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Gotas que agrietan la roca: Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios y acceso a la justicia
Gotas que agrietan la roca: Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios y acceso a la justicia
Gotas que agrietan la roca: Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios y acceso a la justicia
Ebook541 pages7 hours

Gotas que agrietan la roca: Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios y acceso a la justicia

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About this ebook

Con un prólogo del nobel de literatura José Saramago, en este libro encontramos una serie de crónicas sobre la historia del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. 'Gotas que agrietan la roca' es una invitación a conocer esas "salas de urgencia" de la convulsa historia reciente colombiana en las que operan la voluntad y el coraje de hombres y mujeres incapaces de admitir que la injusticia pronuncie siempre la última palabra. La Corporación Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, una de las entidades pioneras en la defensa de los derechos humanos y la promoción de la paz en Colombia, celebra su 35º Aniversario con esta publicación en colaboración con Siglo del Hombre Editores.
LanguageEspañol
Release dateMay 6, 2014
ISBN9789586653398
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    Gotas que agrietan la roca - Héctor Arenas Amorocho

    Gotas que agrietan la roca

    Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios,

    acceso a la justicia y derechos fundamentales

    BIBLIOTECA UNIVERSITARIA

    Ciencias Sociales y Humanidades

    Temas para el diálogo y el debate

    Girón Serrano, Antonio

    Gotas que agrietan la roca / Antonio Girón Serrano, Héctor Arenas Amorocho; prologuista José Saramago. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores y Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, 2014.

    368 p.: fotos; 24 cm. – (Temas para el diálogo y el debate)

    Incluye DVD

    1. Crónicas colombianas 2. Conflicto armado - Crónicas 3. Violencia - Crónicas I. Arenas A., Héctor II. Saramago, José, 1922-2010, pról. III. Tít. IV. Serie.

    Co868.6 cd 21 ed.

    A1438121

    CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis-Ángel Arango

    © Prólogo de José Saramago

    Dirección: Héctor Arenas Amorocho y Antonio Girón Serrano.

    Entrevistas: Carolina Ocampo, Beatriz Mata Bouza, Ana Burgos, Andrea García, Daniel Fernández,

    Alejandro Hartmann, Héctor Arenas Amorocho, Antonio Girón Serrano.

    Transcripciones y traducciones: Elisa Norio, Beatriz Mata Bouza, Carolina Ocampo, Pedro Rojas-Oliveros,

    Lorena Romero, Camilo Guevara, Darly Hasbleidy Muñoz Hernández.

    La presente edición, 2014

    © Siglo del Hombre Editores

    Cra 31A Nº 25B-50, Bogotá D. C.

    PBX: (57-1) 337 77 00, Fax: (57-1) 337 76 65

    www.siglodelhombre.com

    © Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo

    Calle 16 N° 6-66 piso 25, Bogotá D. C.

    PBX: (57-1) 742 13 13, Fax: (57-1) 282 42 72

    www.colectivodeabogados.org

    Diseño de carátula

    Alejandro Ospina

    Fotografía de carátula

    La bastona, 2012

    © Antonio Girón

    Armada electrónica

    Ángel David Reyes Durán

    Conversión a libro electrónico

    Cesar Puerta

    e-ISBN: 978-958-665-339-8

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

    ÍNDICE

    Nota de los directores

    Héctor Arenas Amorocho

    Antonio Girón Serrano

    PRÓLOGO

    El campesino de Florencia

    José Saramago, premio nobel de literatura

    CRÓNICAS

    Gotas que agrietan la roca

    Antonio Girón Serrano

    1980, la puerta de los vientos

    Las raíces

    El gran paro cívico nacional

    El hombre de la granja

    El juicio del siglo

    La Nacional

    El profesor del Sumapaz

    La biopolítica del miedo

    Los masetos

    La piedra de la paciencia

    Consejos de guerra

    Sin dar respiro

    El entierro del maestro

    Las hijas e hijos

    La tierra del tesoro

    El Mari Coca Club

    Junto con un largo etcétera que no tendrán la fortuna de ser recordados

    No se puede continuar viviendo como si no hubiera pasado nada

    Los desaparecidos

    La séptima papeleta

    Estaba todavía humeando el café

    La red de la Armada

    Kiwe thegnas

    El consenso de Washington

    La manía de vivir

    Golpe de gracia

    Los casetes del lago Lemán

    La cárcel de Neiva

    Rumores

    Los principios de Joinet

    Mapiripán

    El coro de Antígona

    Heriberto de la Calle

    Santo Domingo

    Sicarios

    El secreto mejor guardado del mundo

    Una muerte singular

    Lobbying

    En los Montes de María

    Advertencias

    Bush Jr.

    Hicieron el desierto

    La parte más difícil de nuestro camino

    Justitia Omnibus

    El fantasma de Reynaldo

    ¿Quién mató a Jaime Garzón?

    Las locas de la Plaza de Bolívar

    Se necesita personal

    Gonawindúa

    El caso del Palacio

    Jorge 40 al volante

    El Pacto de Ralito

    Los papeles del das

    Las operaciones del das

    La hija del sindicalista

    El otro juicio del siglo

    Caso 12.531

    ¿Y el hombre de atrás?

    Un proyecto político

    Las falsas víctimas

    Las víctimas

    En la Vicepresidencia

    Locomotoras

    Paz

    Fuentes y bibliografía empleada

    ENTREVISTAS

    La multitud frente a la guerra

    Antonio Negri

    ¿La globalización en crisis?

    Sami Naïr

    La rebelión del coro

    Jesús Martín-Barbero

    Una voz en la radio

    Louis Joinet

    ¿Qué hacer con la violencia?

    Carlos Martín Beristain

    La justicia en llamas (caso del Palacio de Justicia)

    Rafael Barrios Mendivil

    La estirpe del decoro (caso de Manuel Cepeda Vargas)

    Héctor Arenas Amorocho

    El bombero pirómano: hegemonía estadounidense y dimensiones

    internacionales del conflicto colombiano

    Alirio Uribe Muñoz

    Las memorias enfrentadas

    Gonzalo Sánchez López

    Trabajo internacional contra la impunidad

    Antoine Bernard

    Escuchar a las víctimas

    Soraya Gutiérrez Argüello

    Un camino de obstáculos: el derecho a la reparación

    María del Pilar Silva Garay

    Los llamados falsos positivos: crímenes de lesa humanidad

    en la Corte Penal Internacional

    Reynaldo Villalba Vargas

    DIÁLOGOS

    De la barbarie a la esperanza

    Adolfo Pérez Esquivel

    Luis Guillermo Pérez-Casas

    Manuel Ollé Sesé

    Poder, conflicto y ciudadanía en las esferas del Derecho

    Amaya Olivas Díaz

    Gerardo Pisarello

    Jaume Asens

    La justicia internacional y la realpolitik

    Elizabeth Evenson

    Jomary Ortegón Osorio

    Katherine Gallagher

    Recursos naturales, territorios y derechos fundamentales

    Dora Lucy Arias Giraldo

    Gustavo Hernández

    Mercadocracia, derechos laborales y luchas obreras

    Yessika Hoyos Morales

    Manuela Chávez

    Simon Dubbins

    Defender los derechos humanos en Colombia

    Tony Lloyd

    Willy Meyer

    Mariela Kohon

    A puerta entreabierta: las salidas al conflicto armado en Colombia

    Eduardo Carreño Wilches

    Iván Cepeda Castro

    NOTA DE LOS DIRECTORES

    Magdalenas por el Cauca es una intervención artística sobre el río Cauca de Gabriel Posada en colaboración con los familiares de las víctimas de la masacre de Trujillo, 2010. (c) Rodrigo Grajales.

    En mayo de 2012 regresamos a Bogotá para empezar a investigar sobre el Colectivo colombiano de Abogadas y Abogados José Alvear Restrepo. Nuestro propósito inicial era escribir y realizar el documental que presentamos e incluimos en esta obra, alentados por el trigésimo quinto aniversario de la organización, y gracias al apoyo de la FIDH (Federación Internacional de Derechos Humanos). Iniciamos entonces un proceso de entrevistas y grabaciones, en el que pronto se empezó a atesorar un caudal ingente de vivencias, análisis y opiniones; una cierta memoria histórica de esta institución pionera en la defensa de los derechos humanos. Desde la veteranía de Eduardo Carreño y Rafael Barrios, auténticos sobrevivientes, hasta la experimentada juventud de Jomary Ortegón o Yessika Hoyos, lo cierto es que fuimos siguiendo los hilos de la multitud de relatos que atraviesan las vidas de estos hombres y mujeres de diferentes generaciones. Y de esta manera, desde lo más pequeño hasta lo más grande, surgió ante nosotros el testimonio a muchas voces de quienes han enfrentado con una valentía extraordinaria la impunidad y la barbarie más turbadoras.

    Nuestro trabajo de investigación también nos permitió adquirir cierta perspectiva; vislumbrar los avances y logros alcanzados a partir de una experiencia colectiva que, sin darse mucha importancia, como gotas que agrietan la roca, ha jugado un papel determinante en la inclusión de los instrumentos del Derecho en el repertorio de los movimientos sociales y las organizaciones de víctimas. Es decir, frente a un aparato de Estado que no solo ha olvidado a los pobres y oprimidos, sino que, desgraciadamente, se ha vuelto opresivo y violento, nuestros protagonistas han jugado un papel clave en la materialización de los aspectos sustantivos de un Estado de derecho. Así las cosas, el camino recorrido por este grupo de defensores y defensoras de derechos humanos, aún atravesado por enormes obstáculos y desafíos, nos sitúa frente a la existencia de una poderosísima corriente ética: la de las palabras y el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, como nuestros protagonistas, día a día ponen su vida en juego porque sencillamente son incapaces de admitir que la injusticia pronuncie siempre la última palabra. Por eso, junto con la película documental, presentamos en esta edición una serie de crónicas sobre la historia del Colectivo de Abogadas y Abogados José Alvear Restrepo, que recorren desde sus primeros casos en tiempos del auge de la Guerra Fría y del oscuro Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay Ayala, hasta el panorama actual, marcado por la crisis del sistema financiero internacional y el nuevo ciclo político en América Latina, que reorganiza de manera considerable las relaciones de poder en el continente. Por su parte, el actual Gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia cifra desde 2010 los objetivos del crecimiento económico en un fuerte extractivismo orientado a la exportación, e intenta vincular su reelección con los anhelos de paz de todo un país. Mientras tanto, tiene como uno de sus mayores desafíos materializar los compromisos de una Ley de Víctimas que, por primera vez en la historia de Colombia, reconoce un universo de más de cinco millones de personas cuyos derechos humanos fundamentales han sido vulnerados en el marco de un conflicto que, por lo demás, lleva décadas ahondando las pobrezas y humillaciones de uno de los más privilegiados paraísos sobre la tierra.

    De igual forma, encontramos que la profunda crisis humanitaria, que lamentablemente padece Colombia, a menudo ha sido presentada casi como una condena; un trágico laberinto en el que errar eternamente. Por esto, reivindicar experiencias de resistencia frente a la injusticia y el despojo, así como valorizar memorias de solidaridad frente al dolor ajeno, es un enorme desafío todavía pendiente. Más —si cabe— cuando todo lo anterior, muchas veces, permanece convenientemente oculto bajo la experiencia traumática del conflicto y la confusión inducida en sus explicaciones. Así, partiendo de las diferentes dimensiones del trabajo de nuestros protagonistas, conversamos con gentes del mundo del Derecho, la política, el activismo o la academia, con quienes hablamos desde Bogotá hasta Bruselas, pasando por Londres, Buenos Aires, Nueva York, Barcelona y París. Una multiplicidad de coordenadas y puntos de vista con los que se abrieron algunas puertas para comprender mejor nuestra realidad, y gracias a las cuales elaboramos la segunda y la tercera parte de esta publicación. Una colección de textos que no son, evidentemente, ensayos ni mucho menos guías para la acción. Son tan solo conversaciones, lo que sugiere un encuentro mucho más claro y directo con los autores y sus universos; la posibilidad de sortear los límites de los ámbitos del conocimiento más especializados.

    Quisiéramos, por último, agradecer a Pilar del Río y a la Fundación Saramago su complicidad, que nos concede el privilegio de contar con un precioso texto del escritor, dramaturgo y periodista portugués, el nobel José Saramago, que oficia como el oportuno prólogo a estas páginas. Agradecimientos por supuesto extendidos a todas las demás personas que participaron en las crónicas, entrevistas y diálogos, y también, por descontado, a las personas y entidades que nos permitieron indagar en sus conocimientos y experiencias y en sus archivos fílmicos y fotográficos: Víctor Manuel Moncayo, Gabriel Posada, Fernando González, Hollman y Juan Pablo Morris de la Fundación Contravía, Ignacio Gómez de Noticias Uno, Manuel Araque Sánchez de Tercer Canal, los archivos personales e institucionales del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, del semanario Voz y del Movice (Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado). A todos ellos y a Jesús Abad Colorado y Bianca Bauer, por su amistad y su excepcional mirada, nuestro más eterno cariño y agradecimiento.

    Héctor Arenas Amorocho

    Antonio Girón Serrano

    PRÓLOGO

    Campesino desplazado de Sotavento. Departamento de Córdoba, 2005. (c) Jesús Abad Colorado.

    EL CAMPESINO DE FLORENCIA

    José Saramago, premio nobel de literatura

    COMENZARÉ por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.

    Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido en el siglo XVI) las campanas tocaban varias veces a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero, no siendo este el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. ‘El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana’, fue la respuesta del campesino. ‘Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?’, replicaron los vecinos, y el campesino respondió: ‘Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta’.

    ¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido… No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo…

    Supongo que esta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.

    Pero las campanas, felizmente, no doblaban solo para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros.

    Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy solo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine, diré entonces que, si no intervenimos a tiempo —es decir, ya— el ratón de los derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización económica.

    ¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de Gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas…

    ¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ese no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo. No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.

    CRÓNICAS

    Puerto Gaitán bajo el Estatuto de Seguridad, 1980. (c) Archivo Voz.

    GOTAS QUE AGRIETAN LA ROCA

    Antonio Girón Serrano

    Una crónica es un cuento que es verdad.

    Gabriel García Márquez

    La realidad no solo es apasionante, es casi incontable.

    Rodolfo Walsh

    1980, LA PUERTA DE LOS VIENTOS

    A primera hora del 9 de enero de 1980 un comando especial de las Fuerzas Armadas ha allanado la sede de Asonalpro (Asociación Nacional de Profesionales Colombianos). No se cuentan, por el momento, datos precisos sobre si se han producido heridos, víctimas o detenidos. Los hechos tienen lugar en la ciudad de Bogotá mientras el presidente Julio César Turbay Ayala gobierna en Colombia bajo estado de sitio. Aún sin estudios superiores, Turbay Ayala acumula títulos de doctor honoris causa y presos políticos en las cárceles del país. En las caballerizas de Usaquén el pentotal y la picana eléctrica están a la orden del día, y sobre el exilio forzado de miles que en algo aprecian sus vidas, se repite una broma, casi lacónica: el último que se vaya, que apague la luz.

    Con su inseparable corbatín y prometiendo reducir la corrupción a sus justas proporciones, Turbay Ayala ha impuesto desde 1978 el polémico Decreto 1923 o Estatuto de Seguridad. De su aplicación práctica se encarga el ministro de Defensa y general de las Fuerzas Armadas, Luis Carlos Camacho Leyva. Si el propósito formal del Estatuto es contrarrestar la interminable lista de movimientos insurgentes que acampan a lo largo y ancho de las selvas y montañas colombianas, su matriz ideológica respira al ritmo de la Heritage Foundation, think tank de los conservadores estadounidenses, que en mayo de 1980 supervisa la redacción de los primeros Documentos de Santa Fe,¹ en manos, entre otros, de Roger W. Fontaine, Arthur Tambs —quien en breve ocupará la Embajada de Estados Unidos en Colombia— y el general John K. Singlaub, fundador de la CIA y miembro de la World Anti-Communist League. Así, a partir de ahora, las administraciones de Reagan y Bush, junto con su extensa red de aliados al sur de la frontera mexicana, acudirán a las tácticas y estrategias de Santa Fe para frenar tanto excesos democráticos como avances en los movimientos de liberación que se extienden, como en un gran incendio, por toda América Latina. En el escenario de la Guerra Fría, con el precedente de la Revolución cubana y después de la entrada en Managua, el año pasado, de las columnas sandinistas, lo que está en juego es, sencillamente, el dominio político y económico de los recursos estratégicos de todo un continente.

    De los Documentos de Santa Fe emana la conocida doctrina de seguridad nacional, piedra angular en la formación de los militares latinoamericanos desde México a la Argentina durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. Para ello se cuenta con un singular centro de peregrinación: la Escuela de las Américas de Panamá, auténtica kaaba de la sabiduría antisubversiva. En sus instalaciones se ubica, hoy en día, un hotel de la compañía española Sol Meliá, quizás porque la fachada de esta escuela siempre ha tenido cara de hotel macabro, donde instructores de la inteligencia y el ejército de Estados Unidos adiestraron a más de sesenta mil militares y policías latinoamericanos en amenazar y torturar estudiantes, sindicalistas, profesores o cualquier otro sospechoso de cuestionar el inevitable designio de enriquecerse sin medida que las élites del libre mercado han interiorizado hasta insondables profundidades. Y como muy bien detallan los manuales de esta escuela del terrorismo de Estado transformada en inquietante parador turístico, la amenaza es mucho más eficaz que la tortura. No hay nada peor que tener miedo al mañana.

    La doctrina de seguridad nacional también puede ser contemplada como lo que Naomi Klein llama la "doctrina del shock. Las resistencias sociales a las políticas económicas de la Escuela de Chicago en América Latina van a encontrarse con la violencia desatada por Gobiernos fuertes y autoritarios, sin ningún escrúpulo represivo. Cuando los Chicago Boys" de Friedman aterrizan en Chile para ocuparse de la economía del general Pinochet en 1973, se realizan las primeras pruebas de un ciclo neoliberal en el que las élites latinoamericanas integran sus fortunas en un sistema económico mundial que crece a una velocidad jamás vista. Mientras tanto, los Estados se endeudan con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, eliminan las barreras a las inversiones extranjeras directas, desarticulan la intervención estatal en los mercados y los precios, y privatizan los ya de por sí deficientes servicios públicos. Con la liberalización del sector financiero a mediados de los ochenta, durante el Gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido se hablará del big bang de la economía, de una explosión que lanzará a la estratosfera el dominio del sistema financiero sobre los factores productivos de la economía. Las ideas de Von Hayek y Milton Friedman, en un segundo plano durante los años de oro del desarrollismo y el Estado de bienestar, serán las más firmes inspiradoras de este cambio de paradigmas que está transformando el rostro del mundo con el libre mercado como condición imprescindible para el desarrollo económico. Con la excepción del control de algunas carreteras, las Fuerzas Armadas y el poder judicial, para el pensamiento económico de la Escuela de Chicago los demás sectores públicos son mucho más rentables en manos privadas.

    En los juzgados de la Colombia de Turbay Ayala y Camacho Leyva, el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, el Paraguay de Stroessner, el Brasil del general Baptista o la Bolivia de la Junta de los Comandantes, se amontonan miles y miles de denuncias por torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. La excepción la pone Jaime Roldós Aguilera, quien llega al poder en el Ecuador después de casi una década de dictaduras militares. Duplica el salario mínimo y establece la jornada laboral de ocho horas. Un año después de formar su Gobierno, el Beechcraft King Air en el que viaja, adquirido recientemente como avión presidencial, se estrella contra el cerro de Huayrapungo. En quechua, huayrapungo significa puerta de los vientos.

    San José de Apartadó, en el departamento de Antioquia, ha sido otro de los municipios azotados por la violencia y la guerra, 2005. (c) Jesús Abad Colorado.

    LAS RAÍCES

    Nacido en el municipio de Guacamayas, al norte del departamento de Boyacá, nueve de cada diez colombianos tendrían, sin embargo, la impresión de que Eduardo Carreño Wilches habla y camina por la vida como costeño. Es uno de los integrantes más jóvenes del equipo de abogados que ha sufrido el allanamiento del ejército colombiano en la Asociación Nacional de Profesionales, a inicios de 1980. Sin un peso en el bolsillo, pero con mil ideas en la cabeza, ha recorrido de arriba abajo las calles de Bogotá desde que su familia se viera desplazada desde el campo boyacense, durante el período conocido en Colombia como La Violencia. Carreño estudia de noche y se busca la vida trabajando de día en infinidad de oficios. Junto con su amigo Daniel Medina, acompaña procesos barriales y populares, y desde que terminó sus estudios de Derecho en la Universidad Libre, ha optado por seguir los pasos del maestro Eduardo Umaña Luna. Por eso, a finales de los setenta Carreño ingresa a Asonalpro. Umaña Luna es un referente ético e intelectual indispensable, ya no solo para él, sino también para sucesivas generaciones de colombianas y colombianos. Con Camilo Torres Restrepo y Orlando Fals Borda, Umaña Luna funda en la década de los sesenta la Facultad de Sociología en la Universidad Nacional, donde imparte además una cátedra de Derecho. Investigador social, humanista convencido, locutor de radio y defensor de presos políticos, Eduardo Umaña Luna es, junto con Orlando Fals Borda y monseñor Germán Guzmán, coautor de La violencia en Colombia, uno de los textos más impactantes de la historia del siglo XX colombiano.²

    El allanamiento de Asonalpro supone el fin de un ciclo, puesto que la desbandada de profesionales que forman parte de esta asociación es ­generalizada. Pero el equipo de abogados se vuelca en una discusión encendida sobre su futuro inmediato. El maestro Umaña Luna propone seguir trabajando en la promoción de derechos humanos y la defensa de presos y perseguidos políticos. Le escuchan su hijo, Eduardo Umaña Mendoza, junto con Eduardo Carreño y Daniel Medina, a los que se suman Luis Castro Murcia, Rafael Soto Beltrán y María Consuelo del Río. El grupo lo cierra Rafael Barrios Mendivil, un barranquillero que renuncia a su cargo como asesor del director de control del Banco de la República para integrarse en este equipo de abogados progresistas, aunque él insista, con el paso del tiempo, en que realmente todo fue un accidente. Cuando deciden alquilar una modesta oficina en el edificio Unión, en la esquina de la calle Quince con la ruidosa carrera Décima de Bogotá, a Rafael Barrios le corresponde dar inicio a los trámites para la legalización de la Corporación Colectivo de Abogados. En la redacción de los estatutos incluye, entre los objetivos centrales de la entidad, la defensa de presos y perseguidos políticos.

    El undécimo mandamiento es no dar papaya —dice Rafael, con una sonrisa socarrona—, así que nos negaron la personería jurídica y tuve que repetir todos los trámites. Mientras lo hacía, pensaba en las palabras del presidente Turbay, quien repetía insistentemente que no había presos políticos, y que acaso el único preso político era él, que no podía salir del palacio de Nariño.

    Al referirse a la perspectiva adoptada por los miembros de la entidad, quizás como revancha, Rafael Barrios escribe finalmente en el capítulo V de los estatutos de la Corporación Colectivo de Abogados: Mirar el mundo, ubicar la historia y entender la práctica humana adoptando el lugar social de la víctima […]. Ser vulnerables al amor.³

    Eduardo Carreño (izquierda) y Rafael Barrios (derecha) son dos de los miembros fundadores del Colectivo de Abogados, 1982. (c) Archivo personal Rafael Barrios.

    EL GRAN PARO CÍVICO NACIONAL

    Ayudante de escultor, pintor de pupitres o vendedor puerta a puerta de equipos de seguridad industrial, Alirio Uribe Muñoz estudia bachillerato mientras se busca la vida en toda suerte de oficios. Es natural del municipio de Aratoca, un pequeño caserío de tierra fría cercano a Bucaramanga, en el departamento nororiental de Santander. Desde su primer año de vida, sin embargo, le llevan a Bogotá, a casa de una tía viuda con ocho hijos, a los que se suman, por si fuera poco, dos criaturas más. Antes de entrar a la universidad se involucra activamente en el paro cívico nacional de 1977, convocado de manera unánime por todas las centrales sindicales de la época. La adopción de medidas encaminadas a incentivar la expansión del capital financiero ha conducido a una elevación de precios, que alcanza tasas del 27 %, a finales de los años setenta. Así, los habitantes de las localidades de Bosa, Kennedy, Quiroga —todo el sur de Bogotá—, salen a las calles el 14 de septiembre de 1977 exigiendo la congelación de los precios de los artículos de primera necesidad. La protesta desemboca en decenas de muertos y cientos de detenidos en la plaza de toros La Santamaría, a los pies de los cerros bogotanos de La Perseverancia. La crisis no avocaría al hijo de presidente, alumno del colegio Gimnasio Moderno, egresado de las universidades del Rosario y Georgetown, y fundador en su juventud del Movimiento Revolucionario Liberal, doctor Alfonso López Michelsen, a otra cosa que a poner a pensar al país. Mientras que con la mano izquierda ahoga a la históricamente depauperada población campesina y popular con el alza de precios, con la mano derecha abre la puerta al blanqueo de capitales del narcotráfico al crear, en medio del rígido control establecido por el Estatuto Cambiario de 1968, la ventanilla siniestra del Banco de la República.

    No hubo campo del conocimiento que lo sorprendiera ni elemento cultural que le fuera extraño —señaló con solemnidad el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez en las honras fúnebres de López Michelsen.

    A finales de los setenta, Alirio Uribe empieza a estudiar en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional. Trabaja por las tardes, aprovecha las noches para acudir a

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