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"El hombre que amaba a los perros", de Leonardo Padura (Tusquets, 2009)
El cubano Leonardo Padura (*) desanda los caminos del asesinato deTrotski.
Indaga el hecho, crucial para el siglo XX, a través de la víctima y su
victimario, Ramón Mercader.
Horacio Bilbao
Revista Ñ, Buenos Aires, 24-4-10
http://www.revistaenie.clarin.com/
Agosto de 1940. Coyoacán. México. "El grito (de Trotski)... removió los cimientos de la fortaleza". Y
su muerte, su eco, tan real como simbólico, desnudó las miserias del estalinismo. Ese hecho, con
los grises que correspondan, es la llave de "El hombre que amaba a los perros", la novela en la
que el cubano Leonardo Padura desovilla esta historia crucial, y sobre todo triste, para el sueño de
la revolución socialista. El autor tiene un mirador privilegiado para narrar la tragedia. Se para en la
misma isla caribeña y se calza el traje de un personaje ficticio, el escritor Iván Cárdenas Maturell,
quien en 1977 conoce a un tal López, un enigmático personaje que pasea por la playa dos
hermosos galgos rusos, ese hombre dispuesto a confiarle los detalles más profundos de la vida de
Ramón Mercader, el verdugo de Trotski. A partir de ese nudo, son tres los personajes que
motorizan el relato: Mercader, el comunista español enceguecido por la directiva soviética que lo
convirtió en un soldado de la NKVD; Trotski, depositario de la furia de Stalin, que ya viejo y exiliado
dará vueltas por el mundo tratando de desnudar a su enemigo, el sepulturero de la revolución; e
Iván, el escritor cubano que representa a la masa, metáfora de una generación y resultado de una
derrota histórica que muchos comprendieron tarde. El mismo Padura lo explicita a través de su
alter ego: en su intención de entender a Mercader, tenía que entender, mostrar y conocer la
magnitud de la víctima. Y todo ello sin dejar de hablar de Cuba, donde transcurre el tiempo real de
esta historia, que empieza a escribirse en 1977, un año antes de la muerte de Mercader en La
Habana, y termina, si es que le cabe un fin, en este siglo XXI. Va y viene Padura entre sus tres
personajes centrales y repite muchos pasajes cruzando sus puntos de vista. Se nota ese esfuerzo
que a veces abruma.
En el libro, Liev Davídovich Bronstein, Trotski, es sólo un ejemplo de la furia de Stalin, tal vez el
más vital por haber sido un actor crucial de la revolución del 17 y por convertirse con los años en el
gran teórico marxista. Pero esa furia también arrasó a figuras como Andreu Nin, el trotskista
español que timoneó el POUM, a Erwin Wolf y a los mismísimos hijos de Trotski. Padura también
desanda esos vínculos. Lo cuenta tan bien, a veces, que conmueve con la implosión de aquella
España ensagrentada por la Guerra Civil, un país que tuvo la Revolución al alcance de la mano y
que "sacrificó ese destino porque los dueños del socialismo supremo (los comunistas rusos
comandados por el georgiano Stalin )", se volvieron funcionales a las falanges de Franco. ¿Qué
hubiera sido de Europa con una España socialista? ¿Qué de la Unión Soviética si Trotski se
hubiera impuesto a Stalin? Padura hurga sin ofrecer antídoto en un mundo lleno de mezquindades
y delaciones, en el que un titiritero maneja cientos de marionetas, soldados del miedo o de la
ceguera. Y nos da su visión de cómo fue que se pervirtió "la mayor utopía que alguna vez los
hombres tuvimos al alcance de la mano". Antes y después del crimen, Ramón Mercader, Jacques
Mornard o Jacson, algunos de sus nombres, va dando pistas de ese destino, a veces aceptando
sus errores, otras veces negándolos maquinalmente.
En esa evolución de los hechos Iván, el personaje cubano, se va arrastrando hacia la escritura con
dolor. Y ese dolor se siente y se transmite en las páginas de El hombre que amaba a los perros.
Pasa él mismo de las bonanzas de la Cuba ochentista a las penurias del período especial, tras el
fin abrupto de la URSS. Deja en claro Padura que la revolución cubana, que nació 20 años
después del asesinato de Trotski, demoró en distanciarse de la manipulación y el ocultamiento de
una historia que fue escrita y reescrita a merced del poder. Del mismísimo Stalin. "En Cuba era
poca la gente que sabía de Trotski", dice Padura. Tampoco en España entendieron el juego de
Stalin a tiempo, y ya era tarde cuando convirtieron a Mercader en el símbolo de un gran error para
los comunistas españoles. Eso también lo sugiere el libro. En cuanto a Stalin, a Hitler y al final
cantado de la URSS, las profecías de Trotski terminaron por cumplirse. Iván, tal vez Padura,
convivió casi 30 años con esta historia lacerante.