Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Guerras de Antigua Vamurta 6
Guerras de Antigua Vamurta 6
Guerras de Antigua Vamurta 6
Ebook248 pages6 hours

Guerras de Antigua Vamurta 6

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes. La saga completa está publicada en un solo volumen, si lo prefieres, bajo el título de "Antigua Vamurta - Saga Completa".
Guerras de Antigua Vamurta Volumen 5. Libro de literatura fantástica para descargar gratis. Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes.

El devastador asedio a Vamurta, la capital de los hombres grises, lo cambiará todo para siempre. La caída de la ciudad se narrará como un suceso épico y descarnado. Vamurta agoniza esquilmada por la barbarie, y sus habitantes emprenden una huida por mar, que los llevará a los lejanos puertos de las colonias. Para muchos de ellos, comienza una epopeya hacia tierras inhóspitas, hacia parajes extraños aún por descubrir.

Serlan de Enroc, el más poderoso de los hombres grises, se convierte en un fugitivo. Pronto deberá enfrentarse a un viaje impredecible. A una vida dura, cincelada por las manos de los dioses y el azar. A una epopeya que mostrará su verdadero rostro, sus dudas, su coraje.

Tres mujeres trazarán el destino de Serlan, y en ellas hallará el amor, los anhelos y las fuerzas perdidas para encontrar su lugar en el mundo. Un mundo donde las luchas por el dominio territorial se recrudecen en una guerra intermitente entre civilizaciones, marcada por la fragilidad de las alianzas.

LanguageEspañol
Release dateMar 13, 2015
ISBN9781311648211
Guerras de Antigua Vamurta 6
Author

Lluís Viñas Marcus

Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.

Read more from Lluís Viñas Marcus

Related to Guerras de Antigua Vamurta 6

Titles in the series (6)

View More

Related ebooks

Fantasy For You

View More

Related articles

Reviews for Guerras de Antigua Vamurta 6

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Guerras de Antigua Vamurta 6 - Lluís Viñas Marcus

    50

    BAJO EL SIGNO DE ONAR

    Miró el gran estandarte blanco clavado en la nieve. Un testigo mudo de algo indefinido e inalterable en la noche fría. Recogió una rama y, alargando el brazo, la dejó caer en la hoguera, que chisporroteó. Era agradable sentir en el gaznate el calor del aguardiente. No solo calentaba, la bebida lo dejaba ir, un poco. Un margen que hasta aquel momento no había sentido en ningún instante desde que huyeran de Oquadé. Serlan De Enroc alzó la vista de las llamas. Sentado frente a él tenía a aquel desconocido que se había presentado con el nombre de Arbogasto.

    —Poder vivir esta noche entre las tantas que he pasado, me parece lo más milagroso en muchas de las estaciones que he vivido —afirmó el hombre de pelo blanco, largo y rizado—. Pensé que realmente nuestro momento había llegado.

    —Fue una enorme casualidad —contestó Serlan.

    —No bajo el signo de Onar —Arbogasto tenía un acento metálico, pero su discurso resultaba fluido.

    El conde asintió. Relajado, entornó los ojos. Seguía viendo los rostros rotos por la emoción. Decenas de hombres grises arrodillados sobre la loma, asombrados. Luego llegaron los vítores, la alegría de los que sienten que han vuelto a nacer. Los abrazos y las primeras preguntas. Pero aquellos no hablaban la lengua de Vamurta, ni la de los vesclanos, ni la de los hombres rojos. Otra sorpresa. El tumulto tras el encuentro desencadenó otro lenguaje, el de los signos. Los hombres grises rescatados sentían una apremiante necesidad de comunicarse con quienes los habían salvado. Mientras los capitanes, temerosos de un contraataque de los Akara pedían a los soldados volver ordenadamente al camino, al conde de Vamurta se le acercó el que debía ser el caudillo de la expedición atacada por los habitantes del bosque. «Yo sí hablo vuestra lengua», dijo. Era un veterano. Fuerte, de pelo encanecido, la tez surcada por profundas arrugas. «¿De dónde habéis salido?», preguntó, sin poder ocultar la emoción. Alrededor de los dos seguía la jarana tras el fin de la escaramuza. «Nadie, nadie hasta hoy, se había atrevido a entrar en este bosque».

    —Señor, Arbogasto —dijo Serlan frente al fuego—. Quisiera haceros una pregunta. ¿Por qué lado del camino habéis llegado?

    —La salida está más cerca de lo que probablemente pensáis. Esta fronda cerrada no es infinita —respondió el hombre mayor, sonriendo—. Si mantenemos un buen paso, en tres o cuatro jornadas habremos dejado atrás la espesura.

    —¡Onar!… Espero que estéis en lo cierto.

    El capitán de los extranjeros tomó un trago del aguardiente que tan bien había sido recibido por la hueste de Serlan. En realidad, aquel grupo de hombres de armas eran soldados y mercaderes al mismo tiempo. El conde se quedó pasmado cuando supo que comerciaban con los Akara desde hacía mucho tiempo. Recordaba que, tras la lucha, habían examinado los cuerpos de los enemigos. Unos pequeños hombres deformados, de extremidades cortas y robustas. Protegidos con algo parecido a casquetes de cuero con orificios por los que surgían manojos de cabellos gruesos. Las armaduras eran corazas de piel reforzadas con tachuelas de bronce y placas de resina. De la espalda desnuda colgaban todo tipo de pequeños utensilios atados a una madeja de correas bajo la cual podía verse la piel gruesa color tierra. Si fue una novedad ver de cerca los cuchillos o perforadores fijados en la diestra y las minúsculas ballestas en la siniestra, también lo fue el uso de resinas endurecidas. Pero lo más extraño fue ver de cerca las cabezas, que en algo recordaban a las de los sufones. Las testas de los Akara parecían el pico ensanchado de una rapaz, una concha invertida con un pequeño ojo en el centro y la boca situada bajo la curvatura del gancho. En lo que correspondería a la nuca de un hombre, emergían cabellos tiesos y flexibles, como las antenas de un insecto que, algunos sospecharon, les ayudaban a guiarse en la oscuridad, bajo el putrefacto manto de hojas muertas.

    —¿Quiénes son los Akara? —preguntó de improviso el conde.

    —Los auténticos señores de este territorio. Los guardianes y amos, a la vez. He visto el pan que guardáis. Por cortar demasiados litocarpos probablemente os atacaron. Pero ni nosotros, tras tantos viajes, conocemos cuáles son sus leyes ni qué significan los distintos silbidos que usan para comunicarse. Apenas sabemos nada. Nunca he visto a una hembra, si es que tienen sexos diferenciados. Sí puedo deciros que entre ellos hay una disensión. Una facción es partidaria de abrirse algo más al mundo, de seguir comerciando con nosotros, por ejemplo, y…

    —¿Qué tipo de comercio? ¿Qué pueden querer estos seres?

    —Les proporcionamos acero, una aleación que desconocen por completo. No sé que aplicaciones le dan. Los artesanos de esta tribu usan técnicas arcaicas. Nos superan en la elaboración de venenos y en el tratamiento de las resinas.

    —¿A cambio de…? —quiso saber el conde.

    —Oro —contestó Arbogasto, que al sonreír mostró los dientes blancos.

    Serlan sentía que tras los ojos negros de ese mercader y soldado se ocultaba un reguero de historias para llenar esa y otras cien noches. Algo en él, acaso la nariz aguileña parecida a la suya, hacía que se viera a sí mismo en el futuro.

    Habían logrado una cierta seguridad. Sabían que los habitantes del bosque nunca los habían acosado tras la puesta de sol. Eso permitía al estratego concentrarse en la charla. Bajo el toldo en el que estaban parapetados dormía el murriano arrebujado con un sinfín de mantos. A su lado, dormitaba el chico junto a su mascota que, a pesar del frío, se contentaba con el calor de las llamas.

    —Oro —continuó el extranjero—, que creo recolectan en los riachuelos que cruzan esta fronda. O en su mismo hogar.

    —¿Qué hogar?

    —En el centro de este bosque hay tres lagos. Al menos uno es de agua caliente, emerge de las entrañas de la tierra. Es allí donde, aunque no estoy muy seguro, han construido templos y algún tipo de habitáculo. Santuarios o grandes casas, no lo sabemos. Sospecho que son refugios esculpidos e imbricados en litocarpos antiquísimos, que decoran, que modelan sirviéndose del propio armazón del árbol. Ramas que llegan hasta el cielo. Ellos adoran las grandes raíces que sostienen a estos monstruos, los litocarpos. Adoran las hojas, la libélula que se posa sobre el nenúfar, la hiedra que se enreda con el cielo, a los pájaros. Son gente extraña, los Akara. Me contasteis sobre el ataque de los níveos. Hasta juraría que tiene algún tipo de relación. Es como si todo el bosque estuviera unido por un hilo invisible. Los Akara aman el bosque y el corazón de la fronda es su morada.

    —¿Acaso los Akara viven en algún tipo de ciudad, como nosotros, me refiero?

    —¡No! No como nosotros. Bien, capitán, esta raza tiene un modo de organizarse semejante al de los tejones. Construyen larguísimas galerías bajo tierra. Algunas son tan altas como tres hombres, otras no. Pasan sus vidas excavando y apuntalando. No solamente corredores, también talleres, cocinas, dormitorios, salones. Algunas veces llego a pensar que han perforado el bosque entero. Los grandes portales los sitúan al pie de los árboles, a los que veneran. Aparecen y desaparecen a placer. Vienen y van.

    El conde, mientras atendía a las explicaciones, observaba con atención el armamento de aquel inesperado aliado. Algo distinto al suyo, más ligero. La diferencia más notable se encontraba en las armas de fuego. Los grises extranjeros no usaban mecha, sino un sofisticado mecanismo de llave de rueda que no requería tener fuego encendido durante el combate. Aquello dejó maravillado a Serlan De Enroc. Eran estos arcabuces los de nuevo tipo a los que se refirió Cortenuova y cuyos planos le costaron la vida. Con las llaves de rueda se podría disparar incluso en días de lluvia.

    El estratego se sentía a gusto, por fin apaciguado. Algo en ese hombre conseguía que se sintiera bien. La entonación de su voz, el gesto abierto. Serlan se olvidaba de todo. La mente viajaba lejos, disfrutando del antiguo placer de escuchar historias. Había cesado de nevar. Hombres y vesclanos, abandonados al sueño, roncaban sonoramente amparados por los guardias y la noche.

    —Dijisteis que hay dos facciones entre los Akara, ¿no es cierto? ¿Por qué os han atacado? —preguntó Serlan.

    —Hace muchas estaciones que venimos aquí. Es nuestro secreto y la ruta comercial más rentable que poseemos. Entre los nuestros, no son pocos los que se preguntan de dónde sacamos tanto oro. Desde nuestro último encuentro ha habido cambios, es la única explicación. Se han impuesto los partidarios de no tener contacto con el exterior. De ahí el ataque, que no esperábamos. Tuvimos que deshacernos de la carga y los caballos, una ruina.

    —Caballos —repitió el estratego con voz queda—. Alguien, tiempo atrás, me habló de ese tipo de animales.

    —Perdonadme. Olvido con frecuencia que en esta parte del mundo son desconocidos.

    Tal como había predicho Arbogasto, a la mañana del cuarto día desde que se unieran, la columna salió del Bosque de las Hiedras. Vesclanos, hombres grises y rojos sintieron que el corazón se les ensanchaba. Podían respirar a pleno pulmón. Algunos derramaron lágrimas furtivas, otros recogieron tierra con las manos para lanzarla hacia el cielo, dando gracias a los dioses, tras tanto sufrir y creer ver el fin de sus días. El jefe de los extranjeros los conducía a una pequeña factoría. Allí iban a pasar el resto del duro invierno a la espera de la ansiada primavera que era, para todos ellos, una promesa de transformación.

    El anhelo de un mejor tiempo les daba fuerzas. Ante ellos se desplegaba un paisaje plano, una pradería que se perdía hasta el horizonte en sucesivas ondulaciones de hierba dura y manchas de nieve destellantes bajo el sol. Un mar inmóvil bajo un cielo limpio que hería los ojos. Provistos del pan del bosque, los soldados recorrieron la estepa como hormigas que en fila suben y bajan por las hojas desparramadas de un jardín. Los Akara, de los que no habían vuelto a tener noticias, quedaban atrás como un mal recuerdo. Y alejándose de las penurias, dejaron de pensar en todo aquello que habían conocido antes. Las guerras de las colonias, los sufones, la Ciudad de los Lagos, Oquadé, se asemejaban a una pesadilla que se desvanece al despertar. Los tallos altos cubiertos por medio dedo de nieve eran el simple presente para aquellos seres que sentían con fuerza cómo volvían a la vida.

    —Sobre ese montículo está la factoría —dijo Arbogasto señalando un suave promontorio.

    —¿Guardáis provisiones? —preguntó Icet, que caminaba junto a Serlan.

    —Algo de grano y tinajas de vino, que espero no se haya corrompido. No debéis preocuparos por la comida en las siguientes lunas. ¡Para nada! Y además, la comida vendrá a nosotros. ¿Verdad que no parece, desde la distancia, que haya construcción alguna? —preguntó, satisfecho.

    —¿Qué comida vendrá a nosotros? —preguntó el conde.

    —Bueyes. —contestó Arbogasto—. Enormes bueyes almizcleros que bajan del norte, del hielo, en busca de pastos. Son peligrosos, si uno no sabe como encararlos. Son mucho más grandes que vuestros renos, como tres veces una de vuestras monturas. Vienen a cientos, ¡a miles!

    El conde sonrió. Tendrían carne en abundancia. Algo menos de lo que preocuparse. Aldier, que los seguía montado en el reno de Sara, pensó en el grano que pudieran tener almacenado y en el poco que les quedaba. La factoría, que era un fuerte a la vez, estaba formada por una serie de estancias y almacenes construidos sobre los restos de un asentamiento de otra época, protegidos por una vieja muralla de poca altura completamente revestida de musgo y hierbajos. Hasta que no estuvieron cerca, ninguno de los que escaparon de Oquadé fue capaz de reconocer el muro, que aprovechaba el propio relieve de un montículo que dominaba el lecho de un río de cauce ancho y aguas tranquilas.

    —Está abandonado —vociferó Dort Riala, que junto a Lemas se había adelantado.

    —Sí y no —respondió el viejo gris—. Está dormido. La fortaleza, si la puedo llamar con este nombre, nos aguarda a nosotros. ¡Hay que encender unas buenas fogatas y calentar sus paredes enfriadas por el abandono! Limpiar un poco, matar algún roedor, cazar algunos chinches, clavar el estandarte en el punto más alto y, por fin, este enclave será nuestro.

    Algunos soldados rieron ante la ocurrencia del jefe de los extranjeros. Era la primera vez que tomaban un castillo, aunque este fuera tan particular, sin lucha.

    —¡Aquí no cabremos todos! A no ser que durmamos apilados como cajas de manzanas —exclamó Lemas que ya había escalado el muro—. ¿Nos habéis tomado por ratones?

    —Deberemos construir más habitaciones —contestó Arbogasto—. Se puede edificar un segundo anillo alrededor de la muralla. ¡Hay piedra bajo los tallos de los prados y arcilla en abundancia cerca del río! ¡Hay caza! Mirad esas manchas en la lejanía. Bueyes, ¡carne!

    Serlan De Enroc observaba a aquel veterano. Vigoroso, alegre. Algo de su entusiasmo se contagiaba a todos. Los hombres corrían como niños hacia la factoría amurallada, cuesta arriba, deseosos de reconocer el lugar.

    —Y no sabéis lo mejor —prosiguió Arbogasto—. No, no lo sabéis, caballeros salidos del bosque. Hay un almacén bajo tierra. Un almacén secreto en el que además de grano y vino en ánforas bien selladas, guardamos barriles con más aguardiente.

    Los hurra se repitieron en las gargantas de los soldados harapientos y barbudos. Unos gritos que hicieron vibrar la soledad de las praderías. Se hallaban en medio de ninguna parte. El refugio era más apto para ganado que para hombres. No tenían ni la más remota idea de los peligros que pudieran acecharlos ni tan siquiera sabían si cerca de allí habrían ciudades o aldeas. Los vítores explotaban en el aire y las sonrisas afloraban en los rostros cuarteados por el frío y el viento.

    —Leos, somos unos brutos. He olvidado, con esta vida a salto de mata, los modales de mi hogar —dijo el conde de Vamurta al hijo del mago—. Debes saber que vengo de la ciudad de ciudades, Vamurta. Un lugar en el que, en algún momento, alcanzamos algo. Un modo de vivir, un modo de entender este mundo que pisamos. Luego…

    Serlan dejó de hablar, mirando hacia algún lugar, distraído.

    Antes de que empezara la cena el muchacho había vuelto a la factoría, a aquel asentamiento de invierno, llevando consigo dos raras piezas de caza. Un par de criaturas peludas que parecían un híbrido entre castor y conejo. El conde le había proporcionado una ballesta ligera y una daga larga, pero el mérito era de Yura, la comadreja gigante, que había sacado a los animales de las madrigueras.

    —¿Por qué no huiste durante el combate? No hubiera sido difícil. Y sospecho que los Akara te hubieran respetado.

    —No me gusta la magia —respondió Leos—. No me gustan los libros, ni las letras, ni memorizar.

    —Entonces, dime. ¿Qué es lo que te gusta?

    —Cazar. Salir por el bosque, encontrar rastros, correr cerca de los riachuelos y subirme a los árboles para acechar a lo que se mueve debajo.

    Serlan De Enroc rió. Aquella era una muy sincera confesión. Era negra noche ahí afuera. En breve repartirían provisiones y vino. Bajo cubierto por primera vez en muchas jornadas, el frío era algo que podía tolerarse mucho mejor.

    —Chico nervioso. Si te quedas con nosotros serás el portaestandarte. Un honor, un gran honor para alguien tan joven.

    —Pero nuestro ejército no tiene bandera —dijo Leos, en un arrebato—. Los sufones sí tienen, muchas.

    El conde se quedó pensativo, mesándose la barba encanecida. Revolvió el pelo del joven y con ambas manos sujetó las mejillas del chico.

    —Pues haremos un gran estandarte. Uno que, al aparecer tras una loma, haga enmudecer a los soldados más aguerridos.

    Dejó al chico en su rincón y fue a encontrar a los hombres, apretujados en las distintas estancias de la factoría. Saludó a las tropas de Arbogasto, repartidas en habitaciones distintas, que le respondían con inclinaciones de cabeza, agradecidos ante el que para ellos era un gran guerrero llegado de los misteriosos confines del este. Se presentó luego ante Icet y Lateas que junto a otros vesclanos comían con sumo aburrimiento el pan de bosque. A la luz del fuego las facciones de los vesclanos se acentuaban, hasta hacerlos parecer enormes lagartijas que se habían congregado por alguna razón incomprensible. Antes de dirigirse al dormitorio de techo bajo de los oficiales, fue hacia la especie de granero donde descansaban los hombres rojos. Preguntó a los reclutas de Oquadé si echaban de menos la vida de campesinos y aprendices. Serlan veía y recordaba los rostros. Se fijaba en los gestos, en cómo lo miraban y cómo se consideraban entre ellos. El estratego era consciente del decaimiento de esos hombres en las estancias de la factoría que olían a sebo rancio. Las caras envilecidas y desnutridas hasta hacer asomar los huesos. Las barbas desordenadas, los cabellos pegajosos. La luz seguía llameante en los ojos de muchos pero dicha luz no escondía la extenuación tras el peligroso periplo que habían vivido juntos. Todos y cada uno de ellos constituían un milagro. Seres llevados al límite, agotados. Demasiado sufrimiento durante demasiado tiempo. El frío y la incertidumbre, las noches a la intemperie sin saber qué podían esperar de la siguiente jornada, además de ráfagas de nieve y viento helado. Durante la primera cena a cubierto, con tan poca cosa, con un habitáculo propio de los miserables de las colonias y un poco de vino y aguardiente, la hueste se sintió agradecida por su suerte, cerca del calor del fuego.

    Dort Riala se dirigió a su capitán al verlo entrar en el espacio de los oficiales, agachando la cabeza bajo el dintel de la puerta.

    —Señor —dijo—. ¿Cómo están los reclutas?

    —Mejor. Son mucho más fuertes de lo que jamás llegué a imaginar. Han resistido como jabatos.

    —Será que los Akara los han acojonado tanto…—agregó Lemas, con sonrisa maliciosa—. Por eso han aguantado, apretando el culo. Payeses y carpinteros, ¡va!

    —Con payeses y carpinteros se construyen los ejércitos —contestó Serlan—. Bien disciplinados, bien adiestrados, cosa que debemos hacer todavía. Y se han portado.

    —Se han portado, eso es verdad —reconoció al fin Lemas, dando otro trago de vino.

    Sara y Eszul sonreían, divertidas, sentadas en el suelo al lado del oficial gris. Aldier había sacado de las vainas la pareja de espadas murrianas y las limpiaba con sumo cuidado, como si los dos filos fueran la joya más preciada bajo el firmamento de las nuevas tierras. La mujer roja se fijó en su compañero de armas.

    —Así que, en algún momento, al otro lado del Mar de los Anónimos, fuiste oficial.

    Los ojos rasgados del murriano se contrajeron. Luego, en la penumbra de la estancia, la miró y asintió con la cabeza.

    —¿Cómo llegaste a la Ciudad de los Lagos? —inquirió con cierta timidez Sara.

    —Mis hermanos, aquí en las colonias, descubrieron también lo que había sucedido.

    Las palabras habían salido con tal lentitud y pesadumbre de la boca grande y carnosa de Aldier que nadie se atrevió a preguntar más. Se había hecho tal silencio que podía oírse el viento silbando entre los tallos de hierba. El murriano continuó:

    —Al fin, aquí. Todos hemos sobrevivido. Y en este lado no tenemos enemigos, que yo sepa. Somos libres, libres como jamás lo habíamos sido desde que formamos la mesnada.

    La observación del murriano los obligó a brindar con lo que tenían, cazos de madera y vasos cerámicos sucios. Por una razón u otra permanecían unidos, listos para acometer juntos cualquier desafío que el día de mañana les planteara.

    ****

    La brisa arrullaba la hierba, caracoleando las puntas verdes de los brotes.

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1