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Viajes de un desmemoriado
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Viajes de un desmemoriado

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Del prólogo de Germán Gullón: "La literatura de viajes de Benito Pérez Galdós representa las sensaciones del viajero y las ideas sobre lo visto, mezclado con sus percepciones individuales, en una prosa de carácter impresionista. El viaje, hecho cada vez en medios de locomoción más veloces, exigía una innovadora forma de expresar el paso de las imágenes, del paisaje visto a través de una ventanilla, del tren o del automóvil.

"Los textos recogidos en este volumen merecen ser leídos para complementar sus novelas y para entender los gustos y observaciones personales de este hombre tan enigmático y reservado, un gran observador de la vida. No son relatos de turista sino de auténtico viajero, del hombre paciente que sabe encontrar matices y diferencias y quiere conocer las costumbres de los sitios visitados. Sus apreciaciones sobre las culturas extranjeras y sobre lo foráneo incluidas en sus obras de creación afianzaron en España el gusto por el arte contemporáneo extranjero e impulsaron el valor del arte y de la artesanía patria.

"Sus viajes por España y al extranjero fueron muy numerosos, llevándole por Inglaterra, Francia e Italia, Dinamarca, Holanda, Portugal, Suiza y Alemania, con amigos como Pereda o Alcalá Galiano, o con la condesa Pardo Bazán.

"La literatura de viajes de Galdós no ha sido tratada con el cuidado que se merece, y este libro sale con la intención de rescatar textos importantes. Los viajes aquí contados vienen a constatar que, a diferencia de la fama que le atribuye la ignorancia, fue un escritor cosmopolita".
LanguageEspañol
Release dateAug 10, 2015
ISBN9788415415381
Viajes de un desmemoriado
Author

Benito Pérez Galdós

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920), novelista, ensayista, dramaturgo y periodista, es considerado el padre de la novela realista española. De su extensa y relevante obra podrían destacarse Fortunata y Jacinta, Misericordia o el titánico empeño de su ciclo Episodios Nacionales.

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    Viajes de un desmemoriado - Benito Pérez Galdós

    VIAJES DE UN DESMEMORIADO

    Benito Pérez Galdós

    Índice de contenido

    Portada

    Título

    Prólogo

    Viajes por España

    I. Cuarenta leguas por Cantabria

    II. Ciudades viejas El Toboso

    Memorias de un desmemoriado

    Viajes por Europa

    Viaje a Italia

    La casa de Shakespeare

    Apéndice

    Cartas de Galdós a Clarín

    Datos técnicos

    PRÓLOGO

    Contexto para las crónicas del Galdós viajero

    Germán Gullón

    Los escritores ingleses que viajaron por la península en los siglos XVIII y XIX fueron los primeros en describir con detalle sobre las gentes, los lugares y los paisajes españoles que visitaban. Unos dejaron constancia de los aspectos pintorescos del paisanaje y otros de nuestras joyas arquitectónicas. El londinense Richard Ford (1796-1858), uno de los más conocidos autores, fue un declarado admirador del museo del Prado y, en concreto, de la pintura de Diego de Velázquez (1599-1660). Tan abundantes fueron estos libros, sobre todo en el siglo del vapor, que bien puede decirse que se trata de un subgénero literario, cuyos contenidos complementan los retratos hechos por los escritos costumbristas del entorno nacional. Los cuadros de costumbres resultan textos muy escuetos, poblados por tipos, casi caricaturas de hombres dibujados con tiralíneas, que el testimonio personal y las descripciones de los narradores de viajes complementarán con la riqueza de sensaciones destiladas de la observación de verdaderas personas, de paisajes y pueblos vistos con sensibilidad. O, afinando la idea un poco más. Las páginas de los viajeros extranjeros enseñarán a los escritores realistas a añadir contenido emocional, que escaseaba en los escuetos retratos costumbristas, y a darles vida.

    La narrativa posromántica, la pintura realista y la naciente fotografía, se afanaban entonces por reproducir la imagen real de los lugares, pues el espíritu positivista de la época así lo pedía. Las obras pertenecientes a este subgénero de la literatura de viajes, como constatará quien lea las páginas siguientes, manifiesta que el interés por representar a la manera romántica, las sensaciones del viajero y las ideas sobre lo visto se mezclan con el gusto de expresar las percepciones individuales, que dotarán a la prosa de un cierto carácter impresionista. Parece como si el viaje, que cada vez se hará en medios de locomoción más veloces, exigiera una innovadora forma de expresar el paso de las imágenes, del paisaje visto a través de una ventanilla, del tren o del automóvil.

    Tras el dibujo en esbozo de los habitantes y los lugares patrios hecho por los costumbristas, fueron los escritores realistas los primeros en dejar testimonio verdadero de la vida urbana, pues se implicaron en la tarea de presentar los espacios ciudadanos desde una perspectiva personal, que incluía la interpretación propia de esos lugares. Leopoldo Alas Clarín inmortalizó la clerical Oviedo bajo el nombre de Vetusta (La Regenta, 1885); Emilia Pardo Bazán bautizó como Marineda a su Coruña natal (La tribuna, 1883); José María de Pereda dejó un inmortal retrato de Santander (Sotileza, 1884). Ya en nuestro siglo, los nombres de Carmen Laforet, Mercè Rodoreda, Eduardo Mendoza, Carlos Ruiz Zafón, e Ildefonso Falcones, entre otros muchos, han puesto a Barcelona en el mapa mundial con Nada (1945), La plaza del diamante (1962), La ciudad de los prodigios (1986), La sombra del viento (2002), y La catedral del mar (2006), respectivamente. La colmena (1951) de Camilo José Cela, y Tiempo de silencio (1962), de Martín Santos, tienen a Madrid por escenario, en una época cuando la capital podía tomarse como el ejemplo de la ramplonería nacional de la posguerra. Asimismo, Dionisio Ridruejo (1912-1975) redactó una excelente y poética Guía de Castilla la Vieja (1973). Desde el 1800 al presente, numerosos escritores han publicado crónicas de sus periplos por el extranjero. Enumero solo a unos pocos: Vicente Blasco Ibáñez, Benito Pérez Galdós, Concha Espina, hasta llegar en el inmediato presente a Juan Benet (1927-1993), autor de un estupendo libro sobre la capital inglesa, Londres victoriano (1989).

    Benito Pérez Galdós (Las Palmas, 1843-Madrid, 1920) firmó una serie de textos de viaje, recogidos en este volumen, que merecen ser leídos, como dije, para complementar sus novelas, y también para entender los gustos y observaciones personales de este hombre, tan enigmático y reservado. Sabemos menos de lo que desearíamos de su vida, lo que deja al lector curioso insatisfecho, aunque sus viajes por fortuna están bien documentados. La biografía del canario describe al autor como un hombre tímido, grandullón, desaliñado, que fumaba sin cesar, hablaba bajo y, en cualquier tertulia o acto público, prefería permanecer callado. Solo la correspondencia que mantuvo con Leopoldo Alas Clarín, con José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán, y otros escritores, permite conocer algunos detalles iluminadores. Sabemos que era un hombre retraído, pero, a la vez, uno sumamente amable y cordial, según dicen cuantos le conocieron. Gustaba de charlar en círculos íntimos y de pasear con los amigos. Por ejemplo, cuando Pereda le visita en Madrid sale con él y con Armando Palacio Valdés a tomarse un «lúpulo», como solía llamar el genio a la cerveza.

    Hay que recordar que siempre vivió rodeado de su familia, tanto en Las Palmas como en Madrid, excepto entre los años 1862 y 1869. Cuando llegó a la capital, en setiembre de 1862, para estudiar Derecho, vivió en habitaciones de alquiler; unas veces con amigos de su tierra, como Fernando León y Castillo (1842-1918), que luego fuera embajador en París y ministro de Ultramar, en la calle de las Fuentes, 3, y después en varios otros domicilios (calles de la Salud y del Olivo) con diversos conocidos. Fueron años de poco estudio formal, pero de mucha observación de la sociedad presente y de asistencia a diversas tertulias, donde tomaba el pulso al ambiente político, así como de ávidas lecturas en el Ateneo antiguo, sito en la calle de la Montera. El aprendizaje en el arte de la seducción femenina ocupaba también bastante de su tiempo. Seguía entonces la recomendación del poeta latino Horacio. Es preferible dejar en paz a las casadas o mujeres que te pueden comprometer, y relacionarse con las mujeres fáciles. Sin embargo, esta libertad le duró menos de lo deseado, porque sus hermanas Carmen y Concha, acompañadas por su madrina Magdalena Hurtado de Mendoza, pusieron casa en la capital, y con ellas vivirá el resto de la vida. Por eso, el tupido silencio que cubre sus numerosas relaciones amorosas se entiende mejor.

    Conviene saber que Benito Pérez Galdós tenía una verdadera obsesión con la propiedad en la conducta. Le parecía de mal gusto hablar abiertamente de asuntos amorosos. Conservamos una carta de abril del 1885, donde Galdós le da a Leopoldo Alas su opinión sobre La Regenta. Le viene a decir que en numerosas escenas la lascivia aparece reflejada con excesiva crudeza, y critica incluso el subido de tono con que Alas trata el adulterio de Ana Ozores. En el mismo texto aquí recogido, en Cuarenta leguas por Cantabria, verán que censura el que un sacristán, guía de la colegiata de Santillana del Mar, enseñe a los visitantes ciertas esculturas un tanto procaces.

    Los dos viajes de París, en los veranos de 1867 y de 1868, acompañando a su hermano Domingo y familia, fueron cruciales para que el joven hombre entendiera la importancia de las capitales, y lo que ellas ofrecen al ciudadano.[1] Allí aprendió de la grandeza de una gran ciudad europea. La capital francesa a esas alturas históricas era una ciudad puramente burguesa, donde los comerciantes no tenían ya nada de revolucionarios, ni querían saber de movidas políticas. Allí conoció el triunfo de la industria y de la ciencia, la policromía, la riqueza de los colores, la moderna arquitectura, que permitía construir espacios abiertos. Casi podemos decir que Galdós conoció de primera mano cómo la ciudad francesa se ganaba el sobrenombre de ciudad de la luz. Las complicadas obras del alcalde barón Georges-Eugène Haussmann (1809-1891) reconfiguraron las calles de París, permitiendo el trazado de amplias avenidas, que lograron que la luz del cielo las bañara de luz. Tan diferente al centro de Madrid, a la España conventual y religiosa, vuelta sobre sí misma, rebosante de callejones y calles estrechas y oscuras, donde los espacios estaban pensados para llevar dentro el secreto, la nuez de la verdad; París le enseña que la democracia, la luz, la arquitectura moderna debían reflejar la vida ciudadana moderna, de la convivencia, de la igualdad. Años después la construcción de la torre Eiffel (1889) le mostrará cómo se pueden unir los obreros y los constructores para hacer que todo se construya como se debe en los tiempos modernos, donde tan importante es el arquitecto como quienes aportan el trabajo manual al proyecto. La ciudad de París, las exposiciones universales que allí se celebraron y a las que Galdós acudió fueron una lección inolvidable para entender los parámetros de la vida moderna, que él llevaría grabados en la retina y en su mente.

    Al volver a Madrid, donde todavía quedaban tantas iglesias y conventos, la urbe parisina le quedó impresa como un ejemplo, urbano y social. Madrid como Barcelona se irían adaptando al modelo francés, aunque a su modo y medida, gracias a los proyectos de ensanche de ambas ciudades, cuando los conventos y palacios fueron trasladados al extrarradio. Sobre esos terrenos evacuados se edificaron los centros que caracterizan la urbe decimonónica, los bancos, los mercados, los edificios de correos, los teatros, las universidades, los parques, y así.

    Tras el período de estudiante universitario, en el año 1869, Galdós se mudará a una casa en el barrio de Salamanca, perteneciente al ensanche madrileño. Esta casa familiar solucionaba uno de sus mayores problemas, el económico, porque su trabajo de periodista apenas le daba para cubrir gastos, y su afición al sexo opuesto le salía por un pico. Irá a vivir al tercer piso de una casa de la calle de Serrano, número 8 (que corresponde al 22 actual), hoy desaparecida, desde cuyos balcones podía ver cómo se alzaba el edificio de la Biblioteca Nacional. Y lo aún más importante, se fue a vivir a esa casa en familia, como ya adelanté, con su madrina, Magdalena Hurtado de Mendoza, viuda de su hermano Domingo, que lo quería con locura, y de sus hermanas Carmen y Concha. Allí redactará el famoso artículo-reseña «Observaciones sobre la novela contemporánea en España»[2] y varias de su novelas iniciales, que fueron financiadas por la madrina.

    Cito los comentarios de Ortiz-Armengol sobre la residencia galdosiana:

    [El] barrio que había comenzado a levantar el marqués de Salamanca tres décadas antes, y al que se estaba trasladando desde entonces la burguesía que deseaba vivir a la moderna, abandonando el viejo Madrid, así como la aristocracia capaz de abandonar sus viejos palacios del casco antiguo. La casa número 8 no existe ya —es una de las pocas derribadas en los pares de la calle de Serrano, entre las calles de Goya y Villanueva— y en su lugar se levantó, ya en este siglo, la pretenciosa casa «montañesa» que hoy ostenta el número 22, edificio contiguo al que hoy forma esquina con Jorge Juan.

    Desde los balcones de la casa familiar podían verse las obra de construcción de la gran mole pétrea que iba a ser la Biblioteca Nacional, sede del Museo Arqueológico y dependencias del Ministerio de Fomento, obras iniciadas el año 1866 y que no concluirán sino en 1892, año del aniversario colombino (pág. 125).

    Quizás fuese la permanente vigilancia de sus hermanas, mujeres muy católicas, y bien instruidas por la madre, Dolores Galdós, que nunca dejó de preocuparse de las veleidades de su benjamín, las que le aficionaron a hacer las maletas, para poder andar suelto por cortos periodos. Carmen, y en especial, la soltera Concha, difícilmente entenderían las escapadas amorosas de su hermano. El otro móvil fue sin duda su curiosidad, el deseo de conocer culturas distintas a las españolas, espacios diferentes, el arte foráneo, y el ponerse en contacto con mundos ajenos al suyo.

    Es curioso que fuera Ramón del Valle-Inclán, a través de las palabras de su personaje, Dorio de Gádez, de Luces de Bohemia (1920), quien le motejara con una maldad envidiosa muy española, llamándole «don Benito el garbancero». Insulto solapado del que viajó mucho en los libros por el extranjero, si bien poco en el ferrocarril que llevaba a la frontera. Pocos españoles de su época viajaron tanto fuera de la península como don Benito; Juan Valera en su condición de diplomático constituye una de las excepciones. Mas Valera, un espíritu formado en la literatura clásica, miró menos el mundo que el canario. Galdós poseía conocimientos rudimentarios de inglés y de francés, si bien estudió ambos idiomas con asiduidad, lo que le permitía enterarse de lo sucedido en las ciudades visitadas. Si lo sumamos a la curiosidad y afición a caminar de punta a punta los lugares, entendemos que llegara a conocer tan bien la vida civil y la cultural de los países extranjeros. El texto dedicado a la casa de Shakespeare ilustra a la perfección lo que vengo diciendo.

    Fuera de Las Palmas, de donde salió a los 19 años, vivió en Madrid y Santander. A orillas del Cantábrico construyó la única casa que fue de su propiedad; desafortunadamente desaparecida, aunque los dueños de la vivienda donde estaba la del escritor han conservado algunos detalles del exterior, un pozo, árboles, algunas plantas, así como la placa en azulejos blancos y azules donde reza su nombre: San Quintín. Las dos ciudades, Madrid y Santander, y sus respectivas provincias las conoció mejor que casi nadie, pues contó con los mejores guías posibles. Ramón Mesonero Romanos, el autor de varios libros de referencia sobre la ciudad del oso y el madroño le aconsejó siempre que lo necesitó, mientras José María de Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo, entre otros, fueron sus guías de Cantabria. Incluso hay seres de ficción que llevan nombres de lugares de estas comunidades, como Canencia, un personaje de La desheredada (1881), que toma prestado el nombre de un puerto de la sierra de Guadarrama. Lo que no hizo Galdós, a diferencia del mencionado Valera o de Charles Dickens, uno de sus autores favoritos de la literatura universal, fue saltar el charco. Jamás viajó a EE.UU., ni siquiera a Cuba, donde residieron temporalmente varios de sus hermanos, y donde todavía quedan familiares suyos. Probablemente fue la falta de dinero, que nunca le sobró. Sí representó como diputado cunero (1886) al distrito de Guayama de Puerto Rico en el Congreso de los Diputados.

    Galdós fue uno de esos raros españoles que prefirió la independencia a vivir esclavo de la fama pública. Cuando le hicieron algún homenaje, sufrió lo indecible; siempre acudió a tales eventos a regañadientes, y si hablaba, los asistentes quedaron ayunos de sus palabras, pues la timidez le agarrotaba y apenas salía un hilo de voz de su boca. En todo caso, su parquedad de palabras resultaba ya proverbial. Era, pues, un gran observador de la vida. Por eso, los viajes, como testimonian estos textos, no son relatos de turista, sino de auténtico viajero, del hombre que gusta de conocer las costumbres de los sitios visitados. Igualmente, Galdós fue un intelectual diferente porque desdeñó, como Alas, y en vivo contraste con Marcelino Menéndez Pelayo, el modo de conocimiento habitual en nuestras latitudes, el de la imitación de los maestros, que tanto ha contribuido a la falta de creatividad nacional. Él gustaba de acuñar ideas nuevas, al modo de su respetado maestro Francisco Giner de los Ríos.

    Cuando Pérez Galdós acudía a la facultad gustaba de oír las clases de los institucionistas, como Alfredo Adolfo Camús (1797-1889). No le aburrían como las lecciones llenas de datos y referencias puntuales, destinadas a ser memorizadas, de tanto profesor universitario inútil, sino que le aportaban ideas y ponían su cerebro en marcha. Por ello, el malentendido del frívolo Valle-Inclán resulta más evidente, porque negaba el valor intelectual del canario. Todo también muy propio de las suspicacias de los escritores; Valle alabó las obras de Galdós durante años, quien incluso llegó a sentarse en un homenaje al escritor gallego en la cabecera, a la derecha, mientras a la izquierda del autor de las Sonatas tomaba su lugar Vicente Blasco Ibáñez, para terminar descalificando al maestro.

    Los viajes de Galdós al extranjero fueron muy numerosos. Él acompañó a sus tíos y a su madrina a Francia, como ya consignamos, luego viajó por Inglaterra, Francia e Italia, Dinamarca, Holanda, con su amigo, cónsul en Newcastle, José Alcalá Galiano. Hizo escapadas veraniegas sub rosa con la condesa Pardo Bazán a París, a Suiza, a Alemania. El viaje a Portugal con Pereda, aquí recogido, y su paso por Oviedo, donde estaba su amigo y admirador, el mejor crítico de la época, Leopoldo Alas. Las escapadas hechas con damas fueron también abundantes, siendo las mencionadas con doña Emilia las que le dejaron un recuerdo indeleble, como sabemos por el testimonio de la gallega, de una cierta noche en Fráncfort, donde se ahorraron los pudores.

    Hasta hace poco era posible visitar museos holandeses, el Mauritshuis de La Haya o el Rijksmuseum de Ámsterdam, y uno podía llevar en la mano la descripción hecha por Galdós de los artistas y los cuadros vistos como una guía fiable. Desafortunadamente, el mercantilismo ha obligado a las pinacotecas a adaptarse a las exigencias del comercio y de los turistas, que se apiñan en torno a los lienzos famosos. Galdós era paciente, sabía encontrar los matices, las diferencias entre un artista y otro. Allí en La Haya estaban colgadas las grandes piezas de Paulus Potter (1625-1654), sus famosas vacas holandesas, que tanto le gustaban a la Pardo Bazán. La pintura de Vermeer impresionó también al canario.

    La literatura de viajes de Galdós, de la Pardo, del propio Juan Valera, no han sido tratados con el cuidado que se merecen, y este libro sale con la intención de rescatar textos importantes, que han tenido una repercusión desatendida en nuestra cultura. Los únicos viajes que se mencionan a cada poco en los estudios sobre el XIX son los de Julián Sanz del Río (1814-1869), como importador del krausismo a España, que desembocaría en la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza y, luego, los de José Ortega y Gasset a comienzos de siglo XX a Alemania, de donde traería, por vía de sus escritos, una significativa parte del mejor pensamiento del primer cuarto del siglo XX alemán.

    Existió, pues, una importante tradición viajera entre los institucionistas, pues incorporaban los viajes en sus programas con propósitos pedagógicos. Los modernistas como Azorín, Miguel de Unamuno o Antonio Machado, literaturizaron sus andanzas por tierras de Castilla, por cuyos secos caminos iniciaban metafóricos viajes al interior, a visitar las galerías del alma. Machado, sin duda, es el gran cantor del paisaje castellano, mientras Unamuno resulta el inmortal viajero por el alma española. Estos periplos llevan el sello del institucionismo. Un caso concreto aparece ficcionalizado en una novelita de Luis Mateo Díez, Las lecciones de las cosas (reedición 2012), donde cuenta el viaje a Villablino, León, de don Francisco Giner de los Ríos, don Manuel Bartolomé Cossío y don Gumersindo de Azcárate, en 1885, para explicar sus métodos pedagógicos. Mateo Díez, además de relatar el viaje, habla de los principios de la institución. También son famosos en nuestros anales intelectuales los viajes de los dialectólogos buscando por la geografía española palabras a punto de olvidarse, que comenzaron ya con don Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), y se extendieron hasta hace poco con el fallecido don Manuel Alvar (1923-2001). Todos ellos, sean del carácter que sean, consiguen convertir lo foraneo en próximo, lo acercan, con lo que se reducen roces entre extraños y nos permite conocernos mejor, sin obviar la diversidad característica de cada cultura.

    Los viajes de los novelistas ochocentistas, Galdós, Pardo y Valera, tuvieron otro efecto digno de mención. Estos escritores publicaron significantes artículos sobre las culturas extranjeras y apreciaciones sobre lo foráneo incluidas en sus obras de creación, que afianzaron en España el gusto por el arte contemporáneo, por la pintura extranjera. Trabajos que además impulsaron el valor del arte y de la artesanía patria, certificando la calidad que los extranjeros le atribuían. Con razón el inteligente José Lázaro Galdiano invitó a los tres mencionados a colaborar en la España Moderna, la mejor revista cultural del XIX español, donde la presencia de la cultura, las artes y las letras españolas fue esencial, y el lugar donde a modo de crisol se forjaba en un podio público la vida culta y letrada de la España decimonónica y de comienzos del siglo XX. Los viajes, donde descubrieron la cultura europea en su pleno apogeo, la trasladaron a España, relatando en artículos la importancia de Émile Zola o Auguste Comte, de quien fuera, y así dotaron a la cultura patria de un referente del que carecíamos. Galdós, desde su llegada a Madrid, fue un asiduo a la sala de lectura del Ateneo de la calle de Montera, como dije con anterioridad, y luego en su residencia actual en la calle del Prado. Las obras de arte sobre las que leía, las pudo ver en múltiples ocasiones con sus propios ojos.

    Este libro permite leer, pues, un Galdós diferente. Hay textos importantes como Cuarenta leguas por Cantabria, donde los lectores que no conozcan el texto encontrarán a un escritor con calidad de página. La prosa resulta excepcional, y nadie ha superado la descripción de Santillana del Mar. El viaje por Portugal que hizo con Pereda y Ángel Crespo, resulta también un texto espléndido, pues da una clarísima idea del carácter de los habitantes del país vecino, que aún parece válido. Sorprenderá al lector cómo Galdós sabe perspectivizar los lugares que visita. Recuerdo haber visitado Oporto, que es una ciudad impactante, por el lugar donde se encuentra, por el colorido de verde de sus alrededores, el rojo de los tejados, pero este visitante iba buscando arte, arte religioso, monumentos, pero estos resultan escasos si se compara Oporto con un ciudad española como Salamanca, y no digamos con una italiana. Sin embargo, el escritor canario ofrece una visión de la belleza, fijándose en la amplitud y gracia de su emplazamiento.

    Las crónicas escritas para el periódico La Prensa de Buenos Aires (1888) sobre el viaje hecho a Italia con su amigo Alcalá Galiano, me parece una pieza fundamental de su bibliografía. La grandeza artística del país con el que tanto se asemeja España queda bien presentada. Desde la visita a Roma, a la ciudad del Vaticano, donde la capilla Sixtina le dejó sin habla por su extraordinaria belleza, hasta la Italia que conservaba toques medievales, pero sobre todo renacentistas, el Nápoles, tan parecido a Cádiz, Turín, Verona, Florencia, Milán, Padua, Bolonia o Venecia, aparecen presentadas con una enorme apertura de miras. Además, celebra el espíritu de unidad de Italia, aún reciente, que hizo de pequeños ducados, reinos, la gran nación que es hoy.

    La pieza «El Toboso», un reportaje de viaje, que según parece iba a ser el primero de muchos que nunca se llevaron a cabo. Si la fecha de redacción coincide con la de publicación, 1915, el que don Benito cumpliese con ese proyecto resultaba imposible, porque estaba ya prácticamente ciego. Memorias de un desmemoriado, la mejor pieza autobiográfica que tenemos de Galdós, redactada por la misma época que «El Toboso», y hecha también por encargo. Los editores de la revista La Esfera, conscientes de los apuros económicos del autor canario, le propusieron este proyecto, para ayudarle, pues pensaban que además le sería fácil llevarlo a cabo. Quien busque el dato cierto no lo encontrará, pues don Benito narra la historia propia como había hecho con la de España en los Episodios nacionales, mezclando los hechos certificables con los inventados. Sin embargo, la personalidad del autor, siempre cauteloso, que jamás quiso echarse piropos, aparece con claridad, y, sobre todo, resultan válidos los recuerdos de los viajes, y de ellos el aspecto artístico que extrae de las obras vistas y de los lugares visitados.

    Cierro estas palabras sacando una última conclusión de las páginas galdosianas que el lector tiene entre manos. Los viajes aquí contados vienen a constatar que Pérez Galdós, a diferencia de la fama que le atribuye la ignorancia, fue un escritor cosmopolita.

    [1]. Caroline Mathieu, Les expositions universelles à Paris: architectes réelles ou utopiques, Paris, Continents Editions, 2007.

    [2]. Pedro Ortiz-Armengol, Vida de Galdós, Barcelona, Crítica, 2000, pág. 125. La paginación de otras citas de este libro irá incorporada al texto.

    VIAJES POR ESPAÑA

    CUARENTA LEGUAS POR CANTABRIA[1]

    I

    Al entrar en Santillana[2] parece que se sale del mundo. Es aquella una entrada que dice: «No entres». El camino mismo, al ver de cerca la principal calle de la antiquísima villa, tuerce a la izquierda y se escurre por junto a las tapias del palacio de Casa-Mena, marchando en busca de los alegras caseríos de Alfoz de Lloredo. El telégrafo, que ha venido desde Torrelavega, por Puente San Miguel y Vispieres, en busca de lugares animados y vividores, desde el momento en que acierta a ver las calles de Santillana da también media vuelta y se va por donde fue el camino. Locomotoras jamás se vieron ni oyeron en aquellos sitios encantados.

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