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ZYGMUNT BAUMAN Pt SLADE ICAPRETE tO Sobre la modernidad, la posmodernidad y los inteleetuales 10, Dos naciones, segunda version: los seducidos Desde hace ya muchos nfios, los “puritanos” ocuparon un lugar des- proporcionadamente grande entre las inquictudes intelectuales, No los puritanos cabezas redondas,* regicidas, iconoclastas y cazadores de brujas; no los puritanos exilados de Nueva Inglaterra, piadosos, teme- rosos de Dios y supersticiosos; para el casa, tampoco ningtin puritano: histérico en particular. El objeto de la intensa atencidn intelectual ha sido un puritano laboriosamente armado con retazos, a partir de escrl- tos diestramente seleccionados de sabios y santos, alrededor del plan investido en el modelo de la madernidad came el sitio de la razdn y la racionalidad. El relato moral de Weber armé a los intelectuales con un mito etiolégico muy poderaso de la modernidad. (Y debe haber si- do halagador para los magnates de la industria capitalista: presentaba sus fortunas como un producto secundario, no ambicionado e impre- visto, de una vida santa, el ascetisme y la btisqueda de fines nobles. Pero a la sazén no queda en absoluto claro sia los magnates les im- porté esta especie de halago y si se contaron entre los dvidos lectores de cuentos de hadas.) Mas que a nadie, el cuento de Weber gusté * Apodo burlén dado a los miembros del partido parlamentario o puritano de Oli- ver Cromwell durante las guertas civiles del siglo xvi! en Inglacerra, debido a que Hle- vaban la cabeza casi rapada, en contraposicidn a los tealistas que, a imitacién del monarea, usaban el pelo largo y ensortijado (N. del T.), 211 enormemente a los intelectuales. En el mito del puritano, éstos in- mortalizaron un reflejo especular de sf mismos, de sus ambiciones in- cumplidas pero atin vividas por ese dominio sobre la historicidad que anhelaron con vehemencia y del que a veces contra todos los incon- venientes— se atribuyeron la posesién. En rigor de verdad, la conocida idea de las “afinidacles electivas” no fue el producto de un frio y desapasionado escrutinio de la eviden- cia empirica, y no hay volumen alguno de investigaciones histdricas que puedan convertirla en tal cosa. Se construyé retrospectivamente, desde el punto de observacién privilegiada de la “jaula de hierto” de un mundo acabadamente racional en el cual presuntamente vivfamos © vivirfamos el dia de mafiana; fue esta jaula de hierra la que sirvid de prototipo de la “ligera capa” otrora apoyada sobre hombros santos. Los verdaderos héroes del mita de Weber no fueron ni un Calvino, ni un Baxter, ni un Franklin, sino precisamente esta “afinidad electiva”, el vinculo indestructible entre el mundo racional y la pasién por la perfeccidn, una vida proba, el trabajo duro, la domesticacién de los instintos y las emociones, la postergacién de la satisfaccién, la “obra de una vida de virtud", el control del cuerpo humano y el destino. El cuento de Weber no es y nunca fue la descripeién de un aconteci- miento histérico, Como ocurre con todos los mitos, se sitia fuera del tiempo histérico. Es el texto de un misterio que todos esctibimos y en el cual nos escribén, el guidén de un interminable pero siempre com- pleto drama de la modernidad. El “capitalismo” de la “afinidad electiva” representaba la “sociedad racionalmente organizada” (de la cual la “hiisqueda racional de la ga- nancia”, el homenaje de Weber al modelo intelectual de historicidad por entonces de moda, era sélo un aspecto, aunque central). El puri- tano simbolizaba el hombre “orientado hacia adentro” y‘autocontro- lado que los intelectuales, desde la perspectiva de su propio modo de vida, analizaron como el actor central de una sociedad guiada por la razén, ¥ también como su producto. Entre ellos, el puritano y la “bi queda racional de la ganancia” representaban el designio y la factibil 212 dad del proyecto intelectual: su matrimonio daba sentido y confianza al impulso intelectual hacia un mundo hecho a su imagen. Para para- frasear a Voltaire, sino hubiera habido puritanos, habria que haberlos inventado. Tal vez sea una regla que la necesidad de un mito etiolégico y ex- tratemporal se siente con mayor fuerza cuando un tipo particular de realidad social experimenta les primeros sintomas prodrémicos del fi- nal que se acerca. Mas probablemente atin, la intensidad con que se desmiente el mito cobra fuerza con la declinacién de la “abviedad” y confianza en sf misma de esa realidad. El cuento de Weber tuvo que esperar que se lo redescubriera, apreciara adecuadamente y situara en. el centro mismo de la atencidn intelectual. La busqueda del puritano, de su caracteristica Gnica, su formidable realizacién histérica, comen~ 26 en serio cuando los pensadores que sopesaban la direccién que ha- bia tomade su sociedad primero sintieron y luego proclamaron en voz alta que se habia apartado de su plan original, tomaba un cariz equi- vocado y algo de vital importancia se perdfa o estaba a punto de desa- parecer. Fue como si el puritano se tornara mds fascinante cuanto més vivamente se sentia su ausencia. Ostensiblemente, Weber construyé su versién moderna del mito prometeico para explicar el origen de la modernidad. Recientemente, se ha examinado al puritano para expli- car principalmente su desaparicién. A decir verdad, no es seguro que la premonicién del final inminen- te de un mundo en que la perfeecién asumia la forma de la racionali- dad {o la premonicién de la futilidad de la esperanza en un mundo semejante) no tuviera un papel importante en la decisién original de Weber de codificar los preceptos de la ética puritana. En la época en que estaba sumergido en este estudio, el clima intelectual de Europa ya rebosaba de profectas de desastre y advertencias de que la supetvi- vencia de una sociedad basada en la rain e ideales culturales elewa- dos estaba en peligro. El puritano todavia no habfa nacido o las noticias de su nacimiento no habian Iegado a los escritores del Apo- calipsis, pero pese a eso todos ellos —cada uno desde su propio punto 213 de partida— se encaminaban a tientas hacia algo extratio y misteriosa- mente similar al modelo de Weber; este atin innominado puritano se encontraba detras de la grandeza de la civilizacién moderna, en tanto que su retirada o eliminacién anunciaha la conmocién prdxima. Y asf Nietasche deploraba la pasién de sus contemporineos por lo efimeto y lo momenténea, su sometimiento a las plagas del Moment (momento), Meinungen (opiniones) y Moden (modas); la desintegra- cién de sus yidas en una sucesién de experiencias, emociones y cosqui- lleos fugaces, sin plan ni designio; su nocoria falta de toda capacidad Para un esfuerzo © un autosacrificia premeditado y de largo plazo en nombre de un proyecto valioso (uno desearfa decir: la disposicién pu- ritana a postergar la satisfaccién).' Gustave Le Bon proclamé que la proxima seria “una era de masas”, y definié a éstas como un marco so- cial en el cual se borra la individualidad, definida a su vez como la ap ticud de formular juicios racionales. El imperio de las masas es el fin de la civilizacién, ya que toda vida civilizada debe fundarse en fuerzas mo- rales, que aseguren un movimiento hacia la autoperfeccién y una vida de razén.* La civilizacién esta formada por cierta constitucién mental y dene su fundamento en el cardcter de su gente? La mentalidad po- pular, que ahora se impone a la racional, se destaca por su credulidad, ingenuidad, sumisién a la guia de otros e incapacidad para el autocon- trol o la accién autovigilada (nos gustaria decir: la mentalidad popular, en su dominacién, perdi las cualidades puritanas).4 La distopia de Or- tega y Gasset aparecié un poco después, pero sélo hizo mas agudas las corazonadas e intuiciones de sus numerosos predecesores; y, sobre to- ' David Frisby, Fragments of Modemicy. Themes of Medernity in the Work of Simmel Kracauer and Benjamin, Oxford, Polity Press, 1985, pp. 28-32. . * Gustave Le Bows, Psychologie des foules, 12* edicién, Parts, Alcan 1907, pp. 3, 51, 55-56 [Psicologia de las masas, Madrid, Mozata, 1983]. 1 Gustave Le Bon, Les Lois psychologiques et I'évolution des peuples, 7# edicién, Pa- tis, Alcan, 1906, pp. 64-65, 117 * Gustave Le Bon, La psychologte politique, Paris, Flammarion, 1916, pp. 124, 136, 214 do, se habfa convertido en un clasico instantdneo e inflamado la ima- ginacidn europea mucho antes de que el cuento de Weber volviera a estar en el candelero. En Ortega, el diagndstico de la ruina inminente se concentré. en nuestra existencia “de la mano a la boca”, nuestro an- helo vehemente de una vida exenta de toda restriccidn, nuestra psico- logta “de nifios malcriados”, nuestra satisfaccién con lo que somos y la falta de voluntad para ser mejores, en tanto que una vida verdadera- mente noble debe ser “sinénimo de una vida de esfuerzo” (a uno le gustaria decir: lo que nos falta es precisamente el impulso puritano ha- cia la autolimitacién y el autoperfeccionamiento}.5 Hubo muchos Virgilios y Ovidios que anticiparon el Evangelio. Es. te dio un nombre y un foco a lo que buscaban y trataban de determi- nar con precisién: ¢l puritano, el hacedor de un mundo regido por la razén, ¥ ulteriormente su producto previsto; un producto que, sin em- barga, no logré materializarse. No todos los escritores que exploran el legado del puritano tienen sélo elogios irrestrictos para este evasivo heraldo de la medernidad. Richard Sennett es tal vez uno de los mas conspicuos ejemplos de los analistas que decodifican los males de la agotada modernidad como la venganza pdstuma del puritano, la salida a la superficie de los aspectos “mas corrosivos” de su personalidad: una preocupacidn excesiva por la autentificacién de sf mismo, una vida proba, la abnegacisn, la “intro- versidn” resultante en narcisismo contemporaneo, una obsesién por el yo, la disipacién de la aptitud de desempefiar un papel o Ilevar una vida publica, la degeneracién de la privacidad en intimidad y de la so- ciabilidad en un juego interminable orientado hacia la exaltacién de si mismo.® Esta critica devastadora de la magica transformacién histé- 5 José Ortega y Gasset, La rebelign de las masas, Madrid, Espasa-Calpe, 1986. 8 Richard Sennett, The Fall of the Public Man, Nueva York, Vintage Books, 1978, pp. 11-12, 333-335 [La crisis del hombre priblico, Barcelona, Peninsula); “Destructive Gemeinschaft”, en Norman Birnbaum (comp.}, Beyond che Crisis, Oxford, Oxford University Press, 1977, pp. 171 y ss 215 rica de la ética protestante, aunque expone los insospechadas peligros inerinsecos al héroe tal como lo pinté Weber, no niega necesariamente el valor del puritano en su forma idealizada. Silo declara su irrealidad. El cono dominante es de oposicién: el puritano ha fallecido o estéa pinto de haceda, una petednalided cotalinente diferente Gcund a lugar. Una personalidad tanto mas odiosa por el hecho de ser exacta- mente lo opuesto de la que les philosophes sonaron modelar, y singular- mente poco receptiva al tipo de servicios que los descendientes de éstos se sentian destinados a ofrecer y para los que tenfan Las aptitudes necesarias. En lo que presuntamente ha sido la afirmacidn mas apasionada de la desaparicién del puritano y sus calamitosas consecuencias, John Carroll anuncia el advenimiento de una “cultura remisiva" que pro- duce y es producida por la “personalidad remisiva” La cultura remisiva es antimoralista por preseripeién. En una cultura moralista, como la puritana, los conflictos entre las demandas de la sociedad y el deseo de un individuo se resuelven mediante la imposi- cidn de prohibiciones; normas indiscuricdas que gobictuan la conducta actuan como paliativos al panic y la desesperacién. La dnica norma consciente del remisivo hedonista es ser antipuritano, guiarse por una simbélica de demandas morales anarquistas -laxos mandatos a igno- rar las normas~, dudar de todos los valores heredados y negar la pri- macia de toda'organizacim y personalidad particulares. Este estado es el de una “revolucién cultural permanente”, con la salvedad de que un asalto demasiado vigorosa a las antiguas estructuras de orden es neurdtica, sintomatico de que esas Grdenes se taman demasiado en serio y de que no se est4 adecuadamente emancipada de ellos [...]. Pero mas que ninguna realidad, este anarquismo representa la vi- sién que el remisivo tiene de sf mismo. Un estila remisiwo es necesa- tiamente normative, aprobatorio de la espontaneidad, la intimidad, la liberacién hedonista y !a apertura emacional, y desaprobatoria de la autocidad y el contral, lleno de reproches contra la actitud repro- chadora [ 216 En cl nivel moral, la remisién representa el perdén de todos los pe- cades; en el institucional, la liberacién de todos los controles [...}: Se eliminan los fundamentos abjetives de la culpa; nada ni nadie debe censurarse, la tinica responsabilidad que recae en el individuo es lade elegir con éxito sus placeres. El “hombre temisivo" de Carroll es exactamente lo contrario del puri- tano, y de ninguna manera su progenie, legitima o no: ‘(E]| hombre econdmico fue renunciante, analmente retentive y puritano, en tanto que el remisivo es apetitivo, oralmente indulgence y en muchos aspec- tos catdlico”. “[LJa autoridad interior (del puritano] depende del com- promiso con una estructura restrictiva del yo, y a su vez la primacfa del ethos; pero en el caso del hombre remisivo hedonista, el yo se revela en definitiva como una jaula que no sirve a otro propdsito que el de limi- tar sus placeres.” Y, para resumirlo todo, “[l]a buisqueda de La belleza, y en particular la de una imagen de la perfeccién, acompafia los linea- mientos del puritanismo [...]. El entretenimiento, en contraste, sirve integramente como un medio de liberacién”.? En la tajante yuxtaposicién de Carroll, deliberadamente exagerada y provocativa, se revela el significado de la conmocién de la “muerte del puritano”: éste sitve para expresar de manera sintética la acepta- cién de las coacciones y la autoridad supraindividual, el estuerzo pronto a reprimir los impulsos emocionales y subordinarlos a los pre- ceptos de la razén, la creencia en un ideal de perfeccisn y fundamen- tos objetivos de la moral, la estética y la superioridad social, la autolimitacién y el autoperfeccionamiento. En otras palabras, el puri- tano -el del debate sobre la “muerte del puritano"- se presenta como el morador del mismisimo mundo que los intelectuales de fa Tlustra- ciGn empezaron a construir, Representa, simulténeamente, la socie- dad regida por la Razén y que impone coacciones en stl nombre, y sus 7 John Carcoll, Puritan, Paranoid, Remissive: A Sociology of Modem Culdure, Lon- dres, Routledge and Kegan Paul, 1977, pp. 17-19, 21, 45, 56. 217 productos previstos, hombres que han interiorizado sus reglas y sitven de anfitriones solicitos a las “guarniciones de las ciudades conquista- das”. La “muerte del puritano” simboliza la sensacién de que tales espe- tanzas se han frustrado irremediablemente. Lo que hay, retrospectivamente, parece haber sido el “proyecto” de la modernidad, evidentemente no funciond. Ni la cultura en su conjunto ni sus miem- bros individuales parecen ser ya pasibles (si es que lo fueron alguna vez) de recibir el tipo de tratamiento civilizador para el que se preparaton les philosophes y para cuyo cumplimiento se capacitaron sus herederos. Sin puentes hacia la realidad de la vida cotidiana, sin influencia sabre los cuerpos o los espiritus de los hombres y mujeres comunes y corrientes, las ambiciones legislativas legadas por les philosophes ¢ institucionaliza- das como la memoria colectiva constitutiva de los intelectuales parecen desesperadamente encerradas en la torre de marfil de la teoria y la criti- ca ineficaz; en el mejor de los casos, pueden servir hoy como formula para una mds (por mds noble y ricamente satisfactoria) entre muchas actividades intelectuales especializadas y compartimentadas; una activi- dad cuya tinica finalidad es su propia continuidad Las esperanzas, por cierto, alguna vez quitaron el aliento. Los ilus- traclos, los cultos, los intelectuales creyeron que tenfa algo de gran im- portancia que ofrecer a una humanidad enfermiza y a la espera; crefan que las humanidades, una vez transmitidas y absorbidas, humanizarfan; que remodelarian la vida de los seres humanos, sus relaciones, su socie- dad. La cultura, el producto colectivo y posesion atesorada de los in- telectuales, se vefa como la tinica posibilidad que tenfa la humanidad de evitar los peligros combinados de la anarquia social, el egoismo in- dividual y el desarrollo unilateral, mutilance y desfigurante del yo. La cultura iba a ser un esfuerzo dirigido, pero entusiasta y universalmente compartido, por aleanzar la perfeccién, Nadie expresé esta esperanta con mas intensidad que Matthew Arnold: La cultura, que es el estudio de la perfeecidn, nos lleva [...] aconcebir la verdadera perfeccién humana como una perfeccién armoniosa, que 218 desarrolla tedos los aspectos de nuestra humanidad; y como una per feccién general, que desarrolla todas las partes de nuestra sociedad [..-]. La idea de perfeceién como condicién intema de la mente y el espiriu esta en discrepancia con nuestro fuerte individualismo, nues- tro odio a todos los limites puestes al curso irrestricto de la persorvali- dad individual, nuestra maxima de “cada hombre para sf mismo”. La idea de la perfeccién como una expresién armoniosa de la naturaleza humana esta en discrepancia, sobre todo, con nuestra earencia de fle« xibilidad, nuestra incapacidad para ver mas de un lado de una cosa, nuestra intensa y enérgica absorcidn en la busqueda particular en que nos encontrames [...]. ‘La cultura no trata de satisfacer infatigablemente lo que puede set Ja valuntad de cada individuo vulgar, la regla por la cual se forma a sf mismo; sino de acercarse cada vez masa la idea de lo que es verdade- ramente bello, agraciado y decoroso, y lograr suscitar el agrado de la person vulpar® Amold no expuso en ninguna parte las reglas por las cuales puede re- conocerse lo que es “verdaderamente” bello, agraciado y decoroso. Eso no impide que de su manifiesto se desprenda un aire de certidumbre y confianza en si mismo. Arnold sabia, sabia sin lugar a dudas, qué es be- lo y decoroso, qué es la “dulzura y la luz”; y sabia sin lugar a dudas que si tuviera la oportunidad, todo el mundo deberfa estar de acuerdo con él. Esta confianza en sf mismo no se basaba en una convencién metd- dica; no estaba fundada en un acuerdo institucional acerca de las re- glas de procedimiento, La certidumbre de Amold sacaba su fuerza del mas sdlido de los fundamentos posibles, la jerarquia indiscutida de los valores, que simbolizaba una jerarqufa indiscutida de autoridadoLo que las personas situadas en el pindculo de la civilizacién vefan como agra- ciado y meritorio era verdaderamente agraciado y meritorio. No habia otra vara con que medir la belleza y la dignidad. 8 Marthew Amold, Culture and Anarchy (1869), Cambridge, Cambridge Univer sity Press, 1963, pp. 11, 49, 50 219 En més de un sentido, es posible ver los dos articulos de Gearge Steiner titulados “In a post-culture” como Culture and Anarchy revi tada.? No saber lo que hoy sabemos, dice Steiner, fue el privilegio de Arnold o Voltaire; la ignoraneia daba confianza. Nosotros sabemas lo que ellos no; que las humanidades no humanizan, o al menos no lo hacen necesariamente. Desde las alruras de lo que legitimamente pa- saba en la época por la cumbre de la civilizacién, parecfa obvio que habfa una “congruencia [preestablecida] entre el cultivo de la mente individual por medio del conecimiento formal y un mejoramiento de las cualidades recomendables de la vida". Para nosotros no parece ob- vio en absoluto; peor atin, nos resultarfa muy dificil argumentar que algo es un “mejoramiento”, dado que hemos abandonado el axioma del progres, perdido la técnica del “sofar el futuro”, dejamos de estar “animados por la utopia ontaldgica” y con todo ella perdimos la capa- cidad de distinguir “lo mejor” de “lo peor", Nuestro tiempo puso fin a la estructura de valores jerarquicos acordados (uno dirfa més bien: do- minantes) y trajo el rechazo de todos los “cortes binarios que repre- sentaban la dominacién del cédigo cultural sobre el natural”, como los existentes entre Occidente y el resto, los cultos y los incultos, es- tratos superiores ¢ inferiores. La superioridad de la cultura occidental ya no parece evidente por sf misma; con esto, hemos perdido el “cen- tro confiable”, sin el cual no hay cultura. El nuestro, en efecto, es el tiempo de la “postultura®. La cultura, insiste Steiner, debe ser elitista y valoradora. Atacadas y en discusidn estas dos caracteristicas, el futu- ro de nuestra civilizacién es “casi imprevisible*. Uno siente la tenta- cién de resumir: la dicotomia de Arnold era apropiada, la eleccién siempre ha sido entre cultura y anarquia. Pero Arnold no sabia cual de las dos habria de elegirse. * Gearge Steiner, Extratervitorial, Londres, Atheneum, 1976 [Exivaterzitorial, Bar- a, Barcal] 220 No todos los socidlogos que estudian la cultura moderna acompa- fiarfan a Steiner hasta el final en sus presentimientos apocalfpticos, pero la mayoria estarfa de acuerdo con la sustancia de su diagndstico: la jerarqufa antafio indiscutida de los valores se ha desmoronado, y ¢l rasgo mas conspicuo de la cultura cccidental de hoy es una ausencia de fundamentos en referencia a los cuales puedan hacerse juicios de valor con autoridad. Naturalmente, los socidlogos estin interesados en los procesos sociales que condujeron a tal desenlace. ;Por qué el impulso de la Nustracién se interrumpis lejos de la perfeccién “gene- ral” y “armoniosa” de la sociedad y sus miembros? ;Por qué no logré materializarse la anhelada congruencia entre el conocimiento formal y las cualidades recomendables de la vida? ;Qué fue lo que funciond mal? {Tenia que funcionar mal? Una de las respuestas mds comunes a esas preguntas es la division autopropulsada e incontenible del conccimiento humane en una mul- titud de especialidades estrechamente circunscriptas, parciales y slo laxamente relacionadas. El tépico se discute amplia ¢ incesantemente, pero sigue siendo insuperable la formulacién seminal del vinculo entre el destino de la cultura y el desarrollo de la tecnologia y las ciencias guiado exclusivamente por la légica de las herramientas y las capaci dades productivas a las que éstas dieron origen, que hace mds de se- tenta afios propuso Georg Simmel. La de Simmel es una versién modetna de la historia del aprendiz de brujo: emancipadas de las fina- lidades humanas a las que servfan originalmente, las herramientas se convierten en sus propias finalidades y dictan el ritmo y la direccién de su propio movimiento. Lo que empuja hacia adelante los productos del espiritu es la ldgica cultural y no la légica cientifica natural de los objetos. Alli radica el impulse fatidicamente inmanente de toda tecnologia, ni bien ha su- perado el marce del consumo inmediato. Ast, la produccién industrial de una diversidad de productos genera una serie de subproductos es- trechamente relacionados que, propiamente hablando, no son nece- . 8élo la compulsidn a la plena utilizacién del equipamiento 221 creado exige que lo sean. El proceso tecnoldgico exige ser completade por vinculos no requeridos por el proceso fisico. Surgen vastas ofertas de productos que originan una demanda artificial sin sentido desde la perspectiva de la cultura del sujeto. En varias ramas de la ciencia las cosas no son diferentes. Por ejemplo, por un lado las técnicas filoligi- cas se han desarrollado basta adquitir una fineza y precisién metado- légica insuperables. Por el otro, el estudio de tépicas que podrian ser de genuine interés para la cultura intelectual no se renueva con tanta tapidez. Asf, con frecuencia el esfuerza flloldgico se convierte en mi- crologfa, afanes pedantes y una elaboracién de lo inesencial en un método que sigue funcionando por su propia cuenta, una extensién de normas sustantivas cuyo camino independiente ya no coincide con el de fa cultura como una consumacién de la vida [...]. No hay razin por la que no deba multiplicarse hasta el infinito, for la cual un libro no se agregue a otro libro, una obra de arte a otra obra de arte, una invencién a otra invencidn. La forma de la objetivi- dad como tal tiene una ilimitada capacidad de realizacién, Esta yoraz capacidad de acumulaciin es lo mas profundamente incompatible con las formas de la vida personal.!? “La tragectia de la cultura” consiste para Simmel en el hecho de que la ciencia, la tecnolog(a, las artes, multiplicadas por el impulso del espiri tu humano hacia el mejoramienta y la perfeccisn, se vuelven cada vez mas irrelevantey para su creador y su objetivo inicial, y esto a causa de su mismo éxito. Las humanidades no humanizan porque sus ramifica- dos, profusos y florecientes retofios dejaron, ante todo, de ser “huma- nidades". “El Creador" ya no se reconace en sus creaciones. Se le presentan como seres extrafios, abjetivos, que amenazan, por su ausen- cia de familiaridad y su “exterioridad”, su propio ambito de control. Para expresarlo de otra modo, la visién de Simmel es la de un “adelgazamiento” progresive de la ubicacién donde las intenciones ci- © Georg Simmel, “On the Concept and the Tragedy of Culture”, en The Conflict in Modern Culture... 0p. elt., pp. 42-44, 222 vilizadoras de la Tlustraciéin pueden conservar su fmpetu. “El intelec- tual” se convierte ahora en un concepte que separa a los portadores de la culeura na sélo de los iletrados, ignorantes, primitivos u otros in- cultos, sino también de mas de un cientifico, técnico y artista. No es de sorprender que Simmel haya jugado con la idea del intelectual co- mo un extranjero —un extranjero en un mundo saturado de ciencia, tecnologia y arte—. En ese mundo, el intelectual, en su papel tradicio- nal de legislador cultural, debe ser un vagabundo tragico y sin hogar. Su tragedia se ve exacerbada por la comprensidn de que ninguno de los muchos enclaves especializados de la Razin es susceptible de aco- gerlo nuevamente como su dirigente equivocadamente ignorado; la mayorfa ni siquiera lo recordard como su venerable —aunque desac- tualizado— ancestro. Nadie necesita ya su guia, excepto unas pocos extranjeros como él mismo, La sensacién del aprendiz de brujo de haber perdida el contral de su propio producto y herencia puede remontarse tal vez al hecho de que los discursos de la verdad, el juicio y el gusto, que parecian ser plenamente administrados por los intelectuales (y en los que sdlo és- tos participaban legitimamente), son hoy controlados por fuerzas so- bre las que ellos, metaespecialistas en la convalidacién de la verdad, el juicio y el gusto, tienen poco control, si lo tienen. Otras fuerzas sc han apoderado de la direccién —instituciones auténomas de investig: cién y aprendizaje especializados, que mo necesitan otra convalida- cién que la que les dan sus propias reglas procedimentales con respaldo institucional, o establecimientos igualmente auténomos de produccién de mercanefas, que no necesitan otra ratificacidn que el potencial productive de su tecnalogia—. Y sobre este mundo institucio- malmente fragmentado se destaca la nueva metaautoridad otorgadera de convalidaciones: el mercado, en el que el precio y la “demanda efectiva” tienen la facultad de distinguir entre verdadero y falso, bue- no y malo, lindo y feo. Las de Simmel y Steiner fueron presuntamente las batallas mas va- ltences, pero de retaguardia, libradas por el legislador intelectual ya 223 derrotado. Otras escaramuzas de retaguardia fueron puestas en escena por los teéricos de la “cultura de masas”, horrorizacos por las tenden- cias en que ucesores —reconciliados con la condicién posmoder- na~ se regocijarfan. En esas otras escaramuzas, el mercado se convirtié en el blanco principal. Se lo acusé de apropiarse ilegalmente del dere- cho a decidir en las cuestiones en que sélo la élite cultural tenfa un juicio digno de confianza. Tras haber subordinado la convalidacién de la cultura al juicio practico de las demandas cuantificables, el merca- do redujo La élite cultural a uno més entre los muchos “grupos de in- terés del gusto” que rivalizan entre si por la atencién benevolente del consumidor, Ostentosa y autoconscientemente orientado hacia las minorfas y con una nocién de su propio valor superior que siempre dedujo de su inaccesibilidad para la gente comtin, el gusto de la “alta cultura” estaba singularmente mal preparado para semejante compe- tencia, y ¢ra inevitable que le fuera mal. En consecuencia, no podia aceptar Ia legitimidad de un tribunal en que el mercado actuaba come juez y parte al mismo tiempo. En un contexto diferente, David Joravsky escribié una vez sobre “la dependencia de la libertad intelectual con respecto a la desdefiosa in- diferencia de las politicos modernos para con el mundo del intelec- to”. Ya hemos analizado el cambio seminal en los fundamentos del poder estatal que siguid al desarrollo de las técnicas pandpticas de control y la creciente capilarizacién del poder social; desarrollos que condujeron al gradual desplazamiento de las legitimaciones ideoldgi- cas y en definitiva a hacerlas irrelevantes para la reproduccién de la integracién sistémica. Visto desde el lado opuesto, el misme proceso puede describirse como una emancipacién gradual del trabajo intelec- tual con respecto a las coacciones politicas del estado; la libertad y la Y “ David Joraysky, “The Construction of the Stalinist Psyche", en Sheila Firapa- wick (comp.), Cultieral Revolution in Russia 1928-193], Indiana University Press, 1978, p. 121, 224 irelevancia estén sin duda estrechamente relacionadas una con otra, Su proximidad impide que los intelectuales yean el proceso con una satisfaccién sin sombras; o, mas bien, lleva a una profunda escisién en la élite culta, antafo unificada (en la definicién de si misma, si no en la praxis). Las especialidades multifacéticas sefialadas por Simmel go- zan de su libertad y hacen lo mejor posible con su pertinencia locali- zada y parcial y su control espacial y funcionalmente limitado. El nucleo duro de la élite culta, que prosigue el metadiscurso de la mo- dernidad, consagrado a la problemitica tradicional de la verdad, el juicio y el gusto y la misién tradicional de legislar la validez, s6lo co- noce una pertinencia: de escala global y funcién politica. Eliminada ésta, el metaintelectual debe sentirse desposeido. Mas que la libertad asociada, lo que experimenta con mayor intensiclad es el costado irre- levante del trato. El comentario de Joravsky tiene una conexién més amplia; se apli- ca a la esfera de la cultura en su conjunce. Aqui, como en el campo del “discurso de la legitimacién”, la irrelevancia produce libertad. El advenimiento del estado moderno con su interés en extirpar la dife- renciacidn local, los modos de vida auténomos y autopropulsados ba- sados en la comunidad, para reemplazarlos por una pauta de disciplina unificada y general de la sociedad, mecesitaba una cruzada cultural pa- ta su consumacién: Las ambiciones organizadoras del estado “jardine- ro” armonizaban bien con la ambicién globalizadora del proselitismo intelectual, La politica del estado y el esfuerzo civilizador de los inte- lectuales parecian actuar en la misma direccién, alimentarse y refor- zarse reciprocamente y depender uno del otro para su éxito. Como en el caso del discurso legitimador, sin embargo, el estado moderno se hi- 20 progresivamente menos dependiente del alcance uniformador de las cruzadas culturales. Plenamente desplegadas sus técnicas pandpticas, el estado prospeta con divisiones, separaciones y clasificaciones burocra- ticas. “it sont les croisades d’antan?” ;Por qué tendrian que necesivar- las los politicos? La élite culta conservé, sin lugar a dudas, su estatus social superior; pero los valores que se jactaba de proteger y mostraba 225 como prueba de su importancia colectiva han perdido su pertinencia politica, y por lo tanto el caracter obvio de su superioridad. Liberada de su carga legitimadora, la cultura podria ser -y ha si- do- desplegada en un nuevo papel integrador. La libertad originada en la irrelewancia sistémica de la cultura aporté pocos beneficios a la élite educada respecto de sus ambiciones de legislat sobre los valores. No fue ella quien ccups el lugar dejado vacante por los politicos. Pri- vados de tespaldo politico, los esfuerzos por lanzar nuevas cruzadas culturales deben haber parecido cada vez mds extravagantes como ideas y ridiculos como practicas. Para horror de los legisladores cultu- rales, la emancipacién de la cultura con respecte al control estatal de- mostré ser, ineludiblemente, la emancipacién con respecto a su propio poder. Superflua en el ambito de la integracién sistémica, la cultura se trasladé a la esfera de la integracién social, donde se encon- tr6 en compania de todas los otros poceres capilares, abundantes y di- minutos, y compartié su falta de foco, diversidad y difusién. Desde el punto de vista de la historia cultural, sin embargo, éste no fue un retorno a la esfera original en que moraba la cultura antes de que se la desplegara —a principios de los tiempos modernos- al servi- cio de la integracidn sistémica del estado moderno. La esfera, funcio- nalmente similar a su equivalente premoderno, asumié una forma institucional posmoderna de caricter y consecuencias muy diferentes. En el transcurso de la larga marcha del estado moderna, las bases co- munales de los paderes localizadas fueron eficazmente destruidas; ya no eran accesibles cuando la cultura, superflua en la reproduceién sis- témica, cegresd al nivel social, subsistémico. Sin embargo, la espera- ban otras bases de poder localizado, que pronto hicieron de ella el objeto de su administracién. Esas bases se ubicaban en La red institu- cional del mercado; la cultura se convirtié en una merchncfa comer- cializable, sujeta como otras al tribunal supremo donde las gamancias y lademangda efeectiva fungian de jueces. La comprensidn de que la libertad politica de la cultura provoca la impotencia de los legisladores culturales estaba detras de la indignada 226 condena de los teéricos de la “cultura de masas”, Dwight Macdonald alerté a sus lectores acerca de los peligros inmanentes en la nueva si- tuacién: “Esté surgiendo lenramence una tibia y fléccida Cultura de Medio Pelo que amenaza devorarlo todo en su ciénaga en expansidn”, Perceptivamente, Macdonald situaba las races de la amenazante ten~ dencia en la falta misma de discriminacién que acompafia inevitable- mente la li ad y la democracia: “La Cultura de Masas es muy, muy democratica: se niega absolutamente a discriminar contra o entre na- da o nadie”. Lo que debe haber parecido mas aborrecible, desde luego, era el hecho de que la falta de discriminacién significara en la pricti- ca la degradacién de la “alea cultura”, lo que la ponfa en un pie de igualdad con todas las demas opciones culturales, y la negativa a escu- char scriamente los veredictos de validez de sus sacerdotes. Macdo- nald no oculté en ningtin momento que su furia se orientaba contra aquellos que, so capa de Ja libertad, hacian (e “imponfan”) elecciones -y con ello desafiaban abiertamente las prertagativas que sdlo la élite cultural podia reclamar con derecho-, y no conera el “pueblo” que aceptaba (o se vefa “obligado” a aceptar) esas elecciones. Se tomé la a indefensa molestia de distinguir netamente entre la “masa”, vict de la violencia de los manipuladores culcurales, y el verdadero “pue- blo", al que estes manipuladores habian destruido como portador au- ténomo de cultura. La cultura masiva —insistirfa Macdonald una y otra vez— no es otra versién de la “cultura popular” [“folk"] (“Un folk © un pueblo [...] es una comunidad, vale decir, un grupo de indivi- duos vinculados entre si por intereses, trabajo, tradiciones, valores y sentimientos comunes”), sino “una expresién de masas, una cosa muy diferente”.'2 Macdonald olvidaba convenientemente el papel de los intelectuales en la destruccidn misma de la “cultura popular” y las co- '2 Dwight Macdonald, “A Theory of Mass Culture”, en Bernard Rosenberg ¢ Da- vid Manning White (comps.}, Mass Culture. The Popular Arts in America, Glencoe, IIL, Free Press, 1957, pp. 63, 62, 69 munidades en que solia estar arraigada. Exentos del control cultural elitista, los descendientes de los primitivos ignorantes y supersticiosos de ayer se convertian repentinamente en los portadores de valores que habia que defender contra la culcura “mediocre” como nunca se los defendis contra las usurpaciones de los Kulturtragers y educadores elitistas. Sobre la “relacién especial” entre los intelectuales y la gente “comin”, “virgen”, culturalmente no iniciada, Pierre Bourdieu co- menté que el artista prefiere la ingenuidad a la “presuncién”. El mérito esencial de la "gen- te comtin ¥ corriente” es que no tienen ninguna de las pretensiones al arte (o al poder) que inspiran las ambiciones del “pequeno burgués”. Su indiferencia reconoce ticitamente el monopalio, Es por ese que, en la mitologia de artistas e intelectuales, cuyas estrategias de acerca- miento per los flancos y de doble negacién a veces los conducen de vuelta a los gustos y opiniones “populares”, el “pueblo” cumple con tanta frecuencia un papel que no difiere del jugado por el campesinado en las ideolagias conservadoras de la aristocracia decadente, 3 En esta observacién, por otra parte perceptiva y bien apuntada, Bour- dieu omire sefalar la verdadera importancia de la comparacién: fue la aristocracia decadente la que idealizé al “campesino”; son los “legisla- dores culturales” decadentes quienes idealizan al “pueblo”. Los cazado- res de ayer defiehden al “pueblo”, su juego cultural legitimo, contra los cazadores furtivos. En cuanto al contenido de la critica de la cultura de masas, encan- tramos aqui les mismos temas que descubrimos en el discurso de la “muerte del puritano”; con la diferencia de que esta vez se organizan alrededor de la nocién de cultura, entendida, hoy como antes, como el proceso de ensefanea, “hacer algo a alguien". Lo mismo que en el caso de las convalidaciones reciprocas del coneepto de “buen artista” y Bourdieu, Distinction... op. cit., p. 62, “buen arte”, en la critica de la cultura de masas las ideas de “hacer co- sas malas" y “quienes hacen esas cosas son malas personas” se convali dan una a otra. La condena de los administradores contempordneos (no intelectuales) de la cultura necesita una prueba de que sus produc: tos son de calidad inferior; pero su inferioridad sélo puede probarse in- voeando la falta de credenciales de quienes responden de su calidad. Asi, se acusa a la cultura de masas, antes que nada, de propiciar ¢ culto del facilismo. La cultura de medio pelo de Macdonald era “tibia ¥ fléccida”, principalmente porque se limitaba a las cosas ficiles de entender y rechazaba las que exigian de su consumidor un trabajo ar- duo y una formacién de experto. El esfuerzo supremo para alcanzar lo misterioso y verdaceramente valioso fue siempre una parte indispen- sable de la mitologia autolegitimadora de los intelectuales (véase el capitulo 1). El supuesto de que uno podia “cultivarse” sin esfuerzo, sa- crificio ni sufrimientos, corta las rafces mismas de la superioridad in- telectual. “Si la educacién y la cultura son procesos graduales, progresivos y ordenados —escribié Bernard Rosenberg-, enronces la cultura popular es lo opuesto. Dado que lo que hace ran tentadora la cultura de masas es la implicacién del facilismo.”"* Ernese van den Haag resumié los efectos: “La cultura se convierte en gran medida en un deporte de difusién masiva”.'° El libro de Rosenberg y White y el debate sobre la cultura de masas que suscité en los afios cincuenta y sesenta fueron tal vez las flechas del parto en la historia de la “decadente aristocracia” del espiritu. C. W. Mills escribid al mismo tiempo que los medios masivos de comuni- cacién debfan mantenerse al margen del control de las fuerzas del '4 Bernard Rosenberg, “Mass Culwuce in America”, en Rosenberg y White fcomps.}, Mass Culture... ob: cit. p. 5 15 Ernest van den Haag, “A Dissent from the Consensual Society", en Bernard Rosenberg y David Manning White (comps. Mass Culture Revisited, Nueva York, Van Nostrand, 1971, p. 9. nw S bia} mercado y volver a ponerse en manos de los intelectuales, a quienes pertenecfan legitimamente. En esa época atin parecia que podia in- vertirse la direccién tomada por la cultura una vez que se la aparté de su antigua funcidn legitimadora dentro del sistema; que podia resta- blecerse el papel legislative en el nticleo duro de la élite intelectual, los recientes descendientes de les philosophes. Con el paso de los afios, esas esperanzas se deswanecieron gradualmente, y con ellas se agoté el debate sobre la cultura de masas. Las esperanzas y el debate podian subsistir mientras siguieta ignordndose la irreversible falta de rele- vancia politica de la esfera cultural y artfstica dentro del estado tar- domaderno. ¥ la ignoraron, tanto los detractores coma los pocos admiradores de la cultura de masas, Entre quienes pertenecfan a esta segunda categoria, Edward Shils vio en el nuevo fenédmeno de la “'so- ciedad de masas” un desarrollo verdaderamente digno de elogio, que acercaba a aquéllas, antes condenadas a la “periferia”, al “centro” de la sociedad, esto es, a sus instituciones y sistemas de valores centra- les.46 Como los criticos de la cultura masiva, Shils consideraba la cul- tura en su antigua y ya perdida funcién. Contrariamente a su opinion, las “instituciones centrales” aleanzaron efectivamente la “periferia” mejor que antes (aunque a través de sus tentdculos pandpticos mds que mediante avanzadas misioneras), pero los “sistemas de valores centrales” siguieron sienda de incumbencia exclusiva de los intelec- tuales, mientras perdfan su utilidad, y con ella su importancia, para todos los dems. En afios mas recientes ha resultado cada vez mas evidernte que la ab- sorcién de la cultura por las fuerzas del mercado alcanzé un punto sin retorno. Consecuentemente, el foco del debare cultural cambié lenta pero claramente. Se escuchan menos las afirmaciones reivindicativas de los vaceros de la alta cultura; como es de esperar, al set esas afirma- 'S Edwatd Shils, “Mass Sociery and [ts Culture", en Rosenberg y WI Mass Culture Recisited, op. cit., p. 61, te (comps.), 230 ciones cada vez menos realistas, las descripciones horrorizadas del im- pacto malsano y degradante de la distribucién de los bienes culturales por parte del mercado dan paso lentamente a estudios més sobrios y desapasionadas sobre diversos “sistemas de gustos”, clecciones del con- sumidor, modas culturales y la red institucional que respalda todo ello. La teorfa de la cultura posmodernista es una culminacién de esta ten- dencia. En ella se descarta finalmente el rol legislative de los intelec- tuales y se establecen los esbozos del nuevo papel, el de intérprete. Los cambios de las dos Ultimas décadas tal vez puedan atribuirse al descubrimiento del mecanismo autoperpetuante y autorreproductor de lo que hoy ha Iegado a conocerse como fa cultura consumista. Es- te mecanismo ya ha sido ampliamente descripto y no es necesario que hagamos aqui un andlisis detallado. Podemos limitarnos a un inventa- rio de algunos de sus aspectos principales. Presuntamente, el més importante es la aptitud del mercado de consumo para hacer que el consumidor dependa de él. En la oportuna formulacién de Wolfgang Fritz Haug, “{e]n un principio, las nuevas mercancfas hacen mucho mas sencillas las necesarias tareas cotidia- nas, y luego éstas se vuelven demasiado diffciles para realizarlas sin ayu- da [..-]. El automévil particular, junto con el deterioro del transporte publico, fragmenta las ciudades no menos que un bombardeo de satu- racién, y genera distancias que ya no pueden cubrirse sino con un au- to”. La primera frase es cierta debido a la destruccién de destrezas adquiridas que la introduccién de nuevos productos trae como secue- la; la segunda es cierta debido a la reestructuracién del medio am- biente que exige la aceptacién del nuevo producto. En ambos casos, nuevas mercancias se hacen indispensables; crean su propia necesi- dad, cosa que los analistas expresaron a veces como la aptitud del 17 Wolfgang Fritz Haug, Critique of Commedicy Aesthetics, traduccién de Robert Bock, Oxford, Polity Press, 1986, pp. 53, 54 [Publicidad y consumo, Critica de la estéti- ca de mencanctas, México, Fondo de Cultura Eeondmica, 1989]. 231 mercado de generar necesidacles “artificiales” (serfa mucho mejor des- cribir el fenémeno en términos de su capacidad de hacer que las nue- vas necesidades sean practicamente indistinguibles de las “naturales”; si se tiene en cuenta el plano de la mayoria de las ciudades estadouni- denses actuales y la relacién espacial contempordnea entre residencia, trabajo y ocio, serfa efectivamente fiitil sostener que la necesidad de un auto o de cualquier otra vehiculo de mav: cial” o, peor, “falsa”). La dependencia del mere idad personal es “artifi- do también surge de la destruccién pro- gresiva de destrezas sociales -la apritud y disposicidn de hombres ¥ mujeres a entablar relaciones sociales, mantenerlas y repatarlas en ca- so de conflictos—. El penetrante andlisis de Richard Sennett acerca de la transformacién de la “privacidad” en “intimidad” y el “erotismo” en “sexualidad” es bien conocido; en su opinidn, la transformacién con- duce al establecimiento de una “Gemeinschaft destructiva”, el tipo de marco en ef cual se evita la creacién de relaciones estables, con dere- chos y obligaciones incluidos, debido a la falta de destrezas sociales en los participantes; en el que “el otro” sdlo sirve como una herramienta en la lucha interminable (por carecer de propdsito definido) por la autenticidad individual; y en el que la acumulacién de destrezas so- ciales es imposible debido al caracter quebradizo y fragil de todos los lazos humanos temporarios y “hasta nuevo aviso”. Este es el “vacio so- cial" ficilmente Ifenado por el mercado. Incapaces de hacer frente a los desafios y problemas surgidos de sus relaciones mutuas, hombres y mujeres se vuelcan a los bienes y servicios comercializables y el aseso- ramiento experto; necesitan herramientas de produccién fabril para dotar a sus cuerpos de “personalidades” socialmente significativas, consejo médico o psiquistrico para sanar las heridas dejadas por pre- vias -y futuras~ derrotas, agencias de viaje para huir Hacia ambitos desconocidos, can la esperanza de que brinden un mejor entorno para la solucién de problemas canocidos, o simplemente ruido (literal y metaférica) de produccién en serie para “suspencer" el tempo social y eliminar la necesidad de negociar relaciones sociales. 232 La dependencia con respecto a bienes y servicios del mercado ge- nerada por la ausencia de destrezas sociales se convierte ripidamente en dependencia con respecto al mercado. Los bienes y servicios se presentan como las soluciones a problemas humanos genuinos: un suavizante lfquido come cura para la falta de atencién de la familia hacia la esposa y madre ya no tan joven y atractiva; una nueva marca de perfume como medio de atraer los favores del sexo opuesto sin in- tentarlo realmente (“por impulso"}; una nueva marca de vino para hacer que los invitadas a la fiesta estén bien dispuestos y se conside- ren interesantes unos a otros. El efecto acumulativo es la conviccién de que para cada problema humane hay una solucién que espera en algdin lugar de la tienda, y que la destreza que hombres y mujeres ne- cesitan més que ninguna otra es la habilidad de encontrarla. Esta con- viecién hace a los consumidores atin mas atentos a los bienes y sus promesas, de mado que la dependencia puede perpetuarse y profundi- zarse. La aptitud en las compras se convierte en la destreza que reem- plaza todas las otras, superfluas o extinguidas. Como los bienes prometen mas de lo que pueden dar, y es inewita- ble que los consumidores descubran tarde o temprano la falta de co- rrespondencia entre el valor de usa genuino y aparente de cada producto en particular, la conviccién debe galvanizarse continuamen- te mediante “nuevas” y “mejoradas” promesas y sus encarnaciones materiales. De allf el bien descripto fenémeno de la “obsolescencia incorporada", de la que en principio se crefa que era de naturaleza fi- sica y teenolégica, pero ahora se ve sobre todo como la funcién de la técnica de “desalojo” del marketing. El papel de los nuevos productos consiste principalmente en desactualizar el producto de ayer; junto con los “viejos” bienes desaparece el recuerdo de sus promesas incum- plidas, La esperanza nunca se frustra del todo; se la mantiene, en cam- bio, en un estado de exciracién constante, con un interés siempre en movimiento que se traslada continuamente a nuevas abjetos. Jean Baudtillard dijo de la moda que “encarna un compromiso entre la ne- cesidad de innovar y la de no cambiar nada en el orden fundamen- 233 tal”.'8 Nosotros modificarfamos un poco el énfasis: la moda parece ser el mecanismo a través del cual se mantiene el “orden fundamental” (la dependencia del mercado) gracias a una cadena incesante de in- novaciones; la perpetuidad misma de éstas hace que sus fracasos indi- vicuales (¢ inevitables) sean irrelevantes e inofensivos para el orden. Los consumidores dependen del mercado no solo para hacer frente a los problemas que manejarfan con sus propias destrezas y aptitudes técnicas y sociales de sofiar el fucuro, siempre que las tuvieran; tam- bién lo necesitan como fundamento de su certidumbre y confianza en si mismos. Al ser preponderante la destteza en las compras, la certeza que mas cuenta y promete compensar todas las otras (ausentes) es la relacionada con las decisiones de compra. La moda, respaldada por la estadistica de las elecciones de otras personas, ofrece esa certidumbre; uno compra “Whiskas” con menos temor o inseguridad personal una ver que sabe que de cada diez gatos seis lo prefieren a cualquier otro alimento. El orgullo de ser “racional” en la seleccién de bienes (aun- que sélo sea en el sentido de seguir a [a mayorfa) Ilena el lugar que dejé vacio la autoewaluacién satisfactoria, ausente y ya no accesible, que se basaba en la exhibicién de destrezas técnicas o sociales. El ama de casa puede ahora jactarse de la inteligencia de comprar el jabén en polvo adecuado en vez de enorgullecerse por la excelencia de su peri- cia como lavandera. La dependencia con respecto al mereado se ha visto exacerbada por la colonizacién de un creciente volumen de necesidades. Entre éstas, puede incluirse la de un proyecto de vida; ésta se organiza hoy alrededor de una serie temporal de compras previstas. O la necesidad de entretenimiento; a la cabeza de la cantidad siempre en aumento de juguetes y pasatiempos ofrecidos por el mercado, éste se oftece a si mismo como la diversién suprema. Comprar signifiea no sélo actuar a 'S Jean Baudrillard, For a Crinigue of the Political Eeonamy of the Sign, traduceidin de Charles Lewin, Nueva York, Telos Press, 1981, p. 31 [Critica de ia economia politica del signo, México, Siglo xxi, 1974). fin de satisfacer el anhelo vehemente de destrezas perdidas, certidum- bre, finalidad de la vida; también es una diversi6n excelente, un teso- ro inagotable de estfmulos sensuales y -como todos los demas la comparten— la oportunidad social fundamental. Brinda asimismo el equivalente contemporiineo de la aventura, la exploracién de tierras exdticas, la exposicién de uno mismo a moderadas y excitantes peli- gros, el despliegue de hazafias y la disposicién a arriesgarse. Respaldada por el mercado como insticucién axial de la sociedad oc- cidental contemporinea —una institucidn que se instala en una posi- cin inexpugnable gracias a su capacidad de producir y teproducir una total dependencia con respecto a si misma-, la “cultura consumista” se convierte, en opinién de la mayorfa de los analistas, en un atributo i movible de nuestro tiempo. La cultura consumista es una cultura de hombres y mujeres integrados a la sociedad, sobre todo, como consumi- dores. Los rasgos de esta cultura, explicables dnicamente en términos de la légica del mercado, donde se originan, se derraman sobre todos la contemporiinea, si es que queda algtin los deméas aspectos de la ¥ otre aspecto que no haya sido afectado por los mecanismos de aquél. Asi, todo elemento de la cultura se convierte en una mercanela y se su- bordina a la kégica del mercado, ya sea a través de un mecanismo eco- némico directo o uno psicoldgico, indirecto. Todas las percepciones y expectativas, as{ como los ritmos de vida, las cualiclades de la memoria, la atencidn, las pertinencias motivacionales y tdpicas, se ejercitan y moldean dentro de la nueva institucién “fundacional”, el mercado, De acuerdo con los mismos analistas, es necesario por lo tanto referirse a esa [gica mercantil para entender el arte o la politica contempordneos. La cultura consumista crea su propio mundo, autosostenido y auta- guficiente, incluidos sus héroes y bastoneros: personas en el candelero, llegadas a esa posicidn por vender muchas discos, romper récords de boleterfa, ganar la loteria, adivinar el “precio juste” de un producto actualmente de moda y destacarse de otras maneras en las virtudes consumistas, no manchadas por los embarazosos recuerdos del trabajo duro ¥ el autosacrificio puritanos, Este mundo esta densamente pobla- 235 do: los héroes se reemplazan uno s a otros a la velocidad del rayo para impedir toda posibilidad de desilusién, y unos pocos “supergrandes” se mantienen en la memoria del piblico para encarnat la intemporali- dad y continuidad del modo consumista de vida. El atesrado mundo de los héroes del consumo deja poco lugar para los dems; en un pro- grama de noticias, el tiempo dedicado a los deportes, entretenimien- tos y la “gente” (una “columna de chismes” considerablemente ampliada) ocupa la mayor parte de la emisién y atrae la mayor parte de la atencién de espectadores u oyentes. Muy presionados por los hé- toes consumistas, los politicos deben comportarse como ellos o pere- cer, La informacion politica tiene que servirse de un estilo para el que el mercado de consumo ha preparado al publico: la “noticia” es prin- cipalmente una herramienta de olvido, una manera de desalojar los titulares de ayer de la conciencia de la audiencia. El resultado es una narracién equivalente a la particura de Stockhausen: una cadena de elementos no sometidos a ningtin orden sintagmatico, ni determina- cién de la informacidn posterior por la precedente, y por lo tanto una sucesién completamente azarosa en la que no se permite la coagula- cién de las estructuras de las expectativas, con lo cual la libertad del compositor sigue siendo irrestricta. Es evidente que dentro del contexto de la cultura consumista no quecla lugar para el intelectual como legislador. En el mercado no hay un Gnico centra’de poder y tampoco ninguna aspiracidn a crearlo (la alternativa serfa una “dictadura politica sabre las necesidades”, una ProposiciGn igualmente poco atractiva para los intelectuales con am- biciones legislativas). No hay un sitio desde el cual puedan emicirse pronunciamientos de autoridad y ningtin recurso de poder concentra- do y lo bastante exclusive para actuar como palanca de una masiva campaiia proselitista. Con ello, los medios de “legislacién intelec- tual”, reales o esperados, es quier otra persona) no tienen control sobre las fuerzas del mercado ni pueden tener ninguna expectativa realista de obtenerlo. La cultura consumista implica un tipo de sociedad muy diferente de aquella en ‘an ausentes. Los intelectuales (como cual- 236 que nacié y a la que se ajusté la tradicién de les philosophes, el funda- mento histérico de la memoria viva de la legislacién inteleetual, Uno de los més profundos analistas de la cultura en su fase consul mista, Pierre Bourdieu, sugiere que la encronizacién de ésta implica un cambio sustantivo en el modo de dominacién que es central para la intepracién social. El nuevo modo de dominacién se distingue por la sustitucién de la represién por la seduccién, la vigilancia por las re- laciones pitblicas, la autoridad por la publicidad, la imposicién de normas por la creacién de necesidades, Lo que hoy une a los indivi duos a las sociedades es su actividad como consumidores, su vida or- ganizada alrededor del consumo, En consecuencia, no es necesario reprimirlos en sus pulsiones naturales y en la tendencia a subordinar su comportamiento al principio del placer; no es necesario vigilarlos y controlarlos. (Esta funcién ha sido asumida por el mercado; al hacer de la tecnologia de la informacién el objeto del consumo privado, una sociedad de “autovigilancia” reemplazd, como lo sefiala Jacques Acta- li, una sociedad “vigilante”.)!? Los individuos estan dispuestos a so- meterse al prestigio de la publicidad, y por ello no necesitan creencias de “legitimacién", Una multiplicidad de necesidades, y no un ajuste de las normas, hace que su conducta sea manejable, predecible y por lo tanto no amenazante. El concepto de Bourdieu es el producto de uma visién curiosamente estrecha, que deja afuera una parte considerable de la sociedad con- temporanea, una parte que, pese a lo que sabemos, es indispensable, ineludible e irreductible. No hay duda de que es facil pasarla por alto cuando se da forma a una teorfa de la sociedad dominada por el merca- do, dado que es precisamente esta dominacidn la que la hace irrele- wante, marginal y teéricamente “ajena”, “residual” o “atin no eliminada” (del mismo modo que la teorfa social centrada en el capital crataba las formas no capitalistas de vida, la originada en la Ilustracién abordaba las “incultas" o la teorfa del comunismo centrada en el esta- ® Jacques Attali, Les Trois mondes, Parts, Fayard, 1981, pp. 283-289 do veta los aspectos “no socialistas” del carécter humano). Sin embar- go, esta otra parte de la sociedad, que no se ajusta a la descripcidn de Bourdieu, es tan inevirablemente producida por el mercado como la que sf se ajusta. Constituye “la otta cara de la moneda”, el otro polo del iman, Ambas partes sdlo pueden existir juntas, y slo juntas se las puede eliminar. Como es posible deducirlo de la lectura del anilisis de Bourdieu, la seduccién es tan enormemente eficaz porque su alternati- va es la represién; y “[l]o que la licha competitiva hace perdurable no son condiciones diferentes, sino la diferencia entre condiciones”?° La diferencia entre condiciones es la existente entre libertad y necesidad, cada una de las cuales deriva su significado de la presencia de la otra, Y el dinero es lo que hace Ia diferencia. El mercado es una institucién. democratica; esta abierto a todo el mundo, como e] Hotel Ritz. No exige pasaportes internos o permisos especiales. Lo dnico que hombres y mujeres necesitan para entrar es dinero. Sin él, empero, deben que- darse afuera, donde encuentran un mundo de un caracter completa mente diferente. Lo que hace que el dinero sea tan cerriblemente attactivo e impulsa a la gente a esforzarse tanto por conseguirlo, es pre- cisamente la posibilidad de comprar la salida de este segundo mundo. En comparacién con él, la economia de mercado brilla como el reino de la libertad y la encarnacidn de la liberacién. Mas de un siglo atras, Disraeli hizo una de las declaraciones miis memorables de los tiempos modernos: “Me dijeron que los Privilegia- dos y el Pueblo formaban Des Naciones". Cabe suponer que aludia a dos naciones de empleadores y emplea- dos, explocadores y explorados. Nuestra sociedad vuelve a estar integra- dade esa forma, Sélo que las nuestras son las naciones de los seducidos y los reprimidos; de quienes tienen la libertad de responder a sus necesi- dades y quienes estan obligados a cumplir las normas, Sin esta segunda nacién, la pintura del mundo posmodemo esta fatalmente incompleta. 2° Bourdieu, Distinction, op. cit., pp. 154, 164 28 1]. Dos naciones, segunda versién: los reprimidos Leén Trotsky sefialé alguna vez sobre la “intelligentsia” rusa: “[p}rivada de toda significacién independiente en la produccidn social, pequefia en ntimero, econémicamente dependiente [...], justificadamente consciente de su propia impotencia, sigue buseando una clase social masiva sobre la cual pueda apoyarse”.' La btisqueda de una clase masi ¥a era presuntamente més vehemente e intensa en Rusia que en cu quier pais de Europa occidental, y por lo tanto més facil de advertir. La forma en que habjan nacido los circules intelectuales rusos en el transcurso del siglo XIX (véase al respecto el excelente andlisis de Ro- bert J. Brym),? cien afies después de que las pautas de la misién inte- lectual se hubieran establecido sélidamente en Occidente, dejaba apenas un mfnimo resquicio a la esperanza de transformar a los zares en déspotas ilustrados y el estado que gobernaban en un marco orga: nizativo para el progreso de la Razén. No es de sorprender que la inte- lligentsia rusa tuviera que ser radical a fin de mantener su fidelidad al ‘Leon Trotsky, 1905, rraduccién de A. Bostock, Harmondsworth, Penguin, L971, p- 58 [ 1905. Resultados y perspectivas, Paris, Ruedo Ibgrico], Robert J. Brym, The Jewish Incelligentsta and Russtim Marxism. A Sociological Stredy of Intellectuc! Radicalism and ddeological Divergence, Londres, Macmillan, 1978, cap(tulo 2. 239 papel que habia asumido; no es de sorprender, tampoco, que buscara a su alrededor una “clase masiva” susceptible, por su naturaleza, de in- clinarse mas hacia la ereacidn del dmbito que los intelectuales necesi- taban para llevar a cabo su misién. Las circunstancias tinicas de Rusia, sin embargo, no hacfan sino agudizar una sicuacién de mucho mayor alcance. Lo que uni a los in- telectuales a lo largo de la historia moderna de Europa, tanto en Ru- sia como en otras partes, fue la urgencia de organizar racionalmente el mundo social, y una imagen del producto final de esa organizacién como una especie de sesidn de “asamblea pedagdégica” permanente; como cab/a esperat, los intelectuales dieron forma a la visién de Ia so- ciedad ideal a partir de su propio modo colectiva de vida, y -también de modo previsible- nunca dejaron de atribuir a ese ideal la elevada autoridad acordada a la Razén y sus voceros. Se tendfa a evaluar des- sta los tipos de sociedades existentes; se las zgaba por el grado de aproximacidn al modelo del reino de la Razén y la probabilidad de que, por su propia cuenta, alcanzaran una imple- mentacin plena de ese modelo. Este era el elemento de unidad; todo el resto dividia a los intelec- tuales en campos mutuamente hostiles, a menudo trabados en una guerra més dspera e inescrupulosa que la enemistad manifestada hacia cualquier otra parte de la sociedad o categoria social. Entre los facto- res més divisioriistas se contaban las estrategias que diversas sectores de el mismo punto de vi del escrato intelectual proponian emplear en el esfuerza por promoyer la racionalizacién de su sociedad y los poderes que sugerfan reclutar para llevar a cabo la tarea. Ya hemos visto antes (en los capitulos 3 y 4) que la tarea misma habla sido concebida por primera vez en cl contexto del ascenso de la monarquia absolutista y su demanda de técnicas de administracién social en una escala nunca'vista hasta en- tonces, Sencillamente fue natural que el déspota ilustrado, y su po- tencial virtualmente ilimitado para cambiar la realidad social por decreto, emergieran coma el poder y la estrategia obvios. Sin embar- go, aquél no podfa perdurar mucho en ese papel. La rusa Catalina o el 240 prusiano Federico no eran exactamente lo que los Voltaire, Diderot, D’Alembert 0 Rousseau de esta optimista primera época esperaban que fueran o Ilegaran a ser. Ninguno de los descendientes de Luis XIV. resplandeci en el cielo de los filésofos con tanto brillo como el “Rey Sol’, inolvidable protector de las artes y las ciencias. De alli en mas, los intelectuales se mantendrian divididos. En. pri- mer lugar, cobré fuerza el proceso de “independizacién”: dreas de inve- rés ¢ investigacién que se desprendfan del tronco comuin se pusieron a ereciente distancia del proyecto de racionalizacisn original. Varios re- tomes especializadas de les philosophes colonizaron o construyeron en la sociedad ambitos que controlaban a satisfaccién o dentro de los cuales disfrutaban de un alto grado de autonomia, y todo esto llegé a tener tinicamente una tenue relacién indirecta con la suerte del pro- yecto original. El otro efecto de este proceso fue el adelgazamiento progresivo del nacleo duro de intelectuales generales, atin proclives a desempefiar un papel que inevitablemente los ponfa en contacto o en conflicto con los poderes politicos del estado. Entre los socidlogos hay un difundido consenso en el sentido dé que en ambos lados del proce- so hubo una relacién inversa en la intensidad. Cuanto mas exitosos eran los intelectuales parciales, mas acogedores y absorbentes eran sus enclaves especializados para los sucesivos recién llegados a las filas de la élite educada. Cuanto menos prominente era la presencia de los in- telectuales generales, menos pronunciada su participacién en la poli- tica conflictiva (y, desde luego, a la inversa). Hecha esta observacién, petmitasenos concentramos, sin embargo, en lo que quedé de los in- telectuales generales, custodios y ejecurantes de las pautas presetvadas en el recuerdo colectivo de las esperanzas, logros y frustraciones de la Edad de la Razén. Lo que nos inreresara aqui sen sus propia isio- nes internas. Hay un rasgo comiin a todas las clases y estratos de la sociedad mo- derna. Sus retratos cclectivos son siempre obra de los mismos artistas: los intelectuales. Al pintarlos, éstos aplicaron inevitablemente sus propias normas de belleza o fealdad. Los criterios de belleza permane- 241 cieron sorprendentemente estables a lo largo de la era moderna: una intima afinidad con el progreso, entendido como el ensanchamienta del campo de accién de la Razén a expensas de todo lo que se le opu- siera; el aprecio por el valor de la racionalidad y una pronunciada ne- cesidad de ilustracidn; un culto de la verdad y el respeto por quienes sabfan separarla del error; y la disposicin a dar a la Razén la autori- dad iltima en la configuracién y administracidn de la sociedad y la vida de sus miembros, Los criterios de fealdad no se mantuvieron me- nos uniformes: la oposicién a los preceptos de racionalizacién; una cendencia a suprimir las yerdades inconvenientes; una inclinacién a aferrarse a ideas que los expertos en la verdad declaraban irracionales, ptejuiciosas o miticas; y la puesta de los intereses “parciales” (por es- tar refiidos con la universalidad de la Razin) por encima de las nece- sidades “generales” (por ser dictadas por la Razén universal) de la sociedad y sus miembros, Constantes las pautas de belleza y fealdad, los retratos difirieron y cambiaron con el paso del tiempo, registrando las sucesivas esperanzas intelectuales y sus frustraciones. El mejor sentido que puede arribuirse a la galerfa de retratas es el de una historia de romances no consuma- dos y amores no correspondidos. Hay muchos héroes modernos en la galeria, y cada uno de ellos acumulé con el correr de Los afios pareci- dos tanto halagadores como degradantes. El pionero dé fa industria, domesticador de la naturaleza, conquis- tador de tierras virgenes y aprovechador de los poderes creativos no utilizados del hombre, fue encantadoramente pintado por Saint-Si- mon como el caballero sin tacha y sin miedo de la Razin. A diferen- cia de la nobleza, que teataba de atarle las manos por temor al progreso que anunciaban sus hazafias, el industrial heroico de Saint- Simon era curioso, inquisitive, de mentalidad abierta,enamorado del hombre de ciencia, a quien respetaba y cuyos consejos escuchaba, Esos industriales tenfan que crear un mundo hecho a la medida de los inds atrevidos suefios intelectuales, El inconveniente del parecida del retrato era que (si alguna wez se hubiera molestada en examinarlo) el ho s modelo —que no sabfa que lo era- no lo habria reconacide camo suyo. Iban a surgit mas inconvenientes; otros intelectuales observaban el retrato poco comprensivamente, sabedores de que su objeto putative era una criatura tosca ¢ ignorante, recelosa ce las ideas elevadas y de quienes -sin. éxito— trataban de difundirlas; como alguien a quien le gustara la “racionalidad” pero sélo dentro de su propiedad, y al que no le importara la devastacién que proveca en todo lo que est del ‘otro lado de la cerea. De tal modo, Marx emprendic la critica de los mag- nates industriales por la ausencia de las mismisimas virtudes que Saint-Simon les habia acreditado, También hubo otras héroes en la galeria. Los politicos democriti- camente electos, por ejemplo, quienes, limitados por su dependencia de las “razones de estado" o el “interés general”, tendrian que imponer restricciones a todo lo egaista, privado, parroquial, parcial. Eran los portadores mas recientes del manto del déspota ilustrado. Agobiados por la tarea de administrar la compleja maquinaria del estado moder- no, tenfan urgente necesidad de una teoria sdlida de la accidn politi- ca, un objetivo aceptable para todos a causa de su universalidad, un grupo de expertos y mucha gente educada a fin de comunicar el obje- tivo a la nacidn y administrar su realizacién. Ahora bien, una vez que los politicos demostraron estar mds interesados en la politica “parti- dista", mas necesitacos de consignas que de teorias ¥ objetivos y preo- cupados por encontrar una salida de los sucesivos desérdenes en vez de planes para un futuro distante, mas de un intelectual sopesé la po- sibilidad de que sdlo pudiera confiar en si mismo y en personas como él; y que el artista, el hombre de letras, el filésofo tendrian que cargar el peso del progreso en sus propios hombros y esperar que sus ideas se convirtieran en fuerzas materiales lo suficientemente poderosas para superar a los poderes terrenales existentes. Entre todos estos héroes, sin embargo, habfa uno que ocupaba un papel particularmente notario: el “proletariado”, los “desamparados de la tierra”, quienes sufrian demasiado para aceprar seguir tolerindolo y sobre los que se abatian los efectos mas penosos de la demora en el ad- 243, venimiento de la sociedad racional, motivo por el cual no dejarfan de reunirse bajo las banderas del progres no bien advirtieran la verdad de sus penurias, Podian ser los campesinos de la intelligentsia populista Tusa o sus sucesores mas recientes, los sectores radicalizados africanos 6 latinoamericanos, Antes que nada, sin embargo, eran los trabajadores industriales quienes, por lo comiin sin saberlo, posaban para que se pintara su retrato como portaestandartes proletarios de la Razén. Mas que cualquier otra clase de la sociedad moderna, los trabajado- res parecian asemejarse al retrato idealizado del héroe colectivo a punto de conducir a Ja humanidad a la tierra prometica de la Razdn. En primer lugar, no habfan sido puestos a prueba y por lo tanto, a di- ferencia de las clases mas afortunadas de la sociedad, carecian de compromises: no habia todavia una realidad con la cual, antes de de- secharlas, pudieran compararse sus esperanzas. Pese al antiguo nom- bre que les habian atribuido sus admiradores conocedores de la historia, los trabajadores modernos no tenian un equivalente exacto en ninguna de las eras precedentes de la humanidad. Eran una verda- deta novedad y por esa razén podian representar una promesa para el futuro, no contaminada por los amargas recuerdos del ayer. A diferen- cia de otras clases sufriences del pasado, estaban concentrados y par lo tanto eran visibles, su néimero aumentaba con rapidez y realizaban -como les herreros tribales~ ritos maigicos que domesticaban la natu- raleza y la haclan maleable, y por esa razdn se esperaba que adqui ran una resistencia y fortaleza fisica ante las que sus admiradores no podian sino sentirse impresionados, Pero habia fundamentos atin mas importantes para fijar la btisque- da de la “clase histérica” en los tabajadores y proclamar que eran el proletariado de la época moderna, ya que mostraban signos de ser conscientes de su comunidad de destino y estar decididos a hacer algo al respecto; eran obstinades, militantes, tomaban las calles, se amoti- naban, levantaban barricadas. Retrospectivamente, sabemos que su militancia llegé a su punto culminante en el vano intento de detener el “progreso de la Razén”, esto es, la sustitucién de lo que la memoria mantenia vive como la libertad del pequeiio productor por el confi- namiento fabril.3 En la época, sin embargo, ese conocimiento no esta ba disponible era facil macuralizar una militancia de origen histérico e imputar a los inquietos obreros fabriles, vueltos hacia el pasado, unos intereses que no tenfan. La resistencia violenta a ser transforma: dos en una clase disciplinada y cuidadosamente vigilada de la socie- dad “racional” y capitalista podfa tomarse como una prueba de que la “clase en si" se convertia ya en “clase para sf"; se atribufa a los traba- jadores un grado de “arraigo” en la sociedad “racionalizadora” similar al que asus mitélogos intelectuales les Ilegaba naturalmente. La mas importante de las razones para concentrar las suefios de fu- turo de los intelectuales en los trabajadores industriales era tal vez que aqui, por fin, los voceros de la Razén daban con una categoria de la poblacién poco susceptible de cuestionar su autoridad, ni en ese momento ni en ningtin otro. En efecto, habfa aqui una clase virtual- mente destinada a servir como prototipo de la visién de los “intelec- tuales orgénicos”, intelectuales que en vez de esforzarse por ser ttiles, tenfan una utilidad literalmente impuesca a la fuerza por el “interés histarico” de una clase. Era evidente que los trabajadores necesitaban mejorar y autoperfeccionarse: eran incultos, ignorantes, incapaces de comprender ideas importantes y complejas y vincular su padecimien- to personal con la majestuosa marcha de la historia, En vista de la na- turaleza de su deprivacidén, sdlo podian alcanzar ese mejoramiento y perfeccionamienta de una manera en cuyo control los intelectuales etan expertos: mediante la ensefianza. Para decirlo de algtin modo, lanzaron a los intelectuales al papel de un Pigmalién colectivo (el de la versién de Bernard Shaw). Los trabajadores tepresentaron para ellos la fuerza que necesitaban, pero esa fuerza iba a ser formada y controlada por las facultades que los intelectuales, y sélo ellos, po- 2 Ch Zygmunt Bauman, Memories of Class, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1982. 245 sefan. Aun cuando denigraban su propia intelectualidad, tibia e inefi- ¢az cuando se la comparaba con el “instinto de clase” y el “poder na- tural” de los trabajadores, los intelectuales hacfan meramente lo que hacen con frecuencia los padres orgullosos: contrastar su propia me- diocridad con Ia profusién de dones de sus hijos. En el proyecto de teunit a “ésas, que sufren” y “éstos, que piensan”, se suponia que los suftientes no pensaban por su propia cuenta y se asignaba a los pensa- dores la misidn de concretar la vinculacién Este motivo persiste a través de la tarmentosa historia del ramance intelectual con el “proletariada” de las fabricas modernas. Se lo ad- vierte con claridad en la visién de Marx sobre el pasaje de la “clase en sf” a la “clase para si", un pasaje efectuado gracias a la adquisicidén de la teorfa de la sociedad y la historia, Es manifiesto en su insistencia en que esta tiltima sdlo puede obtenerse por el estudio cientifico, es de- cit, por lo que los intelectuales profesionales tienen la castumbre y las aptitudes de hacer; en sus cdusticos comentarios sobre la propensién de los sindicatos a rendirse al encanto de la “respetabilidad burguesa”, si se los deja librados a sus propios recursos; y, no por dltimo menos importante, en su tratamiento de la “erftica de la idedlogta” o “critica de la economia politica”, esas misiones supremamente intelectuales de la mas alta sofisticacién, como via real hacia la “racionalizacién” definitiva de la sociedad moderna, que el derrocamienta del capitalis- mo por una reyglucidn proletaria finalmente provocaria. El mismo motivo suena en las visién de muchos y diversos seguidores de Marx. Kautsky veia el socialismo como un matrimonio entre el movimiento obrero (espontaneidad, inclinaciones naturales, instinto de clase, ete.) y un partido socialista (portador organizado de la teoria cientifica}. Con todas sus herejfas en cuanto a lo que tenfa que decir la teorfa cientifica sobre la forma que adoptarfa una versién socialista de la so- ciedad racional, Bernstein estarfa de acuerdo en ese punto. Lenin ad- hirié de todo corazdn a la formula de Kautsky y agregd que, librados a sf mismas, los trabajadores podian adquirir, a lo sumo, una mentalidad “sindical” (wale decir, la mentalidad inferior de las imagenes ignoran- 246 tes y fraguadas de la realidad a partir de una experiencia localizada y parroquial, ineapaz de elevarse por sf misma al nivel de universalidad que sélo puede alcanzar el conocimiento cientifico). Al busear la me- jor expresi6n para una relacion ya aceptada como un axioma, Gramsel llamé al partido un “intelectual colectivo”. Lukacs se esforzé dura. mente por probar la superioridad cle la “conciencia clasista” -um proe ducto del andlisis intelectual— sobre la “conciencia de clase”, esto e8, las opiniones que los trabajadores meramente sostienen: la iltima, de- mostraba, era ineludiblemente una “falsa" conciencia a la que era ne cesario corregir y que estaba a la espera de las buenas noticias que sdlo puede traer un andlisis exhaustivo del proceso histérico. Althusser ele+ v6 las ideas ~el mundo en que viven los intelectuales y al que conside- tan suyo~ al estatus de una realidad por derecho propio, y a todos los efectos practicos situé en ella las rafces y la iniciativa del cambio so- ciecal. Cada vez mas fisiparos y criticos de Marx, los gruptisculos y sec- tas de la izquierda se preocupan hoy (en el tiempo que les dejan libre las luchas internas} por “llevar conciencia” al pueblo y “hacer que és- te entienda”. Lo hacen més urgidos por la memoria histérica que por la experiencia colectiva actual de los intelectuales “generales” (para no mencienar a los “parciales”). Todo esto no pretende dar a entender que el matrimonio que un sector considerable de los intelectuales buscaba con la clase obrera es- taba dictado exclusivamente por razones de conveniencia calculada. En la mayorfa de los casos habia en la apasionada autoidentificacién con la causa proletaria un ingrediente verdaderamente podetoso de genuina compasién humana y preocupacidn por la suerte de los des- posefdos y sufrientes. En algunos casos, este mismo factor impulsd a la gente a actuar (como lo atestiguan los ejemplos de Mayhew, Booth o Riis) sin el respaldo de ningrin interés historico; a veces la compa- itada inicialmente por este tiltimo, se convirtid de un medio sidn, sul en un fin de la accién (un patrén cuyo mejor ejemplo es presunta- mente Blanqui), El sufrimiento era, en verdad, una parte inseparable en toda teorizacién intelectual sobre las penurias y ¢l papel previsto te = 5 de la clase obrera, La pobreza de los trabajadores fabriles, sin embargo, nunca se veia independientemente como un factor que, por s pudiera hacer de ellos el agente fundamental de la racionalitacién histérica, Para que se pudiera proclamar que lo eran, era preciso que la compasién se uniera a la atribucién de cualidades situacionales ¢ intrinsecas, atribucién que, por las razones antes mencionadas, pare- icarse en el caso de los trabajadores fs El reconocimiento de la ausencia o erosion de dich justificacién se manifiesta en la pérdida de interés en la clase obrera entre los inte- lectuales contemporaneos. Interrumpidos sdlo por reanimamientos esporidicos de antiguas esperanzas, desencadenados por los “estallides sintomdticamente interpretados” de una tancia obrera efimera (en 1968 en Francia o en la epidemia huelguistica de principios de los afios setenta cn Gran Bretafa), los intelectuales generales de la hora actual (o, més bien, la parte de esta categorfa que atin responde a la definicién legislativa tradicional de su papel) estén una vez mas, de acuerdo con la famosa expresién de Alyin Gouldner, “de compras en busca de un agente histérico".4 Naturalmente, ya no creen que la cla- se obrera industrial va a hacer en el futuro lo que omitié notoriamen- te hacer hasta ahora: cumplir su promesa (atribuida), Abundan libras, articulos y manifiestos que llevan titulos como “adids al proletariado” y mensajes que hablan de aburguesamiento, privatizacién, incorpora- cin o esclavitud’ por parte de los Aparatos Ideoldgicos del Estado, que al parecer pusieron a los trabajadores industriales, de una vez pot todas, fuera del aleance del papel histrico que se crefa (legitimamen- te en su época o equivecadamente desde el principio) cumplfan. Al mismo tiempo, tampoco se confia a los pobres de hoy que no estén aburguesados, privatizacdes o incorporados, la herencia de la agencia histérica; en realidad, no se les ofrecid ninguna; el suftirhiento no ha- solo, * Alvin Gouldner, “Prologue to a Theary of Revolutionary Intellectuals”, Telos, 26, Londres, 1975, p. 8 248 ce de uno, necesariamente, un agente de la racionalidad, Una vez que todos los demas héroes pintades demostraron ser lo que eran desde un principio —héroes pintados—, sdlo parecen quedar abiertas dos estrate- gias, Primera: para que el pintor deje de esconderse detras de su pintu ra, admitir -como los artistas posmodernos- que ésta no representa otra cosa que a sf mismo y su arte técnico, y proclamarse el agente fundamental de la préxima sociedad racional (como lo dio a entender Gouldner cuando llamé a los intelectuales la “mejor oportunidad que tenemos", a como lo sugirié Daniel Bell en El advenimiento de la socie- dad posindustrial, slo para poner sus propias sugerencias en cuestién en Las contradicctones cilturales del capitalismo). Segunda: abandonar por completo las ambiciones legislativas y admitir que la racionalidad del mundo no parece aumencat, pero proclamar que, de todos modos, eso no importa, dado que la principal necesidad humana no es la ver- dad sino el entendimiento, y lo que la gente precisa, mas que legisla- cién, es una buena interpretacion, algo que, afortunadamente, no requiere un agente histérico y los intelectuales mismos podrian hacer perfectamente bien. Empero, jpor qué perdié la clase obrera su atractivo para los inte- lectuales? {Y por qué los “nuevos pobres” carecieron de él desde el principio? Entre los estudiosos de las tendencias econdémicas actuales hay un acuerdo casi universal en que la cantidad de trabajadores industriales ya alcanzé su pico y seguird disminuyendo hasta que se reduzcan a una minorfa relativamente pequefia de la poblacidn. En rigor de verdad, gana terreno la opinién de que el emplea manufacturero industrial atraviesa un proceso similar al suftide por la agricultura durante el si- glo xix. Un crecimiento general de la produccién agricola mundial es- tuve acompafiado entonces por la declinacién de la mano de obra de la actividad; a principios de ese siglo, el 40% de la pablacidn estaba empleada en la produecién de alimentos; a fines de siglo, esa propor- cidn sélo era del 3%. Lo que ocurrid en la agricultura sucede hoy en la produccién de bienes industriales; de acuerdo con algunos calculos, 249 el volumen total de productos fabricados actualmente por la industria sdlo requeriria, dentro de 25 afios, alrededor del 5% del total de la mano de obra, Los trabajadores manuales son desplazados en cantida- des crecientes por la automatizacién y los robots, que por fin son mas baratos que los trabajadares “vives”. Los edificios fabriles de hoy se Parecen poco a los enormes y horribles ‘campos de concentracién” de antatio, dentro de los cuales ardié la ira proletaria y se forjé el impul- so revolucionario —o al menos eso les parecia a los de afuera-. La cantidad total de personas ocupadas no se reduce con la misma velocidad que su micleo industrial. Sobrelleva, sin embargo, una rees- tructuracién considerable, con un efecto avasallante: una distancia en nipido crecimiento entre los atributos reales del personal ocupado y los adjudicados alguna vez al proletariado, radicalizado por sus condi- ciones laborales. La nueva estructura de la mano de obra esta marcada ptincipalmente, de acuerdo con las palabras de André Gorz, por “una divisién dual de la poblacién activa: por un lado, y en el papel de re- positoria de los valores tradicionales del industrialismo, una élite de miembros permanentes, seguros y de tiempo completo, apegados a su trabajo y estatus social; por el otro, una masa de desocupados y traba- jadores precarios y accidentales, sin calificaciones ni estatus, que rea- lizan tareas serviles”.> La “servilidad” de las tareas desempetiadas es, desde luego, un efecto de la falta de estatus a causa del retira de la proteccién sindical; un subproducto de las tdcticas de “cierre por ex- clusién” de la mano de obra arraigada y sindicalizada, Al parecer, los analistas que intentaron explicar la erosién de la radicalizacion gre- mial por los cambios acontecidos en ciertas categorias de crabajado- tes, considerados separadamente de la reestructuracién global de la fuerza laboral, estaban en el camino equivocado, Coma ocurrié entre 1850 y 1875 en Gran Bretaiia, la divisién dentro de la Fuerza laboral * André Gorz, Paths to Paradise. On the Liberation from Wark, Londres, Plato Press. 1985, p. 35. 7 ocupa el lugar prominente en las preocupaciones sindicales, represen- ta un determinante fundamental de su estrategia y dirige el filo de la politica de “puestas de trabajo para los muchachos” contra la mano de obra accidental, de tiempo parcial, no sindicalizada, formalmente no calificada y mal pagada. Ante el desaffo de una nueva revolucién recnolégica, las organizaciones gremiales respondieron hasta ahora con la excavacién de trincheras en torno de los privilegios acumula- dos por las menguantes filas de trabajadores tradicionales, calificados y de tiempo completo. La suya es, sin lugar a dudas, una batalla de re- taguardia con pocas posibilidades de éxito. De acuerdo con todos los calcules disponibles, en la actualidad la inversién de capital implica por primera vez en la historia moderna un descenso en la cantidad de puestos de trabajo (al menos en el sentido galvanizado per la practica sindical). La clase obrera en la forma idealizada por los intelectuales “de compras en busca de un agente histérico” e instivucionalizada por las précticas organizativas de los sindicatos~ esta en su camino de sali- da. Sélo es posible debatir su papel camo agente histérico en térmi- nos de promesas incumplidas y oportunidades percidas. Esto excluye a la “masa de desocupados y trabajadores precarios y accidentales"; los nuevos pobres, el verdadero proletariado en el sentido dado a la palabra en la antigua Roma; el mtimero millonario y creciente de personas cuya supervivencia fisica depende de los pa- gos complementarios y del bienestar social; techazados o excluidos, empobrecidos, discapacitados y descalificados a quienes la mas re- ciente revolucién tecnolégica, el triunfo tiltimo de la tacionalidad, ha despojado (algunos creen que permanentemente) de un papel econdmico. Todos ellos sufren. Los intelectuales sienten y expresan, su pesar, pero en cierto moda se abstienen de consagrat su pensa- miento a esta variedad particular de sufrimiento. Formulan planteos tedricos sobre los motivos de su renuencia. Habermas dirfa que los nuevos pobres no son una fuerza cevolucionaria porque no son ex- plotados. Offe agregarfa que son politicamente ineficaces dado que, al no tener una actividad que puedan amenazar suspender, estan pri- 251 vados de capacidad de negociacién. En resumidas cuentas, la lasti- ma toma el lugar de la compasién: los nuevos pobres necesitan ayu- da por razones humanas; no estan capacitados para postularse como futuros rehacedores del mundo. Con historioséfica indiferencia nos desilusionamos con la pobreza. Volver a ser pabre parece poco ro- mantico. No implica ninguna misién, no gesta una gloria futura. Psicoldgicamente, si no ldgica o histéricamente, parece residual, marginal, ajeno. La marginalidad, que hace que la pobreza actual sea “nueva”, pare- ce ser, en suma, un producto de la emancipacion del capital con res- pecto al trabajo. Hoy en dia, el capital no pone al resto de la sociedad en el papel de mano de obra productiva; mds precisamente, la canti- dad de personas que cumplen esa funcidn se reduce y pierde significa- cién. En lugar de ello, asigna al resto de la sociedad el papel de consumidores. Mas precisamente, la cantidad de personas en esa si- tuacidn se vuelve cada vez mas grande e importante. Para recordar la observacién de Bourdieu, se crata de las personas que son seducidas en vez de reprimidas, guiadas por las necesidades en vez de coaccio- nadas por las normas; personas a quienes se destinan las récnicas de las relaciones pdblicas y la publicidad, que reemplazan la vigilancia y la ideclogfa. Son, sobre todo, las personas de quienes depende pri- mordialmente la reproduccién del capital, y con ella la perpetuacién del sistema social organizado en torno de aquél y el mercado. Antes de la emancipacién del capival con respecto al trabajo, los pobres eran antes que nada “el ejército de reserva del trabajo”; mantenfan vigen- tes las opciones de crecimiento del capital y contribufan a mantener el conflicto capital-trabajo fuera de los limites en que podia poner en riesgo la reproduccién del sistema. En consecuencia, los pobres no sé- lo eran una parte inevitable sino también indispensable del sistema, y en modo alguno un cuerpo extrafia. Luego de la emancipacién del ca- pital, los pobres sdlo poxrian cumplir un similar papel “interior al sis- tema” si fuera posible considerarlos seriamente como “el ejército de reserva del consumo”. Empero, ;podria ello suceder? 252 La represién, la vigilancia, la regimentacién por parte de la autori- dad y las normas imponibles constituyeron en la primera etapa de la modernidad el haz dominante de mecanismos integeacores de log que nadie, salvo unos muy pocos y ticos privilegiados, estaba exento. Ese har satisfacia bien los prerrequisitos de gestién humana de la filbrica, la institucién més crucial de una sociedad donde la dominacién del capital se apoyaba en la confornracidn del resto de la poblacién como una mano de obra real o potencial. Con la reduccién del conflicto so- bre el control, cada vez mas miembros de la sociedad tuvieron la oportunidad de comprar exencianes personales con respecto al haz de mecanismos, Esas opartunidades se hicieron mas abundantes junto con los progresos del capital en su camino hacia la emancipacién del trabajo: para un ntimero creciente de personas, cuya capacidad de consumo importaba ahora mas que su potencial productive, el viejo haz resultaba cada vez mas contraproducente (;0, mejor, “contracon- sumente"!) y, sobre todo, irrelevante. Esas personas estaban ahora efi- caz y eficientemente integradas (de una manera concomitante con su verdadero papel en la reproduccién del capital) a través de un nuevo grupo de mecanismos: seduccién, relaciones puiblicas, publicidad, ne- cesidades en aumento. No todos, sin embargo, cruzaron la frontera que dividéa los dos mundos, Los nuevos pobres son quienes no lo hicieron. No son consumido- res; 0, mejor, su consumo no importa mucho para la reproduccién exitosa del capital (de todas formas, lo que consumen estd en su ma- yor parte excluido de la circulacién en el mercado). En consecuencia, no son miembros de la sociedad de consumo, Tienen que ser discipli- nados por la accién combinada de la represi6n, la vigilancia policial, la autoridad y la regulacién normativa. El “juego cultural” de Bour- dieu no es para ellos. Si neciamente pensaran de otro moda, Jeremy Seabrook puede contarnas las consecuencias: Pienso en Michelle. A los quince afios, era pelirroja un dia, al dia si- guiente rubia, luego llevaba el pelo de color negro azabache, después lo tejfa en rizos al estilo afro y mas tarde usaba una cola postiza, luego trenzas y finalmente se lo cortaba tanto que brillaba pegado al craneo. Usaba un adorne en la natiz y luego se agujereaba las orejas; en los momentos de humor resplandeciente, piedras preciosas de fancasia, cerimica o plata. Se pintaba los labios de escarlata, luego piirpura, después negro. Un dia su rostro era de una palidez fantasmal, luego color de durazno y después bronceado como si hubiera sido vaciado en metal. Obsesionada por el suetio de huir, dejd su casa a los 16 afios para it a vivir con su novio, que tenfa 26. Amenazaba con matarse si la Hevaban de vuelta a su hogar. “Pero si siempre te dejé hacer la que querfas”, protestaba su madre. “Esto es lo que quiero." A los 18 afios, con dos hijos, volvié junto a su madre, después de haber suftide un duro mal trato por parte de su compatiero. Se instalé en el dormitaria del que habia huido tres aos antes; las borrosas fotos de las estrellas populares de ayer atin la observaban desde las paredes. Le parecia te- ner cien afios. Se sentia hastiada. Habfa probado todo lo que la vida podia ofrecerle. Ya no le quedaba nada. E| parafso consumista tiene su propio infierno portatil, para los wisi- tantes ilegitimos. El mercado representa la prueba de fuego para la posibilidad de pertenencia a la sociedad de consumo. Los llamados de ésta son aca- badamente democréticos: apuntan sin discriminaciones a todos los posibles oyentes, y se alienta u obliga a todo el mundo a oftlos, Asi, pues, todo el mundo es potencialmente seducido o seducible. Una vez seducidos, sin embargo, Michelle y los de su clase descubren pronto que los bienes que ambicionan, ademas de ser atractivas para todos, sdlo traen felicidad a algunos; o por lo menos es lo que Michelle supo- ne, dado que lo Gnico que sabe con seguridad es que ella no se cuenta entre esos “algunos”. El juego de las mercancfas no brinda recompen- sas; la tinica es el juego mismo, al suscitar, como lo hace, la esperanza “Jeremy Seabrook, Landscapes of Poverty, Onlord, Basil Blackwell, 1985, p. 59 254 siempre renovada de ganar. Pero pata tecoger esta clase de recompen= sa, hay que ser capaz de seguir jugando interminablemente, de modo que la esperanza nunca muera y la derrota siempre signifique perder una batalla y no la guerra. No bien se deja de jugar, la esperanza desa- parece y uno sabe que ha perdido y que no habra otro combate para resarcirse de las pérdicdas. Sélo quienes saben jugar tienen um acceso legitimo al templo de la esperanza. Michelle comprende ahora que es ilegitima: no hay lugar para ella en la fiesta de los otros. Tuvo su opor- tunidad ¥ fracasé. Ahora debe ser humilde. Y lo es, como receptora de la “caridad” administrada por el estado en la forma de pagos de la seguridad social o prestaciones comple- mentarias. De ella y otros como ella, escribié Hilary Rose: “La ‘rela- cién de don’ que existe en la Prestacién Complementaria es la de un intercambio de dinero en efectivo de origen ptblico por la humilla- cidn personal [...]. [E]I postulante tiene que asumir el papel de supli- cante, coma un leproso medieval que exhibiera sus llagas”.! En la prdctica de las prestaciones otorgadas de acuerdo con los recursos de los beneficiarios no quedan huellas de las elevadas esperanzas de los profetas del estado del bienestar. Como nos lo recuerda Sir John Wa- lley, en el Informe Beveridge, [Ja esperanza tenfa sus rafces em la seguridad de que los pagos resul- tantes tendrian el cardcter de un derecho, sin ninguna averiguacién, sobre los medios o la condicién, ¥ que, en las contingencias previstas, serfan en sf mismos suficientes para evitar que sus receptores tuvieran que solicitar la ayuda para personas pobres. Todos los ciudadanos no meramente los de situaciin acomodada— tendrfan asf la libertad de ahorrar y embarcarse en planes para su beneficio futuro o el de sus fa- milias, sin el cemor de que todo pudliera ser arrebatado por alguna de las cireunstancias descichadas que hoy debe cubrir la seguridad social, 7 Hilary Rose, “Who Can Delabel the Claimanc?", en M. Adler y A. Bradley (comps.}, Justice, Discrimination, and Poverty, Nueva York, Professional Books, 1971, p. 152, 255 Beveridge habia concebide estas ideas en el mundo de los producto- res, 0a partir del recuerdo vivido de ese mundo: en él, abandonar el juego era todavia un percance temporario, y quienes estaban al mar- gen tenian el deber de volver a entrar, en tanto que el estado estaba presente para ayudarlos (como dirfa Klaus Offe, para “remercantilizar el trabajo"). En consecuencia, no habia motives para tratarlos de una manera radicalmente diferente del resto. En el momento en que fue- ron concebidas, las ideas de Beveridge ya estaban desactualizadas. Lo demostré la prictica ulterior. Virtualmente en todos los campos de la seguridad social, los pagos como derecho fueron desplazados y reem- plazados por los que se efectrian sujetos a la comprabacién de los re- cursos del beneficiario, que “afectan la dignidad del teceptor’ ¥ tienen intrinsecamente un cardcter “socialmente divisionista’.S Eso es lo que pretenden ser, ya que la divisidn ¢s cl bencficio preponde- rante que brindan a la sociedad de consumidores. En palabras de D. V. Donnison, las prestaciones complementarias britanicas se convierten en “un servicio estigmatizado de segunda categoria para ciudadanos estigmatizados de segunda categorfa”.” Es esa naturaleza de segunda de los servicios, deliberadamente mantenida, la que hace a los clientes ciudadanos de segunda, o al menos sirve como un distintivo que ad- vierte a los otros que eso es exactamente lo que aqueéllos son, Quienes demuestran na ser objetas adecuados de la seduccién no pueden esperar Gtra cosa que la antigua y fiel represién. La publicidad los enceguecer4 0, peor atin, enfurecerd (como lo demostraron la des- teuccién y el incendio de los comercios durante los disturbios en las zonas céntricas de las ciudades); es necesaria que la antoridad armada recoja los pedazos. Nuevas necesidades sélo pueden augurar proble- mas por venir; sé necesitan normas que garanticen que los pebres se x § Klaus Offe, Social Security + Another British Faihure!, Londres, Charles Knight, 1972, pp. 73, 108. Paul Spicker, Stigma and Social Welfare, Londees, Croom Helm, 1984, p. 37. 256 aferren a las antiguas. En resumiclas cuentas, la represidn es necesaria para anular el dafio al orden social causado por la seduecidén indiseri- minada. Ni la represién ni las normas, desde luego, son nuevas para les pobres. Pero ahora son ademas un medio de discriminacidén; re- eaen sobre los nuevos pobres en un momento en que una cantidad ereciente de personas logran independizarse de la represién, la autori- dad o la reglamentacién normativa. Es necesario entonces que la ley y la prdctica erijan a los pobres en una categorfa separada, a la cual se aplican reglas diferentes. Joseph Mitchell, administrador municipal de Newburgh, Nueva York, hablé por quienes encuentran refugio de este lado de la cerca de la sociedad de consumo, cuando declard: Impugnamos el derecho de los pardsitos sociales a procrear hijos ilegi- tims a expensas del contribuyente. Impugnamos el derecho de los oportunistas y halgazanes morales a refugiarse ecernamente en las nd- minas de beneficencia priblica. Impugnamas el derecho de los tram- posos a sacar mds provecho de la beneficencia que del trabajo. Impugnamos el derecho a holgazanear otorgado por edictos estaduales y federales a quienes gozan de la beneficencia, Impugnamas el dere- cho de las personas que renuncian por propia voluntad a sus empleos para acudir a la beneficencia como nifios malcriades. Impugnamos el derecho de los ciudadanos a emigrar con el objeto de pasar a ser 0 se- guir siendo una carga piiblica. Detris de este manifiesto de exalacién moral hay una practica de hu- millacién. De acuerdo con los hallazgos de Joe R. Feagin, Jas agencias de bienestar social [de Estados Unidos] no sdlo controla- ron a menudo la vida conyugal y sexual de sus beneficiarios sino que supervisaron también otres aspectos de su existencia. Los asistentes sociales pueden acudir sin necesidad ce invitacién a sus hogares, para examinar sus métodos de manejo de la casa y emo cefan a sus hijos. Otro ejemplo de intromisién estatal en las vidas de los beneficiarios es la presiGn extrema en favor del control de la natalidad, A princi- pios de los afws setenta, una serie de motas periadisticas demostraron 257 que las juntas locales de Ia seguridad social habjan participado en la esterilizacién compulsiva de madres incorporadas al sistema de bie~ nestar social. Otro estudio estadounidense demostré que con el sistema actual de beneficencia publica, los pobres necesitan “mucha paciencia (para los casos en que los funcionaries de la seguridad social se niegan a conce- der turnos y hacen sufrir a los receptores una espera interminable), al- ta tolerancia a la groseria y los insultos (para los casas en que los indigentes que acuden a las salas de guardia de los hospitales com- prueban que nadie advierte siquiera que estan tratando de hacer una pregunta) y una disposicién poco habitual a hacer publica su vida p vada {coma cuando en el cubjculo abierto de una oficina de la seguri- dad social les preguntan sobre su vida sexual)”. Esta es la forma en que se ensefian a los pobres sus papeles buracraticamente asignados, sus nuevas definiciones sociales segregacionistas: {Llos indigentes descubren que es necesario representar guiones aso- ciados a categorias buracrdticas como la de “beneficiaria de la Ayuda para Hijos Dependientes" [AHD] 0 “participante en un programa de capacitacién laboral”. Uno de los inconvenientes que tienen esos papeles es que acarrean consigo etiquetas sociales recién ideadas por las cuales las, personas pobres resultan conocidas para las agencias y a veces para el priblico (por ejemplo, la “madre Arp”), Una ver adheri- das, puede ser dificil quitarlas; la persona pobre tal vez compruebe que, no importa lo que haga para mejorar su situacién financiera, se lo sigue conociendo principalmente por su rétulo de pobreza, a menu- do hitiente, desalentador y estigmatizante. La clasificacién se concibe como un proceso que se perpetiia a si mi mo; la practica burocratica deseché toda pretensién de rehabilitacidn; 1 Joe R, Feagin, Subordinating the Poor, Welfare and American Beliefs, Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1975, pp. 3, 73, 258 quiere en cambio marear, separar, imponer la permanencia a sus pro- ductos. La asignacién y el aprendizaje “exitoso” de los papeles de la pobreza “pueden destruir la voluntad de la persona de encarar una ace mn positiva. Tal vez aprenda, por ejemplo, a adoptar ante los funcio- narios piiblicos la actitud dependiente y servil que parecen exigit los procedimientos burocraticos; o puede aceptar como verdadera una etigueta estigmatizante y perder entonces el respeto por sf mismo 0 reaccionar con una ira contraproducente”.!! Se hace todo lo posible para garantizar el aprendizaje, la adhesién y la identificacién con los papeles, y que éstos sigan siendo lo que son. Como lo comprobaron Joel E Handler y Ellen Jane Hollingsworth: Las leyes y reglamentaciones que tigen el procedimiento de admisién y las asignaciones condicionadas a los recursos delegan en los encarga- das de las personas admitidas unos poderes extremadamente amplios. Casi todo lo concerniente al cliente de la seguridad social puede ser del interés oficial de la agencia. Al determinar las necesidades, no sélo deben considerarse todos los recursos, sino que la agencia est4 autori- zada a elaborar planes a fin de que “los recursos puedan ser plenamente utilizados" [...]. [AJunque la comprobacién de les medios del benefi- ciarie potencial funciona como un filtro, su aplicacién no esta rest gida a la etapa de admisién. Su administracién se extiende desde el momento en que se presenta la solicitud hasta que el beneficiario deja el programa, En cualquier momento, los recursos y necesidades pueden cambiar y perderse la condicién de elegible [...]. Revelar bienes y re- curses, dar el nombre de amigos y compafieros, someterse a investiga- ciones e interrogatories para explicar gastos y conducta social: todo esto es el precio de ser heneficiario de la seguridad social.22 4 Hristen Gronbjetg, David Street y Gereld D. Surtles, Poverty ard Social Change, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 142, 133, 134, '2 Joel E. Handler y Ellen J. Hollingsworth, The “Deserving Poor", Mackham Pu blishing Company, 1971, pp. 77, 79, 165. 259 El efecto general de la legislacién y la practica del bienestar social es incapacitar al pobre. [ncapacicar significa también impeclir que el re- ceptor de [a seguridad social vuelva a unirse a las filas de los miem- bros legftimas de la sociedad de consumo. En realidad, en las instituciones de la seguridad social no hay nada previsto para facilitar ese regreso, como lo demostraron vividamente los estudios de casos realizades por Edythe Shewbridge!? y otras investigaciones similares. Al contrario, sus practicas se concentran en el “desaprendizaje” de destrezas requeridas por los miembros de la sociedad de consumo; ahora no se permite que los beneficiarios tomen sus propias “decisio- nes de compra”; otros las toman por ellos. La enorme mezela de inhumanidad, malicia y lisa y Ilana crueldad en la relacién del estado del bienestar con sus “beneficiarios”, y sobre tode la antipatfa y recelo con que éstos son tratados por una gran parte de la poblacién, han sido disculpadas a menudo por el cardcter presun- tamente disfuncional del bienestar: basado en transferencias secunda- rias, no relacionado con contratos laborales y exento del régimen del mercado, parece socavar la “ética del trabajo” indispensable para la re- produccidn de las relaciones capital-trabajo. Empero, ;quién necesita a los pobres para socavarla? En Gran Bretafia, las rarjetas de crédito se introdujeron con el eslogan “no espere mas para tener lo que quiere". La ética del trabajo tiene cada vez menos pertinencia para la reproduc- cién del capital, cuyas ganancias dependen hoy mucho més de la ma- nipulacién del mercado que de la explotacidn de su mano de obra, y que necesita una sociedad donde las motivaciones pata gastar y const mir dominen sobre las de ganar y ahortar, La ética del trabajo es un anatema para el mercado de consumo. En la mitologfa necesaria para mantener en funcionamiento el juego consumista, sdlg queda (st es que queda) un humilde lugar para el mandamiento de “una vida de trabajo”. Como lo sefialé Jeremy Seabrook, los jévenes de la sociedad 13 Baythe Shewbridge, Portraits of Poverty, Nueva York, W. W. Norton, 1972. S & de consumo se educan “en una vasta profusién de fantasfas", “Crecie- ron pensando en el dinero no como aliada del trabajo, sino come algo que, misteriosamente, es tan susceptible de encontrarse gracias a un eran triunfo, la irupcidn en una casa ajena, el talento para bailar mie sica disco 0 La obtencidn del pozo del Bingo como a través de la venta de su fuerza de trabajo."!4 Esta manera de pensar no surge de la expe- riencia de estar atendice por la seguriclad social. Proviene de la mejor auteridad, esa autopublicidad del mercado de consumo, esa ideologfa posmoderna que debe poner fin a todas las idealogias. También se ha dicho que el sistema de bienestar social limita el poder del mercado y por ello es un factor “desmercantilizador”; en este cardcter, es inevitable que se lo vea, justificadamente, como un elemento ajeno a la sociedad de consumidores, cuya eli al menos su reduccién radical, es algo necesario para el interés con- junto de éstos. Lo funcional para el mercado de consumo es en realj- dad esta misma creencia. La “desnaturalizacién” de los pobres como receptores de la seguridad social es una condicién indispensable de la “naturalizacién” del consumismo. El mantenimiento de la identidad propia de los consumidores requiere que los na consumidores se constituyan como su oposicién repugnante y detestable, y una ame- naza contra la cual hay que estar alerta. Si no hubiera pobres, habria que inventarlos. Ellos ponen de relieve lo que significa no ser consu- midor en una sociedad de consumo. Sus desventuras hacen que, en comparacién, las tensiones y frustraciones de la vida consumista pa- rezcan inocuas y completamente tolerables. Esto, siempre que se los trate como efectivamente se los trata: encarnaciones vivientes de la unica alternativa al mercado de consumo que éste acepta y en ver- dad esta dispuesta a discutir y,demostrar piiblicamente. Visibles co- mo la horrorosa alternativa, se supone que hacen que todas las demas, la “alternatividad” como tal, también lo sean, Clive Jenkins y acién, 0 4 Seabrook, Landscapes of Powerty, op. cir., p. 94. 261 Barrie Sherman comentaron lo siguiente sobre la sociedad briténica de hay en dia: “Los britdnicos siempre se enorgullecieron de ser una sociedad solicita, tolerante y civilizada, en la cual es posible vivir una vida decente y proba con el mfnimo de desorden social y politi- co, Hasta cierto punto esto es verdad, con tal de que uno sea blanco, hombre, tenga un empleo, sea financieramente solvente o (preferen- temente) rico, pero no viejo, invélido o discapacitado mental”.!5 Pa- ra que se la reconozca como civilizada, la sociedad de consumo necesita la alternativa incivilizada en comparacién con la cual pue- den medirse diariamente sus realizaciones, A fin de seguir siendo to- lerante con sus miembros, necesita la intolerancia de éstos hacia todo lo que no sea ella misma. De hecho, los nuevos pobres son un producto del mercado de con- sumo. No de su “mal funcionamiento” (como se dijo antaiio de los pobres marginados por la economfa capitalista arientada hacia la pro- duccién), sino de su modo de existencia y reproduccién. La sociedad de consumo crea sus propios pabres al poner al rico, el consumidor os- tentoso, no en la posicién de un patron, un explotador, un miembro de una clase diferente, un enemigo, sino como el que dicta las pautas, un ejemplo a seguir, un objetivo a alcanzar, superar y dejar atras; co- mo un pionero en el camino que todos deben aspirar a recorrer, y una confirmacidn de que esa aspiracién es realista. Citemos una vez més a Seabrook: / [nJuestra pobreza ha sido redefinida de tal manera que todos los in- tentos de establecer cuinto se necesitaria para levantar a la gente y sacarla de las privaciones parecen inconcluyentes e inalcanzables y san desesperada y alarmantemente costosos; y esto se debe a que la pobreza no se catejé con la necesidad sino con una capacidad ilimita- '5 Clive Jenkins y Berrie Sherman, The Leisure Shock, Londzes, Methuen, 1981, p, 105, 262 da de producir y vender, De este modo, se convirtié en un problema insoluble o, mas bien, su salucién no se encuentra en acciones repara- doras para compensar a los pobres sino en los ricos, a cuya imagen se ha reelaborado la de los pabres.® La “tragedia” de la sociedad de consumo es que no puede reproducirse sin reproducir las desigualdades en una escala siempre creciente, y sin insistie en que todos los “problemas sociales” deben traducirse en ne- cesidades individuales susceptibles de satisfacerse a través del consu- mo individual de mereancias comercializables; al hacerlo, genera diariamente sus propios discapacitados, cuyas necesidades no puede cubrir el mercado y que por lo tanto socavan la condicién misma de su reproduccién. De una manera verdaderamente dialéctica, la socie- dad de-consumo no puede ‘carat los miles que genera etcetne st los lleva con ella a su propia tumba. Sean cuales fueren las razones, sigue siendo un hecho que los repri- mnios.y'los-rormativemenceregulados eat presentes de-une:manere tangible dentro de la sociedad de consumo, por mas préspera que ésta dea, 7 que es aeobable que sigan all! mientras exista el mescado'eonsu- micor. En consecuencia, uno de los rasgos mas sorprendentes y cru- Gialesrde larsoeieédad de: consumo es:el Racho de que despliepiedos sistemas clistintos de control social; dos mecanismos radicalmente ferentes a través de los cuales se integran los miembros de una socie- dad organizada alrededor del consumo. Ningtin modelo de orden social o del proceso de reproduccidn societal puede ser completo si no reconece como corresponde esta dualidad. No es esto, sin embargo, lo que hacen habitualmente los planteas teéricas de lé sociedad contempardnea coma umai‘soctedad de eonsur mo”, Al unfsono con la imagen que ésta tiene de sf misma, tratan a los reprimidos come un fendmeno marginal, relacionado sélo tangen- 6 Seabrook, Landscapes of Poverty, op. cit. p. 87- 263 cialmente con la sociedad que describen; como un elemento o bien transitorio o bien ajeno, pero que en ambos casos puede eliminarse sin cambiar la validez del modelo esencial; y como un fendmeno para cuya explicacién se requiere un conjunto de factores diferentes de los atributos de la misma sociedad de consumo. 264

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