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YVÁN SERRA D.
Como profesional de la ciencia política, aprendí de algunos filósofos y otros
estudiosos que se presumen de clásico, que el ser humano es racional. Se
acuerdan de Aristóteles y se olvidan del bípedo implume, quizás una
definición que hace más justicia a su verdadera condición y que permite
considerar como gente a algunos seres de dudosa racionalidad, sin que
pierdan su condición de humanos. Algunos de ellos arguyen que la base de la
racionalidad es el egoísmo, aquel sentimiento que implica pensar en, como
decía un psiquiatra que vi alguna vez en circunstancia que espero contar en
otra ocasión, primero yo, segundo yo y si existiera algún tercero, también
debería ser yo. Quizás cabría especular en que existe una discordia entre el
cristianismo y la psiquiatría, porque antes que el yo debería estar Dios,
aunque total, igual estamos cerca. En fin, el evangelio dice que hay que amar
al prójimo como así mismo, pero no más que uno. También me recuerda un
refrán que a las puertas del cielo primero yo que mi padre. Vuelvo a caer en
la metafísica. ¿Finalmente a quién le hago caso, al cura o al psiquiatra? Será
que pensar un poquito en uno, me garantice que mis días terminaran en el
infierno y que nunca podré disfrutar de ese cielo que pintan tan apacible o
será el egoísmo la mejor forma de mandar al cielo al infierno y sacar
provecho de los demás para vivir medianamente bien en esta vida terrenal
que es la única de la que puedo dar fe.
En algún momento lo asumo, dejo las reflexiones existenciales para otro
momento y asumo que solo debo pensar en mí. Me encuentro en un
terminal, en mi época de yuppie donde generalmente visto con flux y corbata
de seda, poseo un buen sueldo pero sin ese artefacto que permite
movilizarse a través de las vías y que además debería dar cierta distinción a
quien lo conduce, un carro. De tal manera que salir a pasear al interior del
país significa acudir a un terminal de pasajeros, inhalar el anhídrido carbónico
que emanan los autobuses parados con sus motores prendidos y buscar
alguien quien a grito pelado nombre la ciudad de mi destino o en su defecto
una cercana.
Contactar a uno de estos pregoneros modernos no es complicado, así que un
joven blanco de pelo negro, de camisa de mangas cortas, pantalón kaki viejo
y un inmenso lunar en su mejilla me dirige donde un moreno entrado en
años, bigotes y lentes. Presumo que es el dueño de carro que me llevaría a mi
destino. Valga una referencia cronológica, en aquellos días no existían los
terminales privados y pocos eran los autobuses ejecutivos con aire
acondicionado y asientos confortables, estos escaseaban y solo eran utilizado
en rutas largas, no en un trayecto de dos horas y media que pensaba realizar,
para lo que existían autobuses generalmente viejos, con asientos no
reclinables y ventanas que se bajaban a mano cuando el calor se hacía fuerte.
El sol había que taparlo con paños que se ponían en la ventana, que
pasajeras previsivas generalmente llevaban. En esa circunstancia era
razonable buscar un carro de aquellos que alquilaban el puesto y que por lo
menos hiciera menos largo el camino.
Advierto, que a ratos me pongo huraño, y algún desprevenido pudiera hasta
pensar que a veces me da por la misantropía. Reconozco que estas
circunstancias la misantropía es una opción valida. Si en algún lugar busco
soledad, es entre el aire negro que exhalan los autobuses, los sudores y otros
hedores que se respira en los terminales. Me adelanto al consejo del
psiquiatra, así que poco humor tengo para la solidaridad, y de verdad que
ganas no me faltan para pagar un taxi, que me lleve a mi solo, que me saque
de esta sucursal del purgatorio; preferiblemente con un chofer callado, que
no me cuente de sus opiniones políticas, ni sus infidelidades, ni sermonee
sobre lo que no sirve en este país, de nuestra conducta ciudadana, ni la
corrupción de los fiscales de tránsito, cosa que seguramente hará mientras
irrespeta los semáforos o conduce a exceso de velocidad. Pero hay que ser
realista, mi buen sueldo no da para pagar un taxi. Así que mi egoísmo se
tiene que conformar pagando dos puestos en un carro por puesto, el mío y
del pasajero invisible e inmaterial que seguro estoy, no me fastidiará durante
el viaje y que pondrá distancia con el resto de los compañeros de viaje.
El chofer me mira con extrañeza, lo normal es que la gente le regatee el costo
del puesto, pero recibe el dinero aliviado pensando que saldrá más rápido. El
carro no sale hasta que este lleno, son solo cinco puestos, pero puede tardar
hasta media hora esperar que lleguen los pasajeros. Llega una señora
colorida, entrada en años, busca ocultar su edad con una espesa capa de
maquillaje y el pelo teñido de amarillo. Ignoro el color de sus labios, pero su
pintura labial es de un rojo intenso que contrasta con los azules verdosos del
ponqué de sus cachetes. Al rato llega un señor adusto, chaqueta sin corbata,
camisa unicolor, con colores viejos en su ropa. La señora hablachenta, no
termina de sentarse y comienza a contarnos las peripecias ocurridas para
llegar hasta allí. El otro pasajero le sigue el comentario y comienzan una
conversación. Por mi parte la escucho por simple educación y con desgana.
Su historia en realidad no tiene ninguna importancia para mí y se lo trato de
mostrar con algunas expresiones de fastidio en mi cara que nunca supe si lo
noto. Si algo deseo es un viaje silencioso, si acaso música de radio, aunque
dudo que el chofer y yo compartamos gustos musicales. Así que, si hay suerte
solo escucharé los ruidos del motor y del viento que atraviesa el carro en la
vía. En ese momento lamento lo difícil que me resulta quedarme dormido en
un viaje.
Solo falta esperar un pasajero. Los catorce minutos que transcurren parecen
interminables. La conversación de los que serán compañeros de viaje, ya va
por los hijos. Si fueran tan exitosos como ellos expresan, seguramente no
estarían en este terminal. Quisiera no escuchar para no meterme en la vida
ajena con mis pensamientos, pero los sentidos no se bloquean cuando uno
desea. Cuanto tarda el último pasajero, será que el pregonero le dio por
tomarse un descanso, o estará distraído buscándole personas a otro carro. La
espera se hace interminable, el calor, el anhídrido carbónico y la
conversación terminan por convertirse en un ejercicio para fortalecer mi
paciencia. Finalmente llega ella, es de color, pantalones de jeans, igualmente
descolorido y chemise sin marca. La amargura de su rostro no le quita su
atractivo. A pesar de su juventud, sus ojos son tristes. Viene con un niño al
que toma de la mano, en la otra tiene una bolsa de pepitos que come cuando
la madre lo suelta. Los rastros de la golosina se encuentran esparcidos
alrededor de su boca y sus manos. Tiene los ojos grandes y extrañados del
ambiente. Temeroso se recuesta de su madre. Conversa con el chofer, este le
explica que solo tiene un puesto disponible, ella piensa que es lo mejor,
igualito es lo que pensaba pagar, le economiza el regateo. Alquila el puesto
faltante con la promesa que el niño no saldrá de su regazo, que no será
molestia para nadie. El chofer accede. Cinco pasajeros completos es señal
para que el viaje comience. Un ligero retraso mientras resuelve algunos
detalles burocráticos, pagar el puesto en el terminal, dar la lista de los
pasajeros a los funcionarios de la policía de tránsito, un pequeño detalle que
solo será útil en caso de algún percance grave, que esperamos no ocurra.
El inicio del viaje transcurre con normalidad. El carro es grande, aunque
pienso que el chofer no piensa en la comodidad de los pasajeros, sino
garantizar que quepan las cinco personas. El calor comienza a apretar, y el
niño comienza a mostrar gestos de incomodidad. Entre el perfume de la
señora hablachenta, el humo de Caracas y olor del pepito, no solo es el niño
quien se siente incomodo. A pesar del puesto vacío, me pego a la puerta del
asiento, buscando una lejanía que tropieza con los límites físicos del vehículo.
Francamente no veo el día que el buen sueldo me permita comprarme un
carro. Algo que me permita disfrutar tranquilamente de mi misantropía.
Sentirme solo, con un carro ambientado y escuchando rock en lugar de
música “tropical”. Mejor si tiene aire acondicionado, quizás no tanto por el
calor, sino por aumentar la sensación de esta soledad tan deseada.
Despersonalizo la historia. El egoísta finalmente mira la tristeza de la señora y
la incomodidad del niño. Tendrá que despedir al pasajero invisible e
inmaterial y le ofrece el puesto del medio para que el niño se siente. La joven
dice que no se moleste. Insiste. La cara de incomodidad del niño y la
sensación que en algún momento del camino le diera por los berrinches, le
obliga a aceptar. No puede ocultar la pena, la sensación de vivir de la caridad
pública por un asiento de un por puesto. Baja la mirada y sonríe apenada y
agradecida. El egoísta igual responde cortésmente la sonrisa. El niño se sienta
en el asiento que antes servía de barrera entre él y el resto de la gente. Al
rato el niño duerme, en lugar de acurrucarse en su madre lo hace a su lado.
Ella se da cuenta y busca apartarlo. Al final ya no importa. Le pide que lo deje
durmiendo, recostado de su brazo, salpicado ya de pepitos y saliva. La madre
se avergüenza aún más, sin percatarse que el egoísta en algún momento
había perdido la mirada de arrogancia que servía de muro de contención,
mira al niño y deja escapar una sonrisa de complicidad a su madre. El viaje
termina y el egoísta se baja feliz y agradecido del trayecto. Al final la vida es
un viaje y no un destino. Se aparta de sus compañeros de viaje y sigue
caminando con su soledad y una extraña satisfacción.