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Venus brillaba en el cielo
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Venus brillaba en el cielo

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About this ebook

El presente es tan escurridizo que cuando nos damos cuenta ya se convirtió en pasado. Diez años después de que todos se fueran de la residencia, Darío es capaz de volver a los últimos días con Sarah, una amiga cuya desaparición, paradójicamente, ayudó a llenar la vida de Darío, un joven torpe en el amor, bueno en la cocina y aún mejor para viajar en bicicleta y a través de la memoria.
LanguageEspañol
PublisherEdiciones SM
Release dateFeb 17, 2016
ISBN9786072420960
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    Venus brillaba en el cielo - Jano Mendoza

    Alaide

    UNA MAÑANA Sarah apareció en la puerta de mi cuarto para invitarme a dar un paseo en bicicleta. Por ese entonces no tenía idea de lo que un paseo significaba entre los miembros de la residencia. Lo que sí sabía era que sus ojos no eran tan fuertes en realidad. Eran incluso pequeños y tenían algo de asustados, pero el discreto maquillaje ahumado que utilizaba alrededor de ellos los hacía lucir seductores.

    Con la yema del índice aplicaba la base para sombras en los párpados y debajo del ojo. Luego tomaba una sombra nacarada y la aplicaba encima, de abajo arriba. Solía usar el negro, el morado y distintos tonos de violeta. Pero siempre, para la base, empezaba con un negro obsidiana, cubriendo toda la almendra del ojo, y después, con un pincel para difuminar, mezclaba ambos colores hasta casi alcanzar la ceja mientras las tonalidades se iban confundiendo en su piel.

    Igualaba la intensidad de las sombras en ambos ojos, dejándolos más o menos oscuros, según su humor. Con la punta del lápiz negro trazaba una delgada línea debajo, yendo siempre de dentro hacia afuera. Y, por último, enchinaba levemente sus pestañas con una escobetilla cargada de un color más oscuro que todos los tonos que había usado antes. Podía hacer toda esta operación en cuestión de minutos mientras conversaba y durante una buena parte del proceso ni siquiera se veía en el espejo.

    Recuerdo que esa mañana cuando entró a mi cuarto y me invitó al paseo había algo distinto en ella, una presencia diferente y un nuevo color lima en su maquillaje que la hacía parecer más alegre y vivaz, tornándola aún más bella. Creo que Sarah percibió mi fascinación y mi deseo por ella, porque al mirarme me sonrió de una forma especial. No con la falsa autosuficiencia que empleaba para sus coqueteos de anzuelo por los pasillos de la escuela, sino con una mirada color de fruta.

    —¿Vienes al paseo o no? —me insistió, fastidiada por mi usual indecisión.

    —Voy —le respondí, pero no porque realmente tuviera deseos de hacerlo (en esos tiempos gozaba de largos encierros), sino porque sabía que era lo que ella quería escuchar y para mí era imposible negarle algo.

    —Tengo la boca helada —me dijo Sarah, pero yo no le hice mucho caso porque estaba buscando mi playera con el dibujo de una galaxia estampada; era una ilustración burda en la que se señalaba la posición de la Tierra y por alguna razón yo le había tomado cariño y la llevaba casi todo el tiempo.

    —Te dije que tengo la boca helada —insistió.

    —¿La boca helada? —Cuando terminé la frase sentí sus labios juntarse con los míos. Fue un movimiento veloz y, por supuesto, no lo esperaba. Nos besamos y en un principio sentí una suerte de relámpago que no me dejó pensar en nada más, pero a los pocos segundos di un paso atrás por miedo de que apareciera Elise y nos descubriera. Era un temor absurdo, porque si Elise, de pura casualidad, nos hubiera encontrado en medio de esa escena, se habría soltado a reír.

    Con la piel todavía erizada vi los ojos negros de Sarah —tan oscuros que era imposible distinguir en ellos el iris— y los sentí acercarse hacia mí sin parpadear. Tal vez pensó que no la estaba tomando en serio, y esto no podía permitírselo, o tal vez sentía que en mis contradicciones se veía a sí misma en un espejo; no sé qué habrá pasado por su mente, pero se me acercó, apretó su cuerpo contra el mío y sentí la presión de sus pechos sobre mí. Abrí ligeramente los labios y sentí un temblor interno cuando se juntaron nuestras lenguas. Justo en el momento más intenso me empujó de forma brusca. Traté de tomarla de nuevo, pero me esquivó entre risas y salió corriendo de mi habitación.

    En esos primeros días, en la residencia donde llegué a vivir casi por azar, pasaron muchas cosas. María José, la del cuarto de arriba, por ejemplo, aceptó su amor por Rolf, que ocupaba el del cuarto de la planta baja. Se perdieron el asco, decía Alejandro, que era como el administrador de la casa, por ser el más grande y porque, decía la leyenda, sus padres eran los dueños.

    Rolf y María José se mudaron a un mismo cuarto y la recámara desocupada con vista al pequeño jardín se convirtió en el consultorio de María José, que todavía no terminaba su carrera de psicología pero atendía ya pacientes a los que todos espiábamos. Chepino, un norteño apuesto que también estaba en uno de los cuartos de abajo, comenzó a cobrar más presencia en la casa debido a sus conflictos con las mujeres: no podía evitar intentar toquetearlas. ¡Es que no me puedo aguantar!, decía con su acento norteño en medio de apologías tan divertidas que ayudaban a que siempre lo terminaran perdonando.

    Creo que no se le puso un ultimátum hasta que se le ocurrió organizar una tumultuosa fiesta que terminó con trastes rotos, una taza de baño fracturada, tres chapas descompuestas, un sofá sin una pata, media hortaliza de la cochera derrumbada por algún borracho y una queja formal de parte del comité de vigilancia de los vecinos de la privada. Y lo peor llegó cuando Alejandro se dio cuenta de que había desaparecido un ejemplar de Acerca del destino, de Plutarco. Montó en cólera y decidió que era tiempo de expulsarlo.

    Le avisaron que debía salirse y no lo hizo, así que llegado el día quince aventamos sus pocas pertenencias a la cochera. Sus objetos permanecieron tirados junto a los huacales y cuando apareció los juntó todos con discreción y los llevó, en silencio y con aires de ofendido, de regreso a su habitación, donde se mantuvo tranquilo por unos días. Se le veía poco, no hablaba con nadie, salía temprano y regresaba muy tarde sin hacer escalas. Luego fue por aquí y por allá, dando regalitos y pidiendo disculpas a su manera.

    —Bajo perfil —me explicó—. Ando volando bajo por esta residencia para que no me corran en la siguiente junta.

    Su estrategia funcionó, porque sobrevivió a los debates de la siguiente reunión y pronto su risa estruendosa volvió a llenar todo el espacio de la sala. Cesó sus intentos de toquetear a las chicas, aunque seguía chiflándoles y aventándoles piropos cada vez que coincidía con ellas.

    También fue por esos primeros días de mi mudanza a la residencia cuando casi me volví un asesino. Este asunto comenzó de forma inesperada. En un principio, Chepino, que más que vivir en su recámara lo hacía en la sala para poder ver películas en las madrugadas, dijo que había visto una rata tamaño hamburguesa. María José también dijo haber visto algo muy grande que corría muy veloz por el piso de la cocina, pero no fue hasta nueve noches después cuando Rolf la escuchó por la sala y logró capturarla debajo de una cubeta de plástico justo en medio de la sala.

    Debatimos sobre qué debíamos hacer. Chepino y Elise eran de la idea de voltear la cubeta y ahogar al animal llenándola de agua, Alejandro decía que era menos cruel envenenarla ahí mismo. Sarah y yo pedíamos que la dejáramos ir hacia la calle. La discusión, la única pelea de verdad que recuerdo que hayamos tenido, sucedió de forma intempestiva y todos empezaron a elevar el tono: que si la liberábamos iba a regresar; que no volvería; que era peligrosa; que podía entrar a las recámaras y morder a alguien; que eso era imposible; que por qué no; que las ratas tenían una enorme capacidad de reproducción; que era demasiado grande; que era un foco de infección; que si tenía colmillos; que si su cola infecta; que eres un exagerado.

    Alejandro propuso arreglar la disputa como atenienses. Un orador, por matarla; otro, por echarla viva a la calle; un acusador y una defensa con tiempo limitado. Luego cada quien se colocaría junto al orador de su preferencia y la decisión popular sería respetada. Los mismos argumentos y las mismas réplicas. Alejandro fue el acusador; Sarah, la defensa.

    La votación se inclinó por levantar la cubeta y matarla sin contemplaciones, de preferencia con un solo golpe propinado con la pala que había en la cochera. Se organizó un sorteo para ver quién ejecutaría el veredicto. Sarah se negó a tomar parte del crimen.

    —¡Consenso no es democracia! —gritaba, y Elise, la californiana de rastas, por vez primera se puso en su contra.

    Mientras se debatía el método para asesinarla, el animal, como si supiera que su final estaba cerca, orinó algo tan ácido que el ambiente se enrareció de forma abrupta, lo cual precipitó los argumentos. Sarah convenció a todos de que pasáramos a una segunda ronda de discusión. Votamos de nuevo, con prisas, y el resultado fue el mismo: Sarah y yo, por dejarla; los

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