Vida de una Leyenda(Los Tres Dioses)
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About this ebook
En un pueblo llamado Wirple, la prueba llamada la Encrucijada te marca el destino. Destellan las espadas contra los reinos, los dioses pautan el día a día de los hombres y un niño camina en pos de su trayectoria. ¿Héroe? ¿Villano? Una decisión lo cambiará todo. Narro la Vida de una Leyenda (Los Tres Dioses).
Víctor Manuel Martín Requena
Soy Víctor Manuel Martín Requena. Nací en Palma de Mallorca in 1980. Descubrí muy pronto la literatura mediante la poesía, los relatos cortos y la novela. De antemano me gustaría daros las gracias por leerme y hacerme compañía en los mundos que diseño. Mi visión particular te dará un ticket para la fantasía, la fuerza y el amor. Estas virtudes siempre ganan en mis historias. El primer libro que puedes leer es Relatos Cortos de Víctor Manuel Martín Requena, un ebook interactivo en el que descubrirás a un lugar maravilloso en el que navegar como un marinero, correr en un bosque extraño, conquistar un castillo especial, ayudar a un vagabundo y ver la verdadera luz. DISPONIBLE la novela "El Guardián de la Felicidad". Una historia de desembarcos y anclajes en el tiempo con una ciudad como emplazamiento principal, Madrid. Descubre quien ostenta el título de ‹‹EL GUARDIÁN DE LA FELICIDAD››. Profundiza en la razón del robo del tiempo y sus motivaciones. Asiste a las encarnizadas batallas por el crono. Vive el Amor, la Amistad y el Honor. Añado al mundo de la fantasía una nueva obra,"VIDA DE UNA LEYENDA" en la que una "Encrucijada" marca el antes y después en la vida de un niño de Wirple. Las sendas a recorrer lo llevarán a una decisión: ¿Héroe o Villano? Mi pagina web es: http:www.victormanuelmartinrequena.com
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Vida de una Leyenda(Los Tres Dioses) - Víctor Manuel Martín Requena
Vida de una leyenda
Victor Manuel Martín Requena
Copyright © 2016 by Victor Manuel Martín Requena. All rights reserved. SmashWords Edition
Copyright © 2016 Victor Manuel Martín Requena.
Vida de una leyenda por Víctor Manuel Martín Requena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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www.victormanuelmartinrequena.com (Página web)
ISBN: 978-84-608-9787-3
Contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Quiero exponer desde el corazón la gracia de contar con una luna que sonríe, una familia y amigos que confían en la tinta que esparzo, a los que te añado amigo lector.
Capítulo 1
Ciudad de Inmundicia, Basurero Habitable o Wirple, denominación oficial de la localidad donde nací y crecí, pero no donde conseguí mi hombría. En aquellos vestigios de civilización, al yacer con mujer te consideraban hombre. Cuán equivocados están. Los que allí convivíamos éramos considerados plaga por lo curioso de nuestro oficio, pues en un reducido espacio podías conseguir desde meretrices a sanguinarios mercenarios, pasando por honrados carniceros y tramposos tahúres, comerciantes de mano encallecida debido al efusivo agarre de la moneda o bufones y gente del espectáculo.
No era un circo viviente lleno de monstruosidades, sino un cruce de gremios distintos con una común falta de riqueza. Los sueños ahogados en panzas hambrientas tenían a dueños holgazanes o faltos de ambición, los apoderados ejercían control fustigante con látigos de secretos y humillaciones calladas. Pero no todo eran malvados duendes de forma humanoide o dinero impostado en carne y huesos, pocos pero valerosos ejercían profesiones con aptitudes y habilidades que los catapultaban a reinos mayores; ellos fueron seña y orgullo, deseo y espejo de quien habla.
Sin ser buen ególatra, cualidad que he adquirido con los años y no dudo en poner de relieve, voy a comenzar mi historia. Acomódate, cree en lo increíble, no dudes de mí, sorpréndete sin mentiras o medias verdades, argucias y dobleces, porque soy narrador de mi verdad.
Nací de madre cocinera y padre esgrimista, conservo aún dotes de cocina que no utilizo debido a que amantes, esposas, mujeres de todo reino y condición han puesto sobre la mesa mejor comida que la que podría servir en miles de años de práctica. Nunca he necesitado práctica debido al intercambio de placer culinario por una sonrisa franca como pago.
A los ocho años comencé a ser consciente de mi mundo y de mis características físicas. Dígase que mi pelo era un cruce de llanos con tintes oscuros; la frondosidad era selva de opaco color; los ojos, de la tierra, pintados de motas verdes; mi cuerpo, de estatura no mayor a la de un pony, pero obviando los rechonchones, flaco como viruta de caña de azúcar. En mí la agilidad de una mantis, pues mis manos eran maestras del hurto rápido con tan corta edad. Las piernas, muelles capaces de auparme al muro más alto para escapar del perseguidor; confiado en extremo, pues adolecía de falta de carácter; timorato a supersticiones y ocultismo. Un mapa singular en una comunidad no falta de pintorescos puntos y marcas de este territorio.
Un día, llevado por la hambruna, encendí el velocímetro; acucié mi capacidad motora exprimiéndome demasiado, aunque no lo sabía en aquel momento; tracé la línea que me separaba del pan horneado, di con él. Al llegar a la carrera y desaparecer al instante, me interné en uno de los callejones justo fuera de mi conocido territorio, craso error.
Un grupo de chicos se acercó a mí. Veía sus intenciones grabadas en saliva recorriendo sus bocas, gruñidos de hambre escondidos por miradas fieras de desafío; supe al instante de mi inferioridad manifiesta en número, cinco contra una solitaria franja horaria delgada. Uno de ellos, en contraposición a los otros cuatro, criados a base de gachas untadas en miel, mojadas en leche y con azúcar superpuesto, parecía haber sido el último lechón. El débil fue el que más se encaró; en sus ojos negros vi animadversión manifiesta; rabia, no solo por el trozo de pan caliente que portaba, sino por el aspecto de quien lo llevaba. Era escuchimizado tirando al enfermismo crónico, mejillas pálidas como hueso astillado y frente despejada con pústulas enrojecidas como el mismo sol; su pelo, cortado como un cazo; la nariz, hocico de cerdo. Su voz sonó como pitido de niña:
―Dame el pan, niñita asquerosa.
Era desvergonzado y falto de sentido común, pues si al factor numérico le sumas la edad de los contendientes, no debía echar una piedra al lago porque las ondas llegarían. Aun así lo hice.
―¿Niñita dices, voz de paloma, sauce enano y volcán granoso?
Las risitas de las cuatro comparsas hicieron que mi rival se enfureciera y diera el combate dialéctico por acabado. Sabiéndome ganador, me pavoneé aguijoneando aún más el pequeño orificio de vanidad al conocerme mejor en esa disciplina.
―Sois cuatro estatuas de moldes de barro, asnos embutidos de manteca podrida, y tenéis por capitán a pellejo de morcilla extraviada en culo de mandril.
En mi rostro, la burla se hizo ominosa con la lengua paseando alegre. Estrujé el pan en mi mano y busqué una trayectoria de escape. Los ánimos enfebrecidos por mis actuaciones verbales llegaron a su cenit con la voz del líder canijo:
―A por él, machaquémoslo.
En el camino de huida miraba hacia atrás convencido de mi destreza atlética. Volvía por el camino de entrada al callejón; una última vista atrás, los vi parados, un silbido rasgó el aire y una nueva pared ante mí.
Podía volver a ellos y zigzaguear, pero no tuve tiempo de contemplar esa idea: un puño me alcanzó en la barbilla, y caí.
El cabecilla rama quebrada dijo:
―Bien hecho, primo Yikst.
En el suelo, intenté retorcerme y frenar el aluvión de golpes que me descargaron todos excepto Yikst, que había sido pieza clave de su plan. Me entretuvieron mientras el que era más fuerte de todos ellos cerraba la salida que conocía.
Comieron el mendrugo masticando con las bocas más abiertas que las puertas de una iglesia, dejándome ver su placer al privarme a mí de él y disfrutar ellos con suculenta pieza.
Apalizado, pude ver bien a Yikst. Detestaba a todos los demás, a él no por un motivo aún desconocido para mí. No era el más alto ni el más fuerte, pero en sus ojos vi estampas de panteras en iris clavadas, piernas fornidas; en mí se formó la idea de estar ante un genio innato.
No obstante, esta primera imagen de patetismo al caer en tan endeble juego de mentes me llevó a querer una venganza. Si bien me tenía por avispado, sabía quién podría ayudarme a resultar vencedor, incluso si la justa era complicada. Solicité a mi padre unas lecciones, aunque sería más exacto decir que me las dio él sin mediar palabra. Llegué a casa con los moratones propios de la golpiza, cabizbajo y sin armar bullicio en cuanto atravesé el dintel de mi casa, hogar pobre en el sentido estricto, pues la cocina constaba de platos de barro y cuencos de arcilla, un solitario porrón para el agua, una jarra de vino exclusiva de mi padre, cubiertos repletos de muestras de cómo el óxido podía carcomer cual gusano un metal, todo muy salubre. El comedor, justo a la derecha de la cocina, presidía el puesto central de la vivienda. En ella había una mesa paticorta de madera llana; la defino así porque nada tenía que ver con la nobleza del roble. Un taco hacía de soporte y este fue su fiel acompañante, pues no recuerdo taco sin mesa ni mesa sin taco. Pasamos a un dormitorio con una cama que parecía cerca de vacas por sus enrevesados metales en la cabecera, con un colchón en mayor medida agradable, que pertenecía a mis padres. La contrapartida, el situado en mi habitación, pues incómodo era conciliar el sueño sin tocar la propia espalda creyendo haberse uno clavado una lanza. El patio era el emplazamiento clave, el lugar de reuniones, un espacio abierto que servía para charlas trascendentes de negocios, comidas familiares en verano o las clases de esgrima, y allí estaba el maestro.
Cuando me vio llegar, no hizo falta que diera detalles, pues sondeaba con sus ojos, rendijas negras, vestigios de halcón y suspiros de águila toda mi desgracia. En mi posición baja halló mi vergüenza; en mis manos limpias, mi indefensión; su fino tabique con minúsculos orificios olfativos desmenuzó mi pan no consumido. Se acarició el pelo canoso, abundante y terminado en la frente con un rizo artificioso desviado hacia la izquierda. Esclareció mi visita.
Su traje de batalla constaba de una camisa verde raída en la protección de las hombreras; el cinto de la espada con el broche de plata era, sin duda, una de las mejores piezas; los guantes, vegetación devorada en los dedos índice y meñique de diestra y zurda; los pantalones negros; unas botas altas marrones lo hacían parecer un señor del bosque caído en desgracia, pero en sus movimientos existía tal porte que cuando con una vara me golpeó en la mandíbula, exactamente donde antes había golpeado, me dejé caer sabiendo que él me haría mejor.
Lo observaba sin mucho detalle. Aunque a hurtadillas, veía que aun cayendo la noche efectuaba extraños movimientos, una rutina que repetía pero a la que nunca dedicaba más de medio parpadeo.
Me levanté enfurecido, pero no alcé la voz. En su rostro, los labios enterrados en la barba propia de una enredadera por las carencias de hojas en una y otra parte del rostro se abrieron:
―Deduzco que te vencieron con un solo golpe justo donde toqué con este trozo de madera. No diste un solo puñetazo, ya que tus nudillos no están dañados ni presentan roce alguno. El aroma me trae otra conclusión: perdiste el pan robado, y conociéndote te diré que…
Acallé toda aquella sarta de palabrería inútil y dije:
―Sí, fui incapaz de ganar. Perdí el botín, pero no lo deduces por la experiencia o un truco esgrimista, lo sabes porque hablaste con el panadero. Antes de llegar me escondí y lo he visto salir.
Temí el azote de mil varas en mi cuerpo, sentí terror porque el tronco pesado cayera sobre mí, pero no se dieron ni una ni otra circunstancia. Risa, solo risa, una fuente volcada desde su garganta, con él inclinado y abrazándose el pecho sin soltar la vara.
Detuvo su risa e indicó:
―Eres un zafio ladrón incapaz de borrar un rastro, pero sabedor de que lo oculto es conocimiento no aprendido. Tu boca es tan grande como tu inteligencia al observar todos los puntos, pero has caído por vez primera. Te ayudaré a recuperar tu honor.
Orgulloso como era no respondí, y me tiró una espada de madera, la pieza del aprendiz.
La agarré con ambas manos, y a su movimiento negativo de cabeza lo siguió un consejo.
―Nnnno nnnno; con dos manos tendrás el cuerpo rígido y tenso dispuesto para un golpe poderoso pero falto de forma, y fallarás. Pásala a tu mano derecha, que es la buena, y adopta esta postura.
Vi su mano izquierda alzada en forma de «c» a la altura de su cabeza, las piernas semiflexionadas y su mano diestra estirada, con la vara apuntando como si fuera una lanza. Mis cejas se cerraron sobre mis ojos; la incredulidad me dio una falsa sonrisa que borré de inmediato porque avanzó propulsándose; vi el puntero de madera, que estaba a escasos centímetros de mi nariz, justo entre mis ojos, lo que produjo en mí un momentáneo estrabismo.
Dije el nombre de mi padre:
―¡Alstrid!
Lo pronuncié en forma de alarma para que frenara en su hostilidad, no como muestra de respeto a mi familia, pues, como él, mi abuelo, el abuelo de este antes que él y así en sucesivas generaciones llevaban Alstrid como el nombre del padre de familia.
El semblante serio de Alstrid no varió ni un ápice, y añadió:
―Con pausas y descansos no lograrás la maestría. Si voy a enseñarte, no serás un mero abanicador de madera o un manipulador pésimo del metal.
Asentí presa de la emoción, nunca antes había presenciado palabras tan grandes, y pretendía hacer de mí un maestro.
Si me mostré entusiasta de la enseñanza fue porque no sabía lo que traería con ella. Imaginad un profesor estricto. Ahora dadle horas infinitas, ya que él decide cuándo y cómo parar; aun así no conseguiréis haceros idea de mi particular infierno.
Después de un primer día de heridas en el cuerpo provocadas por niños, el admirado Yikst y mi padre casi en partes iguales, era yo una piltrafa, un montón de huesos débiles a punto de quebrarse por la fatiga, pero empecinados en derrotar la sensación de debilidad. Acuné la espada de madera en mis brazos y, sin que nadie me viera, volví a salir para ensayar la postura. Decidí por mí mismo darle mayor soltura a esa mano que debía izar a la altura de mi cabeza, pero que dejaba escondida tras mi cuerpo o la apoyaba en la cadera. En mi mente, la madera era florín consumado. En las manos, de violáceo color por los golpes, veía guantes de plata a los que hubieran bañado en agua cristalina y las mismas gotas debatieran con el sol quién tenía la belleza del metal.
Terminé la práctica y pareciera que las sombras se debieran a un salto de cabeza en un pozo repleto de aceite cuando era el sudor el autor; la frente rezumaba gotas saladas.
En el patio divisé el pozo que teníamos rentado, ya que en propiedad no habría más que calzones y camisas rotas u otros elementos con desperfectos. Saqué de la cocina un barreño y acometí mi limpieza a conciencia. Quedé tan pulcro como me fue posible. Llegó mi madre con voz rica en matices y presa de una galantería que más tarde adquirí.
―Deja que te frote la espalda, mi pequeño.
A pesar de lo maligna que había devenido la apertura y caída del sol, la noche presentaba mejor aspecto solo con la ducha en la que mi madre ponía tanto esmero como cariño. No me secaba con fricción capaz de hacer surgir brasas de mi cabello o con las sacudidas propias de una amasadora de harina, sino que deslizaba la toalla como si se tratara de una pluma.
Mi madre era cocinera, pero con ello no digo que ocupara un puesto detestable, lo único que lo volvía así en ocasiones era cuando tenía que trabajar con personas de ese tipo. La gente rica era más insidiosa que la calaña, a la que mi apego es mayor. Cualquier nimiedad era un contratiempo insalvable, una regañina era despreciar el trabajo por bien que estuviera y añadir menos valor a un manjar para así regatear y pagar menos por él. En todo este tiempo llegué a averiguar que incluso sabotearon banquetes introduciendo cucarachas para no pagar ni una moneda de cobre.
Una coleta trenzada propia de una espiga dorada; el pelo estirado hacia atrás mostrando sus bellas facciones, pues aun con la ceniza adherida a su rostro podías ver manantiales de azul en sus ojos, bordes laminados de frambuesa en los labios, una figura esculpida entre fogones sin abusar de la comida y aprovechando todas las curvas deliciosas de una mujer, la belleza natural impropia de una ciudad tan fea.
En su dulce pronunciar, fraseó:
―Vamos a poner la mesa y a descansar mientras papá limpia los utensilios y prepara nuevas clases y negocios.
Mi padre volvió a entrar en el patio y miró mis manos mientras me ponía una camisa blanca deshilachada pero limpia, unos pantalones marrones cortos, zapatos de madera con socavones del uso en la puntera y talones. Adivinaba mi segunda clase autodidacta. Cuando se alejó, con el rabillo del ojo, técnica de visión que perfeccioné tanto que tras el paso de más de diez caballeros o asaltantes puedo deciros con exactitud cuántas armas poseen e incluyo las ocultas y de qué tipo es la de cada uno, vi su sonrisa, firma de que se sentía orgulloso por que hubiera seguido mi propósito.
La cena consistió en una sopa aderezada de patatas con guisantes; la carne y el pescado eran para días importantes, con lo que no siempre teníamos la oportunidad de costearnos tales lujos.
No me extrañó que mi madre, de nombre Liliana, no me dirigiera una sola pregunta sobre mi aspecto, pues Alstrid la habría puesto al corriente y agradecí el gesto de mi padre, pues sentiría vergüenza al lamentar un hecho como ese ante una mujer, fuera o no mi madre.
Los temas a tratar en la mesa empezaban con la llegada del postre, unas manzanas rojizas de estupendo sabor. Alstrid dijo tener listas clases durante la tarde en el palacio de Wirker, a dos días de camino en carromato, este fin de semana. Solo permanecería con nosotros cuatro días y se ausentaría durante el resto para llegar el domingo a primera hora y aleccionar a unos soldados del príncipe que no sabían dónde debían ponerse el cinto o abotonarse el uniforme. Liliana nos contó que tenía que preparar una remesa de tartas de manzana y a eso aludimos la sabrosura de aquel postre. Las habían encargado unos nobles menores que estaban de paso por la ciudad. En ese momento, llegó la pregunta de mi padre:
―Bien, chico. Pronto debes encaminarte hacia la encrucijada, ¿ya sabes qué camino tomar?
La encrucijada es un momento crucial en el aprendizaje de un niño de Wirple, y no podía eludirla, así que con toda la compostura que conseguí reunir dije:
―Aún no lo sé.
Ambos progenitores se mostraron enfurecidos por mi nada elocuente respuesta, y fue Alstrid quien recriminó:
―Quedan tres ciclos lunares, quiero una decisión para entonces, porque no puedes huir. Tómala en consecuencia con tus aptitudes tanto físicas como mentales. Un error te puede traer desgracia y muerte; un acierto, fortuna y vida.
Apreté los puños, me levanté de la