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Línea de fuga
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Ebook372 pages5 hours

Línea de fuga

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About this ebook

Werner es un joven hitleriano en la Alemania nazi que se prepara para la guerra. Su familia guarda un gran secreto, y cuando ese secreto es desvelado, Werner se verá obligado a huir por los caminos de Europa. Su fuga lo llevará, primero, a Trieste, y después a Francia.

Lertxundi alterna en esta novela reflexión, acción y suspense, para conducir al lector, de hito en hito, hasta un fascinante desenlace.

La viva historia de Werner y su tiempo no dejará a nadie indiferente. Los sucesos, palabras, silencios y, sobre todo, sus memorables personajes y sus conmovedoras historias quedarán grabadas hondamente en la sensibilidad del lector.

"Mi historia debería hallar cobijo en el silencio: porque lo que hice antes de saberme judío no merece ser contado, y porque en mi conducta posterior no he reunido méritos suficientes para hacerme perdonar mis actos anteriores".
LanguageEspañol
PublisherAlberdania
Release dateJan 1, 2007
ISBN9788498681161
Línea de fuga

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    Línea de fuga - Anjel Lertxundi

    Línea de fuga

    LÍNEA DE FUGA

    Título original: Ihes betea

    © 2006, Anjel Lertxundi

    © De la traducción: 2007, Jorge Giménez Bech

    © De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L.

    Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

    Tel.: 943 63 28 14

    Fax: 943 63 80 55

    alberdania@alberdania.net

    © Diseño de la colección: Antton Olariaga

    Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

    www.adimedia.net

    ISBN edición impresa: 978-84-96643-90-1

    ISBN edición digital: 978-84-9868-116-1

    ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-115-4

    Depósito legal: SS. 1331/07

    Si fuera lícita la huida absoluta

    si fuera posible romper la cadena

    Xabier Lete

    Muy fácil es ahora, amigos míos, burlarse del estado en el que a la sazón me encontraba. Ahora ya soy viejo y experimentado. Hoy somos todos viejos y experimentados. Pero cada uno de ustedes recordará algún momento en el que fue joven e insensato.

    Joseph Roth, Confesión de un asesino

    PRIMERA PARTE

    1

    Recuerdo muy bien, tan nítidamente como si fuera hoy, el día en que cumplí dieciséis años: nuestras tropas han entrado en Renania y los enemigos de Alemania no han tenido tiempo de reaccionar; la vigorosa voz de Hitler nos arenga a través de los altavoces dispuestos en Goetheplatz:

    ¡La paz, la justicia y la libertad están hoy más cerca!

    La tarde es tibia, los cerezos están en flor; las bandadas de estorninos embellecen el límpido cielo de la plaza con sus gráciles acrobacias, semejantes a las de los Messerschmitt.

    También los años han pasado en bandadas desde que, lejos aún de saberme uno de ellos, odiaba a los judíos.

    Cuando acabó la arenga de Hitler, aplaudimos a rabiar, no sabría precisar durante cuánto tiempo. En cierto momento, los jóvenes y no tan jóvenes congregados en la plaza comenzamos a dispersarnos por las calles de la ciudad, como los estorninos en el cielo, ahora cantando, ahora coreando consignas patrióticas. En la ciudad reinaba el bullicio.

    Uno de nosotros señaló una mansión hermosa y sólida. Las persianas estaban cerradas. Nos pusimos a lanzar piedras y todo tipo de objetos. Y a gritar, en una verdadera algarada.

    Es inútil, oí a mis espaldas. Hace tiempo que ahí no vive nadie.

    Nos dirigimos a los soportales situados frente a la catedral, plegamos las banderas y entramos en el salón de billar. Un acordeonista interpretaba un fox-trot.

    Vamos, deja ya esa música degenerada y toca Sieg Heil!, exclamó Marck, al que apodábamos Pelirrojo, y añadió: ¡Queremos escuchar verdadera música!

    Le pides demasiado a ese duro de oído, remaché.

    El acordeonista acometió con toda energía la pieza que le habíamos ordenado, Sieg Heil! Sieg Heil! cantamos nosotros y, concluida la canción, invité a cerveza a los camaradas y también al acordeonista, para celebrar mi cumpleaños. Con la jarra en una mano y un cigarro en la otra, nos dedicamos a criticar con el máximo ardor la arrogancia de Francia. El humo de los cigarros formaba volutas en torno a la lámpara suspendida sobre la mesa de billar. Las palabras de alguno de nosotros condenando la desfachatez de los judíos que no respetaban la ley sobrevolaron el humo. Sostenía que había que adoptar medidas más duras contra los que no llevaban el brazalete amarillo. Y contó que aquella misma mañana se habían visto obligados a echar a patadas del tranvía a un judío que no llevaba el distintivo.

    Hermann, como acostumbraba, abrió su navaja y, tras proyectar su aliento sobre el lado de la hoja en que se leía la palabra sangre, lo frotó contra el pantalón para abrillantarlo; a continuación, proyectó el aliento sobre el lado de la hoja que decía honor, y lo frotó a su vez contra el pantalón. Repitió la operación tres o cuatro veces. Lanzaba su aliento ora sobre el lado de la hoja que decía sangre, ora sobre el que decía honor. Y, mientras tanto, comenzó a contarnos cosas acerca de cierto zapatero, un insolente del que nos dio incluso la dirección. Estaba pletórico.

    Un día de éstos tendremos que darle un escarmiento a ese puto zapatero, añadió. Limpió una vez más ambas caras de la navaja, en esta ocasión contra la manga del jersey.

    Yo también conocía al judío aludido por Hermann. Había acudido en alguna ocasión a su tallercito para que repasara las suelas del calzado de alguien de mi familia. Siempre me había atendido cortésmente. No obstante, contribuí a engrosar las aseveraciones que Hermann acababa de hacer sobre el zapatero:

    ¡Se enriqueció en la Gran Guerra a base de desnudar a los soldados muertos y vender sus ropas y botas!, y así acusé al zapatero de un hecho de guerra que se atribuía a mucha gente.

    ¡Maldito cerdo!, apostilló otro miembro del grupo.

    ¡Pero bien listo!, dijo Hermann y, tras comprobar que había captado por completo nuestra atención, prosiguió: Enriquecerse a costa nuestra, eso es lo que hacen todos esos puercos. ¿O qué creéis, si no, que son sus zapaterías, y sus panaderías, y sus ferreterías, siempre de apariencia tan humilde? Tapaderas de sus robos, nada más que eso.

    Todos los presentes asentimos. Hermann cerró la navaja y la guardó por fin en el bolsillo. En ese mismo instante decidí que me compraría una navaja con el dinero que aquella noche me daría la abuela Erika por mi cumpleaños. En casa se enfadarían cuando me vieran la navaja, pero a mí eso me traía sin cuidado.

    El acordeonista atacó Yo tenía un camarada. Lo acompañamos cantando a voz en grito. Nos jugamos una ronda de cerveza al billar y nos pusimos a hablar de chicas, entre ruidosas risotadas. Hermann dijo que le gustaban las tetonas.

    ¿Para dormirte entre sus tetas después de emborracharte?, le preguntó uno de los amigos.

    ¿Es que buscas leña?, le respondió Hermann, pero no con dureza, sino tan sólo por decir. Aún no había empezado a emborracharse. Necesitaba mucha más cerveza para ponerse agresivo del todo.

    Miré el gran reloj redondo que colgaba del techo. Hora de irse a cenar. Esperé mi turno para jugar al billar. Acerté con facilidad las dos primeras carambolas. Fallé la tercera, porque la bola, al tocar la banda, no tomó la velocidad que yo deseaba, y se quedó a medio camino. Dejé unas monedas en pago de mi fracaso.

    Es una lástima, les dije a mis amigos, pero me voy; ya me estarán esperando.

    Vete, vete, antes de que se calienten tus viejos y se te enfríe la papilla, dijo Hermann.

    Por la perversa sonrisa con que pronunció aquellas palabras, intuí que encerraban alguna maldad, pero no la capté. Los demás se echaron a reír a carcajadas, sin el menor disimulo. Hice como que no los oía, y les di la mano a todos. Dejé atrás a mis amigos, su bullicio y la música de acordeón, y salí a la calle.

    La temperatura era más templada de lo acostumbrado en aquella época del año. Sentía la cabeza bastante ligera. Y cierta aspereza en la garganta, por efecto de los cigarrillos y del humo del salón de billar. Carraspeé y escupí, para tratar de suavizarme la garganta. Las calles estaban desiertas, igual que el tranvía que me llevó a casa.

    Llegué a la hora prometida. Mi madre, con el delantal blanco, batía huevos en la cocina. La boca me sabía a tabaco. Tras dudar si acercarme o no a darle un beso, la saludé desde la puerta.

    He estado en casa de la abuela Erika, dijo mi madre. Me ha dado este dinerito para ti.

    No me quedó más remedio que acercarme. Me puso unos marcos en la mano. Yo la cerré sin mirar el dinero.

    ¿No va a venir a cenar?, le pregunté mientras volvía a la puerta de la cocina.

    No puede. Tiene reunión en la parroquia. Este año la han encargado del dinero de la colecta dominical, ya lo sabes.

    No lo sabía, o no lo recordaba. Y aunque lo hubiera recordado: era difícil llevar la cuenta de todas las salsas en que andaba metida. No había nacido para estarse quieta. Desde que enviudó, y hacía ya diez años de la muerte del abuelo, no había tenido, por lo menos así lo afirmaba ella, tiempo de aburrirse.

    Mamá me señaló el horno y me dijo que la cena aún no estaba lista.

    Se me ocurrió pensar que mis amigos todavía seguirían en el salón de billar. Me maldije a mí mismo por mi enfermiza puntualidad.

    Pero tenía cosas que hacer, y me dirigí a mi habitación. Al pasar, vi a Annette en el comedor. Estaba poniendo la mesa para la cena, y sacaba brillo una por una a las piezas de la cubertería de plata procedentes del ajuar de mis padres, humedeciendo con su aliento la pieza que sostenía en la mano para, después, frotarla con un paño. Mi hermana reparó en mi presencia, y subí a mi cuarto sin saludarla.

    Me refresqué la cabeza y me lavé los dientes. A continuación, estrené el diario que Elsbeth me había regalado por la mañana, contando lo que había oído en Goetheplatz y las enfervorizadas reacciones de la gente. Burlándome de la preceptiva literaria que nos enseñaban en el gymnasium, me puse a escribir sin preocuparme en absoluto por el hecho de que la precisión pudiera quedar ahogada por la abundancia del caudal. Las palabras me brotaban con facilidad, y las letras semejaban infatigables bandadas de estorninos sobre el papel en blanco. Llené un par de páginas, con los sentimientos desbordados como la espuma de la cerveza recién servida. Sin embargo, me rondaba una preocupación: ¿no quedarían cortas las palabras que estaba escribiendo, a la hora de reflejar las emociones vividas en Goetheplatz? Repasé de arriba abajo lo que había escrito. No borré nada.

    Levanté la cabeza del diario, y reflexioné unos instantes sobre la forma en que remataría el texto.

    La gente llenaba a rebosar la plaza, la alemanidad florece como los cerezos que la adornan, escribí por fin.

    Aprobé el colofón y cerré el diario. Lo acaricié con ternura. El regalo de Elsbeth había constituido toda una sorpresa para mí, así como el hecho de que se hubiera acordado de mi cumpleaños. Comencé a escribir una nota de agradecimiento. No daba con las palabras adecuadas. Decidí que lo intentaría de nuevo al acostarme, y bajé a cenar.

    Mi padre estaba ya en la mesa, con los codos apoyados sobre el mantel de hilo blanco bordado de los días de fiesta. No parecía malhumorado. Eso me tranquilizó. Lo saludé afablemente, y me senté en mi sitio.

    Comencé a contarle lo de Goetheplatz. Mi padre abrió la boca como si fuera a decir algo, pero, en lugar de ello, untó de mantequilla una rebanada de pan recién hecho y se lo llevó a la boca. Mamá y Annette vinieron de la cocina. Annette traía una bandeja en cada mano, una llena de patatas y la otra con compota de manzana; mi madre traía costilla.

    Bien asadita, Werner. Sin nada de sangre, como a ti te gusta, me dijo mamá. La miré con agradecimiento.

    Mi madre riñó suavemente a mi padre por haber empezado a comer antes de bendecir la mesa. Y papá, por toda respuesta, bajó la mirada. Yo me había dado cuenta de que mi padre parecía fatigado desde hacía ya algún tiempo. Mamá se lo decía a menudo: Todas las primaveras te pasa lo mismo, deberías tomar jalea real para desayunar. Pero a mi padre no le gustaba la jalea real, ni tampoco que mi madre se ocupara de esas cosas con tanto tesón.

    Mamá se quitó el delantal y bendijo la mesa con la plegaria acostumbrada. Annette rezó con la mirada fija en la brillante cuchara de plata.

    Empezamos a cenar.

    Yo retomé el tema del acto de Goetheplatz, y lo hice con la mente lúcida y el verbo fácil. Mi madre miró a mi padre, como si temiera la reacción de éste. Papá untó un trozo de carne en la compota de manzana y se lo llevó a la boca.

    Parecían dos actores que se expresaran por medio del silencio. No digas nada de lo que debas arrepentirte después, proclamaban las miradas que mi madre dirigía a mi padre. Y las de papá, por el contrario: Si proteges al chico de esa manera, siempre tendremos problemas.

    Una ráfaga de viento sacudió las contraventanas. Mi madre se levantó a cerrar bien aquella ventana del comedor y fue luego a la cocina, en busca del siguiente plato. Papá levantó la cabeza y me miró. En sus ojos se apreciaba un destello de duda. Abrió la boca, pero no acertó a decir nada, y yo miré hacia el pasillo, por donde mi madre venía de la cocina con una bandeja de cristal.

    ¡Bueno, pues a ver qué tal me ha salido!, dijo mamá.

    Huele como para resucitar a un muerto, aseguró papá. Siempre le hacía el mismo cumplido.

    Annette hizo sitio en el centro de la mesa, y mi madre colocó allí la bandeja, con el strudel que había preparado en mi honor. Después se sentó, por primera vez en toda la cena, con un poco de sosiego.

    Puesto que mi padre no me prestaba atención, me puse a contarles a mamá y a Annette lo que había presenciado en Goetheplatz. Les dije también que era una pena que ellas no hubieran estado presentes. Entonces mi padre dejó caer sobre el plato el cuchillo y el tenedor. Annette me miró con rabia. Mamá no sabía qué decir ni qué hacer.

    Parecía que mi padre se disponía a reprenderme. Dudó un momento entre decir algo o no, tras lo cual se levantó y, con su ligera cojera, se retiró a la sala de música (en aquella salita contigua al comedor siempre había habido, según decían, un piano, hasta que, como consecuencia de la Gran Guerra, hubo que vender algunos de los muebles de la casa. Siguió siendo la sala de música, tal vez porque mi madre jamás perdió la esperanza de tener otro piano. O quizá porque la radio llenaba el vacío del piano, no sabría precisarlo).

    Mi padre encendió la lámpara contigua al aparador. Después, la radio. La música clásica que estaban emitiendo era de su gusto, y se sentó en su butaca tapizada. Se introdujo la mano bajo el jersey para sacar las gafas del bolsillo de la camisa. Abrió el periódico, y se ocultó tras él. En la portada del diario se veía la inconfundible figura del zepelín Hindenburg. La fotografía ilustraba una noticia relativa a un rumor que circulaba por todos los rincones: la extraordinaria aeronave gigante iba a detenerse cerca de la ciudad en los próximos días.

    Mamá introdujo el cuchillo en el strudel, y lo cortó en cuatro trozos. Yo tomé un pedazo y me lo llevé a la boca.

    ¿Es que no puedes esperar a los demás?, se enfadó Annette, pero no con palabras, sino por medio de la mirada.

    En vano, porque yo ya tenía el pastel en la boca. La masa había subido bien, y se deshacía suavemente entre los dientes y la lengua.

    Mi madre puso una porción de strudel en un platillo y se lo llevó a mi padre a la sala de música. A continuación sacó una botella de kirsch del aparador y, en el preciso instante en que se disponía a servirle una copita a mi padre, el noticiario de la noche vino a sustituir a la música clásica. Tras la sintonía, la radio reprodujo las mismas palabras que yo había oído decir a Hitler en Goetheplatz:

    ¡La paz, la justicia y la libertad están hoy más cerca!

    Mi padre apartó los ojos del periódico, e hizo ademán de levantarse de la butaca. Mamá le puso la mano sobre el hombro, indicándole que no era preciso que se levantara, y giró el mando del dial. En todas las radios hablaba Hitler. Mamá apagó la radio sin necesidad de preguntar a mi padre su opinión.

    Mi madre obraba con movimientos rápidos y en silencio, asustada como si temiera que alguien nos fuera a echar de casa aquella misma noche. Su rostro reflejaba preocupación. No obstante, trató de sonreír cuando regresó al comedor y se sentó frente a mí.

    ¿A qué esperas?, le dijo mamá a Annette, que no había probado bocado de la tarta de hojaldre.

    Mi hermana dijo que no tenía hambre, y retiró el plato.

    No sé si calificar de odio o de rabia lo que vi en la mirada que Annette me dirigió.

    2

    Por regla general dormía plácidamente, y acostumbraba a levantarme a las seis sin necesidad de que nada ni nadie me despertara. Ésa era para mí la mejor hora. Cuando aún reinaba la oscuridad y la casa estaba en completo silencio. Me sentía con fuerzas renovadas, capaz de grandes empresas.

    Hacía un año –desde que vi la película El triunfo de la voluntad– que me levantaba todos los días a la misma hora, y logré que mi cuerpo se habituara a ello con más facilidad de la que yo mismo hubiera pensado. Me decía: dormir es una pérdida de tiempo; dormir en exceso debilita el cuerpo y el espíritu, debilita la conciencia, debilita las virtudes del buen alemán.

    Mis padres se quejaban de que durmiera poco, razón a la que achacaban que estuviera adelgazando. Pero yo abandonaba la cama antes de que se oyeran las campanadas de las seis, y me vestía los pantalones cortos y la camiseta de color pardo. Los primeros rayos de sol asomaban por la ventana, o una capa de hielo orlaba los cristales bordeados de sucia masilla, o inundaba la habitación una luz tenue, velada por la lluvia y la bruma. A mí el tiempo me daba igual: hiciera frío o calor, me dedicaba a hacer flexiones y ejercicios físicos durante media hora larga, y a veces más, hasta que me fallaban las fuerzas y notaba la camiseta y la cintura del pantalón empapados de sudor.

    Sólo oía mi respiración y, esporádicamente, el ladrido de algún perro a lo lejos. De vez en cuando, sentía los pasos de alguien de la familia por el pasillo, camino del baño. Cuando sucedía eso, detenía mis ejercicios. Sólo los reanudaba cuando el que se había levantado regresaba a su habitación, tras tirar de la cadena.

    Una mañana, meses después de que iniciara mis prácticas gimnásticas, oí aproximarse a unos aviones. Me asomé a la ventana, con el corazón desbocado. El cielo aún vacilaba entre las luces y las sombras; cuatro avispas negras sobrevolaban la ciudad. Eran aviones pequeños en vuelo casi rasante. Se trataba de cuatro Heinkel 111 que realizaban giros y otras maniobras. Circulaba hacía tiempo el rumor de que habían construido un aeródromo a unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Nadie sabía su localización exacta, pero los aviones habían comenzado a aparecer con frecuencia, siempre con las primeras luces del alba. Todas las mañanas esperaba oír la llegada de los aviones, y su estruendo me llenaba de vitalidad. Cuando el ruido se alejaba, reemprendía mis ejercicios con mayor energía aún.

    Yo había empezado a hacer gimnasia antes aún de que las noticias relativas a los Juegos Olímpicos que iban a celebrarse pocos meses después en Berlín comenzaran a expandirse como la espuma. Para ser piloto, es preciso saber sincronizar el ritmo de la respiración y los movimientos de los miembros del cuerpo, según oí al locutor de un documental sobre el Barón Rojo que proyectaron en el Odeón.

    ¡Qué bellos son los cielos de Alemania surcados por nuestros aviones!, decía en determinado pasaje.

    Yo también deseaba embellecer los cielos de Alemania. Sería piloto. Para eso, debía esperar a cumplir dieciocho años. Y, entre tanto, fortalecía mi cuerpo y coleccionaba las entrevistas y fotos que hacían a los aviadores en las revistas ilustradas. Guardaba tres carpetas en mi habitación: una, la más preciada, llena de materiales sobre el Barón Rojo: entrevistas, noticias y citas, fotografías…; otra, rebosante de textos relativos a la historia de la aviación en Alemania; y la tercera, con dibujos, fotos y cromos de cuantas clases de aviones había en el mundo. Tres carpetas, todas repletas. Pronto tendría que comprar más.

    En la mayoría de las entrevistas, los aviadores concedían especial importancia a la preparación física, y en sus retratos se apreciaban las señales de una vida ascética: bastaba observar su rostro curtido.

    Ascetismo: la palabra que tan a menudo pronunciara el Barón Rojo. Ascetismo, ejercicio, disciplina, orden, control, método, curtirse, trabajarse, castigarse, endurecer el corazón, rehuir el feble sentimentalismo.

    ¡Mantenerse en forma!

    Me entregaba a mis ejercicios matutinos hasta que el salobre sudor me provocaba escozor en los ojos. A los ejercicios de casa había que añadirles los que hacía en el gymnasium, por lo que en breve pude percibir la energía, ligereza y alegría que provienen del dominio sobre las tendencias naturales del cuerpo; pronto percibí también la admiración de mis amigos.

    Los compañeros del colegio éramos muy aficionados a un juego que llamábamos topetazo, en el que acostumbraban a imponerse Hermann y un chico muy corpulento al que llamábamos Toro. Desde que comencé a hacer gimnasia, mi único sueño consistía en vencer a alguno de ellos, y me entrenaba para ello apoyando la cabeza contra la pared y empujando, con las piernas un poco atrás, todo cuanto podía. Una mañana, me tocó enfrentarme a Toro. Hermann sacó su navaja y, tras frotarla contra el pantalón, trazó sobre la tierra muerta del patio dos rayas paralelas, separadas unos tres o cuatro metros entre sí. Toro y yo nos colocamos en medio. Nos ataron las manos a la espalda, y apoyamos nuestras frentes una contra otra. Hice lo que tantas veces había ensayado en mi habitación: separé las piernas hasta dar con una posición donde pudiera mantener bien el equilibrio, con la cintura en tensión. Uno de los espectadores hizo la señal para que se iniciara el juego. Comenzamos a empujarnos. Yo sentía una enorme presión en el cuello y en la espalda. Al principio, Toro atacaba con mucha dureza, sabedor de que su mejor arma eran sus salvajes acometidas súbitas, pero logré resistirle las primeras sin que mis pies se movieran un ápice de su posición inicial. Cuando vi que había resistido la primera embestida, pensé que podía vencer al impaciente Toro. Asenté firmemente la cabeza en los hombros y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, le propiné un empellón más fuerte que ninguno de los anteriores. Toro, pillado por sorpresa, retrocedió un par de pasos. Bufaba rabioso. Yo me veía vencedor. Pero, cuando yo menos lo esperaba, se apartó un poco para tomar impulso, y me dio un cabezazo tremendo en la ceja. Los espectadores protestaron la irregular acción, pero Toro continuó empujando con la frente como si no hubiera hecho nada ilícito. Yo sentía la tibia sangre mejilla abajo, y estaba a punto de marearme. Habría quedado en ridículo delante de todos. Pero, en aquel preciso instante, Hermann irrumpió en el terreno de juego, y apartó violentamente a Toro:

    ¡No sabes perder!

    Sacó su pañuelo, y me lo puso en la ceja. Un tibio sentimiento de gratitud llenó mi espíritu, pues, de no haber sido por Hermann, todos habrían visto la sangre que delataba mi debilidad. En lo sucesivo, yo ostenté la fama de haber vencido a Toro, y Hermann, la de leal lacayo.

    Poco a poco, bien fuera por los ánimos que me daba el sonido de los aviones, o bien por mi victoria sobre Toro, me iba resultando más llevadero todo cuanto se relacionaba con mi empeño en fortalecerme físicamente: la falta de sueño, el sudor, la fatiga respiratoria, el dolor de riñones, las venas hinchadas: soñaba con un hombre nuevo, y sólo por ello merecía la pena tanto esfuerzo. Mañana tras mañana me entregaba a mis ejercicios físicos como si en ello me fuera la vida.

    Hacía un año que había leído Tempestades de acero, el libro de memorias de guerra de Ernst Jünger. Desde entonces, estaba sobre mi mesilla de noche: antes de apagar la luz, abría el libro por cualquier página y siempre encontraba algo estimulante o esperanzador o que me hiciera reflexionar. ¿Cuántos años tendría Jünger en la época de las gestas bélicas que narraba en el libro? ¿Dieciocho, diecinueve? Tras cerrar el libro, me decía: debes estar preparado si pretendes superar situaciones como las que ahí se cuentan, o aún más graves.

    El sueño me sorprendía con la cabeza en tales pensamientos, y con tales pensamientos en la cabeza me entregaba, la mañana siguiente, a mis ejercicios.

    No me gustaba que nadie entrara en mi habitación mientras me ejercitaba, pero de vez en cuando sentía escaleras arriba los pasos de mi madre, que venía a llamar a mi puerta con cualquier pretexto. A continuación, abría la puerta un poco, y asomaba la cabeza por la rendija:

    ¡Qué tufo! Aquí no se puede ni respirar. Si al menos ventilaras la habitación…

    Y entraba para abrir la ventana, sin prestar la menor atención a lo que yo pudiera opinar:

    ¡Tú y tu dichosa gimnasia!

    Se ponía a barrer la habitación o a limpiar el polvo aquí y allá; pasaba el trapo por el cristal del único adorno que tenía en las paredes, una gran fotografía enmarcada de Externsteine, el santuario germano.

    Un día, fijó su atención en el libro de Jünger. Lo tomó en sus manos y lo hojeó.

    ¿Tan bueno es?, preguntó mamá.

    Interrumpí el ejercicio que estaba realizando para hacerle un ardoroso panegírico del libro.

    Léelo, te gustará.

    Negó con la cabeza.

    No me gustan las guerras, no traen más que desdicha, dijo con una sonrisa triste. Permaneció un rato en silencio. Hijo, no te metas en política, añadió luego en tono de súplica.

    ¡No me meto en política!, protesté.

    Me preguntó qué significaba entonces que acudiera a los mítines, qué significaba que participara en todos los actos de las Juventudes Hitlerianas. La política se parece al Reichtag, muy hermoso por fuera pero con los cimientos sobre un cementerio, me dijo.

    ¿Cómo es que te has levantado tan pronto?, le pregunté en tono afable, tratando de cambiar de tema.

    ¿Y tú? ¿Por qué te levantas tan temprano?, replicó mi madre, y, sin esperar mi respuesta, me señaló la ventana que ella misma acababa de abrir: ¡Ten cuidado, no vayas a enfriarte!, me advirtió. Cuando se disponía a salir, y como para dejar patente cuál era el pretexto que la había llevado a mi habitación, recogió la camisa que quería planchar y los ajados calcetines que se proponía repasar antes de ir a misa.

    La dejé hacer, convencido de que ésa era la vía más corta para evitar que se prolongara la visita.

    Tras la interrupción, proseguí mis ejercicios, repitiéndome una y otra vez: Tienes que curtirte, tienes que ser disciplinado. Estaba plenamente convencido: Si estás en forma, estarás preparado para lo que la patria te demande. Y pensaba: Mientras tú te ejercitas aquí, cantidad de soldados realizan ejercicios mucho más difíciles y duros en los destacamentos de la Selva Negra, en el de Karlovy Vary, en el de Hamburgo, en el de Dresde, a lo largo y ancho de toda la nación.

    Espoleado por esas reflexiones, me dedicaba con energía y tesón a levantar pesas, a hacer flexiones, a golpear con los puños el saco de arena que había colgado del techo.

    Alemania necesita hombres de acero, me decía, golpe tras golpe, golpe tras golpe, golpe tras golpe.

    Ponía fin a mis ejercicios antes de que el amanecer iluminara por completo la habitación. Usaba agua fría para mi aseo. Incluso en las madrugadas de frío más crudo, cuando los cristales amanecían cubiertos por una gruesa capa de hielo. Me acostumbré a ducharme con agua fría y a no hacer caso de los latidos que sentía en las sienes. La ducha era uno más de los ejercicios físicos que me ayudaban a curtirme.

    Incluso aprendí a buscar el placer en la ducha fría: abría mis piernas hasta dar con una postura cómoda, y cerraba los ojos. Poco a poco, olvidaba el agua fría y me concentraba en una figura adolescente desnuda. La mayoría de las veces, tenía rostro de chica, pero también, en ocasiones, la de alguien más difuso cuya identidad me resistía a confesarme a mí mismo: una imagen que te quema pero cuya quemadura te niegas a reconocer.

    Sea como fuere, si era invierno, imaginaba a aquel ser cautivador en medio de la nieve. Si hacía calor, bañándose en un río. La figura adolescente me hacía gestos obscenos, al tiempo que me llamaba, ¡ven!, ¡ven! Me acercaba, y le acariciaba la nuca, el pecho, las nalgas. Su cuerpo se estrechaba contra el mío, y frotaba mi sexo con movimientos cada vez más rápidos de su vientre.

    En el momento de eyacular, cerraba la ducha. De pronto, en la cima del placer, sentía mi semen descendiendo caliente por la fría piel de mi muslo.

    Miraba orgulloso mi semen: era el de un alemán.

    3

    Fuisteis blandos como el plomo, por eso perdimos la guerra. A menudo sentía deseos de decirle a mi padre cosas así. En

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