Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3
Ebook188 pages4 hours

Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Guerras de Antigua Vamurta Volumen 3.
Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes.
El devastador asedio a Vamurta, la capital de los hombres grises, lo cambiará todo para siempre. La caída de la ciudad se narrará como un suceso épico y descarnado. Vamurta agoniza esquilmada por la barbarie, y sus habitantes emprenden una huida por mar, que los llevará a los lejanos puertos de las colonias. Para muchos de ellos, comienza una epopeya hacia tierras inhóspitas, hacia parajes extraños aún por descubrir.

Serlan de Enroc, el más poderoso de los hombres grises, se convierte en un fugitivo. Pronto deberá enfrentarse a un viaje impredecible. A una vida dura, cincelada por las manos de los dioses y el azar. A una epopeya que mostrará su verdadero rostro, sus dudas, su coraje.

Tres mujeres trazarán el destino de Serlan, y en ellas hallará el amor, los anhelos y las fuerzas perdidas para encontrar su lugar en el mundo. Un mundo donde las luchas por el dominio territorial se recrudecen en una guerra intermitente entre civilizaciones, marcada por la fragilidad de las alianzas.

LanguageEspañol
Release dateMar 14, 2014
ISBN9781311292704
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3
Author

Lluís Viñas Marcus

Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.

Read more from Lluís Viñas Marcus

Related to Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3

Titles in the series (6)

View More

Related ebooks

Fantasy For You

View More

Related articles

Reviews for Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Guerras de Antigua Vamurta Vol. 3 - Lluís Viñas Marcus

    —Camina, camina —suplicaba el conde—. Me parece que no hay ningún guardia en las torres que nos pueda delatar. Quizá no nos vea nadie.

    Serlan iba demasiado cargado, cubierto de mantas, pisando la nieve blanda en la que quedaban marcadas sus profundas huellas. A pesar de todo, avanzaban a buen ritmo, aunque ninguno de los dos había descansado lo suficiente. El miedo los espoleaba hacia algún rincón ignorado de esa larga noche gélida.

    Llegaron al cruce de caminos que conducían hasta Nueva Vamurta y siguieron en dirección sur un buen trecho. Allí, sus pisadas se mezclaron con muchas otras hasta no ser más que una masa oscura de trazos en la nieve.

    —Paremos aquí. Lo mejor será lanzar el equipaje sobre esos matojos. Luego saltaremos fuera del camino, borraremos las marcas y volveremos hacia la villa.

    —¿A la villa? —preguntó Sara frotándose las manos.

    —Sí. Vamos hacia el norte, a las fronteras.

    Pasaron cerca de la casa fortificada de Leandra y siguieron andando sobre campos helados, en terreno abierto, guiados por una luna que aparecía y desaparecía entre nubes largas, como hilos, dejando a sus espaldas las siluetas de los frutales de ramas duras, encogidos, sin hoja. El viento aullaba empujándolos hacia atrás. Aprovechando aquella claridad intermitente, avanzaban tan rápidos como les era posible. Querían alejarse a paso veloz de aquellas tierras, donde serían cazados con facilidad y donde era evidente que los siervos los reconocerían y delatarían su ruta.

    Tras marchar durante buena parte de la noche, cuando el cielo se resquebrajó con las primeras luces, buscaron refugio en una cabaña de pastores escondida entre árboles bajos. Era una construcción muy modesta, de planta circular, con una abertura por la que entraron agachados, a tientas. El suelo, de piedra mal cortada, estaba cubierto por una pátina de hielo. Un hilo de luz de luna aún caía en aquel pozo oscuro.

    —Tengo frío. Los pies me arden… —sollozó Sara con voz débil.

    El conde se dio cuenta del estado de extremo agotamiento de Sara, que hasta aquel momento nada había dicho. Temblaba y sus pequeñas facciones aparecían desencajadas en la penumbra, como si algo la estuviera consumiendo. Aún no había salido el sol, así que Serlan se decidió a encender fuego. Salió a recoger paja y ramas delgadas. Sara tenía los ojos cerrados, temblaba. Con sus dos piedras secas raspó y raspó hasta obtener una chispa. Con precaución sopló hasta que un pequeño fuego iluminó aquel minúsculo habitáculo. Aún tuvo fuerzas para obligar a Sara a dar un largo trago de vino. La descalzó con mucho cuidado e inmediatamente empezó a frotarle los pies, muy rígidos, que habían adquirido un tono violáceo.

    —Me duelen… Los dedos. Me cuelgan.

    —Acércalos al fuego, así. No tan cerca. Están dormidos, no tan cerca, no sientes el calor.

    Abrió uno de los petates y sacó carne de cerdo, la desgarró separando la grasa y la acercó al fuego hasta conseguir una masa maleable, con la que cubrió los pies de la joven. Le frotó las manos y el rostro, y también los untó, esperando que la grasa protegiera en algo la piel de la joven.

    —No serías bien recibida en la Corte de Vamurta con este aspecto… y ese hedor.

    Los labios de Sara esbozaron una mueca forzada. Había dejado de temblar, pero seguía encogida. El conde la cubrió con dos mantas gruesas.

    —Debemos comer, Sara —dijo, rebuscando entre su equipaje.

    Así pasaron el tiempo hasta que la claridad del alba alejó la oscuridad. Apagaron el fuego, ya que la columna de humo hubiera descubierto su posición, y taponaron la entrada de la cabaña. Sara durmió buena parte de la mañana, mientras el conde iba cerrando los ojos y volviéndose a despertar, sobresaltándose por cualquier ruido.

    Hacia mediodía reemprendieron la marcha, con el cuerpo agarrotado por el frío.

    —Es momento de continuar. Si nos cruzamos con alguien, debemos verlo antes de que nos vea a nosotros.

    La luz alta y esponjosa del mediodía tocaba el suelo, calentando las largas y brillantes franjas de nieve. Volvieron a comer cubiertos con pieles y mantas, sin decirse nada. La carga que llevaba el conde empezaba a pesarle, especialmente el arcabuz y el pequeño barril que llevaba colgado a su espalda. El silencio pétreo del día se enlazaba con el de la noche.

    Retomaron el viaje cruzando los campos y los bosques, ascendiendo y bajando colinas, lejos de las vías principales, tomando un respiro solo si encontraban árboles que les dieran cobijo. En una de esas pausas vieron pasar un grupo de labradores a lo lejos. Hombres de armas no vieron ni uno. Quizá aún creían que dormían en sus aposentos. A media tarde descansaron un poco más. El viaje a través del frío los agotaba totalmente. Bebieron un poco de vino y masticaron unas galletas de centeno. Cuando el sol declinaba en un gran estallido de colores, la bota de vino estaba casi vacía. Contemplaron el fin del día desde una pequeña elevación que les ofrecía la protección de unos castaños viejos y gruesos. Desplegaron las mantas y se abrigaron tan bien como pudieron, descansando sobre unas rocas que sobresalían sobre la nieve. Hacía mucho que no se topaban con nadie, ni tampoco se veían casas ni chozas de labranza. A sus pies se extendía una enorme llanura blanca, rota por algún árbol de ramas desnudas que miraban un cielo que se oscurecía, dando paso a la noche.

    —Estas tierras no parecen de la señora —dijo Sara, extrañada—. No hay nadie, no se trabaja la tierra…

    —No. Creo que son del Consejo… Parecen abandonadas. Pronto llegaremos a la frontera. Mañana o pasado. Allí nos podremos mover mejor…

    Se escuchó un largo aullido que atravesó de extremo a extremo la inmensa llanura. El primer aullido fue contestado por otro, y antes de que el eco del segundo se apagara, el aire se llenó de voces de otras fieras, voces que crecían y se confundían unas con las otras.

    —¡Fuego! ¡Debemos encender fuego! Trae hierba, ramas, lo que sea.

    —¿Y los árboles? ¿No es mejor subir? —preguntó Sara, desconcertada.

    —Si subimos ya no podremos bajar… ¡Hace demasiado frío! —respondió el conde, mientras, de rodillas buscaba entre el equipaje sus piedras.

    Sara se precipitó a tierra arrancando esqueletos de matojos. Estaban helados. Serlan, nervioso, no conseguía arrancar ninguna chispa que encendiera la pila de hierbajos que Sara iba agrandando.

    —Si tuviéramos aceite... o algún pergamino… —se lamentó Sara. Fue decir eso y ver una expresión de alegría y sorpresa en el rostro de Serlan, que empezó a revolver entre sus ropas hasta extraer un rollo arrugado. El legado de su madre, la carta, el testamento de Ermesenda. Lo rompió a trocitos y volvió a entrechocar las piedras. Una pequeña llama apareció en la esquina de uno de los pedazos de pergamino, dando un punto de luz en medio de la oscuridad, que sin hacer ruido los rodeaba lentamente.

    —¡Sara! Desenvuelve mi espada. Coge tú la daga —ordenó Serlan.

    El conde añadió con mucho cuidado hierbas y alguna rama delgada. Rápidamente añadió más combustible. Los aullidos volvieron a elevarse hacia el cielo.

    —Los lobos de Vamurta no aúllan así —dijo Sara, de pie, mirando constantemente a su alrededor con la daga en alto.

    —No sé si son lobos —contestó Serlan—. Parecen otra clase de seres.

    Las llamas eran visibles e iban tomando altura. Su calor resultaba agradable. El conde empezó a cortar ramas como un poseído, blandiendo su espada como si esta fuera un hacha. Empezaba a distinguir el ramaje por el resplandor del fuego. La noche se cernía sobre ellos.

    —Serlan, ¡mira!

    Detrás de los árboles, a una distancia corta, un enjambre de ojos fluorescentes los observaban. Sara se quedó de piedra. Eran muchos, quince o más sombras. Se oía el gruñido grave, ronco de muchas gargantas y el chasquido de sus dentaduras. Un escalofrío recorrió la espalda del conde y sintió por unos momentos cómo sus piernas flaqueaban. Nada se movió, el tiempo parecía haberse congelado.

    Serlan pensó en la carne. Aún les quedaba carne. Mientras se acercaba sigilosamente a la bolsa, una de esas bestias avanzó, acercándose al fuego. El cuerpo era el de un lobo hercúleo, de pelo largo y áspero de color gris claro y blanco. Las patas, poderosas, acababan en una pezuña muy ancha de tres dedos duros como el hierro. El cráneo resultaba impresionante, triangular y aplastado, rematado por dos orejas pequeñas que cortaban una crin dura y corta, más oscura que el resto del pelaje, que bajaba hasta media espalda. El hocico, estrecho y muy alargado. Dos colmillos de un palmo sobresalían al final de una sierra de dientes irregulares. Sobre el morro, dos ojos pequeños, brillantes en la oscuridad como los de un felino, desafiaban al mundo.

    Aquel que había avanzado para olerlos, más grande y viejo que el resto, debía ser el jefe de la manada. Dos animales jóvenes lo flanquearon, enseñando sus colmillos, su fuerza, amenazantes. Los gemidos grumosos de aquellas bestias iban en aumento, atenazando sus corazones. Estaban atrapados. El conde se arrepintió de no haber subido a un árbol. Correr ya no tenía sentido.

    Sara pasó su mano por la espalda del conde a modo de despedida y él la miró un instante con una expresión entre el perdón y la disculpa. Estaban de pie frente al fuego, las hojas de las espadas mirando a los grandes carnívoros, sus gemidos y alaridos se hicieron insoportables, retumbando, provocando una vibración invisible.

    Los cuerpos de los dos animales jóvenes se agazaparon y tensaron hacia atrás listos para salir catapultados. Dieron dos pequeños pasos y de un único salto les cayeron encima. El conde se apartó y con un limpio movimiento de espada hirió a su atacante en el costado. El otro animal, en lugar de atacar a Sara, consiguió hincar el diente en el antebrazo del conde que sostenía la espada manchada de sangre oscura. El animal tiraba y tiraba del brazo, notando cómo la cota le impedía rasgar la carne. Serlan intentó cambiar la espada de mano, pero la fuerza de aquella bestia lo inmovilizaba. Sara, rehecha del pánico, alzó su daga con ambas manos y la hundió en el lomo de la fiera.

    La sangre iba dejando regueros negruzcos sobre la nieve. Aquella especie de enorme lobo viejo, el líder, impertérrito, parecía haber entendido lo peligrosas que podían ser aquellas dos piezas de caza. Emitió un sonido agudo y todo el grupo contestó, a la vez que los dos animales heridos retrocedían, uno arrastrándose medio muerto, buscando la protección de la manada. El animal viejo bramó haciendo bascular su enorme cráneo de derecha a izquierda. El resto de lobos abandonaron las penumbras, avanzando hasta la altura de su jefe, formando una línea cerrada de ojos metálicos, furiosos, expectantes.

    El conde, casi sin pensar en lo que hacía, sacó de su petate un pedazo de carne salada y se lo lanzó al grupo, a modo de ofrenda. Ninguno de los animales se movió. Sin prisa, el jefe se acercó al tajo de cerdo y lo olisqueó con curiosidad algo cansada, hasta que decidió que aquello resultaba comestible. Sara miraba cómo aquella bestia, cerca de la hoguera, mordisqueaba su comida, relamiéndose.

    —Sara. Lanza toda la carne, corte a corte.

    El conde había recordado el arcabuz. Mientras Sara intentaba dilatar el festín de aquel carnívoro, él abría la caja del arcabuz. Creía que derribando al líder tendrían una oportunidad. ¡Cómo lamentaba no haber traído una ballesta! Quizá las bestias huirían o retrocederían al oír la explosión, lo que les daría tiempo para encaramarse a lo alto de un castaño. Había visto cargar esa arma en muchas ocasiones, pero siempre desde lejos. Sabía que debía cargar aquel polvo negro y granulado por la boca del cañón y después añadir el proyectil y prensar, o debía prensar y luego... Lo hizo. Apuntó con cuidado a la cabeza de aquel animal que devoraba otro trozo a grandes mordiscos, ahora mostrando su impaciencia. El resto de su grupo se movía nervioso, vigilante.

    Sara parecía estar a punto de sufrir una parálisis. Sentía que en cualquier momento iba a ser despedazada. Un pequeño movimiento extraño y aquel grupo acabaría con sus vidas en un abrir y cerrar de ojos. Serlan tenía el tiro centrado. Tiró del gatillo y… nada sucedió. El jefe de la manada levantó la cabeza un momento, molesto.

    —Conde de Vamurta… Es el último corte —murmuró Sara, aterrorizada.

    La tregua llegaba a su fin. El conde, desesperado, buscaba una salida. ¿Qué podían hacer? ¿Intentar alcanzar un árbol? ¿Ahuyentarlos con troncos en llamas? Luchar hasta el final a espada. Nada salvaría sus pellejos. Absurdo. El líder, cuando ya se hubo tragado el último trozo, volvió a levantar la cabeza, defraudado. Al ver que no recibía más recompensas, dejó ir un chillido que resonó por toda la llanura.

    Todo el grupo se disponía al ataque, rugiendo al aire, enseñando sus poderosos caninos, apabullando al conde y a Sara hasta hacerlos creer que vivían en el centro de una pesadilla.

    Sara se tapaba los oídos, medio agachada, tras dejar caer su arma. Aquella especie de lobos sabían que llegaba su momento, el de arrancar la carne caliente y sangrante a aquellos pequeños humanos débiles y perdidos. Serlan, sin saber demasiado por qué, agarró con ambas manos el barril de polvo negro y lo lanzó al fuego.

    Las puntas de los árboles se habían encendido, ardiendo a pesar del intenso frío. Una nube de polvo de nieve flotaba sobre el boscaje de aquel cerro. Las llamas se elevaban altas y delgadas, agujereando la dura oscuridad de la noche. Alrededor de la hoguera, un gran mancha negra había deshecho la nieve.

    —¿Me podéis oír? ¡Despertad! ¡Por favor!

    Sara frotaba la cara de Serlan con nieve limpia, raspando con los dedos la pátina negruzca que cubría su piel y su cota. La explosión había lanzado hacia atrás al conde, que aunque sangraba por la nariz y no respondía a los estímulos, respiraba con regularidad.

    Las bestias habían desaparecido. Mientras intentaba reanimar a Serlan, vio que algo se movía al lado de un castaño. Dio un salto. La terrible explosión había convertido a aquel animal viejo en una bola de fuego, que había salido impulsada hacia su manada. En medio de una enrome confusión, todo el grupo había salido aullando colina abajo, sin dirección, asustados quizá por primera vez. Sara agarró su daga y se acercó a aquella cosa sin que la prudencia consiguiera frenarla. Algo, allí, tenía vida. ¡Era un hombre! Un hombrecillo desnudo y con quemaduras en la piel, medio inconsciente. Sara no entendía nada. ¿Debía

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1