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Vasonegro
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Vasonegro

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Es Vasonegro un libro divertido y a la vez interesante, por cuanto narra las diferentes fases de la condicin humana. El autor trata de desarrollar en l, toda una propuesta filosfica, analizando para eso todos los aspectos cotidianos de los personajes principales que engranan esta historia. Es la epopeya de un joven que huye de su pueblo procurando ocultar su pasado y reinventar su destino. Pero que a cada paso se encuentra con situaciones que le impiden superar ciertos obstculos que la vida le impone, y termina repitiendo los errores de su naturaleza libre y despreocupada. En cierto momento de su vida, conoce a una gran mujer que trata de ser su guia, pero a la que nunca supo valorar y a la que termina perdiendo por consecuencias propias y gracias a la codicia, la intriga y deshonesta intervencin de quien considera su mejor amigo. Estos hechos que pasan por la vida del hombre lo ponen en otros escenarios de la existencia mas turbios y dolorosos, en los cuales se encuentra a si mismo y comprende por primera vez que la vida es mucho ms sabia y a la vez efmera de lo que crea, y cuando por fin descubre la realidad en que camina, descubre tambin que ya no tiene fuerzas ni juventud para empezar de nuevo. Por lo cual vencido por el destino y ahogado por los sinsabores y los desengaos, toma una desicin que quizas ms adelante, comprendera que no era la ms acertada, si tuviese ocasin y modo de devolver el tiempo.

El Marqus de Cotilln.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateDec 29, 2010
ISBN9781617644290
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    Vasonegro - Albo Aguasola

    Copyright © 2011 por Albo Aguasola.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso:  2010942588

    ISBN:                               Tapa Dura                         978-1-6176-4428-3

                                              Tapa Blanda                     978-1-6176-4430-6

                                              Libro Electrónico             978-1-6176-4429-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    325806

    ÍNDICE

    Primer Libro: A pan y agua

    Guadeamus igitur, juvenes dum sumes

    (Alegrémonos pues, mientras somos jóvenes . . .)

    01 Capítulo primero

    02 ¡Ah, los pilluelos!

    03 Homerus

    04 Lucio

    05 El cernicalo y los palomos

    06 Charito

    07 Los carasucias

    08 Análisis de lo inconcluso

    09 Ranquelina

    10 La laguna roja

    11 La muerte del cernícalo

    12 Los dos Homeros

    13 El fantasma de la catedral

    14 La Fuga de los placeres

    15 Alea jacta est

    16 El vuelo de los palomos

    Segundo Libro: Sinfonia Americana

    Quandoque bonus dormitat Homerus

    (También a veces dormita el bueno de Homero)

    17 Capítulo segundo

    18 El pozo de las lágrimas

    19 Arrivederci Lucio

    20 Periodo de transición

    21 La divina quietud

    22 Las dulces notas de un piano y una mujer en el ventanal

    23 Sarah

    24 Angustias y circunstancias de aquellos amores que son fingidos

    25 El tango de medianoche

    26 En donde se verá que cada cuál tiene sus cosas

    27 Gabilondo y Corominas

    28 Si pudiera una canción te cantaría

    29 El caballero de Livornes

    30 Si yo tuviera un hermano igual a vos

    31 Sacrilegio

    Tercer Libro: ¡Paren el mundo, me quiero bajar . . . !

    32 La burla de la realidad

    33 Un regreso que no hace daño

    34 Manual del embustero

    35 Jaque mate

    36 El mendigo I

    37 Yo soy Homerus

    38 El mendigo II

    39 El mendigo cambia sus ropas

    40 El sol, la mar y el eco de la eternidad

    A Martin Lara por su hospedaje

    A Jasón Grullon por responderme a veces

    Preguntas científicas

    A mi madre por haber atinado en lo que hizo

    Y a Stefany Julieth por ser esa musa que lo dio todo

    Aunque también supo después, quitarlo todo . . .

    Primer Libro

    A pan y agua

    Guadeamus igitur, juvenes dum sumes

    Alegrémonos pues, mientras somos jóvenes . . .

    01

    Capítulo primero

    Muchachón grueso, de esbelto talle, pelo en pecho, espaldas anchas, manos de palanganas, hablar pausado, agrio el rostro y algo de tosco y socarrón, muy recio el carácter y mucho más de loco y charlatán. Parecía una de esas torpes murallas que miedo daban y al versele con feos ojos y peores modos, provocaba un no se qué, y un ay, de angustia en los corazones mansos de aquellas almas, aunque él de por sí fuese más blando que el mismo pan.

    Lloraba amargamente según de esquiva le había tratado su desventura y ciertos dolores y falencias que el cuerpo, el alma y el rostro de estricote le tenían, y que según sus mismas palabras, le habían venido por obra de algún diablo, ya que por su coraje y valentía ningún hombre habido ni por haber hacerle tal ofensa podía. También lloraba la madre de ver aquel llanto tan espontáneo y fértil, y con airadas palabras y amenazas no escasas, pretendía que suplícaba a la autoridad, que por el amor a Dios hicieran algo, pues según su criterio a todas esas polillas de la sociedad debían encerrar. Y el comisario con las manos en la cabeza, se paseaba más turbio y pensativo que el mismo Aristóteles, sin lograr desentrañar el significado de aquel dilema. Agonizaba el pobre serafín atormentado por el dolor que de algún miembro le salía, y se aturdía la madre al ver aquella tragedia tan colosal y aquellos ayes de dolor en su amada cría, quitaba sin cesar aquellas lágrimas con su blanca mano, en la cual llevaba un limpio pañuelo de fina tela, y empeñábase en remover aquella sangre que en el rostro se le secaba, pero el mozalbete se resistía y elevando con desesperación su llanto, parecía un tierno niño de apenas cinco años. Entonces allí era el estrepitoso gritar de la madre con furia asesina y loca como si algún seno le extirparan, y se quejaba por esa tardanza que según ella, muy torpe y sorda se manifestaba. Era la jueza del pueblo e hija de un antiguo coronel, que siendo pajero ganó su rango en un juego de naipes, pero que luego ya con poder en mano, nadie le podía decir que no era tal cosa, porque entonces le mandaba a prender, y ya encerrado él mismo se esmeraba en recetarle unos cuantos varazos para que no anduviese de fresco y socarrón por esas calles desprestigiando a su coronel. Digo pues sin tanto enredo que esta mujer era su hija, aunque algunos decían que su verdadero padre era un soldadito afortunado que en casa del coronel por esos tiempos montaba guardia, y que al parecer también montaba otras cosas, porque prueba de ello era que la niña no era del coronel sino que tal vez . . ., ¡pues cada uno!.

    Afirmo entonces que esta mujer, la cual no sabía con fe segura quien era su padre pero si su madre, por ser jueza, que en ese pueblo nadie más lo era, se creía un punto más que la autoridad y si alguno decía que no, enseguida gritaba a los militares (porque así lo hacía el coronel en sus días de gloria) haciendo honor al refrán popular de que hijo e’ tigre sale pintado. Digo pues, que esta señora había desarrollado un templado e histérico discurso ornamental donde faltaba la sensatez y sobraba el odio, y donde exigía (ya que nunca aprendió a pedir) que sin perder tiempo ni escatimar recursos a todos esos palominos; microbios de las repúblicas y parásitos de la sociedad, de inmediato se les encerrara, pues culpa de ellos entre otros males, eran esos moretones y esas hinchazones que en el cuerpo de su inocente vástago se floreaban. Que fueran a las plazas, a las avenidas, a las esquinas y a las casas y diesen con todos sin que se quedase alguno, se opusiera quién lo hiciera y así estuviese con ellos el mismo diablo.

    -¡Acudid de prisa, haced una barrida, derribad las casas, incendiad el pueblo, demoled el estado, cueste lo que cueste, pero dad con ellos, que entre todos el culpable está y hasta puede ser que más . . . !

    Con esta órden disparados salieron los guardias detrás de los irresponsables vagos y en hallarlos no fue mucho el problema ni el dolor tan caro, que más bien antes de preguntarles razón alguna con sus voces, con sus garrotes las preguntas daban. Y sorprendidos los palominos por ese desdeñoso e inesperado trato corrían como gamos por el centro de la ciudad. Más; no duró tanto la caza por mucho que en correr y en dar vueltas se esforzaran, ya que así como huían, a cualquier punto donde llegaran hallaban a un guardia garrote en mano que muy impaciente les aguardaba. Y así con palos y quebrantos dieron con todos de una manera tan fácil, como si en lugar de atrapar palomos recogieran mangos. Luego lloviendo sobre ellos palos, mentadas de madres, abusos y pellízcones, dieron con todos en un viejo camión y ante la presencia de la airada dama los llevaron.

    Y ensañábanse los guardias con un desdichado rubio que luchando por escapar de aquel martirio ningún grito se callaba; infeliz palomino de turno que al parecer no tenía madre, y que por ser de todos el más desarrollado, de todas partes como si de aplausos se tratara recibía los mejores y más sabrosos palos, pues dabánlo con tan buena sazón los guardias por imaginar que en su fortaleza estaba el origen del pecado, y allí protestaba el desgraciado que de otro modo Lucio se llamaba y suplicaba como un santo y gritaba como un condenado, pero lejos de la misericordia que tanto esperaba, recibía como respuesta otra centena de palos que le caían en gajos y que sumada a las dos o tres que ya llevaba le hacían infeliz acreedor de algunos cuatrocientos garrotazos, aunque él empeñaba el alma y daba la vida por no cobrarlos. Y asi como lo vio el llorón dijo que no había razón, pues ese no era el malvado que lo puso en tal situación.

    -¡De todos modos!—gritó orgulloso un guardia—¡Esta generosa pela hace tiempo la tenía ganada—e iba a seguir con su abuso sobre el malogrado rubio pero de pronto preguntó otro guardia.

    -¿Qué hacemos con este?

    -¿Qué otra cosa sino encerrarlo?—replicó el comisario—¡Para que en otra inocente víctima no encuentre presto la ocasión!

    Así lo hicieron y dieron fin en el calabozo con el apaleado vago y luego pasaron al siguiente, al cual le dieron en su agonía otra abundante ración.

    -¡Ese tampoco es!—dijo el muchacho.

    Y hacía bien, porque en hablar estaba detener la injuria, pero le odiaban los vagos porque siempre se daba cuenta despues de los varazos, que si lo hiciera con tiempo, buenos ahorros eran aquellos palos. Ante sus palabras se detuvieron los verdugos y le hicieron al infeliz de turno lo mismo que al anterior, y luego en contra de su voluntad venga el próximo a recibir su pena.

    En cólera montó la madre cuando descubrió por boca de su hijo que entre todos no estaba el culpable, y tornando a repetir sus gritos y amenazas, mandó a todos a encerrar y de nuevo los guardias a la plaza. Trajeron un nuevo pelotón pero otra vez faltó el follón, y después del flagelo al que fueron sometidas aquellas mansas palomitas, sin perder tiempo ni esperanza fueron por más a cualquier parte donde se encontraran. Aquí fue el maldecir y el gritar de la jueza al ver que no aparecía el culpable y el llamar de inepto, de bruto y hasta de pendezco al comisario, el cual por dentro deseaba con toda el alma que se fuera pal’carajo aquella ménsula tan meticona. En cuestión de minutos, primero entre los dos y luego entre todos, se armó un lío tan grande que aquello fue brutal, todo el destacamento era un infierno donde verbalmente no quedó nadie sano, y donde la ira de sus superiores en insultos y maltratos lo sufrían los guardias que al verse maltratados sin razón, volcaban todo su enfado y desahogo en los cueros desgraciados de aquellos vagos, que desde temprano ya la tenían a mal traer, y que por librarse de aquella infamia daban con sus almas al estricote. Mientras que el muchacho; origen y causa de aquel atropello, parado en su esquina seguía llorando. De pronto estaban todos los palominos presos y al que tantos palos le dio aún no se le conocía el rostro, por eso muy a rabiar la madre tornaba a preguntarle al chico, y este iniciando nuevamente su llanto esta vez con más deseos que antes, se limitaba a mover la cabeza y a decir con voz cortada que aún no veía al malo.

    En eso se apareció un muchacho que por ser tan pálido y flaco en la plaza lo habían dejado, ¿Pues quién podía imaginarse que aquel chico tan escuálido y desaliñado pudiese ser tan malvado?, pero al verlo se estremeció el que tenía la cabeza rota, y lleno de un brioso y revitalizado miedo corrió hasta donde estaba su madre y se ocultó en su regazo. Mientras que en la puerta al que llegaba con voz grosera y enfadada algo le preguntaba un guardia.

    -¡Homero Vasonegro!—respondió el recién llegado—y soy aquel que tanto buscan, el domador arrecho que amansó con su palo a esta fiera ensangrentada, que ahora olvidando un poco su crueldad, llora como tierna mariquita.

    -¿Tu?—le preguntó sorprendido el comisario y luego entrando en un ataque de risa, producto de su incredulidad, volvió a preguntar pero mirándole de arriba abajo como si mucho le estudiara.

    -¿Tu? ¡Jajajajaja!, ¡Pues hombre yo creo que estoy delirando!, venga carajo y cuénteme esa hazaña, explíqueme señor, convénzame varón, enséñeme mago como lo ha logrado si no es usted más que un purrete amarillento y flaco.

    -¿Y piensa que por eso no he de ponerme con el más aventajado? Pues sepan que se equivocan todos los que en esa opinión están, que yo he visto descomunales seres doblegarse ante el petiso, y duelen más los palazos cuando los dan astutas manos. De que fuí yo o no lo fuí bien puede dudarlo señor comisario, más en lo que a él y a mi respecta, estoy muy seguro que no han de caber dudas, pues bien despierto me encontraba cuando con mi enojo en alza descargué sobre su cabeza muy buenos cajonazos, y harto pesar tengo pues sabe el diablo que muchos otros me faltaron, y la razón por la cual se los daba, fue porque en su discurso demostró ser poco humano y quiso sacar ventaja en su pendencia yéndose conmigo a las manos.

    -Sacar ventaja en su pendencia yéndose conmigo a las manos ¡No está mal!—dijo en voz baja el comisario.

    -¿Y puede saberse la razón, causa, motivo, conspiración y buena disposición por las cuales me lo ha maltratado?—preguntó indignada a la sazón la madre, la cual en vez de largar preguntas tenía ganas de tirarle dardos.

    -¡Porque un rico pan me ha hurtado y otro muy sabroso me ha manoseado!

    -¿A poco ratero es?—preguntó el comisario.

    -¡A mucho diría yo—replicó el vago—y de los buenos, pues antes de entregar lo debido ya se lo había robado, y con que pena me quedé al ver que me negaba lo que con esfuerzo, tripa y corazón me había ganado!

    A todo esto nada decía el muchacho, más bien todo confuso y apesadumbrado, escuchaba atentamente lo que el palomino decía, y en medio de su silencio por momentos parecía reconocer sus faltas y dejarse condenar por ellas. Y así con ese silencio como si buena licencia fuese, continuaba defendiéndose el acusado.

    -Bien lo sabe usted señor comisario, debido a la extrema pobreza en la cual nació, pues en su niñez palomino era, y su madre que Dios la tenga en la santa gloria, una de las mejores lavanderas que hubo por estos lados, aunque al parecer no muy honrada, pues muchos clientes bien recuerdo que he escuchado, llegaban a reclamar algunas prendas que les faltaban, y su madre para devolvérselas tenía que correr por las calles buscándolo a usted y a sus hermanitos para desnudarlos, y se formban por eso agudas discusiones y dolorosos motines, donde su finada solía pasearse muchas veces por los suelos remolcada por las greñas, según era la violencia y el coraje con que la trataban las otras viejas, los hijos y los maridos de ellas. Y su padre aunque dicen los que hablan bien de él, que en vida fue un gran socarrón y semejante bellaco, la verdad es que no puedo yo decir lo mismo porque no lo conocí y además . . .

    -¡Sileeeeeencio . . . silencio, caraaajo!—gritó enojado el pobre hombre (que ya no aguantaba más tanta vergüenza)—¡Limítese a responder lo que se le pregunta y deje de escarbar en las vidas ajenas, que cada uno sin vivirla bien la vive como puede!

    Y todo esto lo decía sin poder ocultar su coraje y con el rostro todo sonrojado. Y el pícaro que en su mala catadura vio el peligro, enseguida desvío un poco el asunto (aunque en lo mas breve) y volvió a su anterior discurso.

    -Decía que bien sabe usted señor comisario, debido a las experiencias que de la vida tiene, como naufragamos en la pobreza los que en la miseria hemos brotado, y en esto me refiero a mí, que de usted nada sé, ni tengo interés en averiguar su apasionante vida, y menos cuando he oído que desciende de familia muy principal, educada y comedida, casi a la par de la familia real, aunque la suya por carecer de sangre azul haya tenido que ganar su reputación, prestigio y fama lavando ropa ajena y ademas . . .

    -¡Sileeeeeeeeeeeeencio!—Gritó con más fuerza aún el comisario.

    Y golpeando con el puño violentamente aquella mesa, dio muestras de querer acabar muy pronto aquel mal discurso si el orador se empeñaba en sacar todo el polvo que se ocultaba bajo la alfombra, pero este que entendió aún mejor que la otra vez aquel mensaje, se enderezó en la silla, respiró profundo, se jaló una oreja para serenarse y controlando un poco más el habla, continuó diciendo.

    -Digo que soy pobre y que no me avergüenzo de nada, y que vivo con dignidad y orgullo, sin importarme un zorongo si tengo familia rica, o si para comer me es menester lamber el plato, hurtar el trigo o que mi madre planche o lave y que más me aprecio yo de . . .

    En eso se le acercó el comisario hirviendo en ollas, y como ya se la tenía jurada no dijo palabra alguna, sino que levantando la mano lo tomó del pescuezo y sin necesitar como otras veces la ayuda de los guardias, él mismo se esmeró con un garrote y le dio en las posaderas más de ochocientos garrotazos, cada uno un punto y más mejorado que el anterior. Gritaba angustiosamente el infelíz, y en su desesperación clamaba al cielo que le quitara de encima aquel demonio que mal traído le dejaba, y como vio que el cielo parecía no escucharle, se olvidó del buen Dios e imploró con misericordia el auxilio de los presentes por parecerle que esos si le escuchaban. Hicieron así todos y arrancándolo de las garras de su verdugo le sentaron un poco más alejado y le pidieron que continuara con su relato, y que evitara la furia del comisario guardándose de decir lo que no hacía falta que dijese. Pero él que lloraba amargamente de todo traía deseos menos de abrir su boca para contar un carajo, por lo cual se le acercaron en tropel los más curiosos (que eran casi todos) y consolándole por los garrotazos recibidos, le suplicaban con misericordiosas palabras que hiciera algo por esclarecer el caso. Pero él; insensible como Nerón a las plegarias e importándole dos pepinos aquellos ruegos se encerraba en su necedad y solo se limitaba a mover negativamente la cabeza y a decir que no. En eso perdió la paciencia el comisario y levantándose de donde le habían dejado tornó a tomar de nuevo su garrote, y avanzando a grandes pasos se dirigió hacia el lugar donde se recogía el pícaro, pero este que no le perdía la vista, así como le vio venir supo que había más, e incorporándose de súbito como un resorte, se secó las lágrimas, saludó con muestras de mucha amistad al comisario y sacando de inmediato una gran sonrisa que más tenía de espanto que de alegrías, sin perder instante alguno continuó diciendo.

    -Y porque es para mí el pan alimento tan esencial y tan sagrado, al ver que me lo escaseaba todos estos golpes le he propinado, pensarán mal si creen que de mí se vio abusado, pues ha sido en mi defensa y con absoluto derecho que de coraje he reventado, y más defensa, protección y perdón tiene el bueno que ha pegado que el malo que fue apaleado, más aún yo, que por naturaleza enemigo soy de las pendencias y no gusto de verme rodeado de egoísmos, envidias, zozobras ni malas influencias (y era poco menos que pandillero) que bien comedido soy, y de los palominos el más honrado, pues aunque me crió mi madre en las carencias no por eso fuí malcriado.

    -¿Es verdad eso don Gilberto?—preguntó aterrada la pobre madre, con ganas de seguir llorando al oír que el otro tales maravillas decía de su angelito, y el tal Gilberto todo nervioso y colorado en un difícil tartamudear dijo con tono avergonzado.

    -Eeehhh eeehh en lo looo del mamamanoseo pipienso quee que andudubo algo eeeexagerado, mamamas en lo que al otro cacaso totoca, jujuro popopopor lalala mamadre de eeese papalomino quequeque jajamas le he robado

    -¿Qué? Hable más despacio carajo que así no se le entiende nada—se quejó el comisario.

    -¿Porqué tartamudeas?—preguntó la jueza

    -Nonono no, sisisi no tartatatamudeo.

    Y en eso replicó el pícaro que a todo se estaba atento.

    -¡Me parece señor farsante y rey de todos los Cacos, que si por mi madre jura que no me ha robado por la suya juraré que si todo un año!

    Quisieron todos reírse de los disparates del pícaro y del tartamudeo del tal Gilberto, pero por temor a la jueza y al comisario mejor se quedaron quedos. Lloraba con abundancia el agraviado y mucho más generoso era el llanto de la madre, al ver que niño tan desnutrido pudiese ser tan malo. Más; este que de tonto no tenía un grado, sin dejar que se le secara la elocuencia en los labios volvió a tirar sus dardos.

    -¿Así que jura usted señor Gil que ningún pan me ha robado? Pues yo juro hasta morir que me lo arrancó usted de las manos, y si vuelve a jurar que no, yo tornaré a jurar mil veces, y aunque su necedad no le permita salir de su error y jure usted por Dios, yo me afincaré en mis estribos y juraré por todos los diablos.

    Las risas abordaron el escenario.

    -¡Oficial!—preguntó algo enojado y ansioso por terminar con todo ese lío el comisario, a un policía soberbio y caradura que le hacía las veces de edecán—¿Conoce usted a este florido y elocuente vago?

    -¡Hombre, lo conozco tan bien como a la planta de mi mano! ¡Ese no es otro más que el hijo del difunto Homero Primero!

    -¡Ah, del célebre Baco!—respondió dándose un suave golpe en la frente (como si le reconociera) el comisario, y enseguida rieron todos a carcajadas, porque las historias del primer Homero eran muy famosas por esos lados.

    -¡De Baco mi comisario! ¡Y es más pícaro y fabulista que aquel famoso Ginés de Pasamontes o Ginesillo de parapilla según quien quiera llamarle, por lo cual me temo que en alguna maraña nos ha enredado!—dijo con mucha fe el guardia que era muy aficionado a los buenos libros, sobre todo a los que de caballerías tocaban, por parecerles fabulosos socarrones y muy agradables de leer.

    -No existe tal cosa, que todo lo que he dicho al pie de la letra me ha sucedido, ni conozco a ese tal saltamontes para consentir que se le compare conmigo, pues más allá del lago jamás he ido y por los rostros y buenas disposiciones que mostráis todos en reíros, deduzco que con algun mal pillo me han confundido, y porque todos se enteren del enorme paso equivocado, voy a cóntarles con todos los lujos y pormenores porqué digo que me ha robado.

    -¡En buena hora!—dijo la jueza.

    -¡Amén!—agregó el comisario.

    Pero el pícaro no se fijó en sus opiniones, sino que asomándose a la ventana aspiró un poco de aire y luego como si de algo bueno la reunión tratara, pidió vino y se enojó porque le trajeron agua, luego buscó con la vista el lugar más adecuado y pareciéndole que era aquel, se levantó del sitio donde le sentaron la primera vez y se sentó en el escritorio del comisario, el cual todavía molesto no terminaba de ver con buenos ojos su atrevimiento. Se sentó digo y colocó sus largas piernas encima del escritorio, echó la silla hacia atrás (que por ser de oficina era muy cómoda) abrió la gaveta, encontró cigarros y sin pedir ninguno ni preguntar si se podía fumar, tomó uno, lo encendió y fumó, a un guardia que le pasó cerca le tiró en la cara esa molesta bocanada y le miraba desafiante como diciéndole que si no le había gustado no había para que esperar en ir afuera, sino que si quería allí mismo se agarraban a rebenconazos, luego sabiendo que le aguardaban para que ayudara a descifrar aquel acertijo, contó lo que ahora les cuento.

    -Vean todos los que aquí están donde estuvo el daño y cuan inocentes son todos los que conmigo están encerrados, pues aunque en aparente libertad me veo, no me llevo a engaños, se que estoy encerrado, razón por la cual les dije antes que estoy encerrado.

    Vio el tartamudo la ocasión y la buena disposición que tenía de contar todo lo sucedido y temeroso porque se descubrieran algunas cosillas, que según sus pensamientos no debían salirse a la luz pública, rogaba muy bajito a la madre y a los guardias hacía gestos de que mejor lo encerraran y así no contara nada. Pero la madre que por ser jueza era algo honrada, y que enseguida había visto el pie del cual cojeaba su hijo, por descubrir cosas nuevas antes de complacerle le dijo al vago.

    -Continúe y diga la verdad maestro, que yo por conocer a este hijo mío, antes pretendo por medio de sus palabras conocerlo a usted.

    -De que me conozca o no lo haga, por ver que en eso no saco nada, poca o ninguna importancia le doy al caso. Ahora si sucediera que una vez contada la historia, quisiera usted compadecerse y devólverme alguno de los panes, aunque fuese de trigo malo, entonces sí, en mucho me holgaría y hasta iría de rodillas a sus pies para besar sus chanclas.

    Le prometió la jueza que así lo haría, aunque no era menester que le besara nada, de lo cual recibió gran alegría el pícaro. Y luego tomando aliento como aquel que va a la guerra y no sabe como andarse, sonreía lleno de contento y sentíase victorioso como el galeno que pone un antiséptico en la enfermedad y ansioso por decir, dijo.

    -Me paseaba yo, que no otro . . .

    -¡Al grano, granuja!—le gritó el comisario al ver sus socarronerías.

    -Al grano iba y no interrumpa porque será no comenzar. "Me paseaba yo, que no otro, (y lo dijo levantando un poco más la voz como para incomodar al comisario) con pocas ganas y muchas hambres, por esos callejones que a falta de grandes monumentos llamamos plazas, recio el sol, fea la tarde, el agua escasa y con insistencias por crecer mis hambres, pues era más del mediodía y tres hacían de no comer nada, cuando topó por mi vereda este mal señor Gilberto, con una linda y coqueta novia que con una mano le acariciaba la barbilla, y con la otra sin que el señor supiera me pintaba en el alma un corazón, y me daba con la mirada la misma expresión de pasión y ardor que por lo calenturienta debió tener Magdalena. Luego se llegó hasta mi el bruto, que de amor al parecer venía cegado y me dijo de una manera suspicaz y agradecida.

    -¡Gracias Ricote, muy buena la que me has mandado! Cuando es de apretar aprieta, cuando es de aflojar afloja, y muchas veces es tan hábil la picarona que afloja sin que yo sepa en que momento me había apretado . . .

    -¿Qué cosa?—exclamó la jueza.

    -¡No interrumpa!—respondió con insolencia el pícaro y prosiguió—yo que no entendí su esperanto, mudo quedé tratando de descifrar lo que había dicho, finalmente no logré entender nada, por lo que sorprendido estaba de oír tan raras palabras y cayendo en la cuenta de que por otro me había tomado, con la idea de sacarlo del engaño le dije. Vea señor que ha de andar equivocado, que palomino soy y a ese tal monigote ni le he visto ni he oído que le han nombrado, a lo que él me respondió.

    -¿Ah palomino eres? Entonces por Dios hermano, mirad a ver si puedes hacerte a un lado.

    Apresurado me aparté, aunque sabe el diablo si quería quedarme, pues me pareció que aquella hembra más que con él conmigo se había encantado, pero con todo eso y aún en contra de mi voluntad me aparté lo más que pude, y cuando ya lejos me encontraba escuché como con violentos y desesperados gritos me procuraba, gritos tan estridentes que eran más que suficientes para despertar a todo un cementerio. Yo que en todos lados veía un pan, a toda mi carrera me acerqué y luego le pregunté que era lo que de mi con tanto afán deseaba, preguntóme al instante si podía yo obrar por él algún milagro, a lo cual le respondí que con mucho gusto me holgaría intentarlo, me enseñó sus zapatos que momentos antes delante mío los había ensuciado y díjome bajito al oído que algún brillo menester les eran, que si ese problema yo le resolvía, por él de muy buena gana sería pagado. Yo vi en el punto su mala idea, pero me hice el tarugo porque el hambre en el estómago del pobre hace su estado, le dije que no era tragedia alguna y le rogué que unos minutos me esperara, luego volando más rápido que una alfombra turca fuí hasta mi casa, de la cual volví al momento con una caja de madera, donde todos mis instrumentos: trapos, cerillos, cepillos, aguas y betunes tenía guardados, luego me arrodillé, le calcé el zapato y con muchas ganas de remediarlo porque se viese todo mi talento y buena disposición, los sacudí, mojé, embetuné, cepillé, pulí y luego bien radiantes y del mundo los más elegantes les quedaron. Y mientras yo estas diligencias honradamente hacía, él con su buena y pipistrela noviecita de mi se burlaban, lo cual soporté con industria y gran valor. Más cuando pedí mi paga el señor galán se hizo el ávaro, el sordo, el loco, el sabio, el malo y el desentendido, negándome así aquel pan que tanto había pregonado y que yo con mi sudor en medio de mis hambres y de mis sopas me había ganado. Decía que no daría nada, porfiaba yo en pedirlo, volvía a negar y yo a porfiar, y en ese trance ya airados los dos genios, en poco menos que un suspiro y sin pensarlo siquiera, fuímonos a las manos, donde debido a mis grandes dotes pugilisticos pensaba yo sacar mejor partido, pero se me cayó el jabón, porque el traidor también tenía su naipe escondido, y fue que asiéndome del pescuezo no me dejaba hacer lo que yo hubiese querido, que más bien antes de que pudiera reaccionar me levantó con gran violencia y me daba unas sacudidas tan feroces que temía yo que en una de esas me desgarrara el alma, desde el aire me dejaba caer y aparte de los porrazos, sentía a mi alrededor todo tan extraño, según esos violentos sobresaltos que por su fuerza descomunal me traían mareado, abusaba a su sabor el muy bruto por ser más fuerte y de mayor tamaño, aunque tengo para mí y vuelvo a insistir en ello, que si nos fuésemos a los puñetazos otro gallo hubiese cantado, pues en astucia y coraje ninguno me ha igualado. En eso pasó una monja (que en buena hora nos la mandaron) y al enterarse de la refriega por boca de la angustiada novia, intervino en la pelea, primero como árbitra, y luego al irse calentando un poco, lo hacía sacando muy hábilmente el brazo, diciendo vamos chicos no se me amontonen y separándonos con algún codazo, o peor aún con un cachetazo según mejor le conviniera. Y al ver que el bruto no respetaba las reglas del box, vino a enojarse tanto, que a pesar de su bondad le bajó la fiebre de un soberbio zapatazo, y me ofreció una moneda enorme que resplandecía en mis manos como si fuese un sol de cuarzo, con la cual quedé más contento que un soberano. Tal fue la emoción que olvidé de golpe la disputa, agradecí a su merced lo mejor que pude, en medio de la confusión sin que me viese el tonto le manoseé a la novia, y luego alejándome del averno que me oprimía me perdí por esos callejones cual liebre desesperada. Me compré luego un enorme pan y pensaba que a pesar de todo era mía la ansiada suerte, pues me lo dieron bien crujiente y mejor aún, un pan caliente. Caminé por la calle opuesta muy contento con mi dicha, pensando aderezarlo con mi salsa, que suelen decir los muchos que es el hambre, cuando quiso mi desgracia que me topase con un mal mayor. Y así fue mi desventura tal, que otra vez me lo encontré y al parecer de peor humor, pues venía triste, lloroso y sin novia, arrastrando el alma como arrastran los burros la capotera, ya que al parecer esta por algún motivo le dijo adiós. Y al verme tan contento, tan grande fue la envidia que sintió, que quiso al duende de la risa estrangular entre sus brazos, y por verme sin ventura, el pan que comer quería de las manos me lo arrancó e hizo añicos entre las suyas, luego dio con él en el sucio suelo y pisotéabalo a su antojo, y le ponía tan pesada la pata como si estuviese matando cucarachas, y desenvolviéndose con una burla malévola y un placer de manifiesto me decía.

    -¡Come hambriento come, que aquello que no te mata con harta fe te engorda, y no te conduelas por esto, que si te faltase el nutrido pan, el agua también es alimento!

    Y luego tomándome de las orejas me señalaba una triste fuente que escasas gotas derramaba. Yo señor comisario que tanto sufrí por esto me dije ahora es cuando y ya es tiempo de que pague caro tantos sufrimientos y haciéndome por un segundo el muerto me dejé caer al suelo, de donde me levanté hecho una fiera y con mi cajón en mano, de lo que luego hice nada digo, pues todo sucedió tan de pronto que ni tiempo de pensarlo tuve, ni jamás lo hubiese querido, pues antes de entrar en prolongados razonamientos, donde se corría el riesgo de que se desvaneciera mi encono, quise entrarme de lleno por el callejón del bochinche, porque supiera el susodicho cuanto se ha de respetar a un hombre aunque manco, mentecato, débil y desgraciado sea, y mucho más cuando es un corazón aprisionado que se convierte en fiera. Digo pues que agarré mi grueso cajón a dos manos y mucho más rápido que un rayo, pues la situación así lo ameritaba, en medio de su cabeza se lo dejé sembrado, el desgraciado dio varias vueltas y queriendo hacer tantas cosas no hizo ninguna, porque de pronto se le agotaron las fuerzas y cayó al suelo como destrozado piruétano. Luego al ver que en algo se resistía, temeroso de que se levantara di en su alma uno más y luego otro, y por si acaso otro, y tantos di hasta que mi cajón uno a uno vino a perder los clavos, y el atolondrado al ver que hierros caían, con voz débil y lastimera me decía.

    -¿Qué estará pasando en el mundo que parece que llueven fierros?.

    Y yo enojado y con algo de sorna le respondía.

    -¡Al que nace pa’martillo del cielo le caen los clavos!—y luego por burlarme un poco y sacarme de adentro el coraje le pregunté—¿Quién eres?—y él me respondió con varias preguntas a la vez—¿Quién soy? ¿Cuando? ¿Antes o después de los clavos?

    Al ver que todavía me respondía, determiné agregarle otros porrazos porque otro día no me reconociese y quisiera venir por más, así le estuve dando palos, empujones y codazos hasta que unos vecinos suyos del suelo me lo arrebataron"

    Esto escuchó la madre y acompañadas de un ay, no una sino mil lágrimas vertió sobre un paño blanco y cogiendo a su muchacho de un brazo, otras mil veces le reñía. Y mientras tanto, muy ovante seguía el vago con su plática.

    -Y vea señor comi, si no es . . .

    -¿Señor qué?—preguntó indignado el comisario.

    -¡Señor comi!—respondió el pícaro.

    -¡Señor comisario, aquí se respeta la autoridad!—dijo este.

    -¡Señor comi sea!—agregó desafiante el vago—vea si no es felonía, que enseguida le contaré lo que me sucedió días ha, y luego juzgue . . .

    -¿Días qué?

    -¡Días ha!

    -¿Y qué es eso? ¡Carajo ya no se salva ni el idioma!—dijo la autoridad.

    -¡Déjelo comisario!—dijo la jueza—basta que yo lo entienda, que siendo así, poco me importa si usted se alborota o canta.

    -Decía . . ., digo si me lo permiten, decía que oigan ustedes lo que me sucedió días pasados y luego juzguen que hacer con nosotros, aunque soy de la opinión de que nuestra suerte yace en el pozo. Resulta que el otro domingo andando yo en medio de una infinita alegría, me encontré con este loco que en desgracias transformó mi día, según me dio de azotes con un garrote que tenía, y todo porque el equipo de mis amores una categórica goleada a sus gallinas le ponía, entérose el envidioso del origen de mi amplia dicha y así como yo celebraba el gane, celebraba él entonces el gusto de verme llorar, pues me dio la mar de palos y a gritar viva la banda me obligaba, más yo juro que aunque a pregón abierto lo declaraba, por dentro la bronca me era inmensa, pues aunque su equipo eterno campeonase yo con Boca me quedaba

    Se enderezó en esto el comisario que al mismo Boca era aficionado, y cambiando la expresión de su rostro que antes era algo aburrida, dejó ver una sonrisa llena de entusiasmo, pasión y vida. Se alegraron al parecer también los guardias, ya que en ese cuartel eran los más Xeneizes, menos el uno que era de la escuadra millonaria, el cual reventando por dentro daba muestras de querer llorar y se esforzaba para que no le traicionaran las lágrimas, y así mientras todos muestras de júbilo y emociones daban, siguió el chico con su plática ya que para hablar y hacer reír resultó más elocuente y agradable que el mismo sàtiro.

    -Por ser bostero a muerte aguanté de pie la fuerte injuria y nunca bajé los brazos, aunque la verdad es que dolían sus garrotazos, y así cada vez que ganaba mi club, el matón me buscaba por las calles, plazas, avenidas, bares y cafetines y ¡Ay de mi!, si me agarraba. Un día al pasarle cerca por hacerle una joda me llené de motivos, me inflé el pecho y dije aguante Boca y resultó que agarrándome del cogote fue en él aumentar su cuota y en mi ahondar coraje. Y luego el otro día también me amenazó con apalear porque en medio de una pichanga en la cual jugaba de contrario, le anoté un golazo de esos que llamamos caños y aunque por dentro lo disfruté, me abstuve de no experimentar emoción alguna, sopena de salir llorando cuando tuviese el bruto la ocasión. Entonces dígame usted mi comi que es hombre apasionado ¿Para qué juegan? Si luego cuando uno les gana, se enojan e imitando a las vacas se ponen a lanzar coces, donde sale uno mal parado, ¿Entonces para qué invitan? No hay para qué instigar, mejor es que se queden en casa a jugar con sus muñecas y dejen de andarse anunciando en terrenos donde nada saben y donde toda torpeza son, y asi se evitan el andarse enojados y el vivir de allí en más desprestigiados. Por todos esos devaneos y abusos es que he sacado a relucir mi casta, porque se agota la paciencia y donde hubo un hombre noble, viene a deshora a brotar el corazón de un monstruo y en medio de esa rebelión interna rompe uno con lo cotidiano y arroja odios porque a eso lo han marginado. Por eso quería hoy que sobre su alma siguieran lloviendo clavos, más, con todos los que le di aunque no estoy del todo satisfecho me conformo y espero que desde ahora me tenga tanto miedo como yo al demonio. Y esta es pues la historia que con tanto desenfado señores, quería contarles.

    -¿Tiene algo más que agregar?—preguntó una voz.

    -Cosas buenas y sustanciosas contaría yo, que dejarían los pelos de punta a todo aquel que las oyera, pero por no ser ni el lugar, ni la gente, ni el momento adecuado mejor me las guardo, mas; cuando tengo por experiencia cierta que es mejor ver y callar. Pero aún con todo eso, no callaré tanto que decir no pueda algunas quejas, pues aunque muy cierta es mi mala fortuna, no por eso es abundante el miedo, que hombre macho me parió mi madre y siendo tan hombre como he dicho que lo soy, no veo porque deba retroceder ante el grito y las amenazas de otro hombre, y menos cuando . . .

    -¡Al grano!—gritó impaciente el comisario.

    -¡Al grano iba!—respondió el vago.

    -Pues llegue en hora buena señor Platón y acabe pronto con su discurso que tarde es y hambrientos hemos.

    -¡Habrá querido decir estamos!

    -¡Habré querido decir como se me da la gana, y diga lo que tenga que decir antes que se me agote la paciencia y lo haga azotar por socarrón y más!

    En esto vio el palomino que muy dispuesto estaba el comisario por reiniciar la cuestion de los varazos y él que nada de eso deseaba suavizando un poquito el tono dijo.

    -¡Ah, que lindo es todo cuando se habla con jerarquía! Que elegantes suenan de ese modo las palabras, que no hay más sino explícar las cosas como son y con esos modales finos, y en eso de modales y elegancias debo reconocer que a usted señor comi nadie le va a la zaga, que toda alegría y placer escucharle es, y pues sabiendo ya cuales son sus intenciones y el deseo que le sobra de abrir mis maltratadas carnes, hablando hablaré varios siglos tan solo por no darle el gusto, y más sabiendo que eso es lo que me mantiene libre, puesto que de otra manera las rejas serían conmigo. Y digo pues que nunca la justicia es equitativa, que tan solo se cumple en favor de los poderosos y entre esos no hay ninguno que sea bueno, que a todos en ser más malo que el otro se les va la mano, y llega la sociedad a engendrar demonios en el mismo cuerpo e intelecto donde debieron nacer angeles, y se les desarrolla tanto la avaricia, el odio, la infamia y la maldad que llegan a competir con el mismo infierno, teniendo aquel que ceder a veces, porque casi es igual la maldad aquí en la tierra que allá en el horno. En lo que toca a la justicia, digo que siempre es ciega y para poner un ejemplo, les digo que ahora que en algo me he vengado de este loco, me quieren oscurecer la vida llevándome a las frías galeras, de donde no pienso salir nunca y que solo tinieblas y soledades engendran. Y como si cuanto he dicho es poco, no solo eso sino que hasta pretenden humillarme, bajándome la moral y llamándome gusano, helminto, caradura, atorrante, abusador, esclantero que aunque no se que és, debe ser algo turbio según el tono con que lo escucho, y otros nombres más que por no ser de mi agrado, no tiene caso que los diga y todo ¿Porqué? ¡Porque un buen día decidí romper cadenas y libértarme de este endriago que me tenía esclavizado! ¿Pero donde estaba la justicia cuando era yo el apaleado? ¿Donde estaba en ese momento la vergüenza, la moral, el respeto y el humanismo que dicen que yo no tengo? ¿Donde estaban señora jueza? ¿Donde? ¿Dígamelo usted mi comi? Hoy solo veo intelectos agrios, rotos, sordos y mudos y siéndolos, con toda seguridad debe ser también la justicia ciega. Castígueme entonces señor botón, lléveme preso, azóteme y tortúreme, lléveme con el preboste, haga de forma tal que me malogre el cabo de varas, que a los débiles de este mundo a ser marionetas la vida nos ha enseñado. Muchos más somos los pobres, aunque existan algunos que con los años se olviden o pretendan negar tapando el sol con un dedo que brotaron del mismo fango. Terminando de decir esta frase, dio un enorme salto y se alejó del comisario, porque había sido para él la indirecta, pero este por estar pensando en otras cosas al parecer no captó el mensaje. Lloraba hasta más no poder la madre, aunque ahora era otro el dolor que la embargaba al ver que de sus ojos se le caía aquel paño que le cegaba el entendimiento y comprender ya sin fanatismo ni devoción que en lugar de un San Jerónimo era un vestiglo lo que tenía. De pronto cortó su llanto, secó sus lágrimas y acariciando al elocuente Homero, con un amor casi maternal y una ternura tan exquisita del mundo todo el pan con honestidad de jueza le prometió, y luego dirigiéndose al comisario preguntó.

    -¿Señor qué hemos hecho?

    -¿Qué hemos hecho? ¡Ummm no lo sé, dígalo usted!

    -Hemos profanado a la inocencia comisario, contra la honradez, vicisitud y compasíon de estos chicos hemos cometido sacrilegio, sin razón, motivo ni derecho los hemos encerrado—y luego olvidándose que fue ella quien lo ordenó dijo—también sin razón y por orden suya sus hombres como perros de presa los han azotado.

    -¿Culpa mía? Pero si fue usted la que . . .

    -¡Cállese! ¡Que toda autoridad tiene otra que la someta y su mando se refugia bajo el mío! así que dobléguese a todo cuanto yo diga. ¡Qué vergüenza comisario! ¡Que vergüenza que usted sea asi! ¡Qué vergüenza que todavía suceda esto! Veo su rostro y después de ver fealdad veo crueldad, usted es un monstruo comisario.

    -¡Si pero . . . !

    -¡Cállese! Veo los rostros de estos guardias y veo cernícalos, brota en ellos la dureza, aletea en sus alrededores el duende ridículo y nefasto del bochorno (todos permanecían cabizbajos) ¡Oh naturaleza! ¿Porqué los hiciste hombres? ¿Porqué les diste manos para que empuñaran dagas y manejaran látigos? ¡Pudiste haberlos hecho sin corazón! ¡Pudiste haberlos hecho sin razón! ¡Pudiste haberlos engendrado en tinajas y estarían contentos! ¡Oh sociedad ¡Oh sol! ¡Oh Señor donde los pusiste! ¿Porqué les diste nombres y te empeñaste en educarlos si al parecer viven dichosos entre animales? ¡Oh Dios, no hay diferencias entre estos guardias, este comisario y los asnos!

    -Doctora, sin embargo le recuer . . .

    -¡Cállese! usted es el primer responsable de estos depravados actos de salvajismos, de estos atropellos sin razón y a la razón, de estos abusos a la . . .

    -¡Pero si fue usted quien ordenó ir a . . . !

    -¡Cállese!—le gritó el palomino (que no debía quererlo mucho) parodiando las palabras de la jueza porque veía que el comisario temblaba cada vez que ella le hablaba.

    Iba a levantar la mano para romperle el hocico el comisario pero lo detuvo la voz de la jueza, que le dijo en tono amenazante.

    -¡Rómpale siquiera un pelo y le romperé el alma! ¿Qué se cree abusador? ¡Ni se le ocurra tocar al chico, que él en estos momentos está por encima suyo!

    El vago que eso escuchó, aprovechó su supuesto poder y enseguida dio orden de soltar a los palominos y de encerrar al comisario, iba uno de los guardias a obedecer porque también había escuchado a la jueza, pero esta levantó la mano y dijo que se esperara, luego viendo que todos esperaban que dijese algo, dijo.

    -Nos azota con justicia el yugo de la vergüenza cuando obramos mal, por culpa de la intriga, la falsa voluntad, los siniestros pensamientos y los valores equivocados, hemos desgarrado el rostro de la virtud, nosotros que pretendemos imponer el orden y que con prepotencia nos hacemos llamar justos, hemos sido los más ignaros y los más corruptos. Bastó la falsa palabra de este mal intencionado muchacho mío para perdernos, le hemos arrebatado horas de sosiego y de calma a estos inocentes, y dueños de un salvajismo absoluto los hemos pisoteado como si fuésemos una manada de vacas que se pasea entre los tréboles y los rosales. La justicia se ha descarrilado y ha ido a parar con todos sus recursos, sus hierros, sus libros, sus togas, sus sabios, sus dogmas y sus leyes a un profundo abismo llamado íneptud, donde ser mediocres es tener un nombre y donde ser corruptos es tener un apellido. Hoy nos hemos ensañado con estas almas porque cegados por nuestras ínfulas y prepotencias creímos ver dragones, cernícalos, grifos, esfinges, hienas y leones donde habitaban pájaros. Siendo ellos tan mansos y nobles como el agua de los caños y como los cisnes de los estanques, ¿Y quién nos engañó? Este cruel señor Gilberto al cual como castigo debo llamarlo hijo ¿Y quienes los mancillaron? estos brutos y salvajes guardias, semilleros de toda maldad y enemigos del género humano, que se hacen llamar órden pública y que andan por las calles atropellando seres y dejando ver en sus acciones que tal vez nunca tuvieron madres. ¿Y quién se los ordenó? Este estúpido comisario que se hace llamar autoridad y que ahora pretende ser alcalde para seguir aturdiendo y empobreciendo al pueblo con sus resoluciones y arbitrarios decretos, ¡Dios mío! Estoy rodeada de mentecatos, de haraganes y de soberbios sátiros, ¡Oh humanidad! ¿Donde te has ido?.

    -¡Si pero . . . !—quiso replícar el comisario.

    -¡Cállese! Lo suyo es un abuso de poder, un atropello, una barbarie, usted es un . . .

    -¡Sin embargo yo insisto en que . . . !

    -¡Cállese! Por décima vez se lo ordeno y le pido que se abstenga de interrumpirme, sopena de padecer mi cólera. Llevados por la mano temblorosa de la infamia hemos conducido sin escrúpulos ni piedad el grosero látigo hacia cuerpos que yacían sin sangre, rostros empobrecidos que vagan por las calles implorando un pedacito de vida y algunos segundos de tibio sol, y que sus únicos pecados son la pobreza extrema y por consecuencia de esta el tener hambre. Y nosotros verdaderas arpías que nos hacemos llamar autoridad, hemos desprendido con nuestras garras las telas de sus almas y arrebatado la única riqueza que tenían; su dignidad. Abrimos con nuestra indiferencia grandes surcos de dolor en sus desnudas almas, para que broten en ellas los desesperados tormentos y se revuelquen en el fango de la fatalidad, de donde huimos todos y donde nadie oirá sus lamentos ni se conmoverá con sus sufrimientos, porque en este mundo de sorna, insensibilidad y fierros nadie se ocupa del dolor ajeno. Todos ven al pobre, al desgraciado, al muerto y todos pasan sin detenerse, porque todos están hechos del mismo tejido deforme que mezclado con el odio, es un material sintético que extermina la fe, borra al amor y traspasa al nervio. ¡Pero no! ¡Eso se acabó! ¡Ya no sucederá hoy! ¡Ya no sucederá jamás! Porque afortunadamente estoy yo para evitarlo, yo que soy la jueza, yo que como hija legítima del creador soy idéntica a él y conozco muy bien sus obras, yo que tengo la fuerza necesaria para romper esas cadenas y azotar con ellas el rostro insolente y altanero del tirano, yo que como madre tengo piedad y como jueza poseo justicia, y mucha más autoridad que este sátiro, (señalando con el dedo al comisario) detendré la roca a mitad del camino y la devolveré, impidiendo que triture con su peso el alma piadosa y débil del mendigo. No debería el hombre levantar su espada contra las flores para demostrar que es su fuerza y no el filo lo que las corta, tampoco debería medir su poder en el cuero roto de la piedad, porque al hacerlo lo único que consigue medir es la escala de su tiranía. Hay tanta nobleza que merece un mejor destino, hay almas rotas que vagan buscando esperanzas y encontrando desalientos, buscando un trozo de pan y masticando cables, tratando de inspirar amor y desatando odios, y este niño y esos niños y todos los demás niños que vagan por el mundo, merecen la compasión de albos corazones rebosantes de ternuras y curtidos de conciencia y de piedad ¡Son hijos de la calle porque en su seno los recibe a diario! ¡Pero la calle no los ha parido! ¡Los engendró una madre y es la necesidad la que los ha arrojado!—aquí terminó su discurso.

    Y muy avergonzado, ya sin ganas de hablar ni de reclamar lo que tanto protestaba, el comisario dio la orden de libertar a los vagos, y así como se vieron libres formaron sus jolgorios y cual jabardilla de vencejos, de golondros y de gorriones agitaron sus lígeras alas y volaron.

    -Hoy he descubierto que no todos los cielos son claros—continuó diciendo con resignación la jueza—¿Pues quién iba a pensar esto de mi muchacho? ¡Si era en él tanta mi fe que en el fuego habría puesto mis manos! ¡Carajo esto no se le hace a una madre! ¡Tantos años de estudios y de sacrificios para darme cuenta ahora que no sirvieron de nada! Enciérrelo por un día señor comisario, pero antes permítanos juntos unos minutos contados, que pienso con breves razones y acertados conocimientos, enseñarle más de lo que aprendió en un año.

    Y luego alejándose un poco con su muchacho, que lloraba al verse descubierto en su engaño y despojado de aquella confianza, aquella decepcionada madre sin decir palabras, le enderezó el rostro, le recogió el pelo, le secó sus abundantes lágrimas, le levantó la barbilla y viéndole luego en muy buena posición sus coloradas mejillas, cerró con dolor sus ojos y sacando la mano más rápida que un relámpago, con toda su furia acumulada y a punto de reventar en llanto, le acomodó dos soberbias bofetadas que sonaron como dos cañonazos y luego con la voz vencida por la emoción y el alma quebrada por el desengaño y estremecida por tan catastrófico impacto le dijo.

    -¡Ay hijo mío, muchacho tan bonito y tan caro! Agradece esta lección de humanidad que hoy la vida te ha enseñado—y luego entregándoselo al comisario con gris acento y entrecortadas palabras agregó—¡Acá lo tiene! ¡Dios quiera que su corazón aprenda y no me odie, guárdelo comisario a pan y agua! ¡Ah, y mano dura con él, que los hombres para que sean buenos necesitan en ocasiones tener padres malos, entréguemelo mañana que luego en casa verá como es que en la vida se gana!

    Y sin decir más, ni despedirse de nadie (que grande era la vergüenza que llevaba como para ponerse a ofrecer más discursos) se marchó aquella pobre madre hecha una plañidera y el muchachón en manos de los guardias se quedó más fértil que una regadera . . .

    02

     ¡Ah, los pilluelos!

    La esperanza perdida de una pálida mirada es como una mano titubeante en medio de la nada.

    Si desdichado fue uno en su niñez, al otro nunca le sobró infancia. Y si fueron en dichas descartados, muy prósperos y abundantes fueron en sus desgracias. Si en casa del primero, eterno reinado fue el hambre; en casa del segundo en todas las ocasiones faltó el pan; llorón el primero, una perpetua lágrima el segundo; eran parientes en las desdichas y hermanos en el infortunio.

    Homero y Lucio: dos pequeñas antorchas en un mundo oscurecido por la miseria y las fatalidades, mientras uno caminaba por las calles pensativo, cabizbajo y con la mirada perdida en el vacío, al otro el hambre lo hacía filósofo. Lucio y Homero: los hijos del desvarío. Y juntos iban por la vida como dos gaviotas sobre el espeso mar, sin tener más salsas que sus hambres y sus miserias. Apenas abría el poderoso y arrogante Apolo el telón del nuevo día, cuando desde siempre hambrientos saltaban de sus catres y corrían con la esperanza de tener un espléndido día de amor y pan, gracias Dios nuestro por este precario amanecer, gracias por permitirnos encontrar sosiego después de tantos golpes y resignación después de tantos ruegos, ayer almorcé aplausos, hoy comeré un ojalá y tal vez mañana un que Dios te lo pague, y por culpa de este menú tan surtido y rancio que me brinda la sociedad, es que estoy tan anémico y tan flaco.

    ¡Comer, comer, comer! Aunque fuese un trozo de duro pan, alguna aceituna, algún grano, comer, poder comer un pedazo de algo, era la ilusión dorada en la vida de aquellos desgraciados. Que amargura infinita, que insensible y vacía se nos presenta a veces la realidad cuando la vida parece ser un estorbo.

    Rociados por el tierno llanto de la aurora rompían con sus famélicas sonrisas y sus nerviosas plegarias la tranquilidad de un pueblo santo, que condensado en dulces sueños, yacía escondido en el vacío infinito y roto de sus bolsillos. Sus gritos de inocentes chiquillos hacían ecos en aquellos turbios callejones y desgarraban la quietud de ese misero y desolado pueblo, que aún dormitaba agobiado en medio de sus temores y sus tristezas. Todo era trágico, todo era angustia, todos eran pájaros negros que en vez de volar lejos deambulaban alrededor de las paltas, todos eran melancólicos rostros. Cada amanecer; calle arriba, calle abajo corrían hacia la plaza, paseando sus harapos y sus pobrezas por las avenidas; desoladas pasarelas donde se lucían las dolorosas modas de sus infelices destinos. Marchaban todos tristes, toscos, hambrientos, desalentados, silenciosos y meditabundos como vencidos soldados, y solo si alguno les mostraba un pan, dibujaban la mueca de una demacrada sonrisa. No se detenían a conversar hasta reunirse con el hambriento pelotón de suspicaces y voraces compañeros, donde sí reían y armaban sus jolgoríos, haciéndole creer a aquellos que sin mirarles les oían, que llegó la primavera. ¡Oh ilustres palominos! Misericordiosos rostros que vencidos por las desgracias caminan como cansados espectros, resignados hijos de un destino ingrato, hijos de un pueblo triste que se debate sin doblar los brazos en las turbulentas aguas de la pobreza y la desolación, ha llegado tu hora crítica, rema con tesón y fe, que Dios te abrirá la puerta de los cielos cuando llegue la hora del escrutinio, de ti se acordarán los ricos cuando en la ruleta de la vida falte en sus mesas el nutritivo pan y el sagrado vino. ¡Oh palomino ilustre! ¡Entonces comprenderán cuanto has sufrido! De ustedes sería la gloria, de ustedes el pregón, los clamores y la alegría si la vida fuese una desabrida hogaza. ¡Oh palomino pobre! Para escuchar tu risa, para conocer tus sueños y curar tu angustia, con todo el sacrificio y la humildad del mundo abro las puertas de mi casa. Caminas con dolor y penas, como arrastrando una pesada ancla, doblas la esquina con indiferencia, todo para ti es amargo, saltas la verja y con energía de niño alcanzas la rama, coges el fruto y lo devoras, y saltando otra vez la verja se te oye mientras te alejas una famélica sonrisa que me avergüenza. Mientras te escapas, te agitas en tu carrera y vas cantando esa canción de dolor y penas, que dice como un estruendo si no quieres que coma tampoco querrás que viva, pues vida sin sustento es flor sin pétalos y corazón sin venas ¡Oh gorrión perdido, tu canto me acongoja y desbarata, si la vida fuese un pañuelo tuyas serían las lágrimas!.

    Acosados por la miseria todos los días de la vida, niños de todas las edades, colores, religiones y razas ofrecían ante los ojos de los incrédulos transeúntes sus desnudos brazos, tan desprovistos de almas y con más voluntad que fuerzas. Dispuestos a cumplir durísimas jornadas en procura de unas mezquinas monedas, con las cuales alcanzar un pan y calmar el ímpetu devastador de unos estomagos que a falta de algo sólido se destrozaban amargamente. "Habrá que reunir dos alas y volar como hambrientas aves, que en medio de sus desgracias buscan algo que jamás se alcanza. Cruzar el espeso mar y morir en él si precisa la caprichosa suerte, pero siempre batir las alas, perder el plumaje, desangrar el alma en esa batalla y dejar incrustadas en el aire las frases cortantes de un angustioso grito, el mundo se está muriendo por falta de pan, el mismo pan que se pudre en los estantes y se pisotea en los palacios, traedlo hermano hasta nosotros, comparte tu vino y tu

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