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Democracia y humanización en el Chile contemporáneo: Política, sociedad y valores
Democracia y humanización en el Chile contemporáneo: Política, sociedad y valores
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Democracia y humanización en el Chile contemporáneo: Política, sociedad y valores

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En este libro, los autores discuten aspectos relevantes de la historia política del Chile contemporáneo con una perspectiva latinoamericana e introducen conceptos originales relacionados con la "democracia solidaria" de carácter estructural, que se aparta radicalmente de cualquiera visión neoliberal. Este texto busca hacer una nueva significación de conceptos tales como el valor de la diversidad en todos los ámbitos de la expresión humana, la dignidad de la persona por medio de un nuevo sentido y nuevas expresiones de lo económico y de los valores implícitos de los derechos humanos. Todo esto en el contexto de las transformaciones de los años sesenta y setenta. Es decir, en los gobiernos de los presidentes Eduardo Frei Montalva, con su Revolución en Libertad, y Salvador Allende con la vía chilena democrática al socialismo. Todo el proceso de transformaciones incluye a la Iglesia como actor social y político. El tema de la autonomía condiciona en gran parte lo que debe ser la expresión de una democracia como sistema de derechos y deberes. Esta autonomía supone la dimensión de persona, es decir, la absoluta necesidad del ser humano de realizarse junto al otro y con el otro, donde el tema de la solidaridad implica un elemento de humanización permanente de los sistemas políticos, sociales y económicos en su devenir histórico.
LanguageEspañol
Release dateApr 8, 2009
ISBN9789587168532
Democracia y humanización en el Chile contemporáneo: Política, sociedad y valores
Author

Varios Autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Democracia y humanización en el Chile contemporáneo - Varios Autores

    DEMOCRACIA Y

    HUMANIZACIÓN EN EL CHILE

    CONTEMPORÁNEO

    DEMOCRACIA Y

    HUMANIZACIÓN EN EL CHILE

    CONTEMPORÁNEO

    Política, sociedad y valores

    LUIS PACHECO PASTENE

    MARÍA ANTONIETA HUERTA MALBRÁN

    Reservados todos los derechos

    © Pontificia Universidad Javeriana

    © Luis Pacheco Pastene

    María Antonieta Huerta Malbrán

    Primera edición: septiembre 2013

    Bogotá, D. C.

    ISBN: 978-958-716-637-8

    Número de ejemplares: 100

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7, N.° 37-25, oficina 1301

    Edificio Lutaima

    Teléfono: 320 8320 ext. 4752

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá, D. C.

    Corrección de estilo

    Gustavo Patiño Díaz

    Montaje de cubierta

    Julián Roa Triana

    Diagramación

    Margoth C. de Olivos

    Desarrollo ePub

    Lápiz Blanco S.A.S

    Pacheco Pastene, Luis Arturo

    Democracia y humanización en el Chile contemporáneo : política, sociedad y valores / Luis Pacheco Pastene y María Antonieta Huerta Malbrán. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana,

    2013.

    522 p. ; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas (p. [507]-519).

    ISBN: 978-958-716-637-8

    1. DEMOCRACIA - CHILE. 2. CRISTIANISMO. 3. FILOSOFÍA POLÍTICA. 4. CHILE - POLÍTICA Y GOBIERNO. I. Huerta Malbrán, María Antonieta. II. Pontificia Universidad Javeriana.

    CDD 321.8 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    dff. Septiembre 04 / 2013

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    A nuestros hijos: Daniel y Javier

    Agradecimientos

    Quiero agradecer a Pablo Zúñiga San Martín, Rodrigo Gangas Contreras, José Orellana, Jaime Vivanco y Sebastián Sánchez González —todos ellos profesores de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC)— por sus aportes al trabajo y su apoyo cotidiano en muchos momentos difíciles. Agradezco a los profesores y amigos Leopoldo Benavides, Francisco Vergara, Sergio Infante, Claudia Olmedo y a la directora del Programa Interdisciplinario de Investigación en Educación (PIIE), Sra. Loreto Egaña. Expreso un reconocimiento y agradecimiento especial al Sr. David Castillo Palma, secretario de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UAHC.

    También quiero agradecer en nombre de María Antonieta y del mío propio el apoyo, amistad y acompañamiento hasta los últimos instantes de profesores y amigos como Carmen Fariña Vicuña, Rodrigo Egaña Baraona, Diana Venero Ruiz-Tagle, Elvira Palma, Verónica Romero Fariña, Aldo Yavar, Francisco Muñoz, Carolina Bobadilla, Sebastián Bubier, Consuelo Figueroa, Eva Hamame, Isabel Araya, Marcel Young, Rafael Gumucio Rivas, Clarita Castro y tantos otros queridos amigos, estudiantes y profesores; sería difícil incluirlos a todos. Debo mencionar también al director de la Escuela de Historia de la Universidad Diego Portales, Sr. Claudio Barrientos, y al decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia, Sr. Manuel Vicuña.

    Muy especialmente quiero hacer extensivos mis agradecimientos a Gerardo Remolina, S. J., exrector de la Pontificia Universidad Javeriana y actual director del programa de Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas. A Claudia Dangond, decana de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana. También a amigos muy queridos vinculados a esa universidad, como Antonio Sarmiento Nova, S. J., Vicente Durán Casas, S. J., a la Dra. Omayra Parra y a tantos otros amigos entre los que no puedo olvidar a Jairo Bernal, S. J., con quien compartimos durante tantos años.

    En Chile quiero recordar especialmente el apoyo de Fernando Montes Matte, S. J., rector de la Universidad Alberto Hurtado, con quien trabajamos algunos años y quien nos acompañó en los últimos momentos del difícil trance de la partida de María Antonieta.

    Finalmente, quiero mencionar con gran amistad a Fernando Verdugo, S. J., director de la Maestría en Ética y Sociedad, de la Universidad Alberto Hurtado. También a nuestro amigo y colega Francisco López, a su esposa, Dolores Amenábar, y a Jacqueline Flores, amiga y colaboradora. No quiero dejar de nombrar al Centro Manuel Larraín, de la misma universidad, y agradecer la acogida de su director, José Costadoat, S. J., y de Fernando Berríos, profesor e investigador de dicho centro. Recuerdo permanentemente con mucho cariño a Gonzalo Arroyo, S. J., quien fue vicerrector de la Universidad Alberto Hurtado y quien partió poco tiempo después de María Antonieta. Con él compartimos muchos años en el Centro de Investigaciones Socioculturales (Cisoc) y en la Universidad.

    Prefacio

    El título de la presente obra, Democracia y humanización en el Chile contemporáneo, sintetiza la doble dimensión de su contenido. En primer lugar, una dimensión de carácter universal, representada en la concepción filosófica de democracia que los autores nos ofrecen; en segundo lugar, una dimensión de carácter particular, representada en el desarrollo de dicha concepción en la historia del Chile contemporáneo. Ambas dimensiones constituyen una magnífica lección de filosofía política, historia política y teoría política, y de la forma como un ideal de sociedad lucha por encarnarse en un país concreto.

    La concepción de democracia que aquí se ofrece es extraordinariamente rica, clara e iluminadora. La democracia, más que un sistema de gobierno, es para los autores un sistema de derechos y deberes en continuo y siempre inacabado proceso de construcción. Su fundamento y raíz no es el individuo, sino la persona; y, en consecuencia, la democracia es, por su misma naturaleza, relacional, no puede realizarse sino en relación con el otro y con los otros, en una mutua y recíproca correspondencia y solidaridad. Por ello exige la inclusión de todos los que conforman un pueblo, una nación, un país. Y como la característica fundamental de la persona es su inalienable dignidad, la democracia como sistema de derechos y deberes no puede darse sino en la igualdad de los miembros de una sociedad. Por otra parte, las personas son diferentes en su concreción y en su realización, y, en consecuencia, una sociedad democrática no puede ser sino incluyente, diversa y plural. Garantizar esta forma de sociedad, haciendo compatibles los intereses sociales con los intereses de las personas es el deber de un Estado que pretenda ser democrático.

    Sin embargo, dada la limitación inherente a la condición humana y a todas sus realizaciones, la democracia se halla siempre en proceso continuo de construcción histórica: se dan momentos de avance y retroceso, de consolidación y de debilitamiento, según los conceptos de ser humano y de sociedad que manejen quienes poseen el poder político o moral, los líderes estatales y partidistas, las ideologías y las concepciones religiosas y culturales, las fuerzas militares y la conciencia de la sociedad civil. Es en este campo en el que los valores como máximo posible histórico desempeñan un papel de primera importancia. Algunos de ellos pueden ser relativos a una época o a una cultura determinada, pero la aspiración democrática es irrenunciable porque radica en la condición inalienable de la dignidad humana.

    Por anclarse en la dignidad de la persona, la democracia es para los autores un proceso de humanización, como lo indica el título de la obra. Con este trasfondo filosófico de la concepción de democracia, el proceso chileno de la segunda mitad del siglo xx constituye el eje central del libro. Sin pretender hacer propiamente una historia de los intensos años de la lucha política por instaurar la democracia en el país, los autores analizan con profundidad los hitos del camino seguido por Chile hacia la democracia, haciendo referencia incluso a los periodos de colonización e independencia del país. Un lugar importante de los análisis lo ocupa el factor religioso: en primer lugar, como cristiandad, y luego, como transformación, a partir del Concilio Vaticano II y las conferencias episcopales latinoamericanas, particularmente la de Medellín, en 1968. Y desde luego, la extraordinaria importancia en la historia chilena del papel de las Fuerzas Armadas y la dictadura militar, por los partidos políticos y los movimientos políticos y sociales, como el liberalismo oligárquico y el capitalismo, el socialismo y la democracia cristiana, así como las concepciones de desarrollo y de ciudadanía política.

    Los autores de este libro, Luis Pacheco Pastene y su esposa, María Antonieta Huerta Malbrán, han sido verdaderos maestros de historia y ciencia política. Durante algo más de veinte años, en diversas oportunidades, se desempeñaron como profesores de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, y han mantenido con ella estrechos vínculos académicos y humanos, lo mismo que con el Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales (ILADES), de Chile, hoy Universidad Alberto Hurtado. A su llegada a la Universidad Javeriana, en 1975, Luis tuvo a su cargo las cátedras de Teoría de la Historia y de Historia Contemporánea, mientras María Antonieta era profesora de Historia de América Latina; ambos obtuvieron su doctorado en la Javeriana en 1983. Posteriormente él se desempeñó como director del Departamento y del Posgrado de Ciencia Política en la Facultad de Estudios Interdisciplinarios (FEI), y ella dirigió el Departamento de Relaciones Internacionales. Durante este periodo los dos fueron autores de varias obras publicadas conjuntamente por la Universidad Javeriana y el ILADES; entre ellas es de destacar América Latina, realidad y perspectivas, solicitado por el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), que fue el libro oficial para la Conferencia de Santo Domingo en 1992.

    Para la Universidad Javeriana es profundamente satisfactorio ofrecer a la comunidad académica el presente estudio, y hacerlo como una expresión de gratitud a sus autores por los servicios prestados durante tantos años. Asimismo, con esta publicación la Universidad quiere rendir un homenaje póstumo de reconocimiento y admiración a María Antonieta Huerta Malbrán, quien dejó una imborrable huella en la academia javeriana.

    Gerardo Remolina Vargas, S. J.

    Exrector de la Pontificia Universidad Javeriana

    Presentación

    Conocí a María Antonieta y a Luis hace ya muchos años. Como estudiante de la Maestría en Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana tuve la fortuna de tenerlos como profesores.

    Por mi previa formación académica y profesional como abogada y, sobre todo, por el ambiente en el que crecí —rodeada de libros, historias de la historia, discusiones sobre la política mundial, las realidades de nuestro continente contrastadas con las del resto del mundo, escuchando las voces de los grandes personajes de la historia y siendo testigo de las conversaciones entre poetas, filósofos, eruditos, diría yo—, llegar al aula de clase con los Pacheco —como les decíamos los estudiantes de aquella época— resultó una experiencia maravillosa.

    Recuerdo como si fuera ayer el primer día de clase. La asignatura era Democracia y Gobernabilidad. Llegué apurada de la oficina para no perder la presentación de la profesora: la doctora María Antonieta Huerta de Pacheco. Cuando entré al salón, allí estaba ella; una mujer que con su presencia inspiraba respeto y transmitía mucha tranquilidad.

    Cuando empezó a disertar supimos que estábamos frente a una gran catedrática. Nos capturó de inmediato señalando la importancia de conocer y analizar las características y desafíos del proceso de democratización latinoamericano, sus retos y controversias dentro del continente y sus proyecciones sobre las nuevas tendencias de las relaciones internacionales. ¡Fascinante!

    Su tono de voz ameno, pausado, firme. Su mirada bondadosa e inteligente y su inolvidable sonrisa amable y alegre.

    Más tarde tuve la bendición de trabajar hombro a hombro con María Antonieta. Ella dirigía el Departamento de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana y yo llegué a desempeñarme como una de las profesoras del mismo. En ese espacio compartimos momentos muy interesantes organizando eventos, seminarios y discusiones, algunos de los cuales versaron sobre los temas que aborda el libro que tenemos hoy ante nosotros.

    Examinando las páginas de este volumen que recoge el trabajo de toda una vida de María Antonieta y Luis, he vuelto a recordar lo aprendido con ellos. Es un trabajo valioso, reflexivo y muy importante para aquellos estudiosos de la democracia latinoamericana. La maravillosa simbiosis entre la ciencia política y la historia, reflejo precisamente de la esencia de los autores, nos ofrece una perspectiva profunda, densa y en clave de ciencias humanas.

    Para María Antonieta y para Luis, la democracia y el proceso democratizador de Chile fue siempre más que un problema de régimen o de sistema político; fue un asunto que encerraba la cuestión de la dignidad del ser humano, una forma de ser que concernía a la ética, los valores y la definición de las sociedades en términos de solidaridad, principios, tolerancia por la diversidad y el pluralismo. Eso es exactamente lo que plasman en su obra. Esta perspectiva de la democracia occidental que adicionalmente no puede deslindarse de la historia de la cristiandad y de la Iglesia, sobre todo cuando estamos en el escenario latinoamericano, y más aún en el chileno.

    No puedo terminar esta presentación sin referirme a otro aspecto sustancial, que trasciende la obra, pero que tiene que ver con sus autores.

    Indudablemente María Antonieta y Luis son profesores, académicos e intelectuales de altísimo nivel. Pero más allá de eso, para mí son maestros... maestros de la vida. No fueron pocas las lecciones que nos dio María Antonieta cuando nos hablaba del rol de la mujer profesional, esposa y madre. Y fue con su propia vida como nos enseñó que con amor, dedicación y gran compromiso todo se puede lograr.

    Ahora, como decana de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana, es un verdadero honor haber sido convocada tan generosamente por Luis para escribir esta nota que, más que presentar la obra, lo que quiere es rendir un sentido homenaje y un gran reconocimiento a mis maestros, a los grandes profesores que por tantos años nos acompañaron. Es un importante legado el que nos dejan con este texto, pero es aún mayor el que queda en nuestros corazones que los recuerdan con cariño y admiración.

    Claudia Dangond-Gibsone

    Decana académica

    Facultad de Ciencia Política

    y Relaciones Internacionales

    Pontificia Universidad Javeriana

    Introducción

    La democracia como construcción histórica y política: el máximo posible histórico

    Esta obra es el resultado de toda una experiencia investigativa y docente sobre problemas sociales y políticos de Chile y América Latina, a partir de la cual hemos reflexionado sobre variaciones de algunos supuestos teóricos que hemos trabajado en obras publicadas anteriormente. Por otra parte, hemos incorporado conceptualizaciones que nos ayudan a entender los problemas políticos y sociales provenientes tanto de la ciencia política como de la historia política. De alguna manera, el texto recoge aportes y estructuras de trabajos anteriores, pero, por otra parte, nos hemos aproximado a estas realidades con los nuevos desafíos que implican la lectura de los acontecimientos y los aportes teóricos que van a surgir de reflexionar después de la crisis de los paradigmas.

    En este trabajo, que busca entender el proceso democrático, político y social de Chile, hemos incorporado a los actores que nos han parecido más relevantes para la comprensión del desarrollo de las ideas políticas y sociales del país. En esta perspectiva, hemos trabajado el proceso político chileno, entendiendo el significado de los diversos momentos históricos en que se configuraron situaciones que van desde el nacimiento, auge y caída del modelo liberal-oligárquico, hasta el término de la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet. No se trata de una historia del Chile de los siglos XIX y XX. Se trata de seguir la trayectoria de la aspiración democrática en diversos momentos, introduciendo algunos temas que tienen significado en la formación y en la evolución de los temas valóricos, según se van entendiendo en las diversas situaciones histórico-políticas.

    De acuerdo con estos objetivos, no podríamos haber excluido el rol de la Iglesia católica en todo este proceso. La peculiaridad de Occidente, la especificidad de América Latina y lo propio del proceso histórico chileno tienen, en gran medida, un factor explicativo en el hacer político contingente y en la estructuración del ethos cultural, en la presencia institucional de la Iglesia y la impronta que marca la cristiandad en sus diversas etapas evolutivas, fundamentalmente en lo relacionado con los valores y los procesos de humanización.

    No se trata, en consecuencia, de una historia del vínculo entre la Iglesia y la política, sino de entender la política en su estrecha relación con una sociedad cuya filiación con la Iglesia, en la formación misma de la nación, ha condicionado su trayectoria histórica en muchas de las perspectivas de los debates, sobre todo a partir de los temas valóricos y culturales. Esto, no solo en la comprensión que de ellos puedan tener los sectores de la sociedad chilena cercanos a esta institución, sino también los sectores opuestos, cuyo discurso político y sus propuestas se han visto condicionados por esta realidad. Con sus luces y sus sombras, esta relación es sustantiva en el quehacer político del país.

    En la perspectiva de lo que hemos dicho, el primer capítulo busca comprender los conceptos básicos de la formación de una sociedad homogénea, política y valórica, religiosamente hablando. Queremos entender la cristiandad en su significación de categoría fundacional de Occidente y su especificidad en Chile, más allá de lo que nos guste o nos parezca inaceptable en este proceso. La realidad histórica está allí y sus consecuencias no pueden ser ignoradas. Consideramos vital este concepto de sociedad homogénea para entender la muy difícil trayectoria hacia una sociedad plural, manifiestamente diversa, donde aparecen otros conceptos de legitimidad que precisamente caracterizan los intentos de construcción de una nueva sociedad y de una nueva democracia en lo que va del siglo XXI. Por lo tanto, en esta lucha permanente por el reconocimiento de los valores y de los derechos de los pueblos, de las culturas y de las personas, hay una lucha también permanente por ejercer la democracia de acuerdo con los principios y valores de una sociedad más humana. Es en este sentido como ubicamos el significado de la humanización, como un proceso inherente a la democracia y a la realización de la condición humana. Sin humanización no podrá existir el reconocimiento de la dignidad de la persona. Una democracia que como sistema de derechos y deberes no logre satisfacer los derechos para la dignificación de la persona no será una auténtica democracia y menos aún una democracia humanizadora.

    En este constructo de la democracia, a través de la expresión de sus diversas luchas por conquistarla y construirla en la historia de Chile, podremos entender el sentido de la evolución de esta historia y de las estructuras en sus diversos momentos. Así se entenderá lo retardatario del modelo liberal oligárquico, pero también la imposibilidad histórica de ese momento para construir una propuesta diferente. Otras situaciones de nuestra historia pueden dar más luces sobre este proceso democratizador, junto a uno de humanización que se identifica con las diversas luchas por la inclusión y la ciudadanía. En este sentido, el tema de la lucha por la inclusión, en su expresión más amplia de la ciudadanía, se convierte en un eje comprensivo de la lucha por la democracia en Chile.

    Nuestra pretensión, para ir entendiendo todo este proceso político de construcción de la democracia, de la inclusión y la ciudadanía, para superar todas las trabas que impiden las expresiones de libertad, que impiden el reconocimiento de lo diverso como legítimo, pasa por nuestro intento de develar el sentido de lo valórico, que va dando contenido a la propuesta democrática en todo el siglo XX. Sobre esto, levantamos un debate teórico para ir entendiendo desde la política y desde la historia, los significados de diversos conceptos, que en diferentes momentos han predominado en la historia del país. Así, por ejemplo, el significado de las propuestas de la Revolución en Libertad, de la Democracia Cristiana de Eduardo Frei Montalva, como también los significados de la propuesta de construcción del socialismo por parte de la Unidad Popular, de Salvador Allende, ofrecen una oportunidad muy rica de debate teórico y conceptual en cuanto a la forma de construir la historia, de construir democracia y, por lo tanto, libertad, dignidad y ciudadanía. Las batallas por la democracia, sin duda, son batallas por la dignificación del ser humano. Esto es lo que nos lleva a entender la dictadura militar como un claro proceso de deshumanización de la política, en el aplastamiento de la diversidad ideológica, política y valórica, a lo cual se suma un modelo económico que margina a la población de los beneficios reales a los cuales tiene derecho.

    Quizás más que resolver problemas en esta línea, hemos querido levantar una discusión. Ya no basta con identificar la sociedad que no nos gusta, o los contenidos de la sociedad que rechazamos, sino que el desafío, como lo reiteramos muchas veces en el texto, está en identificar una forma de construir desde la diversidad, es decir, desde la esencia misma de la sociedad, una permanente renovación de ella. Esto nos lleva a concluir que más allá de una meta ideal de una sociedad humanizada al final de la historia, está la utopía posible de cada día, que significa construir y humanizar cotidianamente desde la diversidad, la sociedad democrática en que se vive. La democracia real no está al final del proceso, sino en la construcción cotidiana.

    El problema de los principios y los modelos

    Entre las muchas maneras de abordar el tema y los problemas de la democracia hoy, y quizás en forma permanente, está comprender que la democracia, como concepto político, es una propuesta que solo puede ser entendida en su dimensión histórica, ya que si bien sus postulados tienden a considerarse como permanentes (o relativamente permanentes), la comprensión de ellos y su aplicación, así como su aceptación en la vida de una comunidad, puede no ser siempre viable; esto depende de la medida en que sus significados más profundos puedan ser mejor comprendidos en el contexto de las nuevas realidades y en las nuevas percepciones del ser humano.

    Lo anterior nos lleva a entender por qué ha sido posible que la presunta democracia pueda coexistir, a veces de manera casi natural, con la segregación racial, con las variadas exclusiones, con la ausencia de derechos civiles y con otras dimensiones, como aquellas que se traducen en la violación de derechos humanos esenciales. La democracia es, sin duda, un conjunto de principios que van a definir el funcionamiento de un sistema político y social, y también la forma como se resuelve la relación de estos con la economía. Por lo tanto, estos principios necesitan traducirse en modelos concretos, que muchas veces tienen que ver con la viabilidad histórica del funcionamiento de estos principios y con la comprensión que de ellos se tiene, o de la forma de entenderlos por las diversas generaciones.

    De acuerdo con lo anterior, hay dos problemas que desafían permanentemente a la democracia: uno, el afinamiento en la comprensión de los principios, y otro, el perfeccionamiento de los modelos, ya que la naturaleza histórica de la democracia hace que, por esencia, no sea un sistema perfecto, pero sí perfectible. Sin duda, el desafío mayor de la democracia es encontrar las fórmulas adecuadas para hacer realidad el derecho a la autodeterminación de las personas, o lo que Robert Dahl llama la responsabilidad moral de las personas. La autodeterminación constituye, sin duda, uno de los principios esenciales donde descansa gran parte del edificio histórico que cada generación construye o perfecciona. Esta autodeterminación tiene que ver con todas las decisiones que lo comprometen moralmente como persona; es decir, en seres autónomos en medio de una sociedad que debe tener los elementos de funcionamiento que permitan el ejercicio armónico de las diversas opciones que supone la autonomía.

    El tema de la autonomía condiciona en gran parte el ejercicio y la expresión de lo que puede y debe ser una democracia como sistema de derechos y de deberes. Esta autonomía no puede ni debe confundirse con la expresión individualista del liberalismo; supone la dimensión de persona, es decir, la absoluta necesidad de realizarse junto al otro y con el otro, en una expresión donde el tema y la conceptualización de la solidaridad, aparecen como ineludibles en una democracia que pretenda garantizar derechos y deberes dentro de la autodeterminación aludida.

    Desde aquí proponemos la solidaridad como un tema inherente a la concepción de democracia; por lo tanto, la democracia solidaria no es una fórmula transitoria, sino una propuesta que debe coordinar las acciones de los miembros de la comunidad para la satisfacción de derechos y deberes de todos los ciudadanos, como también para la formación y desarrollo de la ciudadanía. Esto, como una forma de ir dando respuesta a la satisfacción de los intereses sociales, los cuales deben ser compatibles con los intereses de las personas. La democracia aparece entonces como un sistema cuyo centro articulador, que le proporciona el sentido y marca la connotación valórica, es la solidaridad¹, en cuanto esta implica el elemento de humanización permanente de los sistemas políticos, sociales y económicos en su trayectoria histórica.

    Hablamos de la solidaridad como un componente ineludible de la estructura democrática. Todo lo anterior nos lleva a coincidir con muchos que sostienen que la democracia, más que un sistema de gobierno —que sin duda también lo es—, es un sistema de derechos y deberes que permite garantizar la autonomía de la persona en todas sus dimensiones de vida.

    Conceptualmente, la solidaridad es un principio que excluye como eje articulador la estructuración del sistema político y social de la concepción individualista del liberalismo. Concepción que, unida al reconocimiento de las necesidades humanas primarias o secundarias, en su dimensión histórica, introduce un concepto de libertad y una explicación de los derechos naturales del ser humano desde esta individualidad. El ser humano satisface sus necesidades individualmente en una dimensión también individual de la libertad, que explica en forma concluyente las bases del sistema liberal en lo político y en lo económico. Esto, sin duda, nos lleva necesariamente a la construcción de una democracia solo formal.

    El concepto de persona no es una negación de la individualidad, sino la dimensión natural del ser humano que solo satisface sus diversas necesidades materiales y espirituales con la necesaria interacción y complementación con el otro. De acuerdo con esto, la solidaridad es constitutiva de la esencia del concepto de persona y, por lo tanto, de organización de la sociedad. El reconocimiento de la persona como principio ordenador de un sistema político-social cambia los ejes clásicos de la forma como el liberalismo plantea principios tan relevantes como la libre concurrencia económica que absolutiza la libre empresa y vuelve intocable la propiedad privada; así como también la libre concurrencia política que se convierte en garante de la anterior y de las formas presuntamente democráticas existentes. El resultado de esto es la acumulación de la riqueza sin justicia distributiva y el principio de la violación sistemática por parte de este sistema del contenido más profundo de cómo deben entenderse los derechos y los deberes.

    De acuerdo con lo anterior, concebimos la democracia también como un sistema liberador de las condiciones históricas, que se expresan en las limitaciones naturales del tiempo a través de lo político, lo social, lo cultural, lo económico, etc.; todo ello, articulado por la solidaridad como elemento estructural del proyecto, puede otorgarnos la clave de la conjunción de libertad y responsabilidad en la construcción permanente de una sociedad distinta y mejor aun, una sociedad con mayores niveles de humanización. Entonces, la solidaridad no es una opción de la democracia, sino una condición estructural de su funcionamiento y su ejercicio. Algunas de estas ideas nos han permitido trabajar también, a lo largo de diversos momentos históricos, los procesos de humanización en los intentos de construcción de una mejor democracia en el país, y nos han otorgado ciertas claves de comprensión del mundo contemporáneo.

    La comprensión de la idea de solidaridad estructural nos parece determinante en el desarrollo de la igualdad democrática, ya que sin ella, la autodeterminación no es posible, por las diferentes y permanentes desigualdades estructurales en la sociedad contemporánea. Un programa de desarrollo auténticamente democrático solo puede resolver los conflictos de intereses mediante el sistema de derechos y deberes, que solo se pone en movimiento con la solidaridad estructural.

    En el caso de Chile y también de América Latina, en el contexto del desarrollo internacional de la idea democrática, encontramos una lucha histórica que va desde los intentos de inclusión, en busca de ciudadanía, pasando por las reivindicaciones económicas y sociales, hasta profundizar en momentos distintos los temas valóricos que hay detrás de todas estas propuestas de la lucha por la democracia. Sin duda, esta lucha por la democracia ha sido conducida muchas veces por metas utópicas. No obstante, estas utopías no necesariamente son contradictorias con la idea democrática. Más aún, pensamos que el desarrollo democrático, la mejor comprensión del ser humano y el descubrimiento de nuevos sentidos y nuevas percepciones de lo valórico, les otorgan contenidos y percepciones diferentes. En la medida en que se avanza en el reconocimiento de la dignidad humana, como factor de identidad y fundamento de la lucha por los derechos, que se expresan más claramente en la mayor aceptación de los derechos humanos propiamente tales, el concepto de solidaridad, como lo hemos venido trabajando, se convierte en un elemento ineludible en cualquier expresión del desarrollo democrático.

    Los problemas que implican, en los diferentes momentos de la historia contemporánea, la estructura y el funcionamiento del sistema económico hacen que este se transforme en un factor ineludible en la toma de decisiones políticas y sociales. Si bien es cierto que el sistema económico capitalista está involucrado valóricamente al tema del derecho de propiedad y, en consecuencia, a otra forma de entender otros derechos, lo que en definitiva determina el funcionamiento —mejor o peor— del sistema es la ausencia en este de la solidaridad y de las regulaciones, que tienen que ver no solo con la toma de decisiones, sino también con el sentido que el sistema económico tiene para la sociedad toda. Aquí entra en distintos momentos de la historia el rol del Estado, cuya función de garante del bien común no ha perdido vigencia y en las situaciones de crisis siempre ha emergido con una responsabilidad imprescindible. Se une a esto el debate permanente sobre la función social de la propiedad privada y sus consecuencias en el manejo de las riquezas, que son determinantes para el bienestar y el desarrollo de toda la comunidad. Temas obviamente ausentes en una concepción liberal.

    De acuerdo con lo anterior, el sistema democrático, además de garantizar derechos y deberes, debe armonizar el interés social con los intereses individuales. No se puede prescindir, como ya lo dijimos, del rol del Estado, que en este tema y en todos aquellos en los cuales se expresa el bien común históricamente se ha hecho imprescindible. El Estado es el garante del cumplimiento del interés social, pero este interés social es una expresión, además, de los intereses concretos de las personas, los cuales, tal como dijimos, son armonizados por la solidaridad estructural, que es en concreto el componente que debe desarrollar el Estado para realizar las exigencias del sistema propio de derechos y de deberes. Es en este sentido como la democracia puede ser concebida como un camino permanente de liberación de las distintas formas de opresión, que impiden la satisfacción del interés social y de los intereses individuales. Esta democracia liberadora concibe una responsabilidad, que se construye día a día en los procesos y en la generación de las oportunidades de todos los ciudadanos. Así entendida, la democracia, al parecer, y desde una perspectiva valórica, puede aproximarse a ser concebida, al menos en el mundo occidental, como una necesidad histórica. Sin embargo, hay quienes piensan con buenos argumentos que no es así. No obstante, pensamos que no es posible históricamente concebir un sistema distinto al democrático, donde la diversidad, con todos los desafíos valóricos que ella implica y, en consecuencia, los intereses individuales, puedan armonizarse respetuosamente con el interés de todos.

    Podemos entonces comprender que es en esta dimensión de la democracia donde cobran mayor fuerza tanto el bien común, como el bien de todos y el bien de cada uno. Esto implica satisfacción de derechos y deberes, de intereses individuales y colectivos, armonizados bajo el criterio del reconocimiento de la dignidad de la persona como principio articulador de la diversidad de intereses, manifestado en el respeto de esa misma dignidad. Nos parece, en este sentido, que la democracia humanizadora y dignificadora no podrá jamás sustentarse en los principios del individualismo, que llevan necesariamente al predominio de los más fuertes, a la imposición de distintas formas de poder, por sobre los valores que ella misma pretende promover. La democracia no descansa en el individuo, sino en la persona, y precisamente por ello descansa en la comunidad, en la dimensión de la solidaridad a la cual hemos hecho referencia.

    En la historia de Chile —y con algunas variantes en la de América Latina—, el tema de la democracia está marcado por la peculiaridad de las distintas expresiones del sistema colonial que se manifestaron en el surgimiento de la nación, en la conformación de un Estado autocrático, con élites excluyentes y con roles importantísimos en esa situación histórica de los militares y de la Iglesia. En la génesis de la realidad nacional encontramos el verticalismo en los procesos de gestación del Estado y en la expresión de la formación de una sociedad excluyente. Se unen a esto los elementos internacionales que determinan las formas de insertarse en el nuevo orden mundial y la adopción de un modelo económico dentro del capitalismo vigente, que dará una lectura condicionada de la realidad y de las concepciones de progreso que en ese momento se manejan. Allí está el nacimiento de una nueva expresión histórica y la explicación del sentido de los cambios que allí se generarán. También cobrarán particular connotación las reformas liberales en los intentos de modernización que se viven en el país en el periodo posindependentista.

    En la génesis de las modernizaciones del Chile que nace van a predominar las opciones que llevan el énfasis de la estrategia para el crecimiento económico, lo cual tiene como requisito postergar el desarrollo sociopolítico y para ello se crearán los mecanismos de control necesarios. Con esto se buscan la estabilidad política y el control social, que se prolongarán durante décadas y cuyos efectos determinarán también el sentido de las luchas políticas y sociales, a partir del estallido de la cuestión social. La verdadera situación de cambios se dará a partir de la década de 1920, la cual se acelerará con los efectos de la crisis de 1929 y el posterior triunfo del Frente Popular, que lleva al poder a Pedro Aguirre Cerda, y donde cobrarán sentido las expresiones de la lucha por la democracia, a partir de la incorporación de los proyectos de izquierda y la presencia de un catolicismo social renovado que se expresará en el nacimiento de la Falange.

    El desarrollo de la idea democrática se ha venido gestando en la lucha por conseguir las condiciones mínimas para poder desarrollar los proyectos políticos en curso. No estamos ante un desarrollo de ciudadanía real, sino, más bien, formal. Pero en este contexto se van constituyendo actores políticos y actores sociales que darán inicio a las movilizaciones, que expresarán deseos y necesidades de mayor autonomía. Hay un crecimiento de la conciencia democrática, que se expresa fundamentalmente a través de las luchas por las reivindicaciones, donde la participación es contenida.

    Nos parece que se entra muy tarde al debate de la necesidad de una ética política, y esto también es clave para explicar la falta de una ética económica que se ha traducido históricamente en concentración de la riqueza y en una forma de entender la propiedad privada ajena al bien común.

    La calidad de la democracia pasa, sin duda, por las leyes y sus instituciones; por los principios éticos y morales con que se define mejor el sistema de derechos y deberes que involucran a sus ciudadanos y representantes. Sin ética política es imposible aspirar a una mejor democracia. La buena fe de los ciudadanos no puede ser asaltada por el manejo arbitrario de las autoridades y los representantes. De esta forma, en Chile y en el resto de América Latina, el bien común ha sido muy débilmente garantizado, a pesar de los intentos de algunos grupos políticos, partidos y líderes que históricamente han merecido reconocimiento en este ámbito.

    Para teorizar desde lo contemporáneo

    El debate en torno a la democracia se volverá complejo a partir de los años sesenta por las profundas transformaciones políticas, sociales, culturales y económicas que se van a producir en la segunda mitad del siglo xx. Para el caso de Chile y América Latina, van a predominar los temas y estudios sobre el subdesarrollo y la pobreza como problemas estructurales. El contexto de la Guerra Fría nos marca la vigencia de una democracia de pluralismo limitado, en un contexto de internacionalización de los partidos políticos y la pérdida del sentido de pertenencia.

    Los debates sobre la democracia se van a dar en las coordenadas marcadas por la Guerra Fría y por los intentos de distensión, así como por el rol de los Estados Unidos en Occidente, definido por muchos como el hegemón del orden internacional. Es el momento de la aceleración y profundización en el desarrollo de la idea democrática, en medio de sociedades de masas, del fortalecimiento de un poder joven, de la socialización y universalización de muchos de los fenómenos. Todos ellos, bajo los intentos de redefinir la sociedad, la política y aun la misma comprensión que se tiene del ser humano.

    No son tiempos para pensar en una democracia que no tenga la fuerte connotación ideológica y partidaria de los grupos políticos predominantes. La mayoría busca a partir de esa década profundos cambios estructurales, de diverso contenido y con diversos propósitos en sus resultados finales. Lo único real o coincidente es la crisis de la sociedad contemporánea, que para el caso de América Latina no resiste la situación histórica del momento y lo que en términos generales se denominaba vigencia de estructuras opresoras de un capitalismo sin respuestas, frente a las respuestas no compartidas por muchos del socialismo en su versión soviética.

    En el contexto anterior, a partir de los sesenta y hasta el quiebre de la democracia en Chile, hay que situar la crisis de la política y la democracia, tanto en el nivel de las instituciones de la época, como en la forma de entender los valores con los cuales se buscaba el reemplazo de las estructuras históricas vigentes, aunque los valores fueran entendidos de diversa manera, porque los proyectos de sociedad y la forma de entender al ser humano también eran distintas. En ese contexto hay que entender todas las formas de participación política que se generan, así como el contenido de la movilización de masas y la alta politización existente, que complicaba el contenido, la lógica y el éxito de la demanda democrática. Chile en los años sesenta no está a las puertas de una crisis institucional, sino en medio de ella, ya que la institucionalidad vigente no resistía la presión por los cambios necesarios que se iban expresando en las manifestaciones de crisis del sistema democrático vigente.

    De acuerdo con lo anterior, la democracia era analizada y entendida desde concepciones unilineales de la historia, expresada en términos globales en los dos factores predominantes, que representaban el capitalismo y el socialismo vigentes. Los paradigmas eran ideológicamente cerrados y, por lo tanto, cerrados también en sus expresiones históricas, políticas, sociales y culturales. Los paradigmas de los años sesenta y setenta, aun los de contenido democrático, representaban visiones de sociedades homogéneas, dentro de un pluralismo limitado. No cabían las expresiones propias de la diversidad. En el paradigma unilineal, la construcción del sujeto histórico, político y social estaba limitada por el servicio a la ideología que lo explicaba. Esto expresa la rigidez de los marcos teóricos, para el análisis de la sociedad y para la construcción del futuro. Por otra parte, se traducirá esta realidad en la falta de consensos internos, para realizar los cambios estructurales que se necesitaban. No obstante, Chile sin duda avanza por un camino de transformaciones profundas y positivas durante los gobiernos de Frei Montalva y Salvador Allende.

    La ideologización extrema de los paradigmas cerrados es, sin duda, una razón excluyente para un encuentro democrático de una construcción de la historia a partir de la diversidad. Así, las alternativas son entendidas como excluyentes, lo que va a incentivar la lucha radical por el poder y la política de confrontaciones, en su esencia antidemocrática, en la medida en que el triunfo político pasaba por la aniquilación de las opciones divergentes.

    En la década de los años sesenta y en lo que se alcanza en los años setenta, el Estado es reconocido desde la sociedad civil, como un gestor importante de la democratización y de la modernización del sistema, en cuanto se le reconoce su rol de defensor del bien común y de la justicia social. Sin embargo, este Estado, sin duda bien definido en estos dos fines, no logra desprenderse de la tutela que ejerce sobre la sociedad civil, lo cual disminuye de alguna manera el rol de actor de esta. Es un tema muy polémico e interesante, ya que, si bien no se le discute el rol político —como tampoco el social—, en la medida en que se expresa mediante un presidencialismo fuerte y un verticalismo inherente a toda la estructura política del país, se generan limitaciones propias de la participación y, en consecuencia, de la ciudadanía. Más aún si agregamos a esto la fragmentación existente en la sociedad, por las lecturas ideológicas polarizadas que se expresan por intereses distintos, tanto en lo político como en lo económico y social. Todo lo anterior conlleva un alto grado de incertidumbre por la democracia, en la medida en que los consensos básicos para su funcionamiento no se logran, y se instala como efecto una crisis progresiva.

    Lo hasta aquí expresado nos explica de alguna manera que no se pueda avanzar en la instalación y el desarrollo de una cultura democrática, porque además supone también una ética democrática, que parte del reconocimiento del otro, lo que puede permitir el establecimiento de los valores mínimos sobre los cuales se levanta el consenso.

    No obstante las debilidades señaladas, desde el gobierno de Frei Montalva hasta el de Salvador Allende, se reconocen y se comparten unas áreas básicas, para una política de cambios en un contexto democrático. Entre ellas podremos mencionar los intentos de redefinir el concepto de desarrollo y las formas de implementar el desarrollo económico. Agréguese a esto la creación de un grado de conciencia en una idea de solidaridad nacional y de justicia social que conllevan intentos de nueva participación política, de nuevos proyectos de educación y, en el ámbito internacional, una nueva perspectiva de la soberanía nacional. Sin duda, con todas sus limitaciones, hay un intento de humanización de la democracia, a través de un nuevo fortalecimiento de la expresión del sistema de derechos y deberes, que nos aproxima a indudables formas nuevas de humanización de la política y, en consecuencia, de la democracia.

    En este sentido se explican los logros más importantes en los casi diez años que abarcan los gobiernos de Frei y de Allende: la aceptación de los cambios estructurales, de la matriz Estadocéntrica y de la democratización como una forma necesaria en ese momento de la historia para avanzar en el proceso de cambios. A esto se une el fortalecimiento de los sistemas sociales y, sin duda, la democratización que, a pesar de todo, se da dentro del poder político. Nos atrevemos a decir que a pesar de la discrepancia de determinados sectores políticos en el Chile de esa década, existen la comprensión y la aceptación de la continuidad del cambio por la vía democrática.

    La contraparte a lo señalado se establece, como ya hemos dicho, en la polarización de las ideologías y sus proyectos y de todas las estructuras del país, incluyendo la fragmentación de la sociedad civil. Se debilitará, en consecuencia, la viabilidad institucional del cambio de estructuras, aumentando la conflictividad social y, por lo tanto, la violencia política y también la militar.

    En nuestro trabajo, el tema de la inclusión social, política, económica y cultural es clave para responder al desarrollo democrático. En esta perspectiva, sin duda los gobiernos de Frei Montalva y de Allende significan una promoción de cambios estructurales que, como hemos dicho, contienen una manera distinta de concebir la sociedad y la democracia. El hecho de la reforma agraria es determinante en este aspecto, ya que las transformaciones profundas significan no solo la modificación de la tenencia de la tierra y la concepción de nuevas formas de propiedad, sino su significación en lo político, lo cultural y lo social. También, la profunda transformación que produce la sindicalización campesina, como factor de inclusión y de modificación de una vieja estructura oligárquica, en cuyo imaginario de nación perfectamente los campesinos habían estado por fuera de toda posibilidad de integración.

    Desde ese momento, al cambiar la idea de nación por una nueva inclusión, también van a cambiar las percepciones que se tienen de la legitimidad y de la legalidad. En otras palabras, la legalidad de entonces se hacía insuficiente para nuevas formas de entender la nación y, por lo tanto, la ciudadanía. De acuerdo con esto, la sociedad chilena de ese entonces se ve profundamente conmovida en la significación de sus elementos valóricos. La inclusión de los campesinos va a cambiar el funcionamiento de las mayorías, va a profundizar la concepción de bien común. Sin embargo, en la creación de un debate deslegitimador de las viejas estructuras, las ideologías se polarizan y se transforman en excluyentes unas de otras, a pesar de sus coincidencias de la necesidad de un proyecto liberador en democracia.

    Esta ideologización y polarización a la que hacemos referencia nos plantea de alguna manera la distorsión del discurso liberador, con el cual se puede coincidir en los niveles de diagnósticos e, incluso, en muchos supuestos teóricos. Sin embargo, en la propuesta de construir una nueva sociedad, estas ideologías son incapaces de hacerlo, ya que no consideran la diversidad como legítima, constituyéndose este valor en un factor de descalificación antidemocrática. Ningún sector, menos aun los más radicales de la izquierda, estaba en condiciones de aceptar la construcción histórica como un tema que debiera asumirse desde una diversidad, al menos entre aquellos que proponían los cambios fundamentales para una nueva democracia.

    La responsabilidad ética de los gobiernos, de los ciudadanos, de los partidos, es fundamental para la toma de decisiones del orden democrático, que permita resolver los conflictos. La ética responsable, junto con ser un instrumento de autonomía de las personas y un factor de la organización de los diversos grupos de interés, significa un instrumento clave del funcionamiento de las democracias, ya que solo de esta manera podrá promoverse un concepto de desarrollo humano, que constituye uno de los fundamentos clave de un proyecto democrático. Solo con el establecimiento de una ética de responsabilidad, que parte del reconocimiento de los derechos propios y del otro, podrán garantizarse valores tales como los conceptos de igualdad o libertad, y aun los procesos mismos de liberación, los cuales están articulados a partir del concepto de equidad, que, como decíamos, se expresa en nuestra idea de solidaridad estructural.

    En nuestro trabajo, hemos tratado de distinguir diversas situaciones de carácter histórico-político que definen las luchas por la democracia, su profundización y perfeccionamiento en el Chile del siglo xx. En ellas vemos una aspiración expresada de diferentes formas por construir una democracia que dé respuestas más cercanas a un ideal de satisfacción de derechos y cumplimiento de deberes. Este proceso está marcado por la lucha decisiva de la inclusión y el desarrollo de ciudadanía, que da lugar a situaciones de confrontación con los sectores representativos de las derechas de estirpe oligárquica, con sus gobiernos que los representan, y que se expresan en síntomas de radicalidad por la conquista del poder.

    En casi todo el proceso del siglo XX, percibimos una sociedad civil de bajo perfil, fragmentada ideológicamente, politizada e instrumentalizada muchas veces por los partidos políticos, que expresan de manera muy sectaria el sentido de pertenencia a la nación. Casi todo el proceso del siglo xx está marcado por un alto grado de incertidumbre política, por un pluralismo que muchas veces tiene características de virtualidad y por una diversidad contenida. Esto se expresa en todos los ámbitos socioculturales, políticos y, en consecuencia, valóricos, lo que lleva siempre a crisis permanentes de consensos que solo se superan parcialmente, cuando en los gobiernos de Frei Montalva y de Salvador Allende se produce un consenso inmensamente mayoritario por los cambios, aunque esto no refleja coherencia en torno a un proyecto.

    En todo nuestro proceso de desarrollo democrático están presentes las instituciones fundamentales, y que en algunas situaciones históricas tienen un alto grado de politización. Nos referimos a las Fuerzas Armadas, al sistema de justicia, a las iglesias y también a las universidades, cuya mayor expresión en la politización la encontramos en los gobiernos de Frei y de Allende.

    En todo este proceso de desarrollo democrático se descuidan muchas veces elementos institucionales que son claves en las propuestas de democratización. En la última parte de nuestra vida democrática, antes del golpe de Estado, hay una sobredimensión de los partidos políticos que lleva a descuidar su rol mediador entre el Estado y la sociedad civil. Se magnifican siempre las características propias de un sistema representativo sobre las formas de participación ciudadana, ante todo en materias relevantes. Esto, tal vez, porque la cultura política partidista se pone por encima de una auténtica cultura democrática, lo que impide la democratización real de los procesos.

    Otros supuestos teórico-metodológicos: humanización, valores y máximo posible histórico

    En nuestra intención de debatir supuestos teóricos acerca de la democracia en Chile, en los contextos de diversas situaciones históricas, hemos desarrollado una línea de aproximación particular en torno a lo que entendemos como fenómenos de humanización dentro de los procesos políticos y sociales. Pero esta aproximación solo podría desarrollarse y ser entendida por medio de los valores propios de la humanización, y que en un lenguaje contemporáneo y universal son entendidos de manera genérica como los fundamentos de los derechos humanos. Estos derechos humanos, de muy difícil trayectoria, y no siempre contemplados ni valorados en los procesos de democratización del mundo occidental, se han convertido hoy en día en unos supuestos valóricos que permiten entenderse, al menos en niveles relativamente uniformes, a diversos sectores del pensamiento filosófico, del pensamiento político, del pensamiento religioso y con casi todas las expresiones de la diversidad cultural, no solo del mundo occidental, sino también con otros sectores de la humanidad, con los cuales se ha pretendido establecer diálogo sobre el reconocimiento de cuestiones relevantes a partir de una idea universal —o más o menos universal— de la dignidad humana.

    En este contexto, para el Occidente de raíz cristiana, hablar de las luces y sombras de los elementos fundacionales del cristianismo, a partir de la amalgama grecolatina y judeocristiana, resulta inevitable para entender cómo los aportes, las negaciones, las vacilaciones históricas y las contradicciones que en la Iglesia, como institución histórica y el cristianismo como parte del ethos cultural, determinan los contenidos de esta civilización occidental, dándole connotación a la expresión histórica de los valores y a la difícil lucha a través de los siglos de los contenidos y significados de estos valores en el tiempo.

    Estos significados, que constituyen sin duda el ethos cultural de la modernidad occidental, expresan su peculiaridad en el desarrollo de las ideas democráticas y en la forma como han ido siendo entendidas sus diversas tesis y supuestos teóricos, en el desarrollo de la historia contemporánea. Desde los postulados liberales hasta los supuestos socialistas en sus diversas versiones y los caminos de las expresiones políticas de inspiración socialcristiana, aparecen los enunciados de los valores que constituyen las definiciones clave de diversos momentos históricos. Así como hablamos de una modernidad que expresa visiones unilineales de la historia, como fueron en su momento las concepciones marxistas y liberales, así también hemos ido expresando a través de estas visiones contenidos valóricos de las diversas maneras en que hemos comprendido lo humano.

    De estas diversas formas de ir entendiendo lo político y de ir generando ideologías nacen las propias experiencias históricas de los seres humanos y, por supuesto, las maneras como se ven a sí mismos en la relación con los demás, como se conciben como nación, comunidad y pueblo. Las dos guerras mundiales son, sin duda, expresiones de los antagonismos en la forma de vernos los seres humanos y en la forma de entender el destino como humanidad o como pueblo. Esto es también aplicable a América Latina, aunque muchas veces como área marginal de las grandes disputas de las potencias. La idea democrática ha sido sacudida en incontables ocasiones por la forma como se ha ido concibiendo el poder, su utilización y los conceptos de dominación que han surgido detrás de estas ideas. La incorporación de la comprensión de la Iglesia como especificidad y lo cristiano como dimensión cultural, en todo este proceso histórico de Occidente y de América Latina en particular, resulta ineludible para entender lo que pasa en estos enfrentamientos. También en los debates del mundo moderno es determinante el rol de la Iglesia como institución y de lo cristiano como cultura.

    La democracia contemporánea, en su desarrollo en el siglo XX y en lo que va del siglo XXI, ha sido influenciada por los debates generados por la Iglesia y por la interpretación de determinados valores, que en distintos momentos ella ha propiciado con aceptación o rechazo también de muchos. Este es el sentido de explicar, para el caso de América Latina, los contenidos fundacionales de la cristiandad y su evolución posterior en el proceso sociopolítico latinoamericano contemporáneo.

    Todo el intenso debate que se ha generado nos lleva a reconocer en el proceso histórico de América Latina, y de Chile en particular, que la democracia ha ido perdiendo en los debates más esclarecidos su significado puramente liberal, para ser ampliado con propiedad a definiciones surgidas desde otras ideologías. Y así como elementos clave de lo valórico permiten aproximaciones desde estructuras de pensamiento muy diferentes, otros elementos constituyen escenarios de desencuentros radicales entre la Iglesia y grupos cristianos con otros grupos que tienen fundamentos filosóficos distintos y supuestos valóricos o aproximaciones a lo humano muy diferentes. El problema de la diversidad sexual o el del control de la natalidad y, por lo tanto, las diferencias conceptuales que definen lo pedagógico y lo político, constituyen, a manera de ejemplo, instancias de desencuentro no menor en la sociedad actual. Dicho de otra manera, no solo este debate implica niveles de contradicciones entre el mundo religioso y el no religioso, sino que también constituye ocasiones de diferencias dentro del mundo creyente.

    Este debate es, sin duda, un elemento central del mundo democrático contemporáneo, porque debe resolverse con criterios políticos, pero también éticos y valóricos, que traspasan la definición misma de democracia. En este sentido, las contribuciones del conocimiento científico a la mejor comprensión del ser humano han aportado elementos válidos para un mejor entendimiento tanto del individuo como de la humanidad. Dicho de otra manera, la democracia constituye una construcción histórica permanente, cuyos principios se perfeccionan, modifican o amplían según el propio concepto de construcción del ser humano, que se apoya cada vez más en la diversidad como una forma ineludible de construcción: la historia se construye desde la diversidad y no desde los supuestos limitados de las ideologías y de las religiones, aunque todas ellas deban estar presentes en esa construcción.

    En el pasado reciente, muchos de los discursos liberadores de las distintas opresiones del ser humano —políticas, culturales, económicas y religiosas—, podían tener grandes certezas que se expresaban en diagnósticos y marcos teóricos de análisis, que en muchos casos tenían gran validez y nos aproximaban a una toma de conciencia colectiva. Sin embargo, el discurso se volvía opresor y antidemocrático porque las formas de lograr los cambios eran excluyentes; solo era posible construir desde una ideología concreta o de una de sus variaciones. O también, desde otras instancias coincidentes, como decíamos, en el reconocimiento de los problemas, pero diferentes en la generación de las respuestas. Es decir, los discursos liberadores terminaron atrapando el proceso mismo de los cambios que pretendían, constituyéndose en factores de crisis que terminaron con las débiles democracias existentes. Hemos querido expresar todos estos supuestos en la reconstrucción de un proceso histórico, que con sus luces y sombras nos desafía a intentar de nuevo la democracia diferente, en permanente construcción e históricamente nunca concluida.

    Parece ser que el tema de los valores es el que podría (y de hecho ha sido así) ofrecer mayores dificultades para una convivencia relativamente armónica en una comunidad. Y decimos esto porque nos parece que hasta el día de hoy es uno de los temas de mayor complicación para las democracias contemporáneas. Más todavía si pensamos no solo en las diferencias ideológicas de corte político y filosófico, sino también en aquellas religiosas o no religiosas, que han significado y significan profundos puntos de desencuentro. Para nuestros propósitos, pensamos que hay dos formas de acercarse al problema del valor. La primera tiene que ver con el valor como deber ser; la segunda, el valor como máximo posible histórico.

    El valor como deber ser nos ubica en la situación de aquellas definiciones rotundas de carácter ético, religioso, filosófico e incluso de presunto carácter científico, las cuales aparentemente son muy difíciles de transar, aunque la historia nos enseña que muchos supuestos valores temporales son superados con la marcha de los tiempos. Pero, en todo caso, el deber ser del valor es aquello que está en las definiciones más íntimas, en las opciones de las personas, fundamentadas en su propio sistema de creencias o de concepciones con que se mira al mundo. Por esto, situándonos en la esfera del valor en cuanto definición integral, como podrían ser los supuestos teóricos, ideológicos o de una fe, es muy difícil (aunque quizás no imposible) establecer un diálogo que permita cambiar o modificar los contenidos de un valor. A pesar de esta dificultad, reconocemos que puede haber una posibilidad, aunque muy baja, de un acuerdo.

    Sin embargo, vemos una segunda dimensión del valor, que es aquella que denominamos máximo posible histórico, que tiene que ver con el reconocimiento de que siempre habrá limitaciones para el ejercicio pleno de los valores en cuanto el deber ser en las diversas situaciones históricas. Por lo tanto, lo que manejamos a la hora de la verdad, es la realización de un máximo posible para el ejercicio de estos principios, de acuerdo con las circunstancias históricas y al derecho de los demás. En otras palabras, estamos diciendo que en una comunidad donde hay una diversidad de valores, estos coexisten necesariamente según lo que las posibilidades históricas permiten. En este nivel es donde creemos que se dan las mayores alternativas para un diálogo fructífero en materias que tienen que ver con supuestos valóricos. Tenemos el derecho (cada cual, cada grupo) a vivir nuestros valores según las mejores posibilidades que ofrece el tiempo histórico. Estamos en un momento particular para el diálogo y para un encuentro de acciones comunes. Es en esta dimensión donde situamos la construcción democrática. La democracia ya no responde a una concepción ideológica cerrada, de corte liberal, o marxista, o de otras propuestas. El desafío de hoy es la democracia como una construcción a partir de la diversidad y no desde una ideología específica, que como tal se puede convertir en excluyente. Sin embargo, esto no quiere decir un rechazo a la dimensión ideológica. Por el contrario, valoramos las percepciones del ser humano, del mundo y de sus explicaciones en este reconocimiento de la diversidad. Lo que rechazamos es la ideología como propuesta absoluta y excluyente del diálogo necesario para esta construcción que siempre será desde la diversidad, aun cuando se supongan muchas coincidencias.

    De acuerdo con lo anterior, reconocemos que en una sociedad puede haber valores con mucha fuerza que representan intereses de grupos que a veces la comunidad no acepta, o que la comunidad cree que no debiera aceptar. Las preguntas que nos surgen son: ¿qué valores, por antagónicos que sean, tienen derecho a convivir y desarrollarse en una sociedad democrática?, ¿cuál es la medida o el referente universal aceptado, o mayoritariamente aceptado, que nos permitiría con alguna propiedad rechazar un grupo, unos valores o unos supuestos determinados?

    Las preguntas anteriores nos llevan a concluir

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