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El sueño de Tabitha por Rosa Amor del Olmo

Temblores y vértigos habían ocasionado más de una reacción convulsiva en


la maltrecha y desesperada alma de Tabitha.
—Oigo voces y las escucho, quiero saber dónde se meten, pero es imposible.
Llevo una máscara, ¿dónde estoy? El esposo había dejado unas flores en su
alcoba y sin embargo no dijo nada. Oír o escuchar, ver o mirar, siempre
resultó ser lo mismo de inútil, siempre divagando en cosas ilógicas, por ello,
nunca tuvieron demasiada importancia.
—Es un rojo como todos los demás —exclamó la enfermera no sin cólera y
con un convencimiento digno de los mejores autoconvencidos hieráticos de la
historia mejor contada de la certeza: la infalibilidad del todo ser. Era un
petardo marca ACME y lo lanzó con gran precisión sobre aquellas absurdas
orejas, oídos que le escuchaban también de alguna manera.
Eran orejas con pelos, de lo peorcito en orejas.
Ahora, hoy, decidió no querer y no ser nada, es lo mejor en estos casos.
Demasiados colores, demasiados ruidos como para soportarlos, lo mejor es
no soportarlos, ¿cómo poder hacer eso? ¿Cómo no soportar la vida si ésta
lleva su curso? El peor momento, el instante más deleznable se alcanza
cuando no pasa nada y, sin embargo, ésta, la vida, discurre sin más. No es
que sea rutinaria, que lo es, no es que sea convencional, que lo es, no es que
sea aburrida y gris, que lo es; lo que es, es insoportable. La vida, no se puede
soportar cuando ésta se excluye porque le da la gana. No se puede soportar.
Bien.
Tabitha decidió que la vía del tren era lo mejor para desaparecer, aunque
bien pensado dijo: «Estaré fea cuando me recojan, estaré verdaderamente
hecha un asco». Entonces pensó en tomar una buena dosis de barbitúricos
pero igualmente le pareció harto desagradable y poco definitivo, sobre todo
poco definitivo. Seguro que a última hora aparece alguien para salvarme,
menuda cobardía.
—Si ingiero muchas pastillas —se dijo—, tendré que soportar un proceso
largo hasta la muerte. Por qué el Dr. Robles no me pincha cualquier cosa que
me haga reposar para siempre. Ya me gustaría ya. Tedio y más tedio, un día
y otro día sin nada que suceda o que pueda hacer participar al ser humano
de estar vivo. No puedo estar con nadie, los demás no pueden meterse
dentro de mi cabeza y mucho menos de mis sentimientos, éstos maltratados
hasta el infinito por la propia vida. ¿Qué son los sentimientos sino estados de
la conciencia que se pueden sujetar y dirigir? ¿Qué podemos hacer con ellos?
Tabitha pensó que no podía seguir aquí ni un minuto más, y es que el dolor la
podía, y la podía mal.
—Es obligatorio para vivir como los demás ingerir todos estos medicamentos,
entonces de qué me sirve estar en el mundo. Ellos no tienen dolor, están
excluidos de esa maldición y solo juzgan. La humanidad, las gentes, juzgan a
los que tienen dolor como si fueran los dueños de la creación, propietarios
del mundo. Juzgan, conceptúan, atribuyen, adjetivan… y lo hacen
perversamente. El dolor, el sufrimiento pertenece en exclusiva al que lo
padece y el resto de la humanidad no debe intervenir en ello. Por esa misma
razón cuando uno, un ser humano cualquiera, que sufre dolor decide no
sufrirlo más, hay que respetar su decisión. Venimos, llegamos para marchar,
transitar a otro estado a la otra vida y Tabitha lo quiso hacer cuanto antes.
Entre sueños y pensamientos suicidas no encontró la manera más digna de
pasar al otro estado. Volvían las voces increpadoras, voces que promulgaban
órdenes, allí en donde no se puede encontrar el ser humano, oía voces, las
mismas y no sabía muy bien a qué o a quienes pertenecían. Sólo oía y
conspiraban.
Tabitha pensó: «Yo quiero morirme ya». Estaba completamente inmovilizada,
llena de cables y ese horrible techo otra vez. Intentaba mover una de sus
piernas pero todo era dolor, un dolor insoportable, un estado de fatiga tan
grande que apenas si podía pestañear. Otra vez las voces conspiradoras y
más dolor, mucho más. No puedo irme hasta la vía de un tren, no puedo
tirarme por un piso, no puedo ingerir miles de barbitúricos, no puedo pagar
para que me maten. Los brazos le pesaban como una deuda, no podía
cambiar de posición, estática toda ella, durante todas las horas del día y de la
noche permanecía inmóvil, quieta, con los ojos hacia arriba, hacia el horrible
techo de hospital.
—De todas formas voy a morir, qué más me da. No podré estar más con mis
hijos como no lo estoy desde hace mucho tiempo, desde que estoy enferma,
ni estoy ahora, ni podré volver más atrás, el tiempo ya ha pasado y aquellos
días de crianza cuando yo era joven y bella, también. Mis hijos tienen que
acomodarse como ya lo han hecho a vivir sin mí, porque la vida pasa, tengo
fe en reencontrarlos después en esa tan anunciada vida de después.
¿Qué pasará cuando esté muerta? Nada, no pasará nada, no pasará nada. No
soporto las miradas tristes de aquellos que me han necesitado tanto, tanto
tiempo y que ahora tienen vida… y sin embargo se han acostumbrado a estar
si mí. El maldito techo es lo que me está volviendo loca.
Sí, seguro que veré a mis hijos en la otra vida como los veo ahora. Sus
lamentos, gemidos, gritos ensordecían a todo el hospital, era el dolor. Tabitha
vio cómo su cama se acercaba a un lugar donde estaba escrito Cuidados
paliativos. Dio las gracias al doctor que tenía cogida su mano. Tabitha ya se
había despedido de todos, solo le preocupaba saber si quedaría algo de ella
en el mundo… si alguien la recordaría, si pensarían en ella. De todas formas
había cumplido sobradamente con sus obligaciones —que fueron muchas—,
Tabitha había cumplido con toda su fuerza.
—Estoy tranquila, no siento el cuerpo y ya no siento dolor. Esto le
proporcionaba una felicidad hasta aquel momento nunca encontrada. El ser
humano lo aguanta casi todo.
Tabitha se estaba relajando y cada vez sentía menos, no oía las voces,
tampoco a los que allí estaban, Tabitha se marchaba poco a poco con un
placer ilógico, inhumano. Por las miradas de sus hijos sabía que no se moría,
que en realidad no se moriría nunca. Tabitha no sentía dolor, por fin, ya no
maldecía el mundo, quería marchar, ahora solo había luz, una luz enorme,
inexplicable, placentera que invadía toda la habitación y a ella también.
Hora de la muerte: seis y media de la mañana. Corrieron por encima de
Tabitha una sábana blanca.

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