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Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales): Obra completa 13/2
Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales): Obra completa 13/2
Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales): Obra completa 13/2
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Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales): Obra completa 13/2

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About this ebook

Monografías musicales' presenta los ensayos realizados por Th. W. Adorno sobre tres compositores: Wagner, Mahler y Berg. Dividida en tres partes bien estructuradas –Ensayo sobre Wagner; Mahler. Una fisionomía musical, y Berg. El maestro de la transición mínima–, la presente edición recoge no sólo los textos de las primeras ediciones que fueron publicadas de algunos de estos materiales, sino que a éstos añade nuevos escritos fruto de años de reflexión y estudio.

I. Telón y fanfarria
II. Tono
III. Caracteres
IV. Novela
V. Variante-forma
VI. Dimensiones de la técnica
VII. Disgregación y afirmación
VIII. La larga mirada
- Noticia
LanguageEspañol
Release dateMay 16, 2008
ISBN9788446038368
Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales): Obra completa 13/2
Author

Theodor W. Adorno

Simultaneó los estudios de filosofía, sociología, psicología y teoría de la música con su actividad como crítico musical.Tras doctorarse con una tesis sobre la fenomenología de Husserl, continuó su formación musical con Alban Berg y Arnold Schönberg. Obtuvo la cátedra de Filosofía con un trabajo sobre Kierkegaard dirigido por Paul Tillich. El advenimiento del nacionalsocialismo le forzó a dejar la universidad y Alemania. Enseñó en Oxford hasta 1938, año en el que se trasladó a Estados Unidos. Con su regreso a Alemania en 1949, reemprendió la actividad académica y pasó a dirigir el Instituto de Investigación Social en 1958. Exponente de la Escuela de Fráncfort, su obra, rica y compleja, significa una crítica desde la «vida dañada» de cualquier sistema cerrado de pensamiento. Entre sus libros destacan Minima moralia (1949), Dialéctica negativa (1966) y la póstuma Teoría estética (1970).

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    Gustav Mahler. Una fisionomía musical (Monografías musicales) - Theodor W. Adorno

    Akal / Básica de bolsillo / 75

    Theodor W. Adorno

    Gustav Mahler

    Una fisionomía musical

    Edición: Rolf Tiedemann, con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buch-Morss y Klaus Schultz

    Traducción: Alfredo Brotons Muñoz

    Diseño de portada

    Sergio Ramírez

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 13

    Die musikalischen Monografien

    © Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main, 1971

    © Ediciones Akal, S. A., 2008

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-3836-8

    Nota del autor

    Todas las obras de Mahler con orquesta se citan según las partituras de estudio. Las sinfonías de la Primera a la Cuarta, la Octava, la Novena y La canción de la tierra están publicadas por Universal Edition, Viena. Las Canciones del cuerno maravilloso, las Canciones de los niños muertos y las llamadas Siete canciones de la última época han aparecido en la serie de partituras Philharmonia. La editorial de la Quinta sinfonía es Peters, Leipzig; la de la Sexta, C. F. Kahn Nachfolger, Leipzig; la de la Séptima, Bote und Bock, Berlín. Ahí publicó también Erwin Ratz en 1960 la nueva edición revisada de esta sinfonía. Tres cuadernos de canciones tempranas con piano se encuentran publicados en Schott’s Söhne, Mainz. [Para facilitar la localización de los pasajes citados en la traducción española, cuando Mahler no los indica se añaden entre corchetes los números de compás en relación con los números de ensayo.]

    I. Telón y fanfarria

    Mayor que la de revisar el juicio que sobre él han pronunciado no sólo el régimen de Hitler, sino también la historia de la música durante los cincuenta años transcurridos desde la muerte de Gustav Mahler, es la dificultad que la música en general opone a los conceptos y en especial a los filosóficos. Las consideraciones del tipo de los análisis temáticos que, más allá de lo que sucede en la composición, descuidan la composición, satisfacen tan poco al contenido de las sinfonías de Mahler como insuficientes serían las que quisieran atrapar lo compuesto, lo que en la jerga de la autenticidad se llama el mensaje. Si uno intentase apoderarse inmediatamente de éste como de algo representado por la música, con ello se reasentaría a Mahler en aquella esfera del programa declarado o tácito al que él pronto se opuso y que desde entonces ha quedado de manifiesto como inconsistente. Las ideas que las obras de arte tratan, exponen, mencionan adrede no son su idea, sino materiales; incluida aquella «idea poética» con cuyo borroso nombre se pensó despojar al programa de su grosera materialidad. El estúpidamente rimbombante «Lo que la muerte me cuenta» que se colgó de la Novena de Mahler es, en cuanto desfiguración de un momento de verdad, más penoso incluso que las flores y los animales de la Tercera que sin duda tenía el autor en mente. Pero Mahler es particularmente refractario a la palabra teórica porque de ninguna manera se somete a la alternativa entre tecnología y contenido de la representación. En él, en lo puramente musical se afirma obstinadamente un resto que no cabría interpretar refiriéndolo ni a los procedimientos ni a los estados de ánimo. Él se aferra al gesto de su música. Lo comprendería quien hiciera hablar a los elementos de la estructura musical, pero localizara técnicamente las fulgurantes intenciones de la expresión. A Mahler sólo se le puede poner en perspectiva aproximándose más a él, penetrando en él y afrontando lo inconmensurable que se mofa de las categorías estilísticas de música programática y absoluta tanto como de la simple derivación histórica de Bruckner. Su sinfonismo contribuye a ello por la irrefutable espiritualidad de sus configuraciones sensible-musicales. En lugar de a ilustrar ideas, está destinado a concretarse en una idea. Por cuanto cada uno de sus instantes, sin tolerar extravíos en lo impreciso, cumple su función compositiva, deviene más que su mero ser-ahí; un escrito que prescribe la propia interpretación. Las curvas de tal imposición hay que redibujarlas atentamente, en lugar de razonar sobre la música desde un punto de vista externo a ésta, presuntamente fijo, como el fariseísmo neoobjetivista que juguetea incansable con clichés como el del tardorromántico titanesco.

    La Primera sinfonía comienza con un largo pedal de las cuerdas, todas en armónicos excepto el tercio más grave de los contrabajos, alcanzando el la más agudo, un sonido desagradablemente silbante, como el que emitían las máquinas de vapor pasadas de moda. Pende del cielo como un delgado telón, raído y opaco a la vez; duele como a unos ojos sensibles una capa de nubes de color gris claro. En el tercer compás se eleva un motivo de cuartas coloreado por el flautín; la punzante, inmaterial agudeza del pianissimo se oye con precisión, como setenta años más tarde en las partituras de vejez de Stravinski, cuando el maestro de la instrumentación se hartó de la instrumentación magistral. Tras una segunda entrada de las maderas, el motivo de cuartas descendentes se secuencia hasta quedar suspendido en un si bemol que roza con el la de las cuerdas. Repentino più mosso: una fanfarria pianissimo de dos clarinetes en el macilento registro inferior, a la que la tercera voz se añade, mate, en el endeble clarinete bajo, como si sonara desde detrás del telón, quisiera en vano atravesarlo y no tuviera la fuerza para ello. Incluso cuando pasa a las trompetas, sigue, como Mahler exige que se las coloque, «a una gran distancia»[1]. Luego, en el punto culminante del movimiento, seis compases antes de la reaparición de la tónica re, la fanfarria irrumpe en las trompetas, las trompas, las maderas agudas[2], sin la menor proporción con el sonido orquestal anterior ni con el crescendo que lleva a ella. No es tanto que alcance el clímax, como que la música se expande con un estirón corporal. El desgarro viene de otra parte, de más allá del propio movimiento de la música. Se entromete en ella. Durante un par de segundos, la sinfonía se hace la ilusión de que ha sucedido realmente lo que la mirada de la tierra lleva una vida esperando, con angustia y ansiedad, ver aparecer en el cielo. La música de Mahler se mantuvo fiel a esto; su historia es la metamorfosis de esa experiencia. Si con su primera nota toda música promete lo que sería diferente, el desgarramiento del velo, sus sinfonías querrían por fin no volver a fracasar, ponerlo literalmente ante los ojos; querrían recuperar musicalmente la fanfarria teatral que suena en la escena de la mazmorra de Fidelio, imitar aquel la que, cuatro compases antes del trío, pone la cesura en el Scherzo de la Séptima de Beethoven. Así quizá despierta a un adolescente a las cinco de la madrugada la audición de un sonido que se aproxima imponente, cuyo retorno nunca deja ya de esperar quien por un segundo lo haya percibido en duermevela. Ante su corporeidad el pensamiento metafísico se antoja tan pálido y desvalido como una estética que pregunte si en la forma es un instante logrado o meramente intentado aquel al que es esencial su propio desgarro y que se rebela contra la apariencia de la obra lograda.

    Esto es lo que atrae hoy en día el odio sobre Mahler. Se disfraza de probidad contra lo enfático: contra la pretensión de la obra de arte de encarnar algo que el pensamiento meramente añade, sin realizarse. Tras esa probidad acecha el rencor contra aquello mismo por realizar. El «No debe ser» del que la música de Mahler se lamenta desesperada es taimadamente sancionado como mandamiento. La insistencia en que en música no debe haber nada más que lo que está aquí y ahora encubre por igual una amarga resignación y la comodidad de un oyente que se dispensa del trabajo y del esfuerzo del concepto musical en cuanto el que deviene y apunta a más allá de sí mismo. Ya en tiempos de los Seis hubo un antirromanticismo versado en las cosas del espíritu e indignamente aliado con la esfera de la diversión. Mahler enfurece a los conniventes con el mundo porque recuerda lo que ellos deben expulsar de sí mismos. Animado por la insatisfacción que le produce el mundo, su arte no cumple las normas de éste y sobre esto es sobre lo que el mundo proclama su triunfo. En la Primera sinfonía la irrupción atañe a la forma entera. La recapitulación a la que abre el camino no puede restablecer luego ese equilibrio cuya espera se liga a la sonata. Se reduce a un apresurado epílogo. El sentido formal del joven compositor la trata como coda, sin despliegue temático autónomo; el recuerdo de la idea principal empuja sin demora hacia el final. Pero de que sea posible acortar de tal modo la recapitulación se cuida potencialmente ya la parte de la exposición, que renuncia a la multiplicidad de las figuras, incluso al dualismo tradicional de los temas, y por tanto tampoco precisa de ninguna restitución compleja. La idea de la irrupción, que impone su estructura al movimiento entero de la sinfonía, desborda a la tradicional que éste aún esboza fugazmente.

    Pero esa primaria experiencia antiartística de Mahler ha menester del arte para manifestarse y ha de intensificarlo por mor de su propia perentoriedad. Porque la imagen que extiende sus manos hacia la irrupción sigue estando mutilada, pues ésta, lo mismo que el Mesías, no hizo acto de presencia en el mundo. Realizarla musicalmente significa al mismo tiempo atestiguar el fracaso real de la irrupción. A la música le es esencial exigirse demasiado. En su tierra de nadie salva la utopía. Lo que la inmanencia de la sociedad bloquea no puede alcanzarlo la inmanencia de la forma prestada por aquélla. La irrupción querría hacer saltar por los aires a ambas. En cuanto arte, la música está presa en el lazo que ella misma quiere cortar, y lo refuerza mediante su participación en la apariencia. En cuanto arte, la música se hace culpable de su verdad; lo mismo, sin embargo, que si, faltando al arte, niega su propio concepto. Las sinfonías de Mahler tratan progresivamente de sustraerse a este destino. Para ello tienen su sustrato en aquello más allá de lo cual quiere ir la música, en lo contrario de la irrupción, que no obstante ésta instaura al instaurarse a sí misma. Eso es lo que la Cuarta sinfonía llama el «mundanal ruido»[3], Hegel el «curso del mundo» invertido, el cual de entrada se enfrenta a la consciencia como algo «opuesto y vacío»[4]. Mahler es un miembro tardío de la tradición del wertherismo[5] europeo por el mundo. Símiles del curso del mundo son en él, sin excepción, los movimientos que giran incontenibles sobre sí mismos sin meta, el perpetuum mobile. El vano ajetreo sin autodeterminación es lo siempre igual. En el infierno, en un primer momento todavía no demasiado tórrido musicalmente, hay un tabú sobre lo nuevo. Es el espacio absoluto. Así fue sentido ya el Scherzo de la Segunda sinfonía; de manera extrema luego el de la Sexta. En Mahler la esperanza se cobija en lo diferenciado. Otrora la actividad del sujeto activo, calco del trabajo socialmente útil, inspiró el sinfonismo clásico, al que por supuesto ya en Haydn y más todavía en Beethoven el humor confirió un doble sentido. Actividad no es meramente, como enseña la ideología, la vida llena de sentido de seres que se determinan a sí mismos, sino también la fútil agitación de la falta de libertad de éstos. De ahí sale, en la fase tardía de la burguesía, el espantajo del funcionamiento ciego. El sujeto está uncido al yugo del mundo sin reencontrarse en él, sin poderlo modificar desde sí; la esperanza que aún en Beethoven da su pulso a la vida activa y permitió al Hegel de la Fenomenología acabar sin embargo atribuyendo al curso del mundo la prioridad sobre la individualidad que sólo en éste se hace real se ha perdido para el sujeto retroproyectado sobre sí mismo y al mismo tiempo impotente. Por eso el sinfonismo de Mahler aboga de nuevo contra el curso del mundo. Lo imita para acusarlo; los instantes en que irrumpe en él son al mismo tiempo los de la protesta. En ninguna parte tapa la fractura entre sujeto y objeto; prefiere quebrarse a sí mismo que simular como lograda la reconciliación. Al comienzo, Mahler esboza en música programática la exterioridad del curso del mundo. El prototípico Scherzo de la Segunda sinfonía, basado en la canción de El cuerno maravilloso titulada Sermón de san Antonio a los peces culmina en el grito instrumental del desesperado[6]. El sí mismo, el nosotros que suena en la sinfonía, se desmorona. Entre este movimiento y el siguiente de la voz anhelosamente humana se toma aliento. Ya entonces, sin embargo, no se contentó Mahler con el contraste poético demasiado seguro de sí mismo entre la trascendencia y el curso del mundo. En el curso del incesante movimiento la música se hace a sí misma vulgar con toscos conjuntos de los instrumentos de viento[7]. La justicia hegeliana, sin embargo, puramente por la lógica del discurso compositivo, guía la pluma del compositor de tal modo que comunica al curso del mundo algo de la fuerza que se reproduce, persiste, se resiste a la muerte, como correctivo del sujeto que protesta inmutable; en cuanto el tema llega a los primeros violines, el sonido y el carácter melódico borran la huella de lo ordinario[8]. Un relato de Natalie Bauer-Lechner en Recuerdos de Mahler –cuyos detalles se ajustan tanto a la realidad, demuestran tal conocimiento de los problemas de la composición por parte del compositor, que se debería creer en su autenticidad– permite presumir que la reflexión de Mahler tuvo presente el doble filo de la relación entre sujeto y curso del mundo. A propósito de la conocida anécdota de Federico II[9], dijo: «Es muy hermoso que al campesino se le haga justicia frente al rey, pero la medalla tiene su reverso. Bien está que a molinero y molino se les proteja en su terreno: si no fuera porque las ruedas tableteaban y con ello sobrepasaban sus límites de la manera más desvergonzada y producían en el terreno de un espíritu ajeno una cantidad de perturbación y daño que no es de ningún modo posible medir»[10]. La justicia hecha al sujeto puede convertirse objetivamente en injusticia, y la subjetividad misma, empíricamente la alergia del nervioso compositor al ruido, le enseña que el curso del mundo, en el caso de esa anécdota el poder absoluto, no es meramente reprobable por comparación con la protección abstracta de la persona; que, como vio Hegel, el curso del mundo no es tan malo como la virtud se imagina. Musicalmente consciente del carácter crudamente abstracto de la oposición entre el curso del mundo y la irrupción, Mahler va concretándola paulatinamente mediante la contextura interna de sus obras y con ello mediatizándola.

    El Scherzo de la Tercera sinfonía es estimulado, como el de la Segunda, por un simbolismo animal. Su núcleo temático procede de la temprana canción con piano Separación en verano; tiene en común con el Sermón a los peces la agitación desvariada. Pero no responde a ella la desesperación, sino la simpatía. La música se comporta como los animales; como si la compenetración con el cerrado mundo de éstos quisiera reparar algo de la maldición de la oclusión. Mediante la imitación sonora de su conducta, brinda una voz a los carentes de habla, se arredra ella misma y osa asomarse de nuevo con precaución de liebre[11], lo mismo que un niño miedoso se identifica con el más pequeño de los cabritos de la cajita del reloj, que escapa al malvado lobo. Cuando suena la trompa de postillón, el silencio del barullo se le agrega como telón de fondo. Se humaniza ante las tenues cuerdas con sordina el resto de lo constreñido a lo que la voz extraña no quisiera infligir ningún mal. Cuando luego dos trompas de caza comentan cantabile esa melodía[12], el momento, extraordinariamente arriesgado desde el punto de vista artístico, reconcilia lo irreconciliable. Pero el ritmo amenazadoramente machacón de los animales, corro triunfal de bueyes que se empinan sobre las pezuñas, se mofa proféticamente de lo frágil y débil que es la cultura en tanto incuba catástrofes que muy pronto podrían invitar al bosque a engullir las ciudades devastadas. Al final, el fragmento de los animales vuelve a hincharse literariamente, mediante una especie de epifanía pánica[13] del motivo original aumentado. En conjunto, oscila entre el panhumanismo y la parodia. Su cono de luz ilumina esa esencia humana invertida que, sometida al mandato de la autoconservación de la especie, devora el sí mismo de ésta y se apresta a aniquilar la especie transformando por embrujo los medios en sucedáneo funesto del fin escamoteado. En los animales la humanidad se aprehende a sí misma como naturaleza inhibida y a su actividad como historia natural cegada: por eso medita Mahler sobre ellos. Como en las fábulas de Kafka, la animalidad es para él la humanidad tal como aparecería desde un punto de vista de la redención que la misma historia natural impide adoptar. Lo que provoca en Mahler el tono de cuento de hadas es la semejanza entre animal y hombre. Desconsolada y consoladora a la vez, la naturaleza con memoria de sí misma se desprende de la superstición de la diferencia absoluta entre ambos. Sin embargo, la música artística autónoma iba, hasta Mahler, en la dirección opuesta. Cuanto más aprendía del necesario dominio sobre su material a dominar la naturaleza, tanto más dominador se volvía su gesto. Su unidad integral privó de poder a lo múltiple; su fuerza sugestiva amputó lo que pudiera distraer. La imagen de la felicidad únicamente la conserva todavía en la prohibición de ésta. En Mahler se rebela contra eso, quisiera hacer las paces con la esencia natural y debe, no obstante, seguir ejecutando el viejo mandato.

    El Scherzo de la Cuarta sinfonía, en la línea de los dos precedentes, estiliza como danza macabra el robusto alegorismo del mundanal ruido. El estridente violín rústico, afinado un tono entero más alto que los normales, toca desagradablemente, con un sonido extrañamente desacostumbrado, sin que el oído comprenda la razón de esto y por tanto de manera doblemente irritante. Accidentes cromáticos acedan la armonía y la melodía; el colorido es solístico, como si faltara algo: como si la música de cámara hubiera anidado parasitariamente en la orquesta. A partir de símiles de lo vulgar, la música se aventura a la irrealidad, juego de sombras de la agitación, ambigua entre los halagos y los sollozos, mezclando la emoción triste con la huida de las imágenes que velozmente la atraviesan. Análogamente ambivalente es una melodía de los instrumentos de madera y luego de los violines, una especie de cantus firmus para el presuroso tema principal[14] en el Scherzo de la Séptima sinfonía, que ya no finge inocuidad alguna. Calificada por Mahler de «lamentosa», aúna, como sólo la música puede hacerlo, el sonsonete organillero del curso del mundo con la tristeza expresiva. La irrupción, cuya forma no falta, el sentido formal de Mahler lo configura en el Scherzo de la Cuarta como contraste con lo fantasmal; como devenir real, como adquisición de sangre, tal como ya lo intentan las partes del trío, que se asocian sin coacción al carácter de Ländler del movimiento principal; durante unos segundos sensualmente, como rara vez en Mahler, «estirándose aún más»[15]; se roza a Chaikovski, en seguida se lo vuelve a abandonar, el movimiento retorna a lo espectral, cada vez más ensombrecido, con una conclusión extraída del horizonte fantástico del último Beethoven. La serenidad de la Cuarta en su conjunto aquí no deja de respetarse. Asordina moderada, amistosamente casi, lo macabro.

    Con plena consecuencia, la antítesis entre el curso del mundo y la irrupción Mahler la elevó luego a principio en la cima

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