Tú eres mi canto, Jesús
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Este libro no teoriza sobre la Resurrección, profundizando en ella desde el análisis exegético o la fuerza narrativa de experiencias y encuentros, como hacen los evangelios. El autor, más bien, opta por la misma vía que siguieron las primeras comunidades cristianas: cantar a Jesús resucitado desde los himnos, compuestos al hilo de los relatos pascuales, con la intensidad emocional propia de la poesía.
Este himnario, surgido al calor de la celebración de la Pascua con comunidades eclesiales a lo largo de varios años, canta nuestra fe, que va dirigida a Jesús con su nombre nuevo: El que vive, el Viviente.
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Tú eres mi canto, Jesús - Rufino María Grández
TU ROSTRO, MI SEÑOR, TU SANTO ROSTRO
Este es un himno al santo icono del Señor. La experiencia del icono está en que, al mirarlo, se entra en comunión viva con la divinidad. Ahí está Jesús resucitado, ahí está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Cuando, tras largas horas de pincel amoroso, de ayuno suplicante y de oración contemplativa, el iconógrafo ha concluido su tarea, el icono es consagrado en la liturgia mediante una bendición y desde ese momento, sin firma (propiedad del amor universal), pasa a ser objeto de culto. El creyente que quiere besar al Señor, acerca el icono primero a su frente; quiere el ósculo del Verbo, pues solo porque Jesús nos ha besado podemos nosotros dejar el beso sobre el divino rostro.
¿Qué es la imagen de Jesús? Pensemos que Jesús es, él mismo, el icono del Padre, la proyección viviente de la divinidad. Él es imagen de Dios invisible
(Col 1,15), en él reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad
(Col 2,29).
El icono de Jesús, soporte de nuestra fe, nos hace entrar en comunión con esa imagen, que es él mismo, y el alma se llena de gracia.
Tu rostro, mi Señor, tu santo rostro,
tu luz, la eterna luz de tus pupilas,
tu rostro corporal, exacta imagen
del Padre y del Espíritu de vida.
Tus ojos sí, dulcísimos, hermosos,
venidos por los ojos de María,
tus ojos: que me miren y me basta,
que en ellos, si me miran, Dios me mira.
La espesa cabellera que circunda
tu frente esplendorosa y tus mejillas,
tus labios, como un beso regalado,
oh labios de perdón y de delicias.
Tu imagen adorable en los pinceles,
sagrado encuentro, bella epifanía,
que invita a estar, mirarte y deleitarte,
oh Dios de nuestra casa y compañía.
Icono del Señor, oh sacramento
que dice amor y hiere con herida,
oh rostro del Señor, oh paz perfecta,
en ti descubre el alma su semilla.
¡Oh Santa Trinidad que te revelas,
visible en nuestra tierra en faz divina,
la gran misericordia sea gloria,
brillando en esa luz que deifica! Amén.
AL FIN SERÁ LA PAZ Y LA CORONA
La resurrección de Jesús nos dilata el corazón hasta el cielo. Vivencias que el hombre de Pascua no puede contener. Esa explosión quiere saltar en el himno.
El gozo de hoy nos lanza hasta al remate: la paz, la corona, las palmas sacudidas y un aleluya inmenso como el cielo. Los ojos del vidente lo contemplan: se abalanza el final feliz, el estrecho abrazo de los hombres, el amor perfecto del encuentro.
Volvemos al hoy
de la liturgia, que enlaza el pasado con el futuro. Hoy remonta el vuelo el sepultado. Volvemos al salmo de Pedro, predicando el acontecimiento pascual: Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha
(Sal 16). Cristo incorrupto, dueño de la vida.
Él nos penetra. Evocamos las epifanías del Resucitado. Se fue, pero volvía. Y así es hoy en la Iglesia. No estamos más distantes que María Magdalena. Su resurrección es un acto eternizado. Por eso otra vez al final ya es nuestra su historia que principia. Se rinden al Espíritu el tiempo y el espacio limitados.
La vida es sacramento. Entra Cristo omnipotente. En él queda perdida la doxología litúrgica al Padre por el Espíritu. Amén.
Al fin será la paz y la corona,
los vítores, las palmas sacudidas,
y un aleluya inmenso como el cielo
para cantar la gloria del Mesías.
Será el estrecho abrazo de los hombres,
sin muerte, sin pecado, sin envidia;
será el amor perfecto del encuentro,
será como quien llora de alegría.
Porque hoy remonta el vuelo el sepultado
y va por el sendero de la vida
a saciarse de gozo junto al Padre
y a preparar la mesa de familia.
Se fue, pero volvía, se mostraba,
lo abrazaban, hablaba, compartía;
y escondido la Iglesia lo contempla,
lo adora más presente todavía.
Hundimos en sus ojos la mirada,
y ya es nuestra su historia que principia,
nuestros son los laureles de su frente,
aunque un día le dimos las espinas.
Que el tiempo y el espacio limitados
sumisos al Espíritu se rindan,
y dejen paso a Cristo omnipotente,
a quien gozoso el mundo glorifica. Amén.
NINGUNO SE ATREVÍA A PREGUNTARLE
Himno específicamente pascual, escrito originariamente para sumergirse en la liturgia del viernes de la octava de Pascua. Los evangelios de la octava de Pascua son todos evangelios de manifestaciones del Señor resucitado. El viernes, en concreto, el texto es de Jn 21,1-14.
EI himno es una glosa meditativa de esta entrañable escena de san Juan. Invocamos al Señor de la mañana. Él es el amigo. Su mirada penetra el secreto del mar y de las almas.
Tres veces le preguntamos al Señor admirativamente, no dudando, sino deleitándonos en la respuesta que sabemos: ¿Tú quién eres?
¡Era el Señor! y Pedro se arrojó al corazón de Cristo por las aguas.
También nosotros sabemos, por el instinto del amor que infunde el Espíritu Santo, que es el Señor, y por eso celebramos nuestra liturgia como los apóstoles en torno al Señor.
Ninguno se atrevía a preguntarle:
"¿Tú quién eres, Señor de la mañana,
amigo penetrante que conoces
el secreto del mar y de las almas?
¿Tú quién eres, que aguardas a la orilla
con el fuego y el pan sobre las brasas,
que te acercas y entregas con tus manos
una hogaza de pan y tu confianza?
¿Quién eres que contigo se está a gusto,
y la amistad florece donde pasas?
¿Quién eres que con verte quitas dudas
y al hogar de tu paz nos das entrada?".
Porque creyeron bien que era el Señor
preguntarle su nombre no hizo falta.
¡Era el Señor! y Pedro se arrojó
al corazón de Cristo por las aguas.
Su bello rostro oculto está en el Padre,
nuestras manos su cuerpo no le palpan;
pero a gritos lo sienten nuestras venas:
¡Es el Señor, divina luz del alba!
¡Gloria a ti, que llegaste a la ribera,
a traernos la gracia de tu Pascua!
¡Amor a ti, hermano victorioso,
que nos amas y llenas nuestras barcas! Amén.
NO SE APAGÓ TU RECUERDO
Cantamos la vida inmarcesible del Resucitado. Todo pasa, él permanece; Tú eres el mismo y tus años no tendrán fin
(Hb 1,12). Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre
(Hb 13,8). Todo se pierde en la lejanía y el olvido; pero Jesús no. El olvido de los hombres no ha olvidado tu hermosura. Jesús vive. Ese es el mensaje pascual, esa es la experiencia cristiana, eso es lo que nosotros cantamos.
A Jesús podemos tributarle una afirmación divina: Tú eres. Así simplemente. Pero podemos contemplar sus ojos eternos, su rostro que cubre la tierra y explayar amorosamente el contenido de ese enunciado infinito.
Eres presencia y banquete, presencia eclesial y banquete pascual de Eucaristía. Eres lo que el hombre ansía, porque eres tú mismo.
Le invocamos: Oh Viviente de los mundos. Este mundo y el mundo que