Guerras de Antigua Vamurta 4
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Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes. La saga completa está publicada en un solo volumen, si lo prefieres, bajo el título de "Antigua Vamurta - Saga Completa".
Guerras de Antigua Vamurta Volumen 4. Libro de literatura fantástica para descargar gratis. Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes.
El devastador asedio a Vamurta, la capital de los hombres grises, lo cambiará todo para siempre. La caída de la ciudad se narrará como un suceso épico y descarnado. Vamurta agoniza esquilmada por la barbarie, y sus habitantes emprenden una huida por mar, que los llevará a los lejanos puertos de las colonias. Para muchos de ellos, comienza una epopeya hacia tierras inhóspitas, hacia parajes extraños aún por descubrir.
Serlan de Enroc, el más poderoso de los hombres grises, se convierte en un fugitivo. Pronto deberá enfrentarse a un viaje impredecible. A una vida dura, cincelada por las manos de los dioses y el azar. A una epopeya que mostrará su verdadero rostro, sus dudas, su coraje.
Tres mujeres trazarán el destino de Serlan, y en ellas hallará el amor, los anhelos y las fuerzas perdidas para encontrar su lugar en el mundo. Un mundo donde las luchas por el dominio territorial se recrudecen en una guerra intermitente entre civilizaciones, marcada por la fragilidad de las alianzas.
Lluís Viñas Marcus
Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.
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Guerras de Antigua Vamurta 4 - Lluís Viñas Marcus
30
Llegada la Noche
Una media luna se asomó sobre el horizonte, lamiendo las aguas oscuras del lago. Aún quedaba suficiente luz para que los cazadores de sircads acabaran de revisar las armas. Tras su odisea en el Alma Blanca, tras lograr escapar de las garras de los Llais, el descanso en la Isla de los Almendros había sido algo parecido a una bendición.
—Lemas, esa ballesta mojada. No la olvidéis —señaló el antiguo conde.
—Señor, los parapetos de la barcaza están casi listos —dijo uno de los remeros.
Serlan De Enroc había ordenado que se fortificara la proa, dejando libre el gran arpón, inútil pero con poder intimidatorio. Maderos, sacos y escudos se amontonaban alrededor del casco formando una suerte de barricada. El capitán seguía preocupado por los arqueros que pudieran descubrirlos desde la orilla donde debían desembarcar.
—Ruego a los dioses no me ensarten como a un pollo —exclamó Lemas, mirando la orilla contraria.
—Si te apresan esos sufones —dijo el hombre rojo—, ten por seguro que te asarán. Pero antes te afeitarán la cabellera, esa que tienes llena de piojos.
—Si alguna vez debo salvar tu culo peludo, amigo, asegúrate de ir limpio —replicó el hombre gris—. Porque ahora me parece a mí que apestas un poco.
El hombre rojo desenvainó una daga, pero antes de que pudiera encararse, dos vesclanos se interpusieron, lanza en mano.
—¿Te crees gracioso, verdad? —dijo el hombretón—. Que tus insultos quedarán sin respuesta. Vas a saber ahora lo que es un afeitado.
—¡Basta! —ordenó un joven vesclano—. ¿Os parece que no hay nada que hacer?
Los hombres de Cortenuova seguían atareados en la ribera de la isla, la opuesta a la Ciudad de los Lagos, tensando arcos y ballestas, afilando puntas de lanza y filos de espada, hambrientos y nerviosos. El anochecer hacía más visibles los incendios en el barrio de los vesclanos, cercano a los muelles, donde ardían varios edificios. El antiguo conde había ordenado descender de la barcaza a buena distancia de la muralla que protegía la ciudad por tierra, con la esperanza de pasar desapercibidos. Consciente de la inferioridad numérica, su intención no era enfrentarse al pequeño ejército de Asch, señor sufón de la ciudad, sino penetrar en el burgo, sacar a las familias de los remeros y huir con todo el oro y los víveres que pudieran reunir. Que la hueste de Icet, el vesclano, todavía resistiera en los muelles, ofrecía una ventaja que, a buen seguro, a la mañana siguiente habría desaparecido. Aunque durante el rescate pudieran sumárseles otros hombres de su señor Cortenuova, reforzándolos, Serlan había repetido hasta la saciedad la orden de no iniciar enfrentamiento alguno. La rapidez y el sigilo serían sus únicas armas.
—Sara. ¿Recuerdas qué debes hacer? —preguntó el conde.
—Sacar a Eszul de nuestra cabaña y volver a la muralla para reunirnos con los nuestros.
—Y nada más —contestó Serlan—. Abre bien los ojos, antes de acercarte a la puerta de la ciudad. La podríamos perder y que sus defensores fueran los sufones de Asch. Si fuera así, esconderos en los bosques. Huid.
Sara asintió, inquieta. Todo se decidiría antes de que la luna alcanzara su cenit entre las estrellas que resplandecían en el firmamento.
De pie, al lado de la joven, Aldier esperaba. Sobre los ropajes de lana ocre se había abrochado un peto de cuero salpicado de tachuelas que le caía holgado, pues pertenecía a uno de los fallecidos, de mayor corpulencia, en aquella isla poblada de seres azules. Sus dos largas espadas murrianas se cruzaban sobre su espalda alta, listas para hacer oír su voz cortante. El conde lo observaba. Su calma transmitía seguridad a la tripulación, rezumaba un sosiego que ayudaba a los que estaban cerca. El murriano se dirigió al capitán, sus ojos rasgados eran dos rendijas brillantes.
—¿Habéis considerado a los hombres de Icet?
—¿Qué quieres decir, Aldier? He considerado salir de allí cuanto antes, una vez los remeros hayan podido agrupar a los suyos y unas pocas provisiones, también.
—Algunas de las casas de los Tres Señores de la Ciudad están unas junto a las otras. Una vez dentro, nos toparemos con las huestes del señor de los vesclanos. ¿Qué vamos a hacer?
El murriano tenía razón. La ciudad se dividía por barrios controlados por un clan u otro, pero eran frecuentes las calles mixtas, incluso la convivencia de afines a uno u otro señor en un mismo edificio. Además, en el barrio donde parecían tener lugar los combates, cerca de los desembarcaderos, los de Cortenuova tenían parte de sus seres queridos.
—No lo sé —contestó el conde—. Bien, si lo sé. Improvisar. No son nuestros enemigos, ¡ninguno de los dos bandos!, aunque si nos atacan, responderemos.
—Me refería, señor, a si los vesclanos nos piden auxilio —contestó Aldier con su voz susurrante.
El conde negó con la cabeza, en un gesto de impotencia.
—No habrá tiempo —concluyó—. No podemos peinar todas las calles para echar una mano a los que no son de los nuestros. Y no solo eso, cuanto más tiempo resistan, más lejos habremos llegado cuando empiecen a buscarnos.
Serlan le dio la espalda y se dirigió hacia el resto de la tripulación, un manojo de sombras que se movía sobre las piedras de la playa. Hombres y vesclanos cubiertos de ropajes dispares y cotas de muchas procedencias, un grupo de irregulares muy distinto a las disciplinadas falanges de Vamurta. Las sombras se agruparon frente a la barcaza, dispuestas. Cada remero esgrimía algún tipo de cuchillo o espada, algunos sujetaban lanzas cortas y, por orden de Serlan, todos cargaban ballesta o arco. Armas no faltaban.
Se acercó a una figura negra, enorme.
—¡Onar! Si contáramos con otros de tu raza…
—Capitán, sé que soy el último de los hombres rojos de Cortenuova, ¡a vuestras órdenes! Y olvidad cualquier temor, lucharé como cinco de los míos hasta poder sacar de ese agujero inmundo a los pocos de los nuestros que puedan quedar.
No distinguía bien los rostros de la tripulación, formada ante él. La noche era casi absoluta, aunque la luz helada de una luna creciente dibujara la silueta de las cosas. Lemas, alto y nervudo, se adelantó.
—Capitán, estamos listos.
—Recordad el santo y seña, todo lo que hemos planeado, hasta el último de los pormenores, aunque os parezca una simpleza.
—Señor —sonó una voz en las filas—. ¿Saldremos de ésta, verdad?
—Si los dioses lo disponen. Y si cada uno de nosotros hace lo que debe, como un solo hombre. Si una vez dentro empezáis a correr para salvar a vuestras familias, la Ciudad de los Lagos será nuestra tumba —contestó Serlan.
En un extremo de la fila, algo apartados, los tres vesclanos parecían menos ansiosos. Su condición de mercenarios solitarios los hacía no depender de nada ni de nadie. Aunque algo lentos, el antiguo conde confiaba en ellos si llegaban a combatir. Con la lanza, pocos eran capaces de igualarlos. Bajo armaduras ligeras dormía la potencia de su musculatura. Apenas vislumbraba el brillo de sus crestas cartilaginosas bajo los tenues rayos lunares.
—Son muchos los de mi pueblo obedeciendo al noble Icet —dijo Lateas, el más viejo de los tres.
«Más exigencias —pensó Serlan—, siempre les queda algo por pedir».
—Nos ocuparemos de los nuestros. Los vesclanos de Icet jamás nos han ayudado. Pero no abandonaremos a aquellos que quieran seguirnos. Es todo lo que os puedo prometer.
Los vesclanos guardaron silencio. La brisa removía los tallos de las cañas del lago y las hojas de los abedules y almendros, silbando, para acallarse poco después.
—¿No tenéis miedo, capitán? —preguntó un vesclano.
—¿Miedo? En menos de un día deberíamos haber muerto dos veces. Golpearemos y luego escaparemos. Rezad para que el amanecer nos descubra lejos de esta pocilga.
Alzó un poco la voz, para que todos lo pudieran oír.
—Los ojos del murriano nos guiarán sobre las aguas. Él empuñará el arpón. Lemas, tú al timón. Los demás, ¡a los remos! ¡Qué los dioses nos protejan! ¡En marcha!
Sara notó la frialdad de las aguas en las pantorrillas. Suerte que el otoño y sus primeras nieves no habían llegado, aunque el frío había comenzado a esparcirse con las últimas noches del verano. Los cazadores de sircads entraban en el lago alzando los brazos para no mojar las ballestas, subiendo a la barcaza por estribor. Una vez estuvieron todos arriba, la nave panzuda empezó a virar lentamente hacia el sur.
Sin perder de vista la ribera oeste de la isla, la más poblada de almendros, se deslizaron hacia las aguas abiertas que los separaban de la ciudad.
—¡Hacéis más ruido que un jabalí herido! ¡Qué los remos no salgan del agua! —gruñó el murriano.
La barcaza besaba las aguas con suavidad, rasgándolas con cuidado. Los remeros intentaban no chapotear, aunque así la navegación se hacía más lenta. Sara, junto al timonel, sostenía su ballesta sobre las rodillas, contemplando el resplandor rojo de los incendios. Aquel fulgor les permitía orientarse sin dificultad hacia el istmo que unía la urbe con la tierra firme. A medida que se acercaban les llegaban con mayor claridad ecos de los combates aislados. «Un poco más. Si aguantan hasta el amanecer estaremos casi salvados», razonó Sara. La tensión antes del desembarco agarrotaba el cuerpo de la joven, a pesar de que su misión era sencilla. Sacar a Eszul de la cabaña que compartía con el conde y reunirse con el resto en la puerta. Aún así, los nervios la nublaban, parecían devorarle las entrañas. Intentaba recordar todo lo que había aprendido con Serlan en los bosques, frente a la cabaña, ejercitándose con la espada, incluso en la villa de Leandra. E intentaba pensar qué había hecho mal durante el ataque de los Llais.
—Huele a madera quemada…Y a carne chamuscada —murmuró a su lado Lemas.
—¿Es tu primer combate? —le preguntó Sara.
—¿Primer? Esto no será una batalla, esto es una insensatez —respondió.
Sara se aferró a la fusta de su arma y luego palpó la empuñadura de la espada que colgaba a su izquierda, como si eso pudiera salvarla de todo. Vieron la silueta de la muralla y, delante, las penumbras de los arrabales. Todo estaba en calma allí, en los suburbios de la Ciudad de los Lagos. Las escaramuzas entre los señores de la ciudad iban apaciguándose en la quietud de la noche y no eran más que encontronazos. La nave besó la orilla y los hombres de Cortenuova, con el conde al frente, saltaron para arrastrar el bote hacia el interior.
Sara temblaba, no sabía si por miedo o por volver a tener las piernas dentro del lago. Agachados, se agruparon en tierra.
—Aldier, Sahagún y Daneu, rodead la ciudad por el sur. Recordad ser cautelosos. Causad cuantos incendios os sea posible sin arriesgar vuestros bonitos pellejos. Y recordad que no debéis ser vistos.
—Sí, capitán —respondieron a la vez.
—Iar, Ventura, Largaz. Una vez hayamos tomado la puerta, permaneced allí arriba con las saetas listas hasta que nos veáis llegar. Todos los hombres, mujeres y niños que podamos sacar los reuniremos en la salida, así que recibiréis refuerzos.
—El resto, conmigo. Buscaremos a los nuestros y a Cortenuova. En grupos de cuatro —ordenó Serlan De Enroc—. Sara, tienes que encontrar a la mujer roja. ¡Vamos! ¡Onar nos proteja!
El grupo se encaminó con mucho sigilo hacia las viviendas bajas que se habían ido construyendo alrededor del camino de acceso a la Ciudad de los Lagos para, después, intentar tomar la puerta.
Sara se quedó atrás, sola. Medio agachada, fue en dirección contraria al grupo, siguiendo la orilla del lago para llegar hasta su casa, donde la debía esperar Eszul. Las leves pisadas de los suyos se fueron perdiendo en la negrura, haciendo más agudo el silencio que la envolvía. Al fin vislumbró las paredes oscuras del hogar en aquellas tierras norteñas. Cuando estuvo cerca, vio luz entre las ranuras de una ventana. El fuego estaba encendido. Eszul aguardaba o estaba cenando con el cuerpo bien caliente. Dio un paso más y se plantó frente a la puerta. Prudente, con los dedos rozó el tensor de su ballesta, que apuntaba al suelo.
Entró lentamente y al hacerlo percibió la agradable calidez que desprendía la chimenea. Al lado de la lumbre, dos sufones sorbían vino, sentados en el suelo. Al verla, estos se sorprendieron tanto como ella y en sus ojillos asomó el desconcierto.
—¡Quietos! —gritó, con voz asustada, Sara.
Los sufones estaban a poco más de cuatro cuerpos de ella. Se fijó que sobre las cotas de malla vestían una casulla roja. Ambos empezaron a separar las manos del cuerpo, pero antes de que Sara pudiera reaccionar, se incorporaron de un salto, asiendo las lanzas.
Ni tan siquiera había apuntado el arma, ni fue consciente de haber soltado la saeta, cuando uno de los sufones cayó hacia atrás, con un proyectil ensartado en el abdomen. El otro había tenido tiempo de agarrar el venablo y cruzar el comedor con la intención de herirla. Sara le lanzó la ballesta y saltó a un lado, tropezando con la mesa, y derrumbándose sobre una banqueta. El sufón aulló, levantó de nuevo la lanza. Eszul, aparecida de la nada, lo golpeó con una gruesa vara de madera, empujándolo hacia la cocina.
—Sara, ¡vuelve a cargar! —masculló la mujer roja.
El guerrero de Asch se revolvió y golpeó al aire con la base de su lanza, fintó y abordó a Eszul con la punta. La mujer perdió terreno, pero logró frenarlo haciendo girar dos veces el bastón en el aire. Harto de aquella situación, el sufón arrojó el arma contra el cuerpo de la mujer roja, fallando por muy poco. Desenvainó, y con dos ataques encadenados partió el palo de Eszul.
—¡Sara!
El mercenario desvió ligeramente su cabeza, pendiente de algo. La joven gris sostenía su ballesta, firme, a sus espaldas. El guardia de