Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Vestigios
Vestigios
Vestigios
Ebook414 pages6 hours

Vestigios

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Un libro que contiene los secretos máximos de la vida, la farmacopea y la resucitación de los muertos y que los iniciados conocen como Gnosis Hermeticum...
Un hechicero del Buenos Aires colonial hurgando en catacumbas jesuíticas...
Un joven estudiante de astronomía en busca de su padre desaparecido en época de la Triple A, pero por motivos muy diferentes de los que se pretende hacerle creer...
Antieler, El Controlador, capaz de hacer realidad el miedo...
Y una organización, Alethia, dominándolo todo entre las sombras desde hace mil años...
Vestigios es una novela de misterio, con hechiceros, jesuitas protectores de arcanos inaccesibles, héroes de la historia y una cohorte de alquimistas capaces de cualquier cosa para conquistar la vida eterna porque para ellos:
“La vida y la muerte son solo dos estaciones en un camino infinito”.

LanguageEspañol
Release dateNov 30, 2016
ISBN9789872340308
Vestigios
Author

Marcelo Urbano

Nací en Buenos Aires en 1961. Estudié Ciencias de la Comunicación y Realización Cinematográfica en la especialidad de Animación. Me desempeñé como docente en el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda y en la Fundación Walter Benjamin. Ejercióí como periodista en Radio Del Plata (Detrás de la Mirilla 1992 – 1993).La primera experiencia literaria concreta se remonta a 1987 con los Fantasmas de la Memoria (cuento) que recibió Mención de Honor en el Premio Fortunato Lacámera, y forma parte de su libro de cuentos El Juguete Barroco.En 1992 compuse la letra de Misa por los Conquistadores, ópera estrenada en el Auditorio Nacional de San Juan, con música del Profesor Alberto E. Velasco y orquesta dirigida por Alberto Merenzon.En 2002 dirigí La Línea (corto animado) que recibió varios premios y menciones: Festival Acusimático Multimedial, UNLA, Buenos Aires 2002; Tercer Festival de Escuelas Cinevideo Uruguay 2002, 51° Festival Internacional Du Court Métrage dÓberhausen, 2005.En 2004 realicé Si Muove (corto animado) que fue premiada con la Selección en el Feisal 2005. Al año siguiente dirigí El Guardabarreras de la vía muerta (corto animado), Recordando lo que tengo que olvidar (video clip animado para el cantante Nito Mestre) y Perdimos (corto animado de 1 minuto).En 2005 escribí El Tercer Sobre, guión cinematográfico de lo que luego se convertiría en la novela Siempre estuvo la muerte.En 2007 publiqué mi primera novela Vestigios con el sello Editorial Plume.En 2013 escribí el guión de la Sitcom: La Vida a Medias.En 2014 terminé con la escritura de la novela (Thriller Histórico) Siempre Estuvo la Muerte que se publica en versión digital durante 2015..En 2015 escribí El Ápice del Tiempo (Thriller Histórico) que se publica en versión digital durante 2015.

Read more from Marcelo Urbano

Related to Vestigios

Related ebooks

Historical Mystery For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for Vestigios

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Vestigios - Marcelo Urbano

    Introducción: Invocación a Hermes Trimegisto.

    Mediados del siglo VIII en algún lugar de Grecia.

    El escriba anota con paciencia sus últimas revelaciones en papel de Samarcanda, que luego será enrollado y colocado en tubos de cobre con otras páginas iguales y escondidas bajo llaves olvidadas en estas buhardillas inaccesibles. Tiene los pies enroscados bajo el escritorio y sin control consciente la pierna derecha baila desencajada. Moja el cálamo de la pluma en el tintero y aprovecha ese instante para mirar en todas direcciones con intranquilidad. Pero está solo, o eso cree, en el inmenso salón bañado por la luz vertical de la mañana. Solo. Desamparadamente solo.

    Alcanza a recorrer en un instante los miles de anaqueles repletos de rollos de vitela y pergaminos. Todo es blanco, desde la claraboya que permite atisbar el cielo hasta el piso de mármol. No hay sombras que contrasten, ni olores extraños que depriman la asepsia. A lo lejos la puerta de madera oscura permanece cerrada. Sin embargo la angustia como signo desconocido de su estirpe va trepando en el silencio hasta abstraerlo del acto de escribir.

    Se presiente la instancia definitiva que es este momento, desde que los Doce Ilustrados que componen el Dodecatelio hicieron realidad el miedo. Quizá los ancianos sean inocentes responsables del nacimiento de Antieler, como custodio de las ciencias ocultas de la creación y de la muerte, del origen de las enfermedades y de sus curas. Ellos buscaban un centinela bien intencionado que protegiese los códices maestros que componen el Gnosis Hermeticum, todavía inacabados. Pero pergeñaron una criatura dañina e inmortal, que juzga con apresuramiento a sus víctimas para alimentarse de sus miedos y conservar su propia vida. ¡Pobre de aquel que se atreva a leer el libro —exclama en voz baja— como pobre el que se atreve a escribirlo!.

    De repente la puerta chirrió y la abstracción se deformó en escalofrío. Pero la silueta protectora de Arinel el Virtuoso, el más afable de los Doce, caminaba en dirección al lugar en que el escriba se sacudía el espanto.

    —Es mejor estar acompañado en estos días —le aconseja—, aunque de poco habrá de servir cualquiera de los viejos ruinosos del Dodecatelio, en contra de la criatura maligna que creamos.

    —La verdad señor, que no había peligro en mantener el Gnosis Hermeticum dentro de este salón; crear a Antieler, creo yo, no fue una idea feliz.

    — ¿Qué te hace pensar eso, escriba?

    — ¿Cuánta gente sabe leer y, de los que pueden hacerlo, cuántos hay que consigan entender de qué se trata?

    —El problema no es aquí y ahora. Un día la humanidad estará preparada para conocer la verdad y quién sabe qué pasaría si los secretos que guardamos cayeran en manos impuras. Antieler tiene que juzgar la integridad del que lea la obra y ejecutarlo si no es digno de servir al prójimo. Es lamentable admitirlo pero se nos fue de las manos y se cree digno de juzgar también a los que contribuimos con nuestro conocimiento a su construcción. Pero qué podemos esperar del que ha nacido de las dudas y los miedos como encarnación imperfecta de hombres imperfectos. Antieler es el bien y el mal que todos tenemos dentro.

    Antieler cayó desde la claraboya en el centro del escritorio cuando los hombres gritaban amoratados de miedo. La criatura no era lo mismo para los que lo estaban mirando. Arinel sintió que todo se volvía oscuro, perdía el aire y sus pulmones dejaban de funcionar, sensación que acaso proviniese de su antiquísimo temor de ser enterrado vivo como su padre, cinco décadas atrás. La tierra cubre al anciano dentro de su fosa, se mete en su boca mientras los gusanos caminan por su rostro. Con las manos una sobre la otra siente la piel deshilachada, las uñas crecidas y las caras que amó girando en torno a su memoria en el intento de consolarlo.

    Por su lado el escriba encontró sobre el escritorio la cara temida de la muerte tal como la había imaginado, de cuclillas, con sus harapos en jirones y apenas solapando huesos. Lo miró desde la profundidad de sus oquedades y con una voz insondable y desgarradora le dijo:

    —Vine para hacer realidad tus miedos, escriba. Estoy aquí porque no eres digno de saber los secretos que se te revelan. No tienes derecho a escribir las páginas de Gnosis —le dijo Antieler convencido de que al destruir el Dodecatelio se ganaba varios cientos de años de impunidad.

    Y el escriba, resignado a su suerte alcanzó a ver cómo la guadaña golpeaba su cuello.

    Solo se sabrá que Arinel, el sexto maestre en el orden de los sabios, sobrevivió a su entierro prematuro y ocultó la obra decimonovena de los discípulos de Hermes Trimegisto, inconclusa por obligación, creyendo que con eso lograría que la criatura no volviera a aparecer nunca más, sin sospechar que ella ya estaba fuera, desoladora y mortal, para adueñarse del temor de aquellos hombres impuros que pretendiesen conocer la verdad.

    PRIMERA PARTE

    Los anales del Gnosis Hermeticum

    Capítulo uno

    Buenos Aires, 1985.

    Supongo que es honesto confesarles que he sentido y siento mucho miedo. Acaso con esta prematura confidencia consigan darle dimensión a una realidad que intento destapar, sobre asuntos extraños que ocurrieron en mi vida, que incluyen la misteriosa desaparición de mi padre y que cada vez tengo menos dudas, terminarán desapareciéndome a mí. Pero ¿cómo podría continuar viviendo sin respuestas sobre mi pasado? La incertidumbre es un puente mal iluminado por encima del abismo.

    Los vestigios sueltos de esta historia se orientan desde hace 500 años hacia el mismo lugar. Tienen claro su destino. Son partículas históricas que conforman un todo y que para permitir a quien encuentre estas páginas, realizar un diagnóstico correcto, trataré de montar como en un gigantesco rompecabezas. ¿Por qué parece ser que he sido el único en descubrirlo? Algo de psicótico debe tener mi comportamiento, pero por algún motivo que no alcancé a descubrir hasta ahora, puedo ser un elegido. Ya veré si la reflexión a que me someto en este voluntario aislamiento, me permite apartarme un poco de los alocados acontecimientos en los que estoy envuelto y ver las cosas con absoluta claridad.

    Supe de Gnosis Hermeticum por los apuntes de mi padre primero y por un arcano volumen escrito por el historiador Agustín Rivera Gabaldón después, como advertencia del futuro que nos esperaba si Alhetia al final se hacía de él. Pero del Hechicero del Plata, Dexatus, me enteré muchos años antes en una visita turística al Museo del Cabildo y, en el sentido literal de la expresión, casi por accidente.

    Tenía doce años y éramos felices, aún con nuestras mentiras domésticas. Puedo especificarlo porque todavía me veo con el guardapolvo blanco, los pantalones hasta la rodilla, las medias blancas y los zapatos negros de charol, que perduraban a las fajinas de las ocasiones excepcionales como fiestas patrias o excursiones. Allí estaba yo con mi bolsita para la merienda, alfajor Jorgito, vasito telescópico y una cantimplora con Coca Cola. Abstraído como el guardabarreras de una vía muerta, los objetos expuestos en las vitrinas se revelaban a mis ojos con magnética fascinación. Mientras, mis compañeros, interesados más en el fin de la jornada en el Rosedal de Palermo que en su comienzo en los aburrimientos del Cabildo, cuchicheaban profanidades sobre los retratos colgados en las agrietadas paredes, con el propósito de ser atrapados cometiendo tal acto de insulto, precipitando la salida del perverso antro del pasado, que equivale al inicio del picnic.

    En ese estado de seducción, desafiando los letreros que prohibían en forma terminante tocar objeto alguno, acerté a levantar la tapa de una vitrina horizontal: el libro de actas amarillento había pertenecido al virrey Cisneros, según rezaba el bronce. No sé qué fuerza hipnótica tripulaba mis manos cuando rozaron ese volumen maravilloso, pero yo estaba viajando en el tiempo. Acaricié el tintero reseco, la pluma de escribir, mientras escuchaba una voz profunda que me hablaba de la huida de Cisneros, de Cornelio Saavedra, de Liniers. Otra vez mis dedos recorrieron el libro de actas, las hojas cuarteadas que rezumaban memoria. Ya había saltado la frontera, el castigo posterior por tocar no podría diferir del de sacar para ver más de cerca. Nada me impediría leer el libro de actas, de modo que tomé el objeto y tiré con cuidado. Un silbato estridente conjuró el sortilegio, hay un murmullo impregnado en mi recuerdo, corridas, mis compañeros a las carcajadas y yo cayendo hacia atrás en cámara lenta. Mi mano derecha aprisionada por la tapa de la vitrina y el mueble cayendo hacia adelante empujado por mi mano en un acto reflejo de apartar el libro de la vitrina.

    Hasta aquí el recuerdo consciente, la foto del instante en que mi cerebro dejó de funcionar. Los minutos sucesivos corresponden al inconsciente, los vidrios estallan, el libro de actas medio deshojado queda sobre mi pecho. Mi maestra y la directora levantando las astillas de vidrio que me salpicaron. Yo me incorporo y quedo sentado con ese libro abierto sobre mi regazo, vaya uno a saber por que misterioso designio, para atormentar mi vida. Ahí estaba la página de edicto, suelta o quizá desprendida, que hablaba de un hechicero llamado Dexatus, a quien el virrey Cisneros mandaba capturar. Y una frase enigmática escrita a pluma sobre el margen, Casa del Altillo, cerca del Riachuelo...

    Todo sucedió tan rápido, que los gritos y los mechonazos anublaron esa secuencia por algún tiempo. Pero la ablepsia se disipó con las horas y entonces, resplandeciente, brilló la idea como un faro en la noche cerrada: ¿un hechicero en Buenos Aires durante los años de la Colonia?

    Con la duda incubada en la zozobra, le pedí a mi padre que me llevara de nuevo al Cabildo. Él tuvo que soportar las reprimendas del Consejo Escolar de cuyas garras zafé tan solo por mi carencia de antecedentes. Recuerdo que papá los enfrentó diciendo que de su hijo se podría decir que era distraído, soñador, tal vez un poco ingenuo, pero no era un chico resentido o malvado. Que lo que pasó fue a causa de su curiosidad. Recuerdo que la noche del suceso, cuando supo por parte de mamá lo ocurrido, borró las amenazas de penitencia que me habían pronosticado. Solo se preocupó porque podría haberme lastimado con los vidrios, pero por lo demás, me otorgó la absolución.

    — ¿Estás seguro de que hablaba de un hechicero?

    —Si, papá —afirmé— claro que estoy seguro.

    —La hechicería en aquellos tiempos —me contó— era sinónimo de alquimia. Si ese tal Dexatus era en realidad un alquimista, habría que ver qué estaba haciendo en el culo del mundo, perseguido por inquisidores.

    Advertí en los ojos de mi padre un brillo adolescente, una señal revitalizadora que agregaba una gota de aventura al hastío de su vida como profesor de historia. Por eso la primavera de 1974 me llevó al Cabildo; para él también, Dexatus comenzaba a ser una maldición.

    Tan grande fue mi asombro al contemplar la vitrina horizontal por completo reparada, pero exhibiendo otros elementos desconocidos, que me inventé por años que el libro había sido retirado de la exposición para ser restaurado. Papá no dijo nada, pero a juzgar por los acontecimientos, desconfió con toda su alma. Su procesión interior, aún hoy es un misterio. Quizá su desaparición también sea mi culpa. Su infortunada desaparición fue achacada a cierta asociación con grupos terroristas de la época. Pero para mí, eso eran patrañas que no podía demostrar ni contradecir, porque se me prohibía hablar del tema.

    —Mamá —le susurré más de dos veces— el viejo no andaba con terroristas, desapareció a causa de una investigación histórica acerca de un hechicero de la Colonia.

    —Callate —me decía—, ¿vos que sabés? De estas cosas no tenés que hablar porque me da miedo que nos vengan a buscar a mí y a vos también. Vos sabés que el propio López Rega en persona me advirtió que las consecuencias de las cosas en que andaba tu padre podríamos padecerlas nosotros.

    No gastaría un minuto, entonces, en preguntarle si no le parecía raro que López Rega tuviera tiempo para ocuparse de mi padre en persona. Como mamá consumió su vida pidiendo entrevistas con generales, golpeando puertas indiferentes y viendo que su esposo se diluía por los sumideros de la política, se apichonó en la frustración y se dejó vencer por la bebida; Dexatus se fue a descansar junto a la memoria de mi padre, hasta entrada mi juventud.

    Volví al Cabildo en el 80. El guardián del silbato estridente había fallecido, del libro de actas que perteneció a Cisneros nada se sabía o peor, se lo tiene por perdido tras un famoso saqueo en 1879. Este dato y la angustia por el vacío sobre los motivos que concluyeron en la desaparición de papá se enquistaron en mi alma. ¿Cómo se podría vivir con semejante encrucijada? Me pasé ese año rebuscando sin éxito en volúmenes añosos, de añosos anaqueles bibliotecarios, consultando a sabihondos profesores de ciencias ocultas que respondían con un raquítico no a la pregunta sobre el Hechicero del Plata.

    Una tarde, mientras ayudaba a mamá con la mudanza a un departamentito que se había comprado en Parque Patricios, encontramos unos escritos de mi padre medio ocultos detrás de un ropero. Las notas hablaban sobre la Inquisición, sobre la furiosa búsqueda en España y México, de sabios acusados de herejía provenientes de Europa. Ahí volví a leer el nombre de Dexatus y un interrogante: Gnosis Hermeticum.

    Hasta ese momento mi vida no se sujetó solo a la búsqueda enfermiza de la verdad. En paralelo he vivido mi adolescencia y estudiado en el secundario, aunque no en la mediatriz de un chico normal. Siempre eludí las naderías y esto era lo que más me acercaba a la soledad. Mientras mis compañeros de escuela se iban a bailar yo me quedaba en la terraza mirando las estrellas con el importante telescopio que heredé de papá. ¡Qué me iba a ir a bailar teniendo a mi merced constelaciones! Fantaseaba con la idea de encontrar un agujero negro o una nueva estrella: la Biassutto 1978. He aquí las consecuencias: estudié y casi me recibí de astrónomo.

    Nunca pude dejar de ser un romántico del cielo y de la literatura, más amigo de los bodegones que de las confiterías. Por eso mi novia, Eugenia, no es bonita pero sí intelectual. Por fortuna, hasta no hace mucho, en todos los equipos de estudio me tenían bien conceptuado, pero nadie me invitaría a jugar al fútbol, a menos, claro, que yo llevara la pelota y conviniese en ir al arco. Soy, creo, la ominosa síntesis del traga. No embromé a nadie, sembré con mis conocimientos y mis preguntas el árido terreno que me rodeaba y de cuando en cuando, producía alguna que otra sonrisa con mis ocurrencias literarias. Confieso que hasta puedo parecer aburrido. De no ser por esta autobiografía, ¿quién se fijará mañana o pasado, en la fusión calamitosa entre arácnido y profeta, llamada Héctor Biassutto, que hasta el momento sostiene un solo mérito digno de elogio: no abandonar nunca la búsqueda? Pero a todas luces, solo puedo reprocharme el costo que tiene la verdad, cuánto habré de perder y cuánto de invertir, para salir de la oscuridad en la que se encuentra mi certidumbre.

    Una tarde, a mediados del 85, recibí por parte de una compañera de facultad, Sandra, una invitación a concurrir al Instituto de Estudios Ocultistas, o IEO. Mi compañera era medio rara y estudiaba astronomía solo como excusa por saber sobre astrología. Un verdadero sacrilegio. Sin embargo ostentaba que lo oculto estaba sostenido por lo científico y que ella no quería ir en contra de esa corriente. Esa definición caprichosa, sin embargo, me recordaba la relación que allá por el 74 había hecho mi padre sobre Dexatus, con respecto a que los alquimistas eran científicos. Debo haberle comentado algo al respecto a Sandra, porque nunca perdía oportunidad de hacer manifestaciones en esta dirección, por eso no me causó desconcierto su invitación a la charla: Los alquimistas y el secreto de la sabiduría por el licenciado Julio Cardenal.

    Ciertos prejuicios construyeron en mi mente una casona vieja, lúgubre, con avechuchos embalsamados adornando las paredes agrietadas y cubiertas de telarañas. Sin embargo el IEO ocupaba un semipiso bastante público en Barrio Norte, alfombrado por completo y decorado con buen gusto. Quizá lo más exótico proviniese del olor a incienso y una iluminación tenue en consonancia con una melodía muy tranquila. Por lo demás, la cartelera enumerando las actividades del instituto: quiromancia, tarot, astrología, etcétera y una señorita extraplana con desmesurados anteojos, dando la bienvenida, asentando el nombre de los concurrentes en un libraco y anunciando la oferta de dijes piramidales desde 50 australes.

    Habían instalado una tarima mínima, sobre la que colocaron una silla y un pequeño escritorio, encima del que descansaba un micrófono. Se presume que el salón era un ámbito de lectura, a juzgar por las bibliotecas que ocupaban la totalidad de las paredes. Los lomos ondulantes de los libros ofrecían títulos incomprensibles para los hombres comunes y que seguro poco podrían esclarecer mi propia investigación. Sandra y yo nos sentamos uno al lado del otro, por el centro, rodeados de no más de una veintena de personas de ambos sexos, con caras y actitudes extrañas. Un zoológico.

    El murmullo previo a las disertaciones, por lo general, suele ser una monotonía afinada e ininteligible. Por alguna misteriosa razón, en la biblioteca del IEO todos estaban elogiando la carrera de Julio Cardenal que llegaba del exterior luego de varios años de exilio y uno podía determinar con exactitud quién era el que hablaba. Estábamos comentando este particular con Sandra cuando apareció el protagonista. Educado, vestido con prolijidad, cabello y barba candado oscuros con unas pocas canas. Su voz, con absoluta calma, dio las buenas tardes. Yo encendí mi grabador:

    Supongo que ser un hereje en herejías, es como ser un sabio en ignorancia. Este juego de palabras con que suelo abrir mis charlas, sirve como puente para igualarnos en expectativas y en conocimientos, para nivelarnos. Todos vivimos alguna vez con el prejuicio de asociar la hechicería con la búsqueda del Santo Grial, los Caballeros de la Mesa Redonda, los Templarios, etcétera. La hechicería, no obstante, era una profesión. Más aún, si se trataba de hechiceros, es decir brujos de sexo masculino, hay escritos que los ponen a la altura de un Maestro Superior de Ciencias. Esto no era bien visto por la religión. Más de un cuerpo fue a parar a la hoguera por estas prácticas que hoy nos fascinan, como son, por ejemplo, la astronomía y la química. Magos y charlatanes presentaban conclusiones sobre temas difíciles e innombrables, caracterizadas a posteriori como de altísima verosimilitud. ¿Saben por qué? Porque estos maestros especulaban sobre los materiales de sus experimentos. La alquimia, heredada de los árabes, comenzó a ponerse de moda en el siglo XIII. La literatura de aquel entonces ya enuncia que cualquier sustancia puede transformarse en otra con la simple añadidura y sustracción de propiedades. La búsqueda preferente: la Piedra Filosofal y el Elixir de la Juventud.

    ...

    Juro que al comienzo de la alocución no entendía demasiado qué estaba haciendo yo ahí. Un Merlín moderno al que le falta el bonete con estrellitas doradas, se pone a hacer historia sobre magos y alquimistas. Miro en el pasado y encuentro al pobre Galileo desafiando con sus descubrimientos los dichos de las Sagradas Escrituras y de pronto lo imagino como un alquimista del cosmos intentando explicar la verdad a oídos que no quieren escuchar.

    ...

    Durante el Renacimiento, los alquimistas pusieron su interés en antiguas teorías griegas. Se asocian cada vez más con la cábala, la magia y la teosofía. Comienzan a aparecer obras sobre química, en el sentido moderno de la palabra. Hombres como Paracelso, se ocuparon de asociar la alquimia con la medicina.

    En plena época helenística, en el Egipto ptolomeico, surgió el hermetismo como un movimiento doctrinario, entre religioso y esotérico, que ostentaba como icono al dios Hermes, mensajero de los Dioses, al que se invocaba como Hermes Trimigesto, el tres veces grande. Este movimiento ejerció su influencia en los comienzos del Cristianismo y resurgió entre los humanistas del Renacimiento. Tanto resurgió que hay en la actualidad un sinnúmero de sociedades herméticas. Rinden culto a Tot, hijo primogénito de Ra, esposo de Maat, la diosa de la Justicia. Se lo venera como inventor de las artes, escriba de los dioses, actuaba junto a Osiris, el Señor de los Muertos. Tot es reconocido también como dios de la luna, protector del saber oculto. Tot era visto por los griegos como su dios Hermes.

    ...

    Sandra parece hipnotizada. Tiene los ojos fijos, la mandíbula perpleja. Es indudable que Julio Cardenal seduce con las palabras. Hace una construcción intelectual y lo dice con aire culto, luego te atrapa y esgrimiendo su método socrático, es capaz de arrastrarte a darle la razón aunque el único indicio de lo que se está conociendo proviene de su dialéctica. Tengo la sensación en ese instante, de que podría creerle cualquier cosa que diga.

    ...

    El conocimiento hermético se ha resumido en dieciocho tratados conocidos como Corpus Hermeticum. Cuando se alude a estos tratados, se habla de tres conceptos: a) enseñanzas y doctrinas del hermetismo filosófico, b) tratados de ciencias ocultas inspirados por Hermes Trimegisto y c): tratados de comunión del universo. Existe la certeza de un volumen perdido al que se conoce como Gnosis Hermeticum y que contiene las conclusiones finales sobre experimentos que revelan los secretos supremos de la vida, la cura de todos los males y la resucitación de los muertos.

    En la Antigüedad más remota, el conocimiento se transmitía de boca a oído y solo se pasaba al escrito cuando un peligro amenazaba con la extinción de la fuente tradicional. Esta condición provenía de las raíces árabes de la cábala, revelando secretos solo a través de las palabras. San Alberto Magno escribió: los verdaderos alquimistas se expresan siempre a través de imágenes, figuras y metáforas para que puedan ser entendidos nada más que por almas sabias, santas e iluminadas de saber. Y Geber en Summa escribió: No se debe exponer este arte con palabras en absoluto oscuras, pero tampoco hay que explicarlo con tanta claridad como para que todos puedan entenderlo.

    Los propios alquimistas afirmaban con frecuencia que los secretos debían ser protegidos a los ojos del hombre indigno y que el no ser digno ponía en peligro la vida del que los leyera. Este enunciado funcionaba como una maldición para ahuyentar a los profanos. Lo cierto es que no muchos se han animado a buscar el Gnosis Hermeticum, pero los pocos que sí se animaron, han sido capaces de cualquier monstruosidad en nombre de oscuros designios.

    ...

    Luego de recomponerme varias veces en la silla, he sacado cuentas y escrutado los gestos de Julio Cardenal en el entusiasmo de creer que al final apareció el erudito capaz de permitirme encontrar lo que busco. Mueve sus manos con timidez, realiza ademanes paternalistas en torno al plexo. De tanto en tanto clava sus ojos en mí, o al menos eso me parece. Pero qué tontería, ¿de dónde podría conocerme? Sin embargo voy confirmando esta teoría. Por momentos me habla solo a mí.

    ...

    Existían en aquel entonces varias doctrinas orientadas a la alquimia. Cuatro son de público conocimiento: Los Osíricos, Los Eleusíacos, Los Dionisíacos y Los Alquímicos. Cada una con sus estructuras de poder, sus cifras secretas y sus leyes. Todas buscan lo mismo, pero por diferentes caminos: el saber.

    ...

    No me queda otra alternativa que abordarlo. ¿Qué puedo perder?

    ...

    En la actualidad se los ve más moderados. Conservan sus rituales centenarios como si fuesen tesoros. Se comunican en secreto, se reúnen en lugares apartados. Algunos son peligrosos, por su fanatismo ciego. Cuenta una leyenda que, en tiempos de Hitler, en los sótanos de la Gestapo existía un gran salón donde se juntaba un grupo de alquimistas que habían conseguido transmutar en oro los metales pobres y que experimentaban con curas milagrosas en enfermos terminales. Ese grupo de hechiceros locos, conocía secretos arcanos. En la enciclopedia Espasa de la Segunda Guerra Mundial, hay una foto del salón de los alquimistas tomada después de la caída del Reich. En la parte superior de la arcada, escrita en la piedra, puede leerse una inscripción: Hier ist der Schlüssel von alles Tür. Aquí está la llave de todas las puertas.

    ...

    No obstante, debo tomar coraje para enfrentarlo y planificar la táctica para el abordaje. ¿Qué hago?, ¿el ridículo, exponiendo mi desconocimiento, años de apilar información errónea sobre un hechicero de Buenos Aires que quizá ni haya existido?, ¿o mi súbita hipótesis sobre la desaparición de mi padre en manos de una secta como las que él menciona?

    Cuando el salón quedó despejado, me excusé con Sandra que con seguridad esperaba una invitación a tomar algo. No quedó muy contenta. Su rictus me acusaba de desagradecido, pero no quiero cómplices ni damnificados.

    Tendí la mano derecha y Julio Cardenal la estrechó dejando por un instante de acomodar sus escritos en un portafolios, agradeciendo. No me miró a los ojos, es decir que no se fijó quién lo saludaba, de modo que no esperaba otra cosa de mi parte que un elogio vago o una flaca expresión de agrado por la charla. Y como yo no tenía un plan y estaba rojo de vergüenza opté por recorrer el atajo de la verdad, que al menos, se me ocurrió, dejaría menos lesiones. ¡Qué error!

    — ¿Escuchó alguna vez el nombre Dexatus?

    Cardenal, que estaba diseñando con inspiración su argumento para deshacerse con prontitud de mí, me arrojó el estilete de su mirada.

    — ¿De dónde sacó ese nombre? —exclamó mientras volvía a dejar los papeles sobre el escritorio.

    —Ah. Entonces lo escuchó —arriesgué con la certeza de tener toda su atención.

    —No recuerdo, pero tiene raíz y desinencia como los nombres compuestos de los antiguos alethios.

    Para mi desgracia, el director del IEO apareció a saludar al disertante. Desdeñando mi presencia con el respeto que se tiene por un poste sin cables, se colocó entre Cardenal y yo y al grito de: Excelente charla, la gente se fue fascinada..., quedé sepultado por una tonelada de indiferencia.

    —Bueno, Mastronardi, muchas gracias —dijo Cardenal al director sin mostrarse afectado por la situación.

    Resignado giré sobre mis talones y me alejé de ese dúo siniestro de maleducados. Alcancé a escuchar que lo invitaban a pronunciar otra charla para la semana próxima. Llamé el ascensor y esperé con paciencia que este llegara. Sonó la campanita y se abrió la puerta. Estaba a punto de marcar la planta baja cuando apareció Julio Cardenal precipitándose a compartir conmigo el viaje vertical.

    —Perdóneme por lo de recién —se excusó—. Pero a veces la política se superpone con los buenos modales. ¿Dónde quedamos?

    —En los alethios —le dije sin expresar emoción, pero en verdad satisfecho de su disculpa.

    —Ah. Cierto. Los alethios definían, o definen creo, el seudónimo de sus dirigentes de acuerdo al nivel que ocupaban en el orden de los consejos y trasladan esa herencia en forma permanente desde tiempos inmemoriales. Dex es diez. La desinencia A Tus con franqueza no recuerdo ahora qué significa, pero ha de tener relación con la especialidad del alquimista en cuestión. Pero lo podemos averiguar.

    Salimos del ascensor y caminamos juntos hasta la calle. Algo en él me hacía sentir protegido, pero en ese momento me resultaba imposible detectar por qué. Por suerte se fue apagando mi disgusto con la escena de la biblioteca.

    —Y esos alethios, ¿existían en Buenos Aires en tiempos de Cisneros?

    —La verdad que no sé. En Europa seguro que sí, porque la logia se fundó en 1485 y en la actualidad hay una sede en España, muy conocida por los iniciados. Tienen una historia extraña. Eran una primitiva rama de los Alquímicos, pero a mediados del siglo XVI se separaron en medio de persecuciones de la Inquisición francesa. Los que consiguieron escaparse, emigraron a Rusia para convertirse en pastores, otros huyeron a América. A causa de ellos se creó el cargo de inquisidor del Alto Perú un siglo después. Desde este punto de vista no sería extraño que haya vivido un alethio en Buenos Aires colonial. ¿De dónde sacó el nombre?

    —De un libro de actas que perteneció a Cisneros, exhibido hace muchos años en el museo del Cabildo.

    De pronto Julio Cardenal se transfiguró. Una nube de dudas surcó su entrecejo.

    — ¿Cómo es su nombre, joven?

    — ¿Por qué?

    —Por favor, es importante.

    —Héctor Biassutto.

    — ¿Tiene alguna relación con el profesor Ramón Biassutto?

    —Era mi padre.

    —Ya sabía... Tenemos que hablar, pero no es el momento ni el lugar. Ya viví en el exilio por este tema...

    — ¿Qué cosa sabe sobre mi padre?

    —Otro día —dijo susurrando a la vez que cortaba un trozo de papel de una de las hojas que tenía entre sus apuntes para anotar un teléfono—. Tome, llámeme mañana a la noche, alrededor de las diez. Cuando lo atiendan, pida por el Escriba. Lo van a entender.

    —No me puede dejar así...

    —No puedo hablar más... Suerte.

    Lo vi desaparecer por Quintana rumbo a Callao. Algo se descompuso en su fisonomía, el hombre sereno y educado que hablaba sobre temas ocultos, se fue caminando inseguro, como si una maldición ineludible le trajera la calamidad.

    Valencia, España, 1589.

    El tiempo cuenta hacia atrás como si la cavidad inferior del reloj de arena hubiese invertido su flujo por el diminuto vaso comunicante. La noche se quedó atascada sobre las copas de los árboles. Ni una estrella. La luna menguante parece extinguirse bajo las nubes negras. No ha de ser la noche más calma de la historia y sin embargo, un grillo indiferente y un relincho lejano desafinan con el rumor del rezo de los sacerdotes, cuando las botas seguras de un quinteto siniestro pisan el adoquinado a las afueras del Colegio de Gandía. La marcha es tan pesada que cualquiera que no fuese testigo ocular no podría definir con exactitud de cuántos hombres se trata. Un cuervo solitario vuela en círculos sobre la pared almenada, como si fuera un presentimiento.

    Toda la iluminación del sótano proviene del fuego donde crepitan con urgencia los libros prohibidos. José de Alcázar apresura la tarea como si su vida dependiera de ello. El anciano, un poco desgarbado, con una úlcera dolorosa y sangrante que viene horadando su colon desde hace algunos meses, tiene poca vida que entregarle al inquisidor. Por eso prefiere resguardar el libro de tapas de madera a cuya portada, grabada a fuego, se anuncia para los pocos elegidos que tendrán la merced de conocerlo, el rótulo de Gnosis Hermeticum como paradigma de lo que está por venir. Todas las paredes están recubiertas de libros sospechados de herejía. Rara vez tienen destino por cuanto no han sido concebidos para el solaz o el cultivo literario. Más bien son volúmenes heterodoxos, perniciosos para la moral o contrarios a dogmas, ritos y doctrinas comunes. Los estantes parecen vencidos más por la carga filosófica que por el peso propio del papel encuadernado. Son libros con vocación de hoguera, si es que no merecen la custodia secreta del jesuita, para un fin supremo y desconocido. No faltan humedad, olor a rancio y un cierto orden en esa sala recóndita de la escuela, de cuyo acceso no se tienen demasiadas precisiones para mantener todo lejos de los jóvenes misioneros.

    A decir verdad, no es común ver a Alcázar transitando los pasillos, porque vive a contramano del resto. Su tarea se relaciona con lo furtivo y la nocturnidad, más que con la vida religiosa.

    Hay un escritorio y una silla junto a la ventana. Una repisa con un reloj de arena bastante cascado. Un candelabro vetusto con deformes restos de cebo, una pluma inmersa en el tintero y nada más. Lo único que parece resistirse a la serenidad es el fogón circular en el centro del recinto, dentro del cual las llamas devoran todo tipo de palabras susurrando con su ronquera monótona, la única expresión sonora que pueda encontrarse por ahí.

    En la calle, el comisario acompañado por ese grupo de parias conocidos como Los Familiares, suerte de soldados del espanto, brazo ejecutor de La Inquisición, rompen el cerrojo a martillazos y comienzan a recorrer los pasillos del Colegio de Gandía al grito

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1