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AGUSTÍN DE HIPONA: INNATISMO Y TEORÍA DE LA ILUMINACIÓN.

La figura de Agustín de Hipona (354-430) es la expresión filosófica del proceso de cambio que el
Cristianismo ha experimentado en los primeros siglos de la nueva era, que le han llevado a convertirse,
de una secta marginada y perseguida, en una nueva fuerza emergente, instalada en las estructuras del
poder romano y, por último, en religión oficial del Imperio, como reflejan los edictos de Milán (313) y
de Tesalónica (380).
Africano de nacimiento y de madre cristiana, religión en la que fue educado en su niñez, encaminó
sus inquietudes religiosas juveniles hacia las creencias astrológicas y el maniqueísmo en el que –no sin
crisis- permanece hasta que, a la edad de 33 años, se convierte al Cristianismo, siendo bautizado por
San Ambrosio en Milán y nombrado nueve años después, en el 396, obispo de Hipona, en la actual
Túnez.
Su pensamiento va a estar, en consecuencia, dirigido por el hecho de su conversión: el “renacer”
que conlleva el bautismo implica un “pensar de nuevo”. La meta de su filosofía va a ser hacer
comprensibles por la razón las verdades cristianas. La nueva “Filosofía cristiana” será, pues, el
esfuerzo por hacer compatibles la Revelación y la razón filosófica, que ahora ya no es plenamente
libre en su indagación, pues se le imponen como límites la verdad revelada en la Biblia y la
interpretación que de ella haga la jerarquía eclesiástica. Fruto de ello, las relaciones Filosofía-Teología
van a tomar un nuevo rumbo: aquélla no se rechaza a condición de que esté al servicio de ésta. La
Filosofía deja de ser “búsqueda de la verdad”, puesto que la “verdad plena” nos ha sido dada por la
Revelación, pasando a ser –en la nueva tarea impuesta- esclarecedora de los contenidos de ésta.
San Agustín lo expresa con la fórmula “Crede ut intelligas, intellige ut credas”[Cree para entender,
entiende para creer], implicando con ello:
1º.- La admisión de los dogmas cristianos es condición necesaria y suficiente para entender; la
sabiduría pagana no es más que ignorancia.
2º.- Su rechazo de la postura de Tertuliano: el Cristianismo no se basa en lo irracional y absurdo;
por el contrario, cuando se utiliza correctamente el discurso racional, éste coincide plenamente
con los contenidos de la fe. (La tesis esconde una circularidad manifiesta, pues implica que sólo
si hay coincidencia entre fe y razón hemos hecho un uso correcto de ésta, y que cualquier
desacuerdo es prueba de incorrección en su uso.)
En su epistemología, dada la persistencia de las corrientes escépticas, Agustín de Hipona considera
necesario hacer una fundamentación filosófica de la posibilidad de conocimiento para el ser humano, en
la que aparece con claridad su innatismo epistemológico (postura que consiste en afirmar la existencia
en el hombre de verdades innatas, no obtenidas de la experiencia y que descubre en si mismo por
introspección: “No vayas fuera, permanece en ti mismo. En el ser humano interior reside la verdad, y si
encuentras tu naturaleza mutable, trasciéndete a ti mismo.”). Esta fundamentación exige como punto
de partida una crítica de la principal tesis escéptica -“No podemos conocer nada con seguridad”-.
Agustín señala que esta tesis es autocontradictoria en su formulación, ya que encierra la paradoja de que,
si es verdadera, no podemos estar seguros de su verdad; y si lo estamos, es prueba de que es
manifiestamente falsa.
Como para refutar un enunciado general no hay nada mejor que encontrar un contraejemplo, propone
(en su obra Soliloquia) la existencia de una verdad, al menos, de la que podemos estar
absolutamente seguros: “¿Sabes lo que eres? No; ¿De dónde eres? No; ¿Eres uno o múltiple? No lo
sé; ¿Sabes que piensas? Sí”. O en estas otras palabras: “Si enim fallor, sum” [Si me equivoco, existo].
Idea que, aunque en un contexto bien distinto, no deja de ser, como veremos, precursora del cogito
cartesiano.
También en el plano epistemológico distingue, haciéndose eco de la jerarquización platónica, tres
tipos de conocimiento:
a) Conocimiento sensible (δ ο ξ α ): la sensación es un fenómeno anímico que tiene por
objeto lo mutable.
b) Conocimiento racional inferior (Razón): obtenido por la razón, pues las ideas científicas y
los principios universales no surgen de la experiencia.
c) Conocimiento racional superior (Inteligencia): tiene por objeto el conocimiento filosófico y
la sabiduría (sapientia). El hombre descubre por introspección la verdad, que no está en lo
sensible, sino en su interior, en su alma; esta verdad abarca no sólo la presencia en el alma
de todo ser humano de los primeros principios metafísicos, éticos, matemáticos..., sino
también la de un Ser trascendente (Dios) que colma su deseo de salvación y da pleno sentido
a su vida.
Este último punto, la presencia innata en el alma humana de la idea de un ser trascendente, constituye
el punto de partida de la llamada prueba noológica de la existencia de Dios: si en nosotros se da la
idea de un Ser Perfecto es pertinente preguntarnos cuál es la causa de esa idea, asumiendo que la causa
no puede ser inferior –en cuanto a su grado de perfección- al efecto; es obvio que nosotros, en cuanto
que seres imperfectos, no podemos ser la causa adecuada de esa idea, pues ésta exige inexcusablemente
un Ser Perfecto como única causa posible... luego, Dios existe. [Como tendremos ocasión de ver en la
parte IV del Discurso del Método, también en este punto Descartes coincidirá con Agustín de Hipona].
Lo dicho acerca de la idea de Dios también es válido para el conjunto de ideas innatas que
constituyen el objeto de conocimiento del conocimiento racional superior o “inteligencia”, pues no es el
hombre –por las razones expuestas- quien crea esas verdades. La novedad agustiniana va a ser afirmar
que tampoco el ser humano, por sus propios medios, podría alcanzar su conocimiento; para que éste sea
posible va a requerir un especial favor e intervención divina.
Esta tesis, conocida como teoría de la iluminación o “iluminismo agustiniano”, sostiene
básicamente que el ser humano, mediante la facultad superior de la inteligencia, sólo es capaz de
conocer el mundo inteligible si recibe la iluminación divina. Dios es el que fundamenta y hace posible
el grado más alto de conocimiento humano: el conocimiento de lo universal y lo necesario, que para
San Agustín son las verdades eternas.
Agustín concibe el conocimiento –la influencia platónica es obvia- como una visión. Ya vimos como
Platón, en el libro VI de la República, en el pasaje sobre la “analogía del Sol”, defiende la idea de un
alma humana que por naturaleza está dotada para el conocimiento, pues no es ciega sino dotada de
visión; sólo era necesario que una auténtica educación enseñe a mirar al hombre en la dirección correcta
y así poder contemplar las Ideas que son visibles gracias a estar iluminadas por la Idea de Bien. (Un
desarrollo parecido del tema va a hacer el neoplatonismo, afirmando que lo Uno irradia luz sobre toda la
realidad...).
A partir de aquí S. Agustín necesita marcar diferencias con los elementos platónicos que son
inconciliables con la teología cristiana. De entrada, las ideas inmutables y eternas, objeto de
conocimiento, no pueden constituir un mundo autónomo, con fundamento en sí mismo, como el Mundo
Inteligible platónico; por el contrario, son ideas en la mente de Dios, eternas y constitutivas de la
esencia divina, modelo inmutable que Dios libremente realiza en su Creación; el dualismo platónico
“mundo inteligible / mundo sensible” es sustituido por un dualismo cristiano de nuevo cuño: de un
lado, un Dios creador y eterno en cuya mente están las ideas como modelos ejemplares; de otro, el
mundo creado, material y temporal, sin otro fundamento de su existencia que la libre voluntad divina.
Análogamente, el conocimiento de esas ideas por parte del hombre no puede explicarse mediante la
teoría de la anámnesis o reminiscencia platónica, pues ello implicaría aceptar la idea de un alma
humana preexistente, algo inadmisible para la antropología cristiana. La secuencia platónica
“conocimiento-olvido-recuerdo” de las ideas va a ser sustituida en S. Agustín por un único acto de
“visión = conocimiento” de éstas por parte del hombre; la singularidad agustiniana reside en que ese
conocimiento es fruto, no de la capacidad y el esfuerzo humano, sino de una gracia divina: la
iluminación. En contra de lo que pudiera pensarse, S. Agustín no concibe la iluminación como un
auxilio sobrenatural, pues argumenta que la mente –la facultad superior del alma humana- tiene la
capacidad natural de poder ser iluminada por Dios para poder alcanzar el conocimiento de las ideas
eternas. (En buena lógica, esto equivale a negar que el alma humana tenga, por si misma, la capacidad
natural de conocer esas ideas).

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