema educativo.9
Un estudio sobre el tema realizado por el Banco Mundial, señala:
9
OEI. Metas Educativas 2021: La educación que queremos para la generación de los Bicentenarios,
Madrid, 2008.
10
Sarmiento DF. Revolución francesa de 1848 (Crónica, 28 de febrero de 1849). En “Obras Completas”,
Vol. IX, p. 28-29. Universidad Nacional de La Matanza, 2001.
11
Thurow L. An establishment or an oligarchy?, National Tax Journal 42: 405-411, 1989.
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tiene un “establishment” (¿sociedad establecida?) y América Latina tiene una
oligarquía. En realidad, se trata del mismo grupo descripto con dos nombres
diferentes. En ambas regiones, ese grupo está integrado por personas ricas,
bien relacionadas, educadas en las mismas buenas escuelas, casadas entre
ellas y que dirigen sus países.
Sin embargo, existe una diferencia esencial. Un “establishment” actúa
demostrando que tiene confianza en el hecho de que, si el sistema funciona y si
su país es exitoso en el largo plazo, a sus integrantes también les irá bien en lo
personal. Al contar con esa certeza, no anteponen sus propios intereses
inmediatos cuando hacen pesar su influencia en la toma de decisiones públicas.
En cambio, una oligarquía está formada por un grupo de individuos inseguros,
que acumulan fortunas en cuentas bancarias secretas. No confían en que, si su
país es exitoso, ellos también lo serán. Por eso, siempre tienen presente su
propio interés, no se preocupan por invertir tiempo y esfuerzo en mejorar las
perspectivas de su país en el largo plazo. Según Thurow, a lo largo de la historia
de los EE.UU., se han alternado en ese país “establishments” y oligarquías.
Esa concepción resulta sugerente para pensar el futuro argentino desde
el presente. Para ayudar a salir de la crisis, nuestra dirigencia debería
comportarse como un “establishment”, es decir, volver a preocuparse por el
porvenir del país concebido como un conjunto de personas con una comunidad
de intereses de cuyo éxito dependerá el de cada uno de sus integrantes y el de
sus hijos. Si, en cambio, elige privilegiar su apetito personal, como las
oligarquías, ni la Argentina ni esa dirigencia tendrán futuro.
La distancia abismal que separa a nuestros dirigentes de sus pares en las
grandes corporaciones de los Estados Unidos queda demostrada por el hecho
de que, cuando, en 1995, se debatía el equilibrio presupuestario, ellos alertaron
públicamente a sus legisladores acerca del serio peligro que para su país
representaría reducir los fondos públicos destinados a la educación superior y a
la ciencia básica. No es habitual observar, entre nuestros pares de aquellos
dirigentes una preocupación similar por esas cuestiones que, sin embargo,
resultan centrales para el futuro del país.
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Una fugaz mirada a la situación educativa argentina: crisis en la cantidad y
la calidad
Es preciso tomar clara conciencia de que la Argentina no escapa a las
groseras distorsiones descriptas para el caso de América Latina. El porcentaje
de la fuerza de trabajo, es decir, las personas de entre 15 y 64 años, que no ha
completado la educación media, hoy considerada como el mínimo requerido
para trabajar, es entre nosotros del 58 %. En Canadá, por ejemplo, el porcentaje
equivalente es del 16 %. Si consideramos, dentro de ese grupo, a los más
jóvenes, quienes tienen entre 25 y 34 años, el porcentaje es algo superior (52 %)
aunque, de todos modos, resulta alarmantemente bajo.
Otro indicador preocupante lo constituye el hecho de que, en el mismo
grupo de edad, sólo contamos con un 14 % de personas que han completado la
educación terciaria frente a un 38 % en Suecia, por ejemplo. Asimismo, entre
nosotros se observan marcadas diferencias en lo que respecta a los grupos
sociales, similar a la ya mencionada para el caso de América Latina. En la
actualidad, alrededor de 900 mil jóvenes argentinos menores de 25 años no
estudian ni trabajan. Estos pocos datos comparativos, extraídos de entre un
universo de cifras de las que se deducen similares conclusiones, resultan
ilustrativos para resumir la enorme deuda social que, en materia educativa,
enfrenta nuestro país.12,13
En la actualidad, sólo el 50 % de los alumnos que ingresan a la educación
media la completan; más de un millón de niños y jóvenes fracasa cada año en
las escuelas primarias y secundarias; en los hogares más pobres repiten casi 5
veces más alumnos que en los más ricos y abandona el polimodal, es decir los
últimos tres años de la educación media, el 39 % de quienes ingresan a ese
nivel. A título de ejemplo, baste señalar que en la enseñanza media, entre 2000
y 2006, en la Provincia de Buenos Aires se duplicó el número de repitentes que
pasó del 4 % al 9 % mientras que aumentó un 130 % la deserción: del 7 % al
16 %, casi 90.000 alumnos. De acuerdo con un reciente estudio de la CEPAL, el
12
OECD. Education at a glance. OECD Indicators 2003. París, OECD, 2003.
13
OECD. Education at a glance. OECD Indicators 2005. París, OECD, 2005.
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18 % de los jóvenes entre 15 y 19 años desertó de la educación al tiempo que
otro 15 % de los integrantes de ese grupo estaba muy retrasado14. En otras
palabras, a pesar del hecho auspicioso de que en las últimas décadas se han
incorporado a las escuelas muchos niños y jóvenes que antes no lo hacían,
deberíamos realizar un esfuerzo sostenido para mantener dentro de ellas a un
mayor número de personas con la finalidad de educarlos y no sólo de que estén
allí como alternativa a vagar por las calles.
Pero esto no nos debe hacer olvidar de que no basta con incorporar
alumnos al sistema educativo. Deberíamos, además, proporcionarles más y
mejores herramientas para desenvolverse en un mundo de una complejidad
creciente, sin descuidar su entrenamiento en el dominio de las capacidades
básicas: comprender lo que se lee, desarrollar cierta capacidad de abstracción,
poder orientarse aunque más no sea rudimentariamente en el tiempo y el
espacio históricos.
Son numerosas las investigaciones acerca de la calidad educativa que
demuestran nuestro alarmante retraso. En este sentido, resultan muy ilustrativos
los resultados del estudio PISA, patrocinado por la OCDE, una comparación
internacional del rendimiento educativo de jóvenes de 15 años realizado en un
gran número de países del mundo en cuyas ediciones de los años 2000 y 2006
participó la Argentina.15 Del último estudio surge que el 58 % de nuestros
jóvenes prácticamente carece de la capacidad de comprender lo que leen. Es
preciso tener presente que se trata de jóvenes que están asistiendo a la escuela
ya que la investigación se realiza dentro de ese ámbito. El porcentaje
equivalente en países como Finlandia o Corea es del 6 %. Otro aspecto
preocupante es la escasa cantidad de jóvenes con elevada capacidad de
comprensión lectora: mientras que entre nosotros es del 0,9 %, en Canadá o
Australia se encuentra entre el 10 % y el 15 %. Es decir que tampoco contamos
con un grupo que demuestre altas capacidades como en otros países, lo que
14
Panorama Social de América Latina 2008. Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL). Santiago de Chile, 2009.
15
PISA 2006. Science Competencies for Tomorrow's World: Volume 1: Analysis. OECD Publishing, Paris,
2007.
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desvanece el mito de la existencia de pretendidos grupos de excelencia.
Siguiendo con la comprensión lectora, en 2000, ocupamos el puesto 35
de 41 países, con 418 puntos, y en 2006, con 374 puntos, estuvimos en el
puesto 52 entre 57 países, oportunidad en la que los estudiantes de Corea
obtuvieron el máximo puntaje (556). Además, preocupa advertir que entre la
evaluación de 2000 y la de 2006 los jóvenes de Chile mejoraron 33 puntos, los
de Brasil empeoraron 3 puntos y los de Argentina retrocedieron 45 puntos. En el
grupo que integra el 10 % de estudiantes que demostraron peor rendimiento, el
puntaje promedio obtenido en comprensión lectora cayó entre 2000 y 2006 en la
Argentina un 23 % mientras que en Chile aumentó el 6 %. Por otro lado, entre el
10 % de los estudiantes con mejor rendimiento, el puntaje promedio cayó el 5 %
16
entre los alumnos argentinos y en Chile aumentó el 10 % . Es decir, que la
caída en lo que respecta al desempeño educativo afecta a los alumnos
argentinos de ambientes pobres pero no escapan a ella quienes pertenecen a
ambientes social y económicamente más favorecidos.
Similares deficiencias se advierten en lo que respecta a los conocimientos
en ciencia y en matemática, cruciales por otra parte para la real “sociedad del
conocimiento”. Así, por ejemplo, mientras que en Argentina el 56 % de los
jóvenes posee muy escasos conocimientos de ciencia, en Canadá, Corea o
Japón, se encuentra en una situación similar alrededor del 10 % de los jóvenes.
Cuando se comparan los resultados obtenidos en el estudio internacional PISA
por alumnos argentinos de 15 años entre 2000 y 2006, se comprueba que el
puntaje promedio en matemática en el año 2000 fue de 388, lo que nos ubicó en
el puesto 34 de 41 países y en 2006 fue de 381 (52 de 57 países), ocasión en la
que el máximo puntaje (548) fue obtenido por los alumnos de Taiwan.
Los demás países de América Latina comparten esta crisis de la calidad
educativa, con algunas diferencias entre ellos, como lo demuestran tanto el
estudio citado como numerosas otras investigaciones que se han ocupado
exclusivamente de la región. Por ejemplo, el “Segundo Estudio Regional
16
Sólo 1 de cada 3 jóvenes está preparado para el trabajo. IDESA. Informe Nacional Nº 295, Buenos Aires,
26 de julio de 2009
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Comparativo y Explicativo” (SERCE) organizado por la UNESCO en 2006 y
enfocado en la educación primaria, es encabezado por los alumnos de Cuba
quienes muestran el mayor rendimiento (con 627,06 puntos), seguidos, en ese
orden, por los de Costa Rica, Chile. Uruguay, México y la Argentina (508,72
puntos). 17
Los datos consignados bastan para extraer una conclusión esencial: la
Argentina cuenta hoy con relativamente poca gente educada e inclusive aquellos
que han accedido a la educación, exhiben un nivel de conocimientos y
habilidades tan bajo, cuando lo comparamos con los de la mayoría de sus pares
en el mundo desarrollado al que pretendemos ingresar, que debería constituir un
motivo de seria preocupación.
“Los bárbaros (tal el título del libro comentado) lo son respecto a aquello que
se considera la civilización, es decir, respecto a nosotros, que nos
consideramos como tal. Nuestra civilización se siente devastada en sus
valores esenciales: la duración, la autenticidad, la profundidad, la
17
Los aprendizajes de los estudiantes de América Latina y el Caribe, SERCE. Santiago, Chile, Junio 2008.
18
Jaim Etcheverry G. La tragedia educativa. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.
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continuidad, la búsqueda del sentido de la vida y del arte, la exigencia de
absolutos, la verdad, la gran forma épica, la lógica habitual, toda jerarquía de
importancia entre los fenómenos. Y vemos que, en lugar de esos valores,
triunfan lo superficial, lo efímero, el artificio, la espectacularidad, el éxito
como única medida del valor, el hombre horizontal que busca la experiencia
en una girándula continuamente mutable. Vivir se convierte en un surfing,
una navegación veloz que salta de una cosa a otra como de una tecla a otra
en Internet; la experiencia es una trayectoria de sensaciones en la que la
“pulp fiction” y Disneylandia valen tanto como Moby Dick y no dejan tiempo
para leer Moby Dick.” 19
Este párrafo encierra varias claves que orientan acerca de lo que sucede
en la educación actual porque pone el acento en el ocaso de los valores de la
“civilización”, ligada a la idea de permanencia, de continuidad, de profundidad.
Todos esos valores son los transmitidos mediante la educación, proceso que
Hannah Arendt considera fundamental para introducir a los recién llegados al
mundo, es decir, las nuevas generaciones, a una realidad que estaba antes que
ellas arribaran y que seguirá allí cuando partan.20
El cambio de esos valores, ha arrastrado inevitablemente a la educación
de la que dependía su transmisión y en la que ésta se sustentaba y, por eso,
desorientada, la tarea de educar busca un nuevo sentido. En la realidad
cotidiana actual advertimos los signos que emergen poniendo de manifiesto esa
crisis profunda: violencia en las aulas, enfrentamientos de padres con docentes,
demandas de “democratización” de la vida escolar, reclamos salariales. Todas
esas cuestiones son sólo las consecuencias visibles de un problema más
esencial: la falta de relevancia social de la tarea que llevan a cabo las
instituciones dedicadas a lo que, hasta hace poco, se denominaba la “educación
formal.”
19
Magris C, Baricco A. La civiltà dei barbari. Corriere della Sera, Milano, Ottobre 7, 2008 (Traducido en
adnCultura, La Nación, Buenos Aires, Noviembre 22, 2008).
20
Arendt H. La crisis en la educación, en “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión
política”. Península, Barcelona, 1996.
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La sociedad actual está convencida de que para educar a un niño o a un
joven basta con exponerlo a la realidad que lo circunda, ya que allí se encuentra
lo valioso. Es más, hasta se llega a proponer que sean los jóvenes los
responsables de educar a los adultos. En otras palabras, la antigua “educación
informal” ha pasado a ocupar el lugar central mientras que la institución escolar,
entendiendo por ella a todos sus niveles, está quedando restringida a certificar la
educación, independientemente de que ésta se haya o no recibido. Una especie
de tediosa burocracia emisora de constancias. El problema se genera cuando
padres y jóvenes advierten que, en un desesperado intento, la escuela sigue
pretendiendo que el alumno aprenda algo a cambio de esa certificación.
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Aunque, lógicamente, deben ser empleables, la formación de las
personas como tales está, sin duda, en primer lugar. Esa visión debe ser
recreada en una sociedad como la actual, en la que el tipo de trabajo que se
termina por realizar muchas veces se aparta claramente de aquello para lo que
la persona se preparó. Como nunca antes, hoy resulta imposible predecir el
desarrollo lineal de una carrera profesional. Por eso, es esencial entrar en
posesión de las herramientas intelectuales que otorguen la flexibilidad necesaria
para cambiar de empleo todas las veces que se plantee esa alternativa. No es
casual que muchas universidades en todo el mundo tiendan a formar personas
con conocimientos en unas pocas disciplinas fundamentales tales como la
historia, la física, la filosofía, la biología. No se pretende que resulten expertas
en ellas, sino que adquieran las herramientas intelectuales propias de esas
disciplinas que son las que les permitirán acceder a la realidad desde ángulos
distintos. Tampoco es casual que muchos gerentes de grandes compañías
internacionales hoy no sean economistas o graduados en administración de
empresas sino, por ejemplo, filósofos o historiadores, porque son éstos quienes
mejor dominan las herramientas intelectuales que permiten comprender la
complejidad de los veloces cambios que experimenta la realidad.
Por eso, los adultos tenemos la obligación de descubrir a los jóvenes la
riqueza intelectual del mundo, ya que, precisamente, es esa la llave que les
proporcionará mayores posibilidades de desarrollo personal. Es éste un debate
trascendente que resulta imprescindible encarar para ubicar en su adecuado
contexto a las propuestas que impulsan una especialización temprana, en
realidad exageradamente precoz, de los contenidos de la enseñanza.
Pero, en el fondo, nos resistimos a esta concepción de la educación como
integradora de la persona. En primer lugar porque se está generalizando la
citada concepción de que lo que se enseña en la escuela “no sirve”. ¿Para qué
“sirve” aprender a manejar con corrección la propia lengua si quienes hablan en
torno a nosotros ya no son capaces de construir frases completas y con sentido?
¿Cuál es la “utilidad” de desarrollar la capacidad de abstracción, favorecida por
el aprendizaje de la matemática, si nos rodea un mundo concreto, casi mágico,
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que se nos aparece como ya dado? No alcanzamos a comprender que esa
realidad ha surgido de la capacidad de reflexión del ser humano que,
precisamente, es la que debería contribuir a desarrollar la escuela. En última
instancia, lo que se pretende es que familia y escuela, amplíen el panorama vital
de una persona porque la educación nos proporciona a cada uno de nosotros la
dimensión, el límite, de nuestras propias posibilidades. Mediante la educación
tomamos conciencia de aquello que podemos ser. Como la definió Hesíodo hace
casi 2.800 años, “La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es
capaz de ser.”
Página 17
comprenden lo que leen o no pueden realizar simples procedimientos de
abstracción vinculados con la matemática.
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también posee una faceta negativa, como esta falta de aceptación de la norma,
lo que torna caótica y difícil la vida social. No contamos con un sistema
compartido de reglas y normas, y el hecho de que la educación no haga hincapié
en su existencia, contribuye a la falta de su respeto que se observa en el
escenario social.
Tal vez el eslabón más débil de la educación argentina, la enseñanza
media, se está transformando en años prácticamente perdidos; una suerte de
sala de espera para algo que vendrá: el trabajo o los estudios superiores. Lo
mismo puede llegar a suceder con el nivel universitario, donde se impone la
necesidad de concluir rápidamente los estudios de grado, no importa de qué
manera, porque se está alimentando la económicamente rendidora expectativa
del posgrado. En suma, se vive en un estado de permanente postergación.
Es importante comprender que no es posible hacer perder a nuestra
gente joven un tiempo tan valioso. Es preciso realizar un esfuerzo para
reintroducir en nuestra sociedad la idea de la importancia de la educación
concreta. Es imprescindible formar personas solidarias y creativas, pero éstas
deben poseer también brújulas intelectuales que les permitan orientarse en el
mundo.
Son escasos los esfuerzos que hacemos para mostrar a niños y jóvenes
que existe otra realidad más allá de lo superficial, banal y grosero que les
exhibimos todos los días por los medios de comunicación, constituidos en
protagonistas esenciales de la educación, por no decir casi excluyentes. No
parecemos interesados en hacer ver a nuestros jóvenes que el ser humano es
capaz de otros desarrollos y que ha concretado, a lo largo de la historia,
creaciones importantes en todos los campos. Ellos tienen derecho a acceder a
ese patrimonio por la sola razón de ser humanos, y es nuestra obligación
transmitírselo. Es, pues, esa función de transmisión de la escuela la que está
atravesando una crisis muy profunda la que, como dijimos, explica en gran
medida la situación que estamos viviendo.
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La tiranía de lo joven
Nuestro mundo privilegia lo joven y todos queremos ser jóvenes: padres y
maestros pretendemos ser los amigos de cabellos blancos de nuestros hijos y
alumnos. Tendemos a no diferenciarnos porque la cultura contemporánea es
una cultura de lo joven. La juventud dejó de ser una etapa de la vida a la que se
ingresa y de la que se sale, es decir, transitoria, para pasar a ser un estado en el
que se está instalado.
Sentimos un respeto reverencial por el mundo joven y no percibimos que,
en realidad, éste es un producto de adultos que encuentran en lo joven un vasto
mercado consumidor. Nuestros jóvenes están siendo manipulados por adultos
que hemos logrado convencerlos de que la suya es una cultura propia. Y como
esta operación se produce a escala planetaria, necesariamente el nivel del
producto cultural es bajo porque la rentabilidad exige alcanzar a la mayor
cantidad de gente posible. Esa es la razón por la cual muchas de las
manifestaciones que estamos observando entre los jóvenes, como el actual
regreso a la cultura carcelaria, reflejan lo más primitivo, la peor producción del
ser humano. Y hablamos de “la peor producción” porque es preciso, además,
admitir que hay diferencias entre los productos culturales y que es preciso hacer
un esfuerzo para mostrarlas, de modo que los jóvenes cuenten, al menos, con la
opción de elegir.
Este endiosamiento de lo joven resulta crucial para comprender la crisis
educativa. Si lo joven es lo importante y los adultos no tenemos nada que decir,
la escuela carece de sentido. Si los jóvenes ya lo saben todo, ¿para qué,
entonces, educarlos? En ese esquema la función de la escuela parecería ser la
hoy tan popular de contención, cuando, en realidad, debería privilegiar la
expansión de la persona. Deberíamos volver a esta dimensión de ampliación de
las expectativas vitales que caracteriza a la escuela y no limitarla a una
estrategia destinada a reducirlas.
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El lazo intergeneracional
Nuestro tiempo se caracteriza por la brusca ruptura de los vínculos entre
las generaciones. Como en nuestras sociedades se afianza la preeminencia del
individualismo, la competencia y el rendimiento económico, los seres humanos
nos hemos convertidos en un “capital”, valorado en un pie de igualdad con las
máquinas. Mezquino portador de ese bien personal, empresario de sí mismo,
cada uno vive para sí, cree ser su propia obra. Sobre todo, tendemos a concebir
nuestras vidas como independientes de las demás generaciones. Parecería que
ya no debemos nada a quienes nos han precedido y que nada nos obliga con
quienes nos seguirán. Este ocaso de las solidaridades concretas entre los
grupos de diferente edad se manifiesta en el desprestigio de los símbolos del
intercambio entre generaciones, lo que, a semejanza del “desastre ecológico”,
que el sociólogo francés Christian Laval ha definido como el “desastre
genealógico”. Como la educación constituye el paradigma de esos símbolos, la
causa de su crisis debe buscarse en ese desastre.
Cuando, como ahora, la mercantilización generalizada intenta dejar a los
jóvenes a merced del comercio y la publicidad, la difusión de los saberes, que
dependía de los lazos entre edades, adquiere un valor simbólico y político
subalterno. La escuela se ha construido sobre la solidaridad entre las
generaciones, materializada en la transmisión de saberes y valores. Al devaluar
ese proceso, la sociedad actual demuestra que solo quiere a sus maestros y a
sus sabios para pretender justificar la producción del “capital humano”, destinado
a rendir en el mercado de trabajo. Además, la educación pública, paradigma de
un proyecto común y democratizador, en lugar de ser valorada es empujada
hacia el país de abajo, donde se acumula lo que se considera un lastre, un freno
al avance del nuevo dios de la competitividad.
También el desprestigio de quienes enseñan se debe a la corrosión de
ese lazo entre las generaciones. La importancia singular de la tarea que realizan
surge de su ubicación en el sitio mismo donde se entrelazan los problemas
sociales con la cuestión genealógica de la transmisión de un patrimonio común.
La sociedad occidental, capaz de producir bienes como ninguna otra, parece
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cada vez más imposibilitada de hacer lo que antes hacía, y algunas sociedades
todavía intentan hacer, perpetuarse en el tiempo, tejiendo ese lazo entre viejos
y jóvenes. Pero, como se ha dicho, parecería no haber ya viejos y jóvenes.
Vivimos en el mundo de la eterna juventud en el que se está borrando la
distinción entre generaciones. Resulta lógico, pues, que la educación haya
entrado en crisis ya que está basada en esa diferencia.
Es esencial advertir el “desastre genealógico” que enfrentamos y
resistirse a su avance, porque la supervivencia del conjunto social se edifica
mediante la solidaridad generaciones. Hoy, más que nunca, es preciso insistir en
la importancia de que padres y maestros vuelvan a enseñar, que se conciban
como diferentes de los jóvenes. Anudar con ellos ese hilo invisible que permite
tejer la trama de significados mediante los que se estructura una comunidad,
constituye una exigencia de civilización, más bien, de recivilización social.
La preeminencia de la igualdad
Una cuestión importante a mencionar es la relacionada con la igualdad.
En una sociedad que la privilegia como uno de sus valores fundamentales, no
resulta sencillo comprender que las relaciones dentro de la escuela no son
simétricas. No son lo mismo el maestro y el alumno, ya que si lo fueran no
tendría sentido organizar escuelas. No son éstas instituciones democráticas en
el sentido de que en ellas los roles no son intercambiables: la tarea del profesor
es diferente a la del alumno.
Esta concepción igualitaria genera la idea, tan popular hoy, que sostiene
que la enseñanza supone una imposición sobre la libertad de quien aprende.
Cuando el maestro requiere silencio por parte de sus alumnos, algo ya casi
prohibido en nuestras aulas, comienza por hacer silencio él mismo. Habla, pero
no sobre él o ella, sino sobre el conocimiento del que es vehículo. Están todos
en silencio, el alumno y el maestro, aunque éste hable, porque es el
conocimiento el que ocupa el lugar central en la relación pedagógica.
Algunos estudiosos de este tema afirman que la crisis actual no es
propiamente una crisis de la educación, porque ésta no existe sin alumnos y
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éstos son los que grandes ausentes de la escuela. En efecto, hoy no llegan a
ella alumnos, es decir, personas en actitud de aprender. Asisten sí, niños y
jóvenes, muchas veces como una obligación o para tratar de pasar un tiempo
amable, pero no con la disposición de realizar el esfuerzo, de escuchar y de
desarrollar junto con el maestro y sus compañeros las capacidades intelectuales
que nos son comunes. La recreación del alumno es crucial y en ella desempeña
un papel fundamental la familia.
Antes nadie dudaba de que los padres y los maestros tenían el deber de
transmitir a los jóvenes un cuerpo de conocimientos y de valores, de
introducirlos en la cultura y de desarrollar en ellos el respeto por la condición
humana. Estos objetivos se cumplen cada vez menos porque se ha erosionado
la jerarquía moral imprescindible para que los adultos puedan ejercer autoridad
sobre los niños. Además, hoy ya no se piensa que exista una sabiduría superior
que deba ser transmitida. Nada es superior, todo es igual. Este relativismo moral
y cultural hiere de muerte la autoridad de la familia y la escuela, representadas
por los padres y los maestros. Esa autoridad se ha transferido a los individuos.
Todos, incluso los niños, nos sentimos autorizados a ser nuestro propio juez
moral. Todos nos consideramos con derecho a expresarnos aunque no sepamos
hablar. En realidad, no pocas veces se aprende a hablar callando, escuchando,
leyendo. El efecto de esta tendencia en las aulas y en los hogares ha sido
devastador.
En el terreno de la pedagogía, esta “libertad” para todos se ha traducido
en el repliegue de la enseñanza, el desprestigio del conocimiento y la falta de
respeto por el intelecto. Al mismo tiempo que la creatividad se convierte en el
bien superior, las reglas y los hechos son falsamente presentados como sus
enemigos.
La ideología subyacente es la de transferir el “poder” de los maestros a
los alumnos. Este pedagogismo igualitario es, además, compasivo: propone que
los errores no se corrijan, se privilegie un vago conocimiento “conceptual” y se
evite enseñar lo que tiene apariencia de “regla” o “ley”. Se devalúa el esfuerzo y
la seriedad. Se desprecia lo exacto y lo correcto, que no sólo es fundamental
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para el aprendizaje, sino, también, para el desarrollo de la moralidad. Este
laissez faire resulta disparatado en la educación, una actividad que, en esencia,
consiste en dar ejemplo, en ejercer influencia, en despertar admiración.
Por eso, el culto al individualismo que caracteriza a la sociedad actual
hace que cualquier intento de enseñar algo a alguien sea visto como una
intromisión en la libertad del otro a quien hay que dejar así, como ya es. Salvaje,
sin cultivar, es decir, inculto. El problema es que, en lugar de que lo hagan la
familia y la escuela, ese ser es construido por alguien invisible: un aparato
mediático que lo concibe como un sujeto consumidor al que debe
impermeabilizar a toda influencia que no sea la que promueve ese consumo. El
objetivo: ignorantes resistentes a toda influencia que difiera del mensaje
predominante.
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Allí reside otra cuestión esencial: la imprescindible reinstalación en la
escuela de la centralidad de la figura del docente. Es posible que haya muchos
docentes escasamente preparados, pero eso es un síntoma de que no interesa
lo que hacen, de que su tarea no es reconocida. Si no logramos recrear el
respeto al docente, este problema no se encaminará hacia su solución. Es
preciso reinstalar la autoridad del docente que surge de la responsabilidad que
éste asume cuando se hace cargo del conocimiento a ser transmitido. En una
etapa como la actual, en la que el valor del conocimiento, paradójicamente,
disminuye, la autoridad del docente también lo hace. En última instancia, la
autoridad del maestro surge en el preciso momento en el que se propone
hacerse cargo del conocimiento con el que se dispone a entusiasmar al alumno,
a despertar su curiosidad, a transmitirle elementos que le ayuden a comprender.
Al desaparecer esa actitud, la autoridad del maestro queda erosionada a lo que
también contribuye la pobreza del capital cultural que en la actualidad muchas
veces el docente aporta al aula.
Asimismo, es preciso reconocer que, como reacción a ese desprestigio
que sufren, los docentes han asumido muchas veces una postura contestataria
que, ubicándolos a la defensiva, ha erosionado aún más su relación con los
padres y con el conjunto de la sociedad. Tanto es así que hoy hasta avergüenza
ser llamado maestro y se prefiere ser considerado animador de grupos,
trabajadores de la educación. La revalorización del docente sólo surgirá si la
sociedad vuelve a apreciar lo que hace, a compartir su misión y a acompañarlo
en ella.
Por eso, la posibilidad de reconstruir la escuela vuelve a pasar por la
importancia del conocimiento. Este es un valor en sí mismo, porque a pesar de
que traten de convencernos de que es fugaz y relativo, lo que cada uno sabe
sigue siendo importante, y se pone en juego cada vez que toma una decisión,
cada vez que emite un juicio. Es ese saber el que construye la visión que una
persona posee del mundo y de sí misma, mediante el que se concreta el aporte
que hace la cultura a la educación. Esta, a su vez, debería ser pensada no sólo
desde el punto de vista técnico-pedagógico, sino también desde la cultura
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porque, en última instancia, la educación es la herramienta imprescindible para
mantenerla viva y para poder recrearla en cada generación.
La formación de los docentes atraviesa una crisis profunda. Tal vez el
elemento distintivo lo constituya el hecho de que se le otorga un gran énfasis a
la tecnología de la enseñanza y se descuida el conocimiento. Solo cuando el
docente llega a dominar muy bien lo que enseña, logra contagiar a sus alumnos
su entusiasmo por lo que lo apasiona. Es esa actitud de ejemplo la que en
verdad “enseña”.
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está estimada en 2.097 millones de dólares, correspondiendo 405 millones a la
Universidad de Buenos Aires, la mayor del sistema. En ese periodo, una sola
universidad mexicana, la Universidad Nacional Autónoma de México, recibirá
1.851 millones de dólares y una del Brasil, la Universidad de San Pablo, 1.446
millones. En otras palabras: una sola universidad de Brasil, más pequeña que la
de Buenos Aires, cuenta con un presupuesto que equivale a más de la mitad del
destinado a las 41 universidades nacionales argentinas. Y así podríamos
multiplicar los ejemplos en todos los niveles del sector educativo, los que
traducen la importancia real que otorga la sociedad argentina a la educación.
Junto con esa tan escasa valoración social, se debe destacar la falta de
convicción en el sacrificio personal necesario para educarse, para aprender.
Quien ha aprendido algo sabe que le ha demandado un esfuerzo personal.
Interesado por los profesores, guiado, ayudado por los maestros, quien aprende
realiza un esfuerzo que involucra a toda su persona. Esta concepción está
ingresando en un peligroso ocaso cuyas consecuencias son fácilmente
observables en la escena cotidiana.
Es imperioso replantear el contrato de la educación. ¿Con qué objetivo
los padres envían a sus hijos a las escuelas? Hay que definir si éste es que
hagan deportes, se diviertan, la pasen bien o si, en cambio, están interesados en
que desarrollen sus capacidades intelectuales. Los padres tienen que decidir si
pretenden que sus hijos aprendan algo concreto como medio para desplegar sus
competencias intelectuales. De ser así, deberán encaminarlos hacia las aulas en
actitud de alumnos, dispuestos a respetar ciertas reglas. Lo que sucede, en
realidad, es que en la actualidad se ha quebrado el pacto fundacional de la
educación: los padres asociados a los maestros para educar a los niños. Hoy los
padres están asociados con sus hijos en contra de la escuela, que es percibida
como una institución que intenta imponerse sobre el niño, que distribuye un bien
percibido como deseable, el título, pero que impone demasiadas condiciones
para concederlo. En la reconstrucción de ese pacto no se debe olvidar la
importancia que adquiere un sindicalismo docente comprensivo y orgulloso de la
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naturaleza humanística de su misión – nada menos que construir lo humano – y
que colabore a que ésta sea revalorizada por padres y alumnos.
En este sentido a las familias les cabe una gran responsabilidad. Si no
saben con claridad qué pretenden de la educación, será muy difícil lograr
cambios. Si conciben a la escuela como una especie de club, una “guardería
ilustrada”, un sitio de contención de los jóvenes, es decir, si buscan que la
escuela los entretenga, bastará con seguir considerando a sus hijos como sus
víctimas, indefensas criaturas ya terminadas para quienes la escuela representa
una intolerable experiencia de injustificada opresión a ser superada cuanto
antes.
Resulta muy ilustrativo el hecho, reiteradamente comprobado y
recientemente confirmado por el estudio del “Observatorio de la Deuda Social
Argentina”, de que alrededor del 60 % de los padres califica como buena o muy
buena la enseñanza que reciben sus hijos en todos los niveles de la educación
(inicial, primaria y media) y no la cambiarían por ningún motivo.21 Se trata de esa
misma enseñanza, cuyos tan desalentadores resultados hemos comentado más
arriba. Esto pone en evidencia la desigualdad de fines de las familias y de las
instituciones educativas. Son pocos quienes admiten haber sido alcanzados por
la crisis que denuncian en su entorno en el que dos de cada tres jóvenes de
entre 15 y 19 años carecen de los conocimientos mínimos que les permitan
incorporarse al mercado laboral: no completaron la educación media o carecen
de capacidades básicas de lectura (ver nota 16).
En la medida en que los padres y el conjunto de la sociedad carezcan de
la real percepción de esta crisis que atravesamos y de la necesidad de esfuerzo
que representa el desafío de ayudar a construir a una persona, el problema no
se resolverá. Es preciso orientar la demanda de las familias, volver a reflexionar
y a hablar sobre estos temas. Si los padres exigieran otras cosas de la escuela,
al menos quienes están en condiciones socioculturales de hacerlo, la
experiencia escolar de quienes no tienen esa fortuna sería muy diferente.
21
Argentina 2004-2008: Condiciones de vida de la niñez y adolescencia. Barómetro de la Deuda Social de
la Infancia. Observatorio de la Deuda Social Argentina. Pontificia Universidad Católica Argentina. Buenos
Aires, 2009.
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Es imperioso volver a pensar que la escuela está íntimamente ligada al
logro académico, idea que ha desaparecido porque la institución se está
vaciando de sustancia. Es la obligación de cada uno formarse como persona y
es responsabilidad de los padres ayudar a que sus hijos cumplan con ese
imperativo humano. Entre los deberes que crea el hecho de vivir, está el de
educarse para intentar ser una persona más completa y, de ser posible, mejor.
Lo que resulta claro es que a la pregonada “sociedad del conocimiento”
se ingresa por la esforzada puerta del conocimiento real, concreto y por eso, de
la actitud que asumamos en relación con el objetivo de la educación, dependerá
el destino de cada una de las personas y de nuestra sociedad.
Del deshilvanado análisis que antecede surgen claras señales que
indican que el contexto en el que se desarrolla hoy la educación es muy
complejo. La historia demuestra, sin embargo, que el ser humano cuenta con
posibilidades enormes de regeneración. Hay signos de que los jóvenes
comienzan a comprender lo que sucede y que nos reclaman esa herencia que
no les transmitimos. También advierten la carencia de los claros ejemplos de
conducta que deberíamos brindarles los adultos, el elemento esencial, sino el
único, de la educación.
Concientes de que se tarda más del doble de tiempo en reconstruir
cualquier institución que el que se empleó en construirla, a lo que no escapa la
escuela, debemos volver a hacer el esfuerzo de que la sociedad argentina se
integre a través de la educación como lo intentó hacer con éxito en el pasado
cuando la educación pública cobijaba a todos por igual en un alarde de práctica
de la democracia, sin preguntar de dónde provenían, antes de que las escuelas
se convirtieran en agrupaciones de semejantes que miran con recelo a los
diferentes. Debemos lograr que los niños manejen la lengua y adquieran un
código de comunicación común que les permita expresar lo que piensan en lugar
de recurrir a la violencia. De no hacerlo, enfrentaremos un grave problema
social. Debemos comprender que no hay salvación individual, ya que la calidad
de la vida de cada uno depende de la calidad de quien se tiene enfrente. Por eso
debemos hacer un esfuerzo para educar mejor a la mayor cantidad de gente
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posible. Como no vivimos aislados sino junto con los otros, la calidad de esos
otros es nuestra propia responsabilidad ya que, como se ha dicho, la calidad de
nuestra vida depende de la de los demás. Si no aceptamos ese compromiso, el
mismo que la Argentina asumió a fines del siglo XIX, nuestro futuro está
seriamente amenazado.
“Ser joven es tenerlo todo por construir, estar expuesto a todos los peligros
que los adultos hemos ido incorporando a nuestro repertorio de heridas,
experiencias, logros y frustraciones. La inconciencia, la precipitación, el
riesgo son condiciones inherentes a la juventud; por eso hay que entrenarla
para hacerle frente y esos deberían ser los fines de la educación, imbuir en
ellos el amor propio junto a la superación, la racionalidad y el sentido de la
medida, el valor del esfuerzo, de la voluntad, de la memoria, del amor a lo
bien hecho, del análisis lógico, la generosidad y el gozo del saber.
Enseñarles a enfrentarse a sí mismos, a buscarse en las pruebas, a exigirse,
a conocerse, a encontrar en el arte, en las ciencias, en la literatura, en la
música las emociones más verdaderas y profundas, las preguntas, las
razones para vivir e, inclusive, para morir. Mostrarles en fin cómo seguir
siendo griegos, cómo concebir la vida como una aventura cuyo sentido o
estupidez depende exclusivamente de cada uno. Que es eso lo que ha hecho
grande a nuestra civilización y libres a quienes la hemos heredado. Frente a
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quienes concibieron siempre la vida desde el paternalismo, el colectivismo, el
totalitarismo, la teocracia, el miedo y la desconfianza en el hombre. Hemos
enviado a nuestros jóvenes a enfrentarse a la existencia sin un solo recurso
personal, son profundamente dependientes y débiles cuando a más cosas
tienen acceso, cuando más fuertes y conocedores de sus posibilidades
deberían ser. Cuando más reciamente los tendríamos que haber construido
desde esa aspiración del hombre total que fue el humanismo, cuando ante la
atomización de las informaciones que reciben a través de los medios de
masa más anclados deberían encontrase en una tradición que les sirviera de
referencia y de sentido.” 22
22
Orrrico J. La enseñanza destruida. Huerga y Fierro, Madrid, 2005.
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