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Vivir: Tratado de la desesperanza y la felicidad/2
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Vivir: Tratado de la desesperanza y la felicidad/2

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"La fe salva, luego miente, decía Nietzsche. El materialismo es más difícil. El ateo, que no cree más que en la naturaleza, sólo puede constatar que la naturaleza es amoral. [...] Pero entonces, ¿para qué la virtud? ¿Y por qué resistir a lo peor? Absurdamente virtuoso o lógicamente malvado, el ateo sólo puede elegir, aparentemente, entre una moral sin razón y una razón sin moral. Epicuro o Sade: la virtud, diría Kant, está de lado del primero; pero la lógica, del segundo. Y sin duda el materialista puede elegir. Pero, al no poder pensar la elección que ha hecho de sí mismo, debe a cada instante sufrirse como un destino y aceptarse en la virtud o en la falta. Helo aquí, hecho entre los hechos. Incapaz de juzgarse no le queda sino vivir."

Vivir, segundo libro de la obra magna de Comte-Sponville, termina el proyecto iniciado con El mito de Ícaro, título inaugural de la colección Teoría y crítica.


En estas páginas presentamos el volumen que cierra la obra más ambiciosa y significativa de su autor, Tratado de la
desesperanza y la felicidad. La apuesta de Comte-Sponville consiste en devolver a la filosofía su auténtico sentido. Un sentido que, lejos de los juegos verbales de moda hace unos años y lejos, asimismo, de la mera y estéril erudición, debe centrarse en el arte de vivir y de pensar que desde antiguo recibió el nombre de sabiduría. Sabiduría materialista y, por ello mismo, irreligiosa, que encuentra en la crítica de las ilusiones la alegre desesperanza por la que la felicidad se hace pensable y posible.
LanguageEspañol
Release dateJul 20, 2015
ISBN9788491141211
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    Vivir - André Comte-Sponville

    T.].

    4

    LOS LABERINTOS DE LA MORAL: ¿MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL?

    «Cuando obramos, ya actuemos necesariamente, ya libremente, siempre somos guiados por la esperanza o por el miedo. Por tanto, mi detractor está equivocado al afirmar que yo sostengo que no dejo lugar alguno para los preceptos y los mandamientos»

    Spinoza

    «Cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza»

    Spinoza

    I

    Lo más difícil es la moral.

    Es lo más difícil en la vida. Sin esta dificultad la moral no sería tal y como es: exigente, severa y adquirida sólo con esfuerzo. En una pendiente se puede subir o bajar. Subir es más difícil. La moral es precisamente esta dificultad.

    Para el materialismo, la moral es también lo más difícil de pensar. En la moral, como en otros ámbitos, las religiones se encuentran más cómodas. Esto es normal, pues existen para esta comodidad máxima de vivir y de pensar. «La fe salva», decía Nietzsche, «luego miente». El materialismo es más difícil. Quizás es también más moral.

    Aquello que ya vimos en política y en arte nos permitirá ahora ir más rápido hacia lo esencial. En relación con la moral hay muchas formas de ser religioso y muchas formas de creer. Pero quizás haya sólo una creencia: la de que el Bien existe. Con eso les basta. Todas las religiones coinciden en lo siguiente: como el Bien existe (en Dios) no se debe hacer el mal. En eso consiste la moral de todas las religiones. La cuestión radica en saber si toda moral es religiosa. Una moral verdaderamente atea diría exactamente lo contrario: puesto que el bien no existe es preciso hacerlo. Moral de la desesperanza. Trataremos de pensar su posibilidad.

    «¿Y para qué?», se preguntarán algunos. «Abandonad esas viejas manías… Si no existe el bien, ¿qué os importa esa nada? ¿Por qué despertar los antiguos temores? ¿Para qué avivar remordimientos y temblores?». «Basta de Ley» —afirman—, «basta de mandamientos… La moral murió al mismo tiempo que Dios. Dejad sus despojos a los sacerdotes necrófagos…».

    Los oigo disculparse. Estas palabras de hoy no son nuevas. Siempre hubo gente para afirmar que la moral no existe, justificando así su inmoralidad. Hasta los más malvados buscan excusas rindiendo culto a la negación de la virtud. Contra estas pretensiones basta un solo hombre bueno para restablecer la evidencia del valor de la virtud. La escasez de estos hombres no es tan insólita como para hacer que no existen.

    Hombre de bien, virtud… Aquí estamos, en la trampa de las palabras. Las reticencias de nuestra época respecto de la moral son en primer lugar de vocabulario. El bien, el mal, la culpa… ¡Todo eso parece tan anticuado! Y muchos creen haber resuelto el problema porque han renunciado a las palabras que servían en otro tiempo para plantearlo. Según ellos la virtud es una lengua muerta.

    A menudo he notado en mis clases que los adolescentes, o muchos de entre ellos, estaban convencidos (al menos eso decían) de no tener moral y de que las palabras «vicio» o «virtud», «bien» o «mal» carecían de sentido, les parecían inútiles y pasadas de moda, como antiguallas de desván. De repente me sentía muy anticuado, pues las utilizaba. «¡Yo no tengo moral!», me decía alguno de ellos con sinceridad. Es posible. Pero, ¿traicionarías a un amigo?, ¿torturarías a un niño?, ¿condenarías a un inocente? Apenas conozco a alguno que me haya respondido que sí (en efecto, incluso si nadie los viera, no lo harían); finalmente terminaban confesando que no estaban tan lejos de la moral o de las palabras con las que yo la nombraba. Por razones históricas que se podrían analizar, el lenguaje moral ha envejecido, y de mala manera. La moral misma ha cambiado y, más aún, la manera de hablar de ella. Aquello que era vicio ya no lo es y algunas virtudes ya no pasan como tales. Pero el hecho moral permanece; un hecho que resiste tanto a las palabras como a su desaparición o desuso. Siempre se podrá llamar «héroe» a un verdugo y elogiar a los embusteros y a los asesinos; o bien callarse y hablar de otra cosa… Pero así no se anula la tortura, ni el crimen, ni la mentira. Y mucho menos el horror que —en mayor o menor medida— nos inspiran, sean cuales sean las palabras que utilizamos para hablar de él o enmascararlo. Este horror es el hecho donde comienza la moral. «Se trata al menos de decir no» [1].

    Así, todo el mundo tiene su moral desde el mismo momento en que no acepta todo. Y muchos, que pretenden no tenerla, sin embargo se refieren a ella cotidianamente, incluso cuando hacen como que la ignoran. Como en muchas otras cosas, los adolescentes nos dan miles de ejemplos de ello, y su pretendida amoralidad es a menudo virtud, puesto que son todo lo contrario de un Tartufo. Pero dejémoslos a un lado. Basta una sola pregunta para que cada cual pueda atestiguar esta exigencia del hecho moral; o más bien, una sola respuesta a una pregunta que —para que todo el mundo la comprenda— se puede formular coloquialmente: ¿notas alguna diferencia entre un cabrón y un buen tipo? Si la notas significa que posees cierta moral (en referencia a que evalúas esta diferencia) y te concierne lo que digo. Si no… Si no, no habrías leído hasta aquí.

    Ahora bien, si hay alguna diferencia, nos queda por saber cuál es su legitimidad. Al fin y al cabo, se dirá, ¿no será por miedo, o bien por interés, que este «hombre de bien» del que hablamos evita cometer crímenes que otros más audaces o menos calculadores tienen el coraje de llevar a cabo? Y, lejos de ser mejor que los otros, ¿no es acaso más cobarde o más hipócrita? ¿O sencillamente más torpe e incapaz de hacer el mal sin dejarse atrapar? ¿Es acaso la moral otra cosa que la coartada de la debilidad?

    Este género de discurso posee sus propias credenciales desde hace más tiempo del que se cree. Ya Platón nos dio de ello dos buenos ejemplos: Giges [2] y Calicles [3]. Los dos hombres son muy diferentes, pero en el fondo concuerdan en lo esencial. Para ambos, la moral es el discurso hipócrita de los débiles y de los cobardes, que llaman «mal» a aquello que no tienen la fuerza para hacer o temen que se les haga, y «bien», al respeto de las leyes cuya función no es otra que la de protegerlos. La moral no es sino expresión del miedo, dicen ellos, y no tiene otra legitimidad. Si el miedo desapareciera, la moral también desaparecería. Los buenos no son mejores que los malos; son menos audaces (Calicles) o menos hábiles para esconderse (Giges). Platón narra el ejemplo de este último con una nitidez extrema.

    Giges es un pastor. Hoy sería empleado de banca o peluquero, ni mejor ni peor que otro. Podría ser cualquiera de nosotros. Pero he aquí que encuentra, en circunstancias sorprendentes que Platón narra con gran detalle, una sortija: ¡un anillo milagroso que, cuando él quiere, lo vuelve invisible! Es todo lo contrario de Edipo, que se arranca los ojos para no ver el mal que había hecho: Giges posee el instrumento para que no podamos ver lo que va a hacer. En lo demás, las dos historias se parecen curiosamente:

    En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes; y una vez allí sedujo a la reina, y con su ayuda mató al rey y se apoderó del gobierno [4].

    La conclusión filosófica de la historia, según Glaucón, es la siguiente:

    Por consiguiente, si existiesen dos anillos de esa índole y se otorgara uno a un hombre justo y otro a uno injusto, según la opinión común no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino [5].

    Siempre me ha parecido que este texto era mucho más impactante y profundo que las baladronadas de Calicles. Pues aquí encontramos, en efecto, el problema que estamos analizando. ¿Hay algo en la moral que escape del juego colectivo de fuerzas y de deseos, algo que distinga, no en su apariencia o en su inserción social, sino en sí mismo (solo y desnudo, como dice Sócrates en otra parte), al bueno del malo o a lo mejor de lo peor? En este texto, Glaucón quiere demostrar que no lo hay, y para ello retoma (y anuncia…) numerosos análisis críticos cuyo rigor el materialismo apenas podrá superar. En pocas palabras: no hay hecho moral porque el justo y el injusto, el bueno y el malo persiguen ambos el mismo fin (o como dice Glaucón, «los mueve el deseo» [6]), y sólo divergen en la elección, puramente táctica, de los medios. El anillo mágico, al dispensar a quien lo lleva de cualquier preocupación táctica (en cuanto a los medios), hace aparecer la identidad de los fines a la luz del día, si vale la expresión. La fuerza de este ejemplo reside en la posibilidad que cada cual tiene de experimentar en soledad y de forma rigurosa la imaginaria y crucial experiencia, repitiéndola por su cuenta. Intentemos imaginárnoslo sin engañarnos, si podemos. Tú eres Giges. Posees el anillo. Eres invisible cuando quieres, tanto tiempo y tan a menudo como quieres. Nadie te observa salvo tú mismo. Ningún hombre te ve; ningún dios te juzga. Ahora piensa: ¿qué harías?, ¿qué no harías? Aquí tiene tu alma su piedra de toque. Todo lo que hoy te prohíbes, desde el asesinato hasta el robo, desde la violación hasta la indiscreción («apoderarse impunemente de lo que se quiera, entrar en las casas, matar a quien se quiera, acostarse con la mujer que se prefiera…»), todo lo que quizás harías si tuvieses ese poder maravilloso de Giges, todo eso no habla de tu honestidad, benignidad, discreción o respeto (en resumen, no es moralidad), sino de tu miedo, tu prudencia, tu amor propio o tu cobardía. ¿Virtud? En absoluto. Hipocresía.

    Haz una vez la experiencia, quiero decir, interiormente, con toda la seriedad de la que seas capaz. Y después considera la imagen que te devuelve de ti mismo. El anillo de Giges es un espejo singular que sólo te mentirá cada vez que te mientas a ti mismo. ¿Entonces? ¿Qué harías? ¿Qué no harías? Piénsalo bien. Giges lo hizo todo, incluso lo peor, y murió siendo rey. ¿Y tú? ¿Qué harías? Glaucón dice que el bueno y el malo harán las mismas cosas, cometerán los mismos crímenes. El bueno no es pues verdaderamente bueno, y el malo no es peor que cualquier otro. No hay moral. Todo se reduce al principio de placer (en cuanto a los fines) y al principio de realidad (en cuanto a los medios). Sólo existe el deseo. Cada cual lo sigue de la forma que puede. No hay virtudes: tan sólo hay precauciones. Nada de moral. Prudencia. Las únicas reglas son las de la eficacia, y las únicas leyes, las civiles. Desesperanza. No valemos nada.

    De acuerdo. Sin embargo, Glaucón no cree en ello. Nosotros tampoco. Afrontemos el problema. Supongamos que eres Giges y tienes el anillo. He aquí que vas a hacer ahora numerosas cosas que no harías hasta este momento. Y eso no es moralidad. Es prudencia. Esto es lo que hay. Que cada cual se confiese a sí mismo sus ejemplos; que cada cual compruebe sus debilidades e ignominias. Si tuviéramos el anillo toda nuestra vida cambiaría, nadie duda de ello, y muchos de nuestros comportamientos «morales» desaparecerían, revelando así su amoralidad de siempre. Es cierto. Pero Glaucón no está convencido de ello. Y nosotros tampoco.

    La razón de que no estemos convencidos es en última instancia simple. Si tuviéramos el anillo, seguramente haríamos muchas cosas que hoy no hacemos; y sin duda dejaríamos de hacer otras a las que hoy nos sentimos obligados. De acuerdo. Pero ahí no acaba todo. Hay cosas que, incluso entonces, nos prohibiríamos hacer; y otras desagradables a las que, incluso entonces, nos sentiríamos obligados. El anillo de Giges es un espejo singular: nos devuelve nuestros vicios al desnudo, pero al mismo tiempo nos muestra nuestras virtudes mucho más nítidas. Es decir, no somos tan buenos como tratamos de parecer, pero somos mejores de lo que podríamos temer. No debemos ignorarlo. Doy fe de que algunos de entre nosotros, si tuvieran el anillo, se servirían de él para hacer más bien del que pueden u osan hacer hoy y, en cuanto a las faltas, añadirían algunas insignificantes a las que hoy realizan. Conozco a algunos que no mentirían por nada del mundo. Giges no puede quererlo todo. O más bien, nadie puede quererlo. A no ser que se sea invisible también para sí mismo… Pero, ¿quién puede serlo? Dostoievski se equivocaba: aunque Dios no exista, no es cierto que todo esté permitido. Pues —invisible o no— no me puedo permir todo: todo, eso no sería digno de mí. Mi moral es esta dignidad y esta exigencia.

    Giges no tiene un poder absoluto. Tampoco Calicles. Incluso siendo invisible, incluso invencible, hay actos que no puedo permitirme hacer y otros a los que me siento obligado. Y aunque cometiera los primeros y me eximiera de los segundos no por ello dejaría de diferenciar, por muy invisible que fuese yo, los actos que realizo con satisfacción y orgullo, aunque esté en soledad, de los actos que me hacen sentir minusvalorado y herido en lo más íntimo, aunque no me vea nadie. Podría poner más ejemplos sobre este asunto, pero son suficientes. «La moral», escribe Alain, «consiste en saberse espíritu y, por esta razón, obligado absolutamente; pues nobleza obliga. No hay otra cosa en la moral que el sentimiento de la dignidad» [7]. Y en efecto toda falta es indigna, y por eso mismo es falta. Giges no lo puede todo, ni nadie. Todos estamos desnudos, aquí, y solos ante sí mismos. Soledad de la moral. Narciso ha cambiado de espejo.

    La moral marca de esta forma el límite de cierto materialismo, cínico o destructor, del cual Sade, después de otros, proporciona un ejemplo bastante sugerente. Como se ha dicho, Dolmancé es un maestro de escuela tremendamente enfático e ingenuo hasta la médula [8]. Y es verdad que siempre se podrá invocar la naturaleza contra la moral, y las leyes de aquella contra nuestros principios. Pero esto no sirve de nada. Las primeras sólo anulan a los segundos cuando éstos no saben anular a aquéllas. Que la tortura, por ejemplo, sea real (por lo tanto natural) no altera en nada el hecho (también real y, en este sentido, natural) de que nosotros la juzguemos inmoral o malvada. Son sin duda dos órdenes diferentes; pero esta diferencia garantiza su independencia recíproca. Y aunque es cierto que ambos pertenecen a un orden común (que sería el orden completo de la naturaleza), esta comunidad prohíbe a su vez que uno pueda recusar al otro: eso no es posible ni de hecho (puesto que en la naturaleza todo es real), ni de derecho (puesto que en la naturaleza todo vale lo mismo). La cultura forma parte de la naturaleza; y el espíritu también es real. Por eso mismo es tan vano querer negar la moral en nombre de la naturaleza como querer negar la naturaleza en nombre de la moral. En el fondo, Sade es un cátaro, pero al revés. Y este «realismo» escoge con mucha facilidad la realidad que le conviene. Filosofía de tocador, en efecto, y confortable. En primer lugar, debemos considerar el hecho moral con la misma seriedad que, por ejemplo, los hechos físicos, artísticos o políticos. Quien los niega experimenta a lo sumo que los ignora. Así, no es más materialista quien niega la realidad de la experiencia moral (aunque sea ilusoria), que quien niega, como ya vimos [9], las experiencias políticas o estéticas. Quien no goza con el arte no por ello impide su existencia; y quien nose-mete-en-política está, a pesar de todo, metido en ella. ¿Por qué iba aquí a ser distinto en la moral? Es evidente que un cabrón no anula la virtud. Al contrario, la necesita para ser tal y como es. Laberinto: se puede salir de la virtud, pero no de la moral. Todos los caminos, el bueno y el malo, están presos en la moral, tanto el cielo como el infierno. No basta con querer ser culpable para ser inocente, ni violar la ley para liberarse de ella. Vueltas y revueltas de la moral: querer salir de ella implica encerrarse dentro de ella. El espíritu nos retiene al igual que la naturaleza. El alma, al igual que el cuerpo, es un destino.

    II

    Ante todo, se trata de la moral como un hecho.

    Pero un hecho sólo se prueba a sí mismo. Aunque tengamos una moral, no significa que sepamos lo que vale. Que sea un hecho no garantiza su valor. ¿Por qué respetar este hecho antes que otros? ¿Por qué someterse a él cuando se lo puede evitar? Una piedra que cae no da lugar a tantas historias. La policía (que es la piedra-que-cae de la moralidad) no está siempre ahí, ni tampoco la mirada del otro, ni su juicio. ¿Por qué respetar una ley que se puede violar sin riesgo alguno? ¿Por qué decir la verdad cuando se puede mentir? ¿Por qué dar si se puede recibir? La moral es un hecho, pero la inmoralidad también lo es: hecho contra hecho, ¿por qué elegir uno en lugar de otro? Ésta es la aporía moral del materialismo: la moral es un hecho, pero no puede encontrar en su facticidad el fundamento de su moralidad.

    De ahí la tentación de buscar otra cosa. Algo distinto de lo real, algo que además lo juzgue.

    Se trata en efecto, no de lo que es, sino de lo que debe ser. Sólo esto es estrictamente moral. Los hechos no son más que hechos y no dan lugar a normas. Lo real no habla de su valor. Cualquier moral de hechos (la sociología, la psicología, la historia… pueden realizar estudios objetivos: lo que se denomina morales positivas) es justiciable por un juicio crítico que evalúa su moralidad; pero este juicio es tan sólo posible en nombre de otra moral (una moral de derecho) que podría a su vez ser juzgada por una tercera que la consideraría como un hecho… y así al infinito. Círculo vicioso, pues, donde toda moral queda atrapada y se debate. Pues para el hombre tan sólo hay moral real; pero lo real carece de valor moral. Siempre es necesaria otra cosa.

    Los etnólogos lo saben muy bien: sólo se puede juzgar una moral en referencia a una cultura dada (que comporta ella misma su moral implícita o explícita), y por eso mismo puede ser sometida al mismo tipo de juicio que pretende enunciar. A cada cual sus bárbaros y sus barbaries, sus antropofagias y sus antropoemas… [1]. ¿Cómo juzgar una cultura si no es refiriéndola a otra o a sí misma? Y, ¿por qué ésta en vez de aquélla? No existe una cultura mejor que otra sino desde el punto de vista de una de las dos o, bien, desde una tercera (pero que podría ser la peor a ojos de la primera). Laberinto de costumbres y hábitos… Lo que es virtud para unos es crimen para otros; y nunca se es culpable o inocente de forma absoluta. La antropofagia, la esclavitud, la pena de muerte, la castidad, la homosexualidad, la guerra, el aborto, la eutanasia… Loables aquí, condenables allá, indiferentes en otros lugares… La ablación nos indigna y condenamos a los que en Francia la realizan; pero eso mismo indigna a otros que condenan en lugares distintos a los que la rechazan. Virtud de este lado, crimen más allá… No hay cultura absoluta: lo absoluto sería lo no-cultural por excelencia. Cualquier cultura dada, incluso global, está atrapada en la historicidad de sus normas, tanto más cuanto menos las percibe [2]. Una cultura única (mundial) sería por ello mismo la más relativa. Por tanto, aquí también hay un «relativismo inapelable» [3]. El espíritu está prisionero de sí mismo. Declaramos que todo es relativo o bien juzgamos sin cesar. Pero cualquier moral apela a otra (una moral-espíritu) que la juzga. Y cualquier juicio puede ser juzgado a su vez. Si no estaríamos muertos. O seríamos Dios. Laberinto: el espíritu está prisionero de sí mismo y al intentar fugarse queda atrapado.

    De ahí la tentación de buscar una salida en otra parte. Pero sólo existe un «otra parte» de las cosas de este mundo fuera del mundo, fuera de las cosas: Dios. Parece que es preciso creer en él o renunciar a la moral. Si el mundo no tuviese un afuera, la moral no tendría lugar en el mundo, puesto que ella sólo puede existir aquí en la medida en que no está aquí. Wittgenstein lo comprendió bien después de Kant: la moral sólo es posible si existe algo distinto de los hechos, algo distinto de los fenómenos, algo que escapa al mecanismo de la necesidad natural (como decía Kant) o al ser-así del mundo (como decía Wittgenstein) [4]. Un libro que contuviera la descripción completa y exacta del mundo, con todos los movimientos de todos los cuerpos, todas las proposiciones de todas las ciencias, todas las ideas y todos los sentimientos de todas las almas, en definitiva, un libro que fuera el recuento exhaustivo de todos los hechos (el conjunto de todas las proposiciones verdaderas), semejante libro no contendría ningún «juicio de valor absoluto» [5] («cualquier juicio de valor relativo [sería] un simple enunciado de hechos») [6], ni por consiguiente ningún juicio propiamente moral o, en el lenguaje de Wittgenstein, ético [7]. Ya decía Kant, y Wittgenstein estaba convencido de ello, que no basta con «contemplar el mundo» para darle un sentido, pues «del hecho de que el mundo sea conocido no puede originarse ningún valor para la existencia del mundo» [8]. De tal modo que (en esa «contemplación», en ese libro…) habrá «solamente hechos, y nada más que hechos; hechos, pero nada de ética» [9]. Describir un asesinato, por ejemplo, «con todos sus detalles físicos y psicológicos» no es juzgarlo: «la pura descripción de esos hechos no contendrá nada que podamos llamar una proposición ética», y el asesinato «estará exactamente al mismo nivel que cualquier otro acontecimiento, como por ejemplo la caída de una piedra» [10]. Sin duda alguna, encontraríamos en ese «inmenso libro» la descripción psicológica de los personajes del mundo y también (algo similar a lo que ocurre en algunos cuentos de Borges) nuestras propias reacciones y juicios de valor ante los hechos narrados en ese libro (por ejemplo ante tal o cual asesinato). Pero esas reacciones y esos juicios serían entonces considerados ellos mismos como hechos y, por consiguiente, no tendrían valor. La descripción del mundo, el informe de «todo lo que ocurre» [11], no comportará jamás proposiciones del tipo «eso está bien» o «eso está mal» (lo que Wittgenstein denomina «juicios de valor absolutos», que serían proposiciones estrictamente morales), sino solamente proposiciones del tipo: «yo digo (o fulano dice) que eso está bien» o «yo digo (o fulano dice) que eso está mal»…, que sólo son juicios de hechos. Al igual que también lo son: «yo digo que digo que eso está bien» o «yo digo que digo que eso está mal»… Laberinto: cadena de hechos, cadena de proposiciones… Y así hasta el infinito. «Todas las proposiciones tienen el mismo valor» [12], razón por la cual no puede haber «proposiciones éticas» [13]. Describir el mundo (incluida la descripción de las morales que existen en el mundo) no es juzgarlo. Pues sólo se pueden describir hechos, y los hechos nada valen. De este modo, la moral cristiana tradicional condena el aborto: como un hecho, pero no dice nada sobre el valor de esta condena. Actualmente la moral dominante en Francia lo tolera: es otro hecho, pero tampoco dice nada sobre el valor de esta tolerancia…Todos los hechos, en tanto que hechos, se equiparan porque no valen nada. Ahora bien, el mundo no está hecho sólo de hechos. El mundo es horizontal: «una piedra, el cuerpo de un animal, el cuerpo de un hombre, mi propio cuerpo, todos ellos están al mismo nivel. De ahí que cuanto sucede, tanto si ocurre con una piedra o con mi cuerpo, no es bueno ni malo» [14]. Desesperanza: el mundo no nos dice nada de lo que vale y nada vale la pena ser dicho. De ahí ese texto esclarecedor del Tractatus en donde se manifiesta el destino del sentido y de Dios:

    El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor. Si hay un valor que tenga valor ha de residir fuera de todo suceder y serasí (So-sein) […] Ha de residir fuera del mundo [15].

    Pues el valor no es valor más que con la condición de no ser un hecho. Pero si no es un hecho no está en el mundo [16]. Es preciso que haya otra cosa o que el valor no sea un hecho. «La ética, de ser algo, es sobrenatural» [17]. Desesperanza o religión.

    Religión: fue la vía de Platón, después la de Kant. Me gustaría ir rápido ahora. Es el punto fuerte del idealismo y se lo puede mostrar sin grandes rodeos. Los sacerdotes se encuentran ahí como en su casa: la moral es la iglesia del espíritu.

    Empecemos con Platón, que no ignoró la inmoralidad del mundo. La caverna es la caverna: el crimen a menudo compensa, mientras que Sócrates fue condenado a muerte. La «gran bestia» tiene sus instintos y sus apetitos, su cólera y sus debilidades, que se puede aprender a conocer y a utilizar [18]. Pero eso no constituye moral alguna. Ciertamente, se pueden «denominar buenas a las cosas que a [la gran bestia] regocijan y malas a las que la oprimen» [19]. Son tan sólo calificaciones de hecho, imposibles de legitimar. Esta necesidad, como dice Platón, no constituye valor alguno. Se puede de esta forma describir lo que se hace y lo que no se hace, lo que está bien visto y lo que está mal visto, lo que merece castigo y lo que es recompensable… Moral de sociólogo. Pero nada de eso nos enseña algo sobre lo que debe hacerse. Sócrates fue condenado a muerte, mientras que Giges se convirtió en rey. Sin embargo, debemos parecernos a Sócrates. ¿En nombre de qué? Aquí radica todo el problema de la moral. La moral sólo es posible de este modo. Necesidad no hace ley. Los hechos nada prueban contra la virtud.

    Estos dos órdenes —la necesidad y la virtud, la «gran bestia» y el hombre de bien— cohabitan; y el rol de la política, ya lo vimos [20], consiste en organizar esta cohabitación bajo la dominación del bien. La función del rey-filósofo es la de imponer su virtud como necesidad, lo que precisamente constituye una dictadura del orden moral. Sin embargo, la política es incapaz de fundar la moral, puesto que es la moral, al contrario, la que debe legitimar la buena política. Si no, un círculo vicioso nos encerraría aquí en la necesidad. Seríamos los prisioneros de la caverna y de la gran bestia. Si la moral escapa de la política (y es necesario para que pueda juzgarla), es porque viene de otra parte. Sólo la trascendencia nos salva del círculo vicioso (del laberinto, que es el círculo de los vicios) y nos libera de la caverna. ¿Ícaro? Ciertamente no; pero sí el hilo de Ariadna del bien que es el «hilo de oro» [21] de la Divinidad. Por tanto, es preciso salir de la caverna (religión) para volver a ella (política) [22]. La moral establece el lazo entre esos dos mundos, lo que podría hacer creer que hay dos morales: una moral política y una moral religiosa. Pero esto es demasiado decir, pues esas dos morales no son más que una, que es el propio platonismo: enteramente político, enteramente religioso, pasando perpetuamente de uno a otro orden. Y por eso mismo, antes que nada, enteramente moral en razón de este ir y venir. Si hubiese dos mundos, sería necesario pagar un precio por ello. Pero si sólo hubiera uno, no habría moral alguna.

    Nuestro mundo es el de las sombras y la noche, el mundo del mal y de la desgracia. Por eso mismo es necesaria la moral. Los seres perfectos no tendrían necesidad de ella. Únicamente el mal, combatido por la moral, justifica su existencia. Está bastante claro que la moral sólo tiene sentido por la ausencia del Bien [23]. Planteado esto, lo demás viene sólo. Pero si el bien estuviera absolutamente ausente o si no existiera no podríamos conocerlo (ignorando incluso su posibilidad y por ello mismo su ausencia: lo echaríamos tanto de menos como Luis XIV el teléfono), y la moral sería imposible. Es preciso pues que el Bien exista, pero en otra parte. Todo el platonismo reside ahí, y es posible que comience con la ausencia del Bien, cuya carencia designa desde lejos, como si dejara un hueco, lo absoluto, la suprema e inaccesible presencia. Lugar en donde se siente a Dios en su carencia, que se muestra ocultándose. Aquí abajo, lo divino no brilla más que por su ausencia. Sólo da sentido al mundo cuando se retira. La idea de modelo, tal y como el Timeo la evoca [24], lo expresa bastante bien. El modelo está presente en el cuadro, a su modo, pero solamente por su ausencia (el cuadro no es el modelo, pero sin éste no habría cuadro). Aunque lo que hace ser cuadro al cuadro es a la vez el modelo (sin el cual el cuadro, según Platón, no sería nada y sobre todo no valdría nada) y la ausencia del modelo (sin el cual el cuadro no sería un cuadro, sino la realidad misma). «Esto no es una pipa», dice una conocida obra de Magritte. El mundo de Platón podría decir lo mismo (y lo dice, según el propio Platón): esto no es Dios. De ahí la nostalgia de siempre: lo Divino, que está en el origen de todo, no está presente en ninguna parte. Y el mundo no es inteligible más que por el vacío de sentido. De ahí, sin duda, el mito del Político: ese mundo «abandonado a sí mismo», como dice Platón, ese mundo «dejado de la mano de Dios» [25], abismándose en un desorden cada vez más grande, es nuestro mundo. Somos los coetáneos de lo peor. Pues todo procede del Bien en sí, pero también se aleja de él. Religión: descenso. Estamos en la bajamar de la creación, en el gran reflujo del sentido y del ser. Nuestro mundo sólo es mundo en la medida en que no es el verdadero mundo. Sólo es real por su ínfimo-ser, por completo engullido en este abismo (que es el mismo mundo) que lo socava y lo sumerge. Mundo submarino, si se quiere, como la Atlántida [26], y sin embargo siempre en marea baja, con todos esos desechos y ese olor a cieno y a nada, y ese vago recuerdo que tenemos como un remordimiento, como el eco lejano (más allá de la muerte, se diría) de una eternidad de olas… Nuestro mundo es la Atlántida, pero aún peor que ésta. Estamos sumergidos en la ausencia, engullidos en un mar desaparecido.

    Se trata quizás de la cota más profunda de Platón. Creo que debió de espantarlo a él mismo. El mundo sólo vale por lo que le falta y sólo existe por defecto. Para que un mundo pueda juzgar a otro, la moral debe suponer esta escisión de lo real, esta grieta por donde nuestro mundo se hunde. Abismo del platonismo: ¡el ser está en otra parte, el ser es lo que falta! Este gran hundimiento de todo —nuestro mundo, nuestra caverna— hace que el cielo sea posible y creíble para quien así lo desee. El ser es el Bien y el Bien no está aquí. Sin embargo, es absolutamente real, absolutamente verdadero, pero (puesto que estamos aquí abajo prisioneros del mal y de la nada) está en otra parte. Y quizás es mucho más resplandeciente por no estar nunca aquí, demostrado por defecto (si nos falta es porque existe, si no está aquí es porque está en otra parte…), ¡maravilloso en su distancia y su absoluto!, ¡deslumbrante en su ausencia! El Bien es lo verdadero, pero lo verdadero se nos escapa. El valor y el ser están del mismo lado, pero nosotros en el lado opuesto. Como se ve, el precio a pagar no es pequeño. Pero fue necesaria esa escisión para explicar y combatir el mal —asesinaron a Sócrates—, justificando así la existencia (e incluso la posibilidad) de una moral. Asesinaron a Sócrates y Giges se convirtió en rey. La moral parte de ahí. Mejor dicho: ella parte desde ahí. «Es menester huir de este mundo hacía allá con la mayor celeridad», dice Platón [27], y esta fuga define la virtud al mismo tiempo que la posibilita. Si nuestro mundo fuera el único, los sofistas tendrían razón, y la gran bestia constituiría la única ley. No habría más que hechos por doquier y ningún valor en ningún lado. Sería un mundo pleno de necesidad. No habría que albergar esperanzas de bien ni de virtud y habría que someterse a la única fuerza. Giges sería Giges, y punto, y Sócrates habría muerto para nada. No habría moral; a lo sumo, costumbres. Nada de hombres de bien; a lo sumo, gentes respetables …, porque respetados. Si la moral es posible se debe, por el contrario, como siempre dice Platón, a que existe «algo justo en sí», «bueno en sí», «bello en sí» —las ideas del mundo inteligible, y en primer lugar el Bien en sí—, cuya ausencia en este mundo de aquí provoca todo el mal y a la vez la exigencia del bien. Nuestro mundo es un lienzo vacío o más bien caótico que intentamos llenar y ordenar copiando el modelo que el cielo de las Ideas nos presenta [28]. Es cierto que la virtud es un arte figurativo, pero también es sobrenatural: ella es la imitación, en el mundo de aquí, del otro mundo. Es una mimesis de la trascendencia. Por eso la moral y la religión son indisociables: en los dos casos se trata (que no son sino uno) de «hacerse, mediante la práctica de la virtud, tan parecido a la divinidad como le sea posible al hombre» [29]. Se podrían retomar aquí los desarrollos esbozados a propósito de la política platónica: puesto que el Bien es (puesto que el ser es bueno), la verdadera virtud, al igual que la verdadera política, es ciencia en el sentido que Platón le da a ese término [30]. Tradicionalmente se denomina a esto el intelectualismo platónico, que es la pareja de su dogmatismo político: nadie es malo voluntariamente y el mal es tan sólo un error. Esta ciencia moral (que «tiene por objeto el bien y el mal») [31] puede y debe ser enseñada como cualquier ciencia: Sócrates no hacia otra cosa [32], pues esta pedagogía del alma define precisamente a la filosofía. Pero, como se sabe, está reservada a una elite. Para los demás, Platón afirma que existe a pesar de todo otra virtud, una virtud de opinión (que no es por tanto «ni ciencia ni ignorancia», sino «algo intermedio» entre la una y la otra) [33], que por supuesto es inferior a la primera y que procede de una inspiración divina [34] o de un aprendizaje «mediante el hábito y el ejercicio» [35]. Hay pues dos tipos de virtud, una filosófica y otra popular (la cual se divide a su vez en dos, según proceda de la inspiración o del adiestramiento), pero una sola moral cuya unidad garantiza, más allá de la diversidad de sus formas posibles, la unicidad del Bien. Sin duda alguna hay varias formas de volverse bueno, incluso varias maneras quizás de seguir siéndolo. Pero, en todos los casos, sólo un único bien lo juzga y lo permite. El idealismo impone su ley: aquello que debe ser (el valor, el ideal) ya lo es verdaderamente, pero en otra parte. Y las cosas de aquí abajo sólo valen por la presencia en sí de esa ausencia [36]. Platonismo, religión: la vida sólo vale por sus vacíos. La vida sólo vale por la muerte.

    Ahí se funda la moral mortífera de Platón: la virtud no es de este mundo y nadie será virtuoso salvo abandonándolo [37]. En sentido estricto, se trata de una mortificación: «purificar el alma [es] separarla lo más posible del cuerpo», y «esta liberación y esta separación [es] exactamente aquello que se denomina muerte» [38]. Por tanto, los verdaderos filósofos están «ya muertos» [39], y por esta razón son —sólo ellos— los verdaderos santos y los verdaderos bienaventurados. Ciertamente se trata de una «apología de la muerte» [40] que no solamente encontramos en Sócrates. Sólo el alma liberada «de la locura del cuerpo» es absolutamente santa. En última instancia, vivir es un pecado salvo si se desea la muerte [41]. Y ya sabemos en qué medida la religión —quizás todas las religiones— encuentra siempre en ese deseo de muerte el horizonte de su moralidad. Se necesitan dos mundos para que la moral sea posible, y nosotros vivimos en uno de ellos: no podríamos esperar nada de la virtud si no hubiese nada que esperar de la muerte. Volvemos a encontrar en Kant [42] el espíritu del Día de Todos los Santos que ya inspiraba a Platón. La salvación está más allá y la santidad viene de ultratumba. Aquí abajo nunca hubo otro asunto que el de alcanzar la muerte; y aunque el suicidio está prohibido, será preciso en primer lugar hacerse digno de ella y dejar a los dioses (pues somos sus esclavos, su propiedad) el cuidado de juzgarla [43]. La muerte ha de merecerse. Es la recompensa suprema y la suprema esperanza.

    Se comprende el porqué: al dar por descontado que la muerte nunca está presente, basta la esperanza para definirla, pues ésta agota la realidad de aquella. «El premio es bello y la esperanza grande» [44]. Pero nada se sabe del premio, salvo la esperanza que se tiene de él. Sólo la fe otorga existencia a la muerte. Imposible de vivir, imposible de experimentar, la muerte es lo que se espera, lo que no puede más que esperarse. Es la esperanza misma (y quizás cualquier esperanza es de muerte). Se ve por qué la moral tiene necesidad de ella: la esperanza (como la muerte) es aquello que nunca será un hecho, nunca de este mundo, nunca real. O mejor aún (pues es preciso distinguir aquí la esperanza de su objeto), la esperanza es, en este mundo, el pensamiento de lo que no está en él; y que sólo está en este mundo en tanto en cuanto no está en él. Esperanza real, en este sentido, pero en la medida en que su objeto no lo es; esperar lo real sería contradictorio. Porque toda esperanza (como toda muerte) es de fe, que hace ser (en otra parte: en otro mundo) a lo que no es (en éste de aquí). Por tanto, el valor «es preciso que resida fuera del mundo…» Y la esperanza es eso mismo: ese perpetuo afuera del mundo, ese más allá de cualquier acá, esa negación de lo real, ese halo que cubre de sueño y de nada todas las cosas de este mundo… Como digo, es la muerte misma. Sí: lo contrario de la vida, presente e indócil —la vida, desesperadamente viva—, es este futuro soñado que nos gobierna y nos obedece (que nos gobierna obedeciéndonos), que sólo está en el mundo en la medida en que, como dice Platón, «ni es actual ni está presente» [45], siempre faltando. ¿La nada? Si así se quiere, pero producida por la imaginación. Falsa nada pues y falso real: estrictamente una fantasía. La moral es su reino santificado y último,

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