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Retos y tendencias del derecho electoral
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Retos y tendencias del derecho electoral

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La institucionalización de la participación ciudadana y de mecanismos de participación del pueblo en el ejercicio de su soberanía es la apuesta que hizo Colombia en la década de 1980. Motiva esta decisión política la falta de legitimación democrática de las instituciones, los representantes y los gobernantes, así como una necesidad de inclusión de los ciudadanos en las decisiones políticas y administrativas que los afectan.

Por esta razón, las Facultades de Jurisprudencia y de Ciencia Política y Gobierno, en asocio con la Registraduría Nacional del Estado Civil, se han propuesto realizar una reflexión académica de primer nivel y que corresponde a la especial coyuntura política, para poder sopesar los elementos democráticos, políticos, electorales y administrativos que juegan un especial rol en el desarrollo de nuestras instituciones democráticas.
LanguageEspañol
Release dateAug 23, 2011
ISBN9789587384895
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    Retos y tendencias del derecho electoral - Editorial Universidad del Rosario

    Suárez

    Introducción

    Rocío Mercedes Araújo Oñate

    La institucionalización de la participación ciudadana y de mecanismos de participación del pueblo en el ejercicio de su soberanía es la apuesta que hizo Colombia en la década de 1980. Motiva esta decisión política la falta de legitimación democrática de las instituciones, los representantes y los gobernantes, así como una necesidad de inclusión de los ciudadanos en las decisiones políticas y administrativas que los afectan.

    Por esta razón, las Facultades de Jurisprudencia y de Ciencia Política y Gobierno, en asocio con la Registraduría Nacional del Estado Civil, se han propuesto realizar una reflexión académica de primer nivel y que corresponde a la especial coyuntura política, para poder sopesar los elementos democráticos, políticos, electorales y administrativos que juegan un especial rol en el desarrollo de nuestras instituciones democráticas. Con ello, queremos continuar con los análisis de las instituciones electorales, labor que comenzamos con el libro Balance del derecho electoral colombiano, publicado por la Editorial de la Universidad del Rosario en el año 2007.

    Bajo esta perspectiva se desarrolla de manera profunda en el primer capítulo, relativo a la democracia participativa y a los mecanismos de participación del pueblo en ejercicio de su soberanía, la precisión sobre sus fundamentos, desarrollos normativos y los principales resultados que han arrojado los mecanismos de democracia participativa abordados por Colombia hasta este momento.

    El estudio anterior se ve completado con un análisis acerca de la nueva ley estatutaria de participación en Colombia, aspecto crucial que contribuye a transformar el elector en ciudadano, toda vez que lo interrelaciona con el mundo de lo público y en especial con la administración pública, procurando fortalecer la democracia participativa en Colombia pues crea nuevas y mejores condiciones para el ejercicio de ese derecho ciudadano, dado que se incluye la rendición de cuentas y el control social de la gestión pública, la nueva institucionalidad para la promoción y el estímulo de la participación, el financiamiento de la actividad participativa y la definición de incentivos para su ejercicio.

    También reflexionamos en este capítulo sobre los mecanismos de democracia participativa en Colombia, tema crucial que fue analizado sobre la base de precisar conceptualmente la definición y el carácter normativo de cada uno de los mecanismos, los cuales fueron ubicados en el contexto comparativo internacional.

    Una rica revisión de los antecedentes del país en la materia nos permitió hacer un balance de lo ocurrido con algunas de estas instituciones de la democracia desde la entrada en vigencia de la Carta. Para ello, se diseñó un indicador de eficiencia que permitió confrontar los referendos, las consultas populares, las iniciativas legislativas y normativas y las revocatorias del mandato que iniciaron su trámite formal con aquellas que lograron culminarlo cumpliendo todos los requisitos y exigencias previstos en la normatividad vigente. Utilizamos información disponible que condujo a realizar un ejercicio analítico y nos llevó a la hipótesis demostrada con el estudio relativo al poco o ningún uso de estos mecanismos en el país, así como a la dificultad existente para que logren cumplir el propósito que se les adjudicó en materia de fortalecimiento democrático. Ello sin dejar de identificar casos exitosos en los que la participación ciudadana ha logrado expresarse a través de estos mecanismos.

    En el capítulo Hipótesis sobre el uso de los mecanismos de democracia directa en Colombia constatamos la brecha existente entre una amplia oferta institucional y normativa en materia de mecanismos de democracia directa en Colombia y el poco uso y eficacia observados en su aplicación.

    Teniendo en cuenta la actualidad del tema, quisimos hacer un estudio sistemático sobre el referendo constitucional como mecanismo de refrendación de los acuerdos de paz, por cuanto este mecanismo de referendo constitucional sería eventualmente implementado en caso de perfeccionarse la negociación que adelanta el presidente Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC.

    En el texto se hacen algunas anotaciones alrededor de la negociación del presidente Uribe con los paramilitares y del presidente Santos con los guerrilleros, para precisar la existencia de dos grupos convergentes: el de los mecanismos de participación ciudadana y el de los mecanismos de reforma constitucional, pues finalmente de lo que se trataría es de hacer una reforma de la Constitución desde los acuerdos. También nos ocupamos específicamente del referendo constitucional para estudiar sus elementos, procedimientos y control. Todos estos aspectos pretenden mostrar la manera como el gobierno nacional ha venido implementado el marco jurídico necesario para formalizar los acuerdos, en caso de llegarse a ellos.

    Constituye un reto importante para nuestra democracia la forma como se deben interpretar y aplicar las causales de inhabilidad electoral. Al juez le está vedado en sus sentencias usurpar la competencia del Constituyente o del legislador para configurar inhabilidades o excepciones a estas, porque existen propósitos concretos que se expresan en cada una de las causales de inhabilidad electoral y que se encuentran determinadas por la Constitución o por la ley.

    Con estas causales de inhabilidad se quiere asegurar que los representantes de la sociedad colombiana accedan al ejercicio de la función pública con pleno respeto del ordenamiento jurídico y transparencia para que de esta manera sean estos servidores públicos representantes de la voluntad popular y actúen en defensa del interés general. Por ello, las inhabilidades electorales son entendidas como el conjunto de circunstancias, hechos o causas, que limitan o restringen el derecho fundamental de acceso y ejercicio de la función pública, en procura de garantizar las condiciones de transparencia, imparcialidad, igualdad y moralidad en que los que se fundan. En este contexto se analiza el régimen de inhabilidades electorales y la configuración de sus causales que procuran garantizar los derechos del elector; asegurar la materialización efectiva de condiciones de igualdad en el acceso a la competencia electoral; salvaguardar el interés general sobre el particular; proteger el patrimonio público y velar porque el Estado colombiano cumpla con las obligaciones internacionales asumidas en el ámbito de derechos humanos y lucha contra el narcotráfico. Con fundamento en estas reflexiones adquiere relevancia la seguridad jurídica y el valor democracia como esencia edificadora del régimen de inhabilidades electorales.

    En el capítulo relativo a La garantía de la participación política en el Estado colombiano, a propósito de la personería jurídica del partido Unión Patriótica se analiza el precedente judicial que fortalece las garantías reales y materiales relativas a las condiciones de participación política para los partidos y movimientos políticos, incluidos los minoritarios y/o de oposición.

    Este principio debe guiar a las autoridades administrativo-electorales respecto de los nuevos escenarios de apertura política en el Estado colombiano que puedan surgir a partir del proceso de paz que se adelanta para alcanzar la anhelada convivencia armónica y pacífica, concebida como un derecho y un deber de todos.

    La regulación constitucional y legal en materia de participación y de pluralismo político establece garantías democráticas que deben ser aplicadas de forma razonada y proporcional, acorde con las condiciones y circunstancias sociales que se presenten, puesto que su virtualidad no es la de ser pétrea.

    Este rico marco constitucional analizado en un contexto práctico que nos acerca a nuestra realidad democrática se ve contrastado con unas reflexiones en torno a la organización y funcionamiento de los partidos y movimientos políticos.

    En primer lugar, nos concentramos en la realidad de los partidos y los movimientos políticos en Colombia, por cuanto desde la expedición de la Constitución de 1991 se ha modificado el funcionamiento interno de los partidos y movimientos, por lo cual es indispensable realizar un balance de estas transformaciones y sus resultados.

    Buscando profundizar en estos cambios en el capítulo sobre militancia política múltiple se analiza la prohibición a los ciudadanos para militar simultáneamente en varias organizaciones políticas que es aún más rigurosa con los elegidos en cargos de elección popular para permitir su traspaso entre ellas. Hasta el año 2011 la llamada doble militancia política y el transfuguismo no tuvieron consecuencias jurídicas, más allá de las sanciones que a bien tuvieran imponer las organizaciones políticas a los transgresores. En la actualidad estas conductas pueden causar la nulidad de la inscripción del candidato y la nulidad de la elección. Se espera que la consagración expresa de estas consecuencias logre el fortalecimiento de los partidos y movimientos políticos, la disciplina de sus miembros y garantice una verdadera representación del electorado en los cargos y corporaciones públicas de elección popular. Otro aspecto de importancia en este capítulo es el relativo a la tipología de la financiación de las campañas presidenciales en Colombia, pues desde una perspectiva exclusivamente jurídica se estudia la financiación pública, privada o mixta y se presentan las características más relevantes de la financiación de las campañas presidenciales en el país.

    En el tercer capítulo estudiamos con gran profundidad el estatuto de la oposición, tema crucial para el desarrollo de la democracia. En este capítulo, además de reflexionarse sobre la razón de ser de la oposición, se brindan ideas novedosas que esperamos reviertan en un estatuto a la oposición. En primer lugar, se analizan la teoría y la práctica de un estatuto de la oposición en el contexto de la convulsionada historia del ejercicio de la oposición en Colombia, de donde se extraen las distintas formas que ha adoptado, tomando y complementando la tipología desarrollada en las ciencias políticas. Después de describir las características de las distintas expresiones de oposición antagónica, consociacionalista y alternativa que ha tomado en distintos periodos de la historia reciente, se plantean las dificultades para aclimatar el reconocimiento efectivo del derecho a ejercer la oposición. Se propone sea desarrollado el Estatuto de la Oposición ordenado por el artículo 112 de la Constitución de 1991 y se hacen diversas propuestas.

    También se hace un balance de los elementos que hacen parte de un estatuto de oposición y lo que debería agregarse, pues debemos tener en cuenta que Colombia ha oscilado entre los gobiernos hegemónicos y los gobiernos de coalición, lo que ha generado un especial grado de dificultad para que la oposición democrática encuentre el espacio legítimo que le corresponde. Ello explica, en parte, la utilización de la violencia como herramienta de lucha política. El experimento más audaz para superar esta situación fue el Frente Nacional (1958-1974). Con todo, el sistema de la alternación en la Presidencia de la República que complementó el sistema de paridad acordado en el plebiscito del 1 de noviembre de 1957 privó a esta experiencia de lo que habría podido ser uno de sus mejores vestigios. Esa fue, precisamente, la lucha de Alfonso López Michelsen, quien no solo proporcionó elementos conceptuales a la oposición a manera de pedagogía política, sino que además la ejerció él mismo como opositor desde los primeros años del Frente Nacional —respetándola luego como primer Presidente de la Republica, una vez culminado la etapa del Frente Nacional—. A partir de este importante análisis político, se presentan los principales elementos que hacen posible el ejercicio civilizado de la oposición democrática: el Estatuto de la Oposición.

    Asimismo, este capítulo muestra que existe una correlación directa entre garantías para la oposición y promoción de la paz. Se advierte una relación entre democracia y oposición y se hace énfasis en que la paz exige un avance hacia la democracia. Luego se resalta que Colombia es una precaria democracia y se subraya que la paz no consiste en un simple problema de desarmar ejércitos ilegales sino, fundamentalmente, de desintegrar el poder autoritario que los actores armados violentos e ilegales ejercen a escala local y regional, para mostrar ejemplos esperanzadores de sectores que insisten en ejercitar su derecho a la oposición.

    Finalmente, mostramos la importancia de la oposición en una democracia, pues significa estar en desacuerdo, en disenso, en divergencia y, por lo mismo, ejercer un poder de contrapeso. Sin embargo, existe el peligro de que la oposición se diluya, se trivialice y se eche a perder cuando líderes políticos y electores tienden a la comodidad de un extremo centro.

    El penúltimo capítulo del libro se consagra a aspectos de especial relevancia del proceso electoral, de los cuales depende la calidad de nuestra democracia. En primer lugar, se estudian las finalidades y los retos del censo de la inscripción y de la residencia electoral, dentro del contexto constitucional y legal, buscando analizar la manera como se encuentran reglamentadas, mostrando los principales avances en estas materias, porque a partir de estas instituciones se concreta en la práctica la participación de los ciudadanos en política, pero, además, estas instituciones constituyen el núcleo central para controlar, prevenir, combatir y judicializar ciertas formas de fraude y de delitos electorales. Un especial estudio sobre el actual funcionamiento del censo y la inscripción electoral, genera la propuesta de creación de un procedimiento del registro electoral, buscando fortalecer las instituciones electorales mencionadas.

    Además de estos aspectos organizacionales, se estudia la suplantación de electores, toda vez que en Colombia cada certamen electoral el fraude genera duda y controversia acerca de los resultados y provoca un importante número de demandas ante la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo en las que se impugnan las declaratorias de elección de los candidatos triunfadores. Esta inveterada modalidad de fraude se ve representada cuando el voto es depositado por un ciudadano distinto al titular de la cédula de ciudadanía inscrita en el registro de votantes con el propósito de favorecer a determinado candidato. La identificación biométrica de electores se ha empezado a introducir en Colombia como una herramienta para contrarrestar la práctica descrita.

    Los análisis anteriores han adquirido atención en la Registraduría Nacional del Estado Civil, por ello se presentan las políticas de transparencia que se han implementado durante la última administración de esta, así como la descripción de algunos procedimientos de control que impiden la consumación de algún tipo de fraude en nuestro proceso electoral. Vale la pena mencionar que, aunque las condiciones para la organización de las elecciones en Colombia sean difíciles, las medidas desarrolladas por la Registraduría Nacional del Estado Civil resultan ser una talanquera real para aquellos actores que pretenden desvirtuar y alterar ilegalmente los resultados electorales.

    Finalmente, incorporamos un capítulo sobre el contencioso electoral para relacionar el sistema electoral con este y una descripción de la actividad administrativa sobre la cual recae el contencioso electoral.

    I. DEMOCRACIA PARTICIPATIVA Y MECANISMOS DE PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO EN EJERCICIO DE SU SOBERANÍA

    Democracia participativa y participación ciudadana en Colombia:

    Fundamentos, desarrollos normativos y resultados

    Fabio E. Velásquez C.*

    Resumen

    Colombia le apostó en la década 1980 a la institucionalización de la participación ciudadana como una respuesta a la crisis de legitimidad del régimen político. La implantación de un régimen de democracia participativa fue una contestación a los límites comprobados de la representación política en Colombia y una forma de buscar caminos incluyentes desde el punto de vista de la acción política y de la toma de decisiones públicas. Este capítulo propone una batería conceptual para examinar ese fenómeno, analiza las condiciones y los diseños institucionales para el ejercicio de la participación ciudadana y realiza un balance de los avances y los límites de la participación en los últimos 25 años, así como de las amenazas que pueden debilitarla en el futuro.

    Introducción

    La Constitución de 1991 realizó un importante avance al implantar un régimen de democracia participativa en Colombia, en virtud del cual los ciudadanos son los actores directos en la toma de decisiones que afectan a su comunidad, sea en el orden local, municipal, departamental o en el nacional. Para el ejercicio de ese nuevo rol, los colombianos y las colombianas tienen a su disposición una gran cantidad de espacios y mecanismos de participación que pueden ser clasificados en dos grandes grupos: de una parte, los mecanismos de participación directa (plebiscito, referendo, iniciativa legislativa popular, revocatoria del mandato, consulta popular, cabildo abierto), reglamentados por la Ley 134 de 1994, de otra, una gran cantidad de instancias de participación ciudadana,¹ a través de las cuales diferentes sectores de la población pueden canalizar sus demandas, sus iniciativas hacia las autoridades públicas —especialmente en el nivel municipal— e incidir de manera directa en las decisiones que toman las autoridades públicas.

    Las dos categorías conforman lo que podría llamarse la infraestructura institucional de la participación ciudadana en Colombia, construida durante dos décadas aproximadamente, a través de una amplia y, por momentos, dispersa legislación que define los límites y las posibilidades de la intervención de la ciudadanía en los asuntos públicos. La creación de esa infraestructura obedeció a circunstancias socio-políticas ligadas a la crisis del régimen en los años setenta y ochenta del siglo pasado y a la necesidad de modificar sustancialmente las formas de relación entre el Estado y la sociedad, tradicionalmente caracterizadas por el autoritarismo y el clientelismo.

    Este capítulo busca precisar los antecedentes que llevaron a la implantación de la democracia participativa en el país, enunciar los principales rasgos de la infraestructura participativa construida luego de la expedición de la Constitución de 1991 y realizar un rápido balance de sus resultados, especialmente en el campo de los espacios de participación ciudadana en la gestión pública. Para el logro de esos propósitos, el capítulo está estructurado en cuatro grandes bloques: en el primero, se propone un instrumental conceptual para la comprensión del significado y el alcance de la democracia participativa y la participación ciudadana; luego se examinan los principales fenómenos que llevaron a la implantación del régimen de democracia participativa en el país; el tercer bloque está dedicado al análisis de la infraestructura participativa en los términos en los que se la ha definido previamente y en la parte final se presenta un balance de resultados de la participación, luego de cinco lustros de experiencias en ese campo.

    1. Los sistemas democráticos: representación y participación

    Comprender la noción de participación ciudadana y su referente, la democracia participativa, obliga a considerar tres planos diferentes de la construcción teórica. Un primer plano se refiere a la teoría de la democracia como gobierno del pueblo. Es el debate sobre el significado de esa acepción, ‘el gobierno del pueblo’, el que permite comprender las relaciones entre representación y participación como dos formas diferentes, aunque complementarias, de ejercicio de la ciudadanía, base fundamental de los sistemas democráticos. Un segundo plano tiene que ver con las llamadas ‘teorías de alcance medio’ sobre la participación ciudadana. Tales teorías se construyen como modelos analíticos que ponen en juego una serie de conceptos, estos poseen referentes empíricos y permiten interpretar procesos históricos, por ejemplo, las tendencias y las interpretaciones de la participación ciudadana en América Latina. Finalmente, un tercer plano se refiere a una ‘batería’ de conceptos de bajo nivel de abstracción que ayudan a realizar la lectura de experiencias participativas concretas, en tiempos y espacios definidos.

    La discusión, en el nivel más abstracto, aquel que acoge los debates sobre el significado de la democracia como forma de organización del Estado y la sociedad, adquiere sentido cuando se observa la gran cantidad de adjetivos que han tratado de especificar el concepto: democracia pluralista, de élites, de mercado, deliberativa, agonística, participativa, representativa, y muchos más. Tales adjetivos pretenden señalar énfasis particulares cuya clasificación no resulta tan sencilla. Lo cierto es que esas ‘variantes’ de la democracia pueden ser ubicadas en dos grandes corrientes o, como las llama David Held,² en dos grandes modelos: la democracia liberal representativa y la democracia directa. Por su parte, Santos y Avritzer³ los llaman modelo hegemónico y contra-hegemónico de democracia.

    1.1. El debate sobre la democracia

    El primero de esos modelos se caracteriza por varias premisas: en primer lugar, una apuesta por la institucionalización de las conductas ciudadanas mediante la definición de instancias (los cuerpos de representación política) y mecanismos (el voto) para la toma de decisiones. Se plantea así una primera tención entre institucionalización y movilización, entendida esta última como la iniciativa —individual o colectiva— de los gobernados a expresar sus intereses y a entrar en contacto con el Estado para negociarlos y satisfacerlos. Desde esta perspectiva, la democracia puede ser entendida como un conjunto de instituciones diseñadas para la toma de decisiones, cuyo mecanismo fundamental es el voto de los ciudadanos y las ciudadanas.

    Una segunda premisa se refiere al papel central que juegan los representantes elegidos por voto universal en la toma de decisiones. Ya a comienzos del siglo XX lo planteaba Schumpeter⁴ con una absoluta claridad: la democracia es un sistema en el que los gobernados eligen, mediante procedimientos claramente establecidos, a quiénes se encargarán de tomar las decisiones de Estado. Schumpeter fundamentaba esa visión de la democracia en la ignorancia de las masas y en el reconocimiento de unas élites que, por educación, dinero, prestigio o poder, estarían llamadas a gobernar. Bobbio⁵ alude otra razón: estamos en sociedades de gran tamaño, en las que sería imposible acudir a mecanismos de democracia directa para la toma de decisiones en el Estado-Nación, por lo que se requiere definir procedimientos precisos y legítimos para elegir a aquellos que en representación de las mayorías deberán tomar las decisiones sobre el manejo del Estado.

    El dispositivo de representación política es central en la organización de este modelo de democracia y se fundamenta en dos consideraciones. De un lado, el carácter fiduciario de los representantes: estos son depositarios de la confianza ciudadana, por lo que, una vez elegidos, tienen libertad para tomar decisiones según su criterio, sin necesidad de consultar previamente a la ciudadanía ni de rendirle cuentas sobre las decisiones tomadas. No existe, por tanto, una relación vinculante entre el representante y el representado, ni la posibilidad de este último de revocar el mandato del primero.

    De otro lado, se encuentra el sentido de bien colectivo que supuestamente inspira la acción de los representantes. Estos participan en la toma de decisiones, teniendo como referente el bien de la colectividad (local, regional, nacional, supranacional) y no los intereses particulares propios o los de sus electores. En teoría, la tensión entre interés particular y bien común está resuelta en el diseño del sistema, aunque en la práctica ello no es necesariamente cierto.

    Una de las consecuencias de este diseño de representación política es la tendencia creciente de la ciudadanía a alejarse de los asuntos públicos, dado que la elección del representante convierte a este último en el responsable de las decisiones colectivas, tarea en la que el ciudadano individual ya no juega un rol preponderante. Hay strictu sensu una delegación de poder que empodera al representante y alimenta una cierta apatía de los ciudadanos frente a los asuntos públicos.

    Una tercera premisa del modelo de democracia liberal representativa es la creación de condiciones para una competencia abierta entre las élites por el favor ciudadano. Si la democracia es un sistema que busca perfilar los procedimientos para que los ciudadanos elijan a quienes se encargarán de tomar decisiones, la contrapartida natural de ese supuesto es que las élites (los partidos, la dirigencia política, sectores interesados en acceder a los cuerpos de representación política) cuenten con las condiciones para competir en el ‘mercado’ electoral. Esas condiciones deben estar regladas por los sistemas electorales, por las normas sobre el funcionamiento de los partidos, por los sistemas de gobierno-oposición y por las normas que regulen el financiamiento de las campañas y el acceso a la información, todas ellas cuestiones de alto calibre y de difícil manejo en la ingeniería político-electoral.

    Por último, como el modelo se sustenta en las ideas de delegación de poder y de representación de intereses, el acento en su estructuración se inclina del lado de los procedimientos más que de los contenidos de la actuación política. El sistema liberal-representativo es esencialmente procedimentalista, pues se trata de que las reglas de juego de la relación representantes-representados sean claras y legítimas.

    El modelo hegemónico de democracia se expandió rápidamente en el mundo y se consolidó hasta generar la percepción de que era la única forma de democracia posible, pues alternativas como las que habían planteado otras corrientes de pensamiento, como la tradición griega de democracia directa, o las diferentes vertientes del marxismo y del comunitarismo, eran impracticables en una sociedad de masas donde mecanismos de toma directa de decisiones por el pueblo eran impensables. Sin embargo, el modelo fue mostrando una serie de problemas que deterioraron la fuerza de la democracia como forma de organización de los sistemas políticos, explicables en parte por los cambios en la economía internacional y por la pérdida de autonomía de los Estados nacionales, hasta el punto en que comenzó a perder legitimidad social y abrió las puertas a la posibilidad de pensar en formas alternativas de organización y funcionamiento de la democracia. Entre los principales problemas, cabe destacar los siguientes:

        La crisis de los partidos como mediadores políticos y canalizadores de intereses ciudadanos

    Las tendencias de los partidos hacia la oligarquización y la clientelización, en respuesta a la presión de intereses privados muy poderosos, condujeron a la pérdida de confianza de la ciudadanía en sus agentes y a un deterioro fuerte de las identidades políticas. Los partidos dejaron de ser uno de los bastiones de la democracia y comenzaron a recibir críticas de una ciudadanía que los veía cada vez más alejados de sus intereses.

        El déficit de rendición de cuentas

    El modelo liberal representativo no posee mecanismos para la rendición de cuentas, diferentes a las elecciones periódicas. La valoración que el ciudadano realiza del papel de los partidos y de sus agentes en los cuerpos de representación solamente puede expresarse en períodos electorales, mientras que en el interim los representantes son libres de actuar a su criterio en la toma de decisiones. De esa forma, el ciudadano no tiene oportunidades intermedias de castigar o premiar a sus representantes políticos, quienes gozan de un amplio margen de maniobra y monopolizan la información que permitiría al ciudadano elaborar su propio juicio sobre el desempeño de sus gobernantes.

        La representatividad de los elegidos

    Este es uno de los problemas estructurales del modelo liberal representativo de democracia. La creciente heterogeneidad de las sociedades modernas hace que los sistemas políticos y los cuerpos de representación no logren abarcar el amplio espectro de intereses que circulan en la sociedad, de manera que los procesos de exclusión política y de ‘orfandad’ de representación se multiplican a diario. Sectores como las mujeres, las minorías étnicas y sexuales, los jóvenes y otros grupos sociales tienen cada vez menos probabilidad de ver representados sus intereses. Las acciones afirmativas en su favor reducen ese riesgo, pero no lo eliminan. Son sujetos proclives a la exclusión de sus intereses.

        La apatía ciudadana con respecto a lo público

    Como ya se señaló, la distancia que existe entre el representante y el representado produce una apatía de este último con respecto a los asuntos colectivos. Tiende a pensarse que la única responsabilidad política del ciudadano es elegir a sus representantes, luego de lo cual queda liberado de cualquier compromiso. Esto conviene, por supuesto, a los elegidos, quienes reivindican ese estado de cosas en virtud de la supuesta confianza depositada en ellos por los electores.

        El papel relevante y creciente de las burocracias en las decisiones públicas

    Los Estados modernos son Estados burocráticos, en el sentido weberiano del término. La burocracia ha ganado un lugar prominente en la mecánica del Estado, pues es ella la que ‘mueve’ el aparato al tenor de reglas cada vez más numerosas y laberínticas. Esas reglas se pretenden universales, lo que reduce su flexibilidad para el tratamiento de situaciones que son diversas en una sociedad cada vez más compleja. Así, las burocracias tienden a reducir la calidad de la democracia en la medida en que tienen dificultad para comprender casos específicos y excepcionales, que corresponden a la diversidad de intereses y opiniones que circulan en el escenario público.

    Estas y otras dificultades se fueron haciendo evidentes desde la segunda mitad del siglo pasado y plantearon, en consecuencia, la necesidad de un aggiornamento⁷ de los sistemas democráticos, no solo desde el punto de vista de la ingeniería institucional, sino de las premisas sobre las cuales se levanta el modelo hegemónico liberal-representativo. Además, la reivindicación cada vez más pronunciada de intereses particulares en el seno de la sociedad —en el contexto de un mundo globalizado— y la necesidad de que el régimen político respondiera a esas nuevas realidades abrieron la puerta a nuevas propuestas sobre el contenido y el alcance de los sistemas democráticos.

    Ese fue el contexto en el que surgieron los debates y las propuestas sobre la democracia participativa. Esta fue pensada como una nueva gramática de las relaciones entre sociedad y Estado, fundada sobre nuevas premisas:

    Según Sader la democracia participativa se caracteriza por:

    La afirmación del Estado de derecho, del planeamiento participativo, de la responsabilidad social de las empresas, de la participación de las mujeres en la lucha política y de la reivindicación de los derechos sociales. Le apuesta a una profundización de las relaciones entre los ciudadanos y las decisiones del poder político y a un rescate de los grupos minoritarios como actores sociales. Le apunta a una reforma democrática del Estado en el sentido de acercamiento de los gobernantes a los gobernados y el control de los segundos sobre los primeros. Las iniciativas de democracia participativa buscan rescatar la dimensión pública y ciudadana de la política, sea a través de la movilización de sectores sociales interesados en la realización de políticas públicas, presionando a las autoridades para que tengan en cuenta sus puntos de vista y sus necesidades, sea a través de la transformación/visibilización de las instituciones representativas para que abran las puertas a la voz de los ciudadanos.¹⁰

    La democracia participativa es, en suma, un sistema que busca la convivencia entre sectores diferentes unidos en la prosecución de fines sociales compartidos. No niega las formas de representación política: las subsume y les da un sentido diferente al poner de presente la importancia de la voz ciudadana como insumo de las decisiones de Estado en materia de política pública. De esta forma, la democracia representativa y la participativa se complementan y se enriquecen mutuamente, estableciendo un puente entre las formas de representación política y las dinámicas de participación de la ciudadanía.

    1.2. Democracia participativa y participación ciudadana

    El debate sobre los modelos de democracia no agota el campo de discusión sobre la participación, aunque lo enmarca y le da sentido. El paso siguiente es examinar el significado del concepto, a la luz de paradigmas que han sido construidos para interpretar realidades socio-históricas específicas.¹¹

    En efecto, desde la segunda posguerra hasta mediados de la década de 1970 del siglo pasado, el análisis de la participación estuvo fuertemente influenciado por las teorías en boga de la modernización y la marginalidad.¹² Partiendo de una visión dualista de la sociedad, en especial de las sociedades llamadas ‘subdesarrolladas’, estas teorías consideran que una parte importante de la población vive en condiciones de marginalidad, es decir, una situación en la que las personas y los grupos sociales presentan una suerte de ‘invalidez’ que les impide acceder a los beneficios del desarrollo (marginalidad pasiva) y, al mismo tiempo, contribuir a la construcción de la modernidad como agentes activos del desarrollo (marginalidad activa). Atados a una ‘cultura tradicional’, caracterizada por el dominio de valores no seculares, por formas de relación social primarias —relaciones cara a cara en núcleos micro-sociales— y por conductas fuertemente sometidas al control social, con bajos niveles educativos y carentes de los medios para organizarse y movilizarse de manera colectiva de manera autónoma, estos sectores son presa del atraso económico, poco relevantes socialmente y subordinados políticamente.

    Esa cultura tradicional tiende a reproducirse de modo permanente, lo que mantiene a la población en su condición de marginalidad e interpone barreras para el ‘cambio hacia el desarrollo’. En otras palabras, no existen condiciones endógenas para que la población marginal abandone su estado. Se requiere de fuerzas y agentes externos —el Estado, las ONG, los voluntariados, etc.— que induzcan ese cambio en el seno de las sociedades tradicionales y ayuden a los grupos que las conforman a superar su condición de marginalidad. El rol de los agentes externos es poner en marcha estrategias de capacitación y de promoción popular, como ocurrió en América Latina en los años 60 y 70 del siglo pasado, encaminadas a incorporar, a integrar la población marginal a las dinámicas de desarrollo. La incorporación de esa población al mundo moderno —al mundo del desarrollo— es el núcleo de la noción de participación en este enfoque.

    La participación es entendida entonces como el ‘antídoto de la marginalidad’, como una estrategia de incorporación de los grupos marginales al desarrollo. El concepto adquiere en ese enfoque algunas características que cabe señalar:

    Desde mediados de la década de 1970 y durante la de 1980 la teoría marxista y las de los movimientos sociales hicieron una fuerte crítica a esta interpretación, destacando que la sociedad, más que un organismo armónicamente integrado por instituciones funcionales, es un escenario de confrontación de fuerzas (clases, actores, grupos), con distintos grados de cohesión, intereses diferenciados, recursos desiguales y apuestas divergentes sobre problemas compartidos. En ese sentido, el disenso juega un papel más importante que el consenso y el conflicto se erige como fuente generadora de la dinámica social. Las instituciones políticas adquieren un papel mucho más relevante en este enfoque, poniendo el problema del poder como uno de los nodos claves de las relaciones jerárquicas entre los diferentes actores.

    Estas corrientes aportaron nuevos contenidos al concepto de participación: esta comenzó a ser entendida como intervención antes que como incorporación. Es decir, comenzó a ser mirada como un proceso social que resulta de la acción intencionada de individuos y grupos en busca de metas específicas, en función de intereses diversos y en el contexto de tramas concretas de relaciones sociales y de poder. Es, en suma, un proceso en el que distintas fuerzas sociales, en función de sus respectivos intereses (de clase, de género, de generación), intervienen directamente o por medio de sus representantes en la marcha de la vida colectiva con el fin de mantener, reformar o transformar los sistemas vigentes de organización social y política.¹³

    Este enfoque asigna a la participación rasgos opuestos a los que caracterizan la noción funcionalista: en primer lugar, la concibe como un proceso autónomo en el que cada uno de los participantes actúa sobre la base de decisiones propias, fundadas en su lectura de la realidad y en sus propios intereses y posibilidades, de manera que las identidades de los actores operan como motor fundamental de la acción participativa, concebida esta última como un proceso endógeno. En segundo lugar, las asimetrías que operan en el proceso son de carácter más horizontal. No todos los actores están dotados de los mismos recursos (materiales, de información, de poder, etc.), pero se supone que ningún sector tiene algún privilegio en el proceso. Las fuerzas se van definiendo y alinderando en el propio trayecto y, al final, es muy posible que la voluntad de uno o varios sectores se imponga sobre la de los demás. Lo importante es que existan reglas de juego claras y equitativas que impidan que las diferencias entre los participantes se conviertan en handicap para algunos de ellos. Por último, el objetivo y el resultado de la participación no es de forma obligatoria integrarse socialmente a una cultura dominante. Puede consistir también en la transformación total del orden vigente o la introducción de cambios (culturales, políticos, económicos, etc.) que modifiquen sus reglas de juego.

    Estos dos enfoques —participación como incorporación y participación como intervención— han dominado el debate sobre el significado y el alcance de la participación en las últimas seis décadas en América Latina, siendo el segundo el de mayor aceptación actualmente. La participación es mirada como herramienta de empoderamiento de diferentes actores, incluidos los más vulnerables socialmente, para la incidencia en las decisiones públicas. La participación genera, además, una cierta ‘astucia’ política que nivela las relaciones entre la sociedad y el Estado y, en últimas, constituye un medio de redistribución del poder social y político.

    Marco analítico de la participación ciudadana

    El análisis de experiencias concretas de participación ciudadana se ha servido de un conjunto de conceptos útiles para describir sus modalidades y características. Esa batería conceptual, que constituye el tercer nivel de análisis de la participación —descripción e interpretación de procesos participativos concretos— incluye temas como los tipos, las modalidades, las formas, los niveles, las condiciones y las motivaciones de la participación ejercida por actores de carne y hueso en circunstancias de tiempo, espacio y cultura específicas.

    Una primera distinción se refiere a los tipos de participación. Cunill¹⁴ distingue entre participación comunitaria, social, política y ciudadana. La primera, la participación comunitaria, hace referencia al esfuerzo colectivo de una comunidad en particular, encaminado a mejorar las condiciones de vida del territorio y opera en el campo de intereses colectivos de carácter particular que tiene vigencia en espacios y tiempos determinados. Por su parte, la participación social alude al proceso de aglutinación de intereses en torno a objetivos comunes. Sectores específicos de la sociedad —mujeres, jóvenes, población discapacitada, artistas, residentes en predios de propiedad horizontal, campesinos, etc.— unen recursos y esfuerzos para enfrentar retos comunes en virtud de que sus intereses como grupo son compartidos. El vehículo más visible para desarrollar este tipo de participación son las organizaciones y las redes sociales.

    La participación política se relaciona con otro campo de intereses, el denotado por el concepto de bien común. Se refiere entonces a la acción individual o colectiva para tomar decisiones sobre temas que afectan e interesan al conjunto de la sociedad —a nivel local, regional, nacional, supranacional—. Estos procesos se desenvuelven en la esfera de lo público y, por tanto, tienen consecuencias inmediatas en la condición de todos los miembros de una sociedad. Finalmente, la participación ciudadana opera igualmente en la esfera pública, pero en función de intereses particulares de cualquier índole (territoriales, corporativos, gremiales, etc.). Alude, por lo tanto, a la proyección de personas y de grupos, portadores de intereses particulares, en el escenario público para reivindicar y/o negociar dichos intereses. Las decisiones que se toman afectan a ese grupo específico, aunque puede tener repercusiones indirectas sobre otros grupos de la misma sociedad.¹⁵

    Una segunda distinción tiene que ver con las modalidades de la participación. Esta puede ejercerse a través de espacios y canales institucionales, o bien a través de lógicas no institucionalizadas. La modalidad institucional se refiere a aquellos procesos que hacen uso de instancias institucionalizadas de participación para el logro de un determinado objetivo, por ejemplo, la obtención de un bien o un servicio público. Las instancias institucionales son aquellas que están regidas por normas específicas que regulan la participación definiendo los actores, los instrumentos, los procedimientos, el alcance y los resultados esperados del proceso. Al estar regulada por normas, esta modalidad de participación debe acogerse a un conjunto de protocolos que pueden limitar el alcance de la movilización ciudadana y, por momentos, burocratizar los procesos, cuando estos se atienen más a los procedimientos que a los contenidos mismos de la acción colectiva.

    Por su parte, las modalidades no institucionales obedecen más a lógicas de movilización social. Estas se rigen por las estrategias de los actores, para los cuales la consecución de un objetivo o una meta específica implica desarrollar una acción concreta (colectiva, por lo general), no necesariamente pautada por normas positivas. La movilización depende, por tanto, de la voluntad de los actores, de su repertorio de recursos y de la capacidad que tengan de concitar voluntades para el logro de un objetivo común.

    La movilización presenta varios rasgos: espontaneidad —surge en el momento en que los actores la ven necesaria—, transitoriedad —no busca permanecer en el tiempo, aunque puede repetirse en otros momentos—, particularidad —se refiere a propósitos concretos que llevan a realizar acciones también concretas— y eficacia, que busca un resultado específico en un tiempo determinado.

    Otro concepto es el que distingue la participación directa de aquella que es realizada a través de representantes. En la primera de ellas, el ciudadano o la ciudadana interviene en un espacio institucional o participan de una movilización, a través de lo cual incide de forma directa, sin mediación de un tercero, en la decisión final. Otra cosa distinta es la participación a través de terceros, cuyo rol es supuestamente hacer valer los intereses de los representados. Esta distinción es clave hoy día, pues plantea una serie de interrogantes sobre el alcance y la eficacia de la participación ciudadana cuando tiene lugar a través de procesos de representación, en razón sobre todo de dinámicas como la relación entre líderes y bases sociales, la representatividad de los representantes, la rendición de cuentas y la consulta de las decisiones, etc., todos ellos problemas que hoy las diferentes disciplinas sociales estudian para tratar de dilucidar la esencia de esta forma de intervención ciudadana.

    La participación puede operar en diversos niveles: en algunos casos se trata de obtener información sobre un tema o decisión específica o emitir una opinión sobre una situación. En otros casos, participar significa tener iniciativas que contribuyan a la solución de un problema. O bien, puede tener la participación un alcance mayor cuando se trata de procesos de concertación y negociación o de fiscalizar el cumplimiento de acuerdos y decisiones previas. En fin, la participación puede consistir en la toma de decisiones sobre asuntos específicos. La distinción de estos niveles es esencial para definir el alcance de los procesos participativos y sobre todo el rol de cada uno de los actores y los resultados del ejercicio (eficacia de la participación). Lo que está detrás de la definición del alcance de los procesos participativos es el balance de poder entre los diferentes actores; esos balances expresan fuertes asimetrías que impiden a los actores más débiles definir el alcance de la participación y los obligan a someterse a niveles de participación que no consultan necesariamente sus intereses.

    Un tema que ha ganado mucho terreno en la discusión del concepto de participación ciudadana es el de las condiciones subjetivas y objetivas de la participación. Las primeras pueden ser vistas como recursos (tiempo, dinero, información, experiencia, poder, etc.) y como motivaciones. Los recursos aseguran que el proceso participativo pueda tener lugar, se sostenga y produzca algún impacto. Las motivaciones hacen referencia a las razones para cooperar que tienen los individuos y que los empujan a la acción. Aguiar distingue entre macromotivaciones y micromotivaciones; las primeras hacen referencia a ‘motivos’ para cooperar de carácter general socialmente compartidos que a menudo, aunque no necesariamente, no tienen en cuenta las consecuencias individuales de la cooperación.¹⁶ Tienen que ver con lo que Elster¹⁷ denomina normas sociales de cooperación. Este tipo de motivaciones han sido interiorizadas por los individuos a través del proceso de socialización y logran que ellos vean la participación como algo socialmente deseable, independiente de que produzca réditos individuales.

    Las micromotivaciones, por el contrario, aluden a aquellos motivos por los cuales se elige la cooperación en ciertas circunstancias en las que, por lo común, el cálculo de las consecuencias tiene un peso muy grande. Se apoyan en una racionalidad instrumentalmente eficiente, consistente y orientada al futuro. Pueden ser de carácter egoísta (compensación personal o grupal particular) o altruista (satisfacción por el servicio prestado a la comunidad), pero siempre están ligadas a una concepción instrumental de la racionalidad en la que el peso de las consecuencias de la acción es decisivo para determinar si un individuo participa o no.

    Por su parte, las condiciones objetivas aluden al conjunto de elementos que forman parte del entorno del actor y que favorecen su interés por intervenir en una situación determinada al reducir los costos de la participación. Pueden resumirse bajo la noción de oportunidad en el sentido de conjunto de opciones que brinda el entorno socio-político, tales como el grado de apertura del sistema político a la expresión de los ciudadanos, la existencia de un clima social y cultural favorable a la participación y de instancias, canales e instrumentos que faciliten la participación y, por último, la densidad del tejido social —existencia de identidades sociales y de sus respectivas organizaciones—, la cual determina los grados de articulación/desarticulación de los individuos y grupos en el momento de actuar.

    La participación supone, en consecuencia, actores que quieren participar y condiciones favorables para plasmar ese deseo. Dentro de estas últimas, el papel del Estado es preponderante pues es el responsable de crear las estructuras de oportunidad para la participación. El cruce de estas dos variables (actores fuertes o débiles y Estado favorable o contrario a la participación) permite construir una interesante tipología de la participación, muy útil para examinar experiencias concretas (ver Tabla 1).

    Tabla 1. Tipología de la participación

    Fuente: Elaboración del autor.

    La existencia de un entorno político favorable y de actores sólidos da lugar a la participación sustantiva, es decir, a un tipo de acción a través de la cual los actores sociales y el Estado comparten el análisis de las demandas sociales, acuerdan las acciones necesarias para satisfacerlas y las ponen en marcha en forma conjunta. Este tipo de participación opera generalmente a través de espacios y mecanismos de diálogo, concertación y en forma de cooperación para la acción; también tiende a generar valores agregados para los participantes.

    Cuando, existiendo un ambiente político institucional favorable, las identidades colectivas se muestran débiles, la participación se vuelve formal y/o instrumental. La primera pone el énfasis en las formas, en el cumplimiento de normas por sí mismas, no tanto en los contenidos de la participación. La segunda surge de una relación utilitaria y asimétrica entre Estado y actores sociales, en la que el primero involucra a la población en la gestión local a fin de reducir costos de inversión o ganar legitimidad política sin que la población tenga un lugar importante en la toma de decisiones. En ambos casos el Estado tiende a controlar el proceso e imprimirle la orientación que más le conviene.

    Un tercer tipo de participación es la reivindicativa y la contestataria. Su característica más importante es la cooperación social para enfrentar al Estado o para presionarlo en torno a la consecución de bienes públicos. Supone una fuerte iniciativa social, lo cual, a su vez, implica actores sólidos y un sistema político cerrado a las demandas sociales. Puede concluir en formas de negociación y concertación, pero también en formas autoritarias de exclusión.

    Finalmente, cuando el entorno político es desfavorable y las identidades sociales débiles, el resultado es la no participación, la desmovilización social en torno a bienes públicos y el desinterés del sistema político por propiciar la intervención ciudadana. En este caso se abre el camino a otras formas de relación entre la sociedad y el Estado: el clientelismo, el populismo, el autoritarismo, el asistencialismo, o una combinación de ellas.

    2. La participación ciudadana en Colombia: antecedentes

    Desde mediados de los años ochenta del siglo pasado Colombia le apostó a la institucionalización de la participación ciudadana. Esa decisión no fue aleatoria, ni producto del capricho o de la capacidad visionaria de algunos dirigentes políticos del país. Fue el resultado de una coyuntura social y política compleja que combinó dinámicas sociales, procesos políticos y contextos de violencia.

    2.1. Exclusión social y política

    La apuesta por la participación ciudadana fue una respuesta de la clase dirigente a la crisis de legitimidad del régimen político colombiano. Esa crisis tenía dos caras: de un lado, la incapacidad del Estado para reducir las crecientes desigualdades sociales, de otro, el cierre institucional del régimen a la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas.

    Después de la Segunda Guerra Mundial Colombia mostró una dinámica económica notable, reflejada en un acelerado proceso de industrialización, la ruptura con formas tradicionales de vida y el mejoramiento de varios indicadores sociales.¹⁸ Sin embargo, esos avances a nivel agregado contrastaban con la distancia entre ricos y pobres, entre la población rural y la población urbana.¹⁹ Por el contrario, la brecha social se amplió, mostrando cifras preocupantes a mediados de la década de 1980.²⁰

    Estos resultados pusieron en evidencia, entre otras cosas, el fracaso de las políticas sociales: enmarcadas en un modelo de estirpe desarrollista, las políticas económicas privilegiaban la creación de condiciones para la inversión privada más que la generación de empleo productivo y el mejoramiento de los ingresos de la población; la ampliación de la oferta de servicios de educación y salud no lograba una cobertura universal; la seguridad social cubría apenas a una pequeña parte de la población, especialmente trabajadores organizados del sector formal en las áreas urbanas; los pequeños campesinos, luego del fracaso de la reforma agraria de 1961, quedaron abandonados por un Estado interesado solo en subsidiar la gran propiedad; la construcción de vivienda popular terminó favoreciendo a estratos medios y medios-bajos, dejando por fuera a las capas más pobres de la población, en fin, la política de seguridad era ineficaz para atajar la alarmante incidencia de la violencia urbana y rural: la tasa de homicidios pasó de 34 por cien mil habitantes en 1980 a 86 por cien mil en 1991.

    La otra dimensión de la crisis del régimen tiene que ver con el cierre institucional del Estado a la participación ciudadana. El sistema político, construido con base en un esquema bipartidista, fue excluyente en un doble sentido:

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