Temblores y vértigos habían ocasionado más de una reacción convulsiva en
la maltrecha y desesperada alma de Tabitha. —Oigo voces y las escucho, quiero saber dónde se meten, pero es imposible. Llevo una máscara, ¿dónde estoy? El esposo había dejado unas flores en su alcoba y sin embargo no dijo nada. Oír o escuchar, ver o mirar, siempre resultó ser lo mismo de inútil, siempre divagando en cosas ilógicas, por ello, nunca tuvieron demasiada importancia. —Es un rojo como todos los demás —exclamó la enfermera no sin cólera y con un convencimiento digno de los mejores autoconvencidos hieráticos de la historia mejor contada de la certeza: la infalibilidad del todo ser. Era un petardo marca ACME y lo lanzó con gran precisión sobre aquellas absurdas orejas, oídos que le escuchaban también de alguna manera. Eran orejas con pelos, de lo peorcito en orejas. Ahora, hoy, decidió no querer y no ser nada, es lo mejor en estos casos. Demasiados colores, demasiados ruidos como para soportarlos, lo mejor es no soportarlos, ¿cómo poder hacer eso? ¿Cómo no soportar la vida si ésta lleva su curso? El peor momento, el instante más deleznable se alcanza cuando no pasa nada y, sin embargo, ésta, la vida, discurre sin más. No es que sea rutinaria, que lo es, no es que sea convencional, que lo es, no es que sea aburrida y gris, que lo es; lo que es, es insoportable. La vida, no se puede soportar cuando ésta se excluye porque le da la gana. No se puede soportar. Bien. Tabitha decidió que la vía del tren era lo mejor para desaparecer, aunque bien pensado dijo: «Estaré fea cuando me recojan, estaré verdaderamente hecha un asco». Entonces pensó en tomar una buena dosis de barbitúricos pero igualmente le pareció harto desagradable y poco definitivo, sobre todo poco definitivo. Seguro que a última hora aparece alguien para salvarme, menuda cobardía. —Si ingiero muchas pastillas —se dijo—, tendré que soportar un proceso largo hasta la muerte. Por qué el Dr. Robles no me pincha cualquier cosa que me haga reposar para siempre. Ya me gustaría ya. Tedio y más tedio, un día y otro día sin nada que suceda o que pueda hacer participar al ser humano de estar vivo. No puedo estar con nadie, los demás no pueden meterse dentro de mi cabeza y mucho menos de mis sentimientos, éstos maltratados hasta el infinito por la propia vida. ¿Qué son los sentimientos sino estados de la conciencia que se pueden sujetar y dirigir? ¿Qué podemos hacer con ellos? Tabitha pensó que no podía seguir aquí ni un minuto más, y es que el dolor la podía, y la podía mal. —Es obligatorio para vivir como los demás ingerir todos estos medicamentos, entonces de qué me sirve estar en el mundo. Ellos no tienen dolor, están excluidos de esa maldición y solo juzgan. La humanidad, las gentes, juzgan a los que tienen dolor como si fueran los dueños de la creación, propietarios del mundo. Juzgan, conceptúan, atribuyen, adjetivan… y lo hacen perversamente. El dolor, el sufrimiento pertenece en exclusiva al que lo padece y el resto de la humanidad no debe intervenir en ello. Por esa misma razón cuando uno, un ser humano cualquiera, que sufre dolor decide no sufrirlo más, hay que respetar su decisión. Venimos, llegamos para marchar, transitar a otro estado a la otra vida y Tabitha lo quiso hacer cuanto antes. Entre sueños y pensamientos suicidas no encontró la manera más digna de pasar al otro estado. Volvían las voces increpadoras, voces que promulgaban órdenes, allí en donde no se puede encontrar el ser humano, oía voces, las mismas y no sabía muy bien a qué o a quienes pertenecían. Sólo oía y conspiraban. Tabitha pensó: «Yo quiero morirme ya». Estaba completamente inmovilizada, llena de cables y ese horrible techo otra vez. Intentaba mover una de sus piernas pero todo era dolor, un dolor insoportable, un estado de fatiga tan grande que apenas si podía pestañear. Otra vez las voces conspiradoras y más dolor, mucho más. No puedo irme hasta la vía de un tren, no puedo tirarme por un piso, no puedo ingerir miles de barbitúricos, no puedo pagar para que me maten. Los brazos le pesaban como una deuda, no podía cambiar de posición, estática toda ella, durante todas las horas del día y de la noche permanecía inmóvil, quieta, con los ojos hacia arriba, hacia el horrible techo de hospital. —De todas formas voy a morir, qué más me da. No podré estar más con mis hijos como no lo estoy desde hace mucho tiempo, desde que estoy enferma, ni estoy ahora, ni podré volver más atrás, el tiempo ya ha pasado y aquellos días de crianza cuando yo era joven y bella, también. Mis hijos tienen que acomodarse como ya lo han hecho a vivir sin mí, porque la vida pasa, tengo fe en reencontrarlos después en esa tan anunciada vida de después. ¿Qué pasará cuando esté muerta? Nada, no pasará nada, no pasará nada. No soporto las miradas tristes de aquellos que me han necesitado tanto, tanto tiempo y que ahora tienen vida… y sin embargo se han acostumbrado a estar si mí. El maldito techo es lo que me está volviendo loca. Sí, seguro que veré a mis hijos en la otra vida como los veo ahora. Sus lamentos, gemidos, gritos ensordecían a todo el hospital, era el dolor. Tabitha vio cómo su cama se acercaba a un lugar donde estaba escrito Cuidados paliativos. Dio las gracias al doctor que tenía cogida su mano. Tabitha ya se había despedido de todos, solo le preocupaba saber si quedaría algo de ella en el mundo… si alguien la recordaría, si pensarían en ella. De todas formas había cumplido sobradamente con sus obligaciones —que fueron muchas—, Tabitha había cumplido con toda su fuerza. —Estoy tranquila, no siento el cuerpo y ya no siento dolor. Esto le proporcionaba una felicidad hasta aquel momento nunca encontrada. El ser humano lo aguanta casi todo. Tabitha se estaba relajando y cada vez sentía menos, no oía las voces, tampoco a los que allí estaban, Tabitha se marchaba poco a poco con un placer ilógico, inhumano. Por las miradas de sus hijos sabía que no se moría, que en realidad no se moriría nunca. Tabitha no sentía dolor, por fin, ya no maldecía el mundo, quería marchar, ahora solo había luz, una luz enorme, inexplicable, placentera que invadía toda la habitación y a ella también. Hora de la muerte: seis y media de la mañana. Corrieron por encima de Tabitha una sábana blanca.