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Veritas Liberabit
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Veritas Liberabit

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About this ebook

Su nombre es Sabrina Saavedra. Hace un año salvó al país de una devastadora amenaza. Ahora enfrentará a un enemigo invisible dispuesto a arrasar con todo lo que ella valora.

El autor de Mirada Siniestra y la protagonista de La Niebla se reúnen para una nueva aventura en la cual la detective es acorralada por una alegría inesperada y acechada por fantasmas que no logra exorcizar.

Sabrina confiesa ser adicta a la adrenalina, pero en medio de un caso aprende las amargas consecuencias de sus acciones impetuosas.

Sabrina odia los clichés; sin embargo se encontrará aislada en una localidad remota, rodeada de familiares y desconocidos, sin poder determinar cuál de ellos es un asesino despiadado.

Mientras que el clima y el destino le auguran una tormenta fulminante, nuestra heroína deberá averiguar si puede y quiere descubrir la verdad, para lo cual tendrá que sentar a su alma en el banquillo de los acusados y comprender que no hay peor esqueleto que el que ocultas en tu propio clóset.

Suspenso se escribe con S de Sabrina.

LanguageEspañol
Release dateJul 24, 2013
ISBN9781301637423
Veritas Liberabit
Author

Ramon Francisco Jurado

Ramón Francisco Jurado fue expulsado al espacio en un pequeño cohete justo antes de que su planeta fuera destruido por la tercera Estrella de la Muerte. Se dirigía a un mundo super-civilizado, pero por el alto costo de la gasolina sólo llegó a La Tierra, en donde su familia intentó inculcarle los valores de un super-héroe pero él descubrió el grunge rock, a Fox Mulder, a George Lucas, y luego a Héroes del Silencio, lo cual descartó sus posibilidades de salvar a la humanidad. Oportunamente fue vendido a los Wachowski quienes escandalizados lo conectaron al Matrix, en donde es notoriamente conocido como el Neo que no liberó a sus congéneres. Interpol y la Liga de la Justicia lo han perseguido bajo el temido alias de "Paco, con el cual ha intentado vender su alma en eBay, pese a tenerla hipotecada con Majestic 12. Ocasionalmente escapa de su laberíntica imaginación para criticar las nimiedades del "mundo real". Cuenta en su haber literario con las novelas Mirada Siniestra, Impulsos Taliónicos, La Niebla y Veritas Liberabit. Las dos últimas constituyen las primeras entregas de la serie de Baker Street Security y Sabrina Saavedra. Actualmente está puliendo una colección de cuentos con la cual nunca queda satisfecho y completando una ficción histórica que incursiona en el género del espionaje.

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    Veritas Liberabit - Ramon Francisco Jurado

    CAPITULO UNO

    (regresar al índice)

    Avísenme si han oído esta historia antes. Un mafioso, un banquero, un doctor, un traficante de armas, y una detective se van un fin de semana a la playa... Aunque, pensándolo mejor, ese no es el principio del relato.

    Mi nombre es Sabrina Saavedra. Soy una investigadora privada y una adicta a la adrenalina, y actualmente tengo dos objetos extraños en mi cuerpo.

    Todo comenzó con mi ex, Lucas Castillo. Ya me preguntarán cómo esperaba que una historia que empieza con un abogado acabe bien. Lucas trabaja en Edison, Linares y Tejada, una de las firmas más antiguas del país.

    Lucas acudió a mí con un problema. Uno de sus clientes estaba sufriendo pérdidas considerables debido a la reciente aparición en el mercado de ejemplares piratas de sus discos, películas y mercancía relacionada, como sweaters y otros artículos de vestir. La operación estaba siendo dirigida desde Panamá, y Lucas contrató los servicios de Baker Street Security, la agencia en la cual trabajo, para localizar la fábrica clandestina.

    Salté sobre el caso de una vez. La piratería es bastante común por estos lares, pero una operación como la cual Lucas había descrito, que estaba inundando Centroamérica con mercancía falsificada, sugería un nivel un poco más elaborado y un grado mayor de confidencialidad. Mis fuentes usuales estaban secas, pero el Zancudo Zurdo me puso tras la huella correcta, y en tres semanas rastreé a los falsificadores hasta un caserón discreto en El Terraplén.

    El operativo fue coordinado inmediatamente con la Fiscalía especializada en Delitos contra la Propiedad Intelectual. El Fiscal es un tipo que se toma su trabajo muy en serio—a veces demasiado—que era justo lo que Lucas necesitaba. En conjunto con la Policía Técnica Judicial, la Fiscalía convergió sobre el área, esperando sólo mi señal, pues era la única que podía confirmar el paradero de los piratas.

    Con cabello rojo y ojos verdes no podía pretender pasar inadvertida, así que opté por portar una cámara y fingir el rol de turista fotografiando esa calle pintoresca—y olorosa—de Panamá. El lente me ayudó a enfocar discretamente la casa en cuestión, cuyo único elemento distintivo era un graffiti en un costado que decía Jesús no estuvo ahí. A través del lente capté movimiento por una de las ventanas, confirmando así que mis estimados piratas no estaban de vacaciones.

    Tomé mi celular y comuniqué la confirmación al Fiscal. Momentos después múltiples carros entraron al Terraplén. Algunos llevaban encendidas sobre el techo las luces de la PTJ, pero ninguno activó la sirena. Como ver NYPD Blue con la opción de Mute activada en la televisión. Confieso que mientras la policía descendía de los autos y lanzaba instrucciones y avanzaba hacia la casa, sentí mi corazón acelerar sus latidos, enloquecido ante el prospecto de acción, de peligro, de aventura. No sería franca si digo que intenté reprimir ese impulso tan familiar. Pero dudaba mucho que esa fuera una posibilidad; la redada había sido coordinada cuidadosamente y con seguridad todo iba a resultar de forma metódica y ordenada.

    En eso precisamente pensaba cuando vi a Lucas bajarse de uno de los autos y avanzar temerariamente hacia la casa. Houston, tenemos un problema; murmuré. Lucas fue un pésimo novio pero ahora es un buen amigo. Sin embargo, tengo que admitir que no siempre tiene ambos pies sobre la tierra. Sólo a él se le ocurre ir a un operativo en El Terraplén—una avenida deteriorada y decadente, repleta de buhoneros, piedreros, pescadores desesperados y dealers, entre otras cosas—vestido con un traje carbón Dolce & Gabanna de varios cientos de dólares. Y sin chaleco anti-balas.

    En el instante en que lo vi entrar a la base de operaciones de los falsificadores junto al Fiscal tuve el fuerte presentimiento de que ese saco acabaría manchado de sangre—por no decir agujereado—y corrí hasta mi Honda CR-V que había estacionado un poco más atrás. De una bolsa en el asiento trasero extraje mi chaleco de kevlar y me lo eché encima mientras corría de vuelta a aquella casa transformada en fábrica, a la cual ya habían irrumpido las autoridades. Empuñé mi pistola HK. Al aproximarme oí un coro de voces. La policía estaba gritando órdenes, pero los contrabandistas vociferaban de vuelta, ahogándose todas las palabras en un bullicio indescifrable. Ahí fue cuando supe que no levantarían las manos y se darían por vencidos como cualquier otro pirata más considerado y decente.

    Es curioso cómo el panameño promedio ve problemas y corre a buscar primera fila sin pensar en su seguridad. Salvo uno que otro piedrero que huyó por instinto al ver a la policía, la mayoría de la gente que deambulaba por el Terraplén quedó agrupada frente a la casa, esperando a ver cuál de ellos se sacaba el premio de una bala miope. Sólo faltaba una mujer en la esquina vendiendo manzanas acarameladas. Empujé a unos cuantos para abrirme paso y entré a la casa.

    Sabrina... Lucas dijo mi nombre al verme aparecer súbitamente y se volteó a preguntarme algo, pero yo ni siquiera le presté atención; estaba mirando al hombre tatuado a varios metros a nuestra izquierda a quien Lucas muy atentamente le ofreció la espalda mientras aquel mapa ambulante le apuntaba. Grité su nombre y me lancé sobre él, estrellándolo contra el suelo de madera una fracción de segundo antes de que la detonación le volara el cráneo. Apunté y disparé pero ya era tarde, el tirador se había movido.

    Aquel disparo inicial fue suficiente como para convertir la vieja casa en un polígono de tiro. Las voces se fueron desvaneciendo por las múltiples detonaciones. El olor a pólvora llenó el aire estancado. Había movimiento en todas las direcciones, era imposible mantenerse al tanto de todo cuanto sucedía. La casa estaba llena de computadoras, quemadores de CD y DVD’s, equipos de audio y video y pila tras pila de cajas llenas de la mercancía falsificada. Rincones diversos en donde cualquiera podía refugiarse y darnos un tiro a la primera distracción. Agarré a Lucas por una de las mangas de su saco y lo puse de pie. Tenía que sacarlo de ahí. Mis instintos podían ayudarme a sobrevivir aquel caos, pero el Licenciado Pluma Mont Blanc tenía pocas probabilidades de salir caminando. Un monitor voló sobre nuestras cabezas y se hizo pedazos frente a nosotros.

    La principal fuente de luz en la planta baja de esa casa era la puerta de entrada abierta de par en par. Aquella también era un área totalmente descubierta y bien iluminada que fácilmente nos podía convertir en blancos fáciles. Guié a Lucas hacia mi derecha, y nos ocultamos entre un grupo generoso de cajetas. Me asomé de nuevo y, como intuía, uno de los piratas venía hacia nosotros. Le disparé en el muslo y volví a agacharme junto a Lucas.

    Apuesto a que Andrés nunca te invita a salir a sitios tan emocionantes como éste, comentó Lucas.

    Le lancé una mirada exasperada, pero sólo dije, Tenemos que buscar una salida alterna. Quizás haya una puerta trasera que podamos aprovechar. Presioné el dedo índice contra mis labios y por señas le indiqué que me siguiera con la cabeza abajo. Aprovechamos las cajas y el equipo como cubierta para adentrarnos más a la casa. Había una escalera al fondo, y a su lado había una puerta de metal. Pensé que esa sería la salida más probable para nosotros. Pero no habíamos dado sino tres pasos en esa dirección cuando la puerta se abrió violentamente y apareció el sujeto del tatuaje que había intentado matar a Lucas. Ni siquiera reparó en nuestra presencia; con un rugido gutural saltó a la escalera y desapareció de nuestra vista. Simultáneamente llamaradas saltaron del otro lado de la puerta y ambos fuimos bañados en el resplandor.

    ¡Están quemando la mercancía! Exclamó Lucas. La puerta no era una salida como yo había creído sino una entrada a un depósito. ¡Si destruyen la evidencia todo será en vano!

    Como si hubiesen escuchado su queja, dos policías tumbaron varias cajas y pasaron frente a nosotros hacia el depósito, uno de ellos llevaba un extintor portátil en sus manos. El otro vaciló al llegar al pie de la escalera. Hay más gente arriba, avisó antes de ascender saltando los escalones de dos en dos.

    ¡Tomás, no vayas sin respaldo! El primero le gritó. ¡Tomás! Pero fue inútil. Sacudiendo la cabeza, volvió a prestarle atención al depósito y activó el extintor, seguramente pensando lo mismo que Lucas. La cantidad de disparos había disminuido, pero oí uno en el piso superior que no podía ser coincidencia. Mis dedos se aferraron aún más a la HK. El policía sí tenía un back-up disponible.

    ¿Puedes esperarme aquí cinco minutos? Le pregunté a Lucas. Sólo mantén la cabeza abajo y cúbrete lo más posible. Esto va a acabar pronto. Él asintió. Sé bueno, le dije y corrí hacia la escalera. Los peldaños de madera protestaron bajo mis botas.

    En el primer piso me recibieron varias recámaras, abiertas de par en par y vacías. Avancé por el pasillo con la Heckler & Koch por delante. Encontré otra puerta y la empujé suavemente, pero algo la estaba obstruyendo. Le di con el hombro y logré abrirla, sólo para descubrir que el obstáculo era el policía que había visto subir valientemente. Tomás. Cuestión de minutos—quizás ni cinco—habían bastado para que su coraje se convirtiera en estupidez. Estaba boca abajo, pero no necesariamente había muerto. No veía sangre, quizás sólo estaba aturdido y necesitaba ayuda.

    Tomás había sido atacado en el baño. Su revólver estaba a menos de un pie de su mano extendida y un hueco humeante decoraba la pared de la ducha. Había logrado hacer un tiro antes de sucumbir; seguramente era el disparo que yo había oído. Llamar a ese pequeño cuarto un baño no suena apropiado; he visto más higiene en las letrinas de algunas cantinas. El inodoro estaba estancado y por un instante creí que Tomás había sido intoxicado por el olor que se desprendía del mismo. Contuve la respiración y me incliné sobre él para voltearlo.

    Al verlo de frente comprobé que sí había fallecido, y la causa era obvia. Había un surco profundo en su cuello. La depresión oblicua que se trazaba desde un centímetro debajo de su oreja izquierda como una flecha que apuntaba a su clavícula derecha delataba un estrangulamiento súbito, con suficiente fuerza como para doblegar al policía sin oportunidad de forcejeo. Mis ojos ascendieron al hueco en la ducha. Tomás había estado inspeccionando el piso y, al entrar al baño, había sido ahorcado por la espalda, sin poder hacer más que soltar un tiro involuntario contra la pared.

    Y yo había seguido sus pasos.

    De un brinco di la vuelta y apunté hacia el marco vacío de la puerta. No había ya nada que pudiera hacer por el policía, pero quizás podía detener al responsable. En mi mente se repetía el rugido anormal del Pirata Tatuado. Mientras avanzaba cautelosamente por el pasillo, pensé en la fugacidad con la que Tomás había perdido la vida. ¿Cuánto podía ganar por un trabajo como aquel? Seguramente el saco que Lucas vestía hoy valía tres salarios mensuales del policía caído. Y ni hablar de los honorarios que mi agencia cobraría por guiar a ese policía a la muerte. En segundos la cuestión entre el Pirata Tatuado y yo se fue tornando personal.

    Me topé con una ventana quebrada en una esquina del pasillo, pero no había ni un solo fragmento de vidrio en el suelo. La ventana había sido rota hacia fuera. Pasé el dedo índice de mi mano libre sobre los bordes de los pedazos de cristal que habían quedado adheridos al marco. No había una sola partícula de polvo en ellos, o sea que recién la habían roto para salir huyendo. Sentí que unas cuantas libras de tensión se escurrían de mis hombros. Mi presa se había escapado.

    No puedo expresar en palabras cuánto me revientan los clichés. Recién había pensado esas cinco palabras cuando mis ojos captaron en el cristal quebrado el reflejo incierto de movimiento a mis espaldas, y giré justo a tiempo para esquivar el pedazo de vidrio filoso que el Pirata Tatuado planeaba incrustar en uno de mis pulmones.

    Traté de alinear mi pistola con su cuerpo, pero lo tenía encima y él tomó la ventaja para utilizar su antebrazo y estrellar mi muñeca contra la pared. Mis dedos involuntariamente soltaron la Heckler & Koch. Él continuaba forcejando afanado por enterrarme el vidrio que empleaba cual puñal. Su aliento actuaba como un arma adicional; parecía que luego de tragarse una rata muerta había hecho gárgaras con agua de cloaca. Sus ojos brillaban anormalmente, y sus pupilas dilatadas aseguraban que estaba montado en algo. ¿Éxtasis? ¿Crack? ¿Basuco? Nunca llegué a saberlo. Pero lo que sea que lo hacía rugir como un animal también incrementaba su fuerza notoriamente. Si yo estaba surfeando la ola de adrenalina, él ya estaba haciendo scuba diving en las mismas aguas. Y al momento de volarse había dejado en tierra su instinto de auto-preservación, pues lo único que le importaba era matar a sus adversarios, y en ese momento yo entraba en la categoría.

    Su otro brazo se levantó sobre mi rostro y la punta más filosa del vidrio se alineó peligrosamente cerca de mi ojo. Sus dedos apretaban el cristal con tanta fuerza que su propia sangre corría por los bordes. El Pirata Tatuado jadeó como un lobo sediento. Una extraña gráfica abstracta subía por su hombro derecho y ascendía lateralmente por el cuello hasta alojarse alrededor de su oreja. Algo me decía que no hallaría un símbolo de copyright en una de sus esquinas.

    Desesperada estrellé mi frente contra su nariz. No logré más que estremecerlo y apartarlo de mí ligeramente. Sus ojos continuaban centelleando demencialmente. Sangre bajó discretamente de una de sus fosas nasales, manchó sus labios y goteó al piso de madera. En cualquier momento arremetería de nuevo. Tenía que aprovechar la distancia antes de perderla. Levanté mi pierna derecha y le di la patada más fuerte que me nació. Ésta sí surtió efecto y el Pirata Tatuado se tambaleó hacia atrás varios pies hasta caer estrepitosamente cerca de la escalera.

    Pero eso no lo detuvo. De inmediato empezó a incorporarse, y en eso sus ojos se clavaron en mi HK y mostró una sonrisa torcida. El arma estaba más cerca de su posición que de la mía. Planeaba ejecutarme con mi propia pistola, el gran animal. Mientras él se lanzaba ansiosamente hacia ella, yo levanté la basta de mi pantalón y de la funda especial sujeta a mi pantorrilla derecha extraje la .32 de respaldo que siempre me acompaña en situaciones como ésta.

    Apreté el gatillo y la bala lo alcanzó en el hombro izquierdo, haciéndolo girar en dirección opuesta a la pistola de la que pretendía asirse. Se quedó momentáneamente en el suelo, con los ojos clavados en mí, resoplando como un toro. Ni se inmutó en palpar o mirar su herida.

    En tu lugar, yo me quedaría bien quieta; le aconsejé sin bajar el arma. Lentamente me acerqué a mi HK para recuperarla. Sin embargo, cuando me agaché a recogerla, el Pirata Tatuado súbitamente se puso en pie, pero no intentó agredirme, sino que me dio la espalda y corrió hacia una ventana que daba a la parte frontal de la casa, la cual atravesó sin pensarlo dos veces.

    Fui tras él, y al asomarme lo vi aterrizar sobre el techo del Lexus verde de Lucas. La alarma que se activó se oyó notoriamente patética. El techo se hundió con su peso y una raja cruzó el parabrisas. Me pregunto si el seguro de Lucas tiene cobertura sobre drogadictos voladores.

    El Pirata Tatuado bajó a la calle sin trastabillar, ansioso por escapar. Policías corrieron hacia él, pero sin titubear se abalanzó hacia los espectadores que empezaban a esparcirse, y sujetó a una niña por los moños. La colocó entre él y los policías. Me sorprendió descubrir que en toda la maniobra no había soltado el vidrio con el cual me había atacado, sino que ahora lo presionaba contra la garganta de la niña, quien rompió en llanto.

    Había visto a esa niña antes. Al llegar al Terraplén, ella se había acercado a mi carro y me había pedido que le regalara algo para comer. Yo había sacudido la cabeza y la había ignorado. Ella había proseguido al siguiente auto. Quizás si le hubiese dado un dólar, se habría ido a comprar una chicha y una empanada y no habría estado aquí para ser atacada por un maldito junkie.

    Los policías no podían hacer nada. El Pirata Tatuado retrocedió hacia el otro lado de la calle. Sospechaba cuál era su plan, y no me daba la gana de que se saliera con la suya. Enfundé la .32 y con la .9 traté de apuntarle a la cabeza. Pero estaba muy inquieto, si disparaba en el segundo equivocado y él se movía, fácilmente podría darle a la niña.

    El Pirata Tatuado no soltó a su rehén sino hasta cuando llegó a la muralla que daba al borde del agua, desde donde bajó por los deteriorados escalones de cemento y saltó a uno de los botes de los pescadores. Frustrada, murmuré cada palabra soez que mi Mamá me había prohibido. El Pirata había escogido el bote más cercano, y parecía ser el más viejo, desgastado y enmendado de todos. Pero mientras lo veía soltar la cuerda y pelear con el pequeño motor, supe que un vehículo de escape patético no importaba siempre y cuando lograra su cometido. Nuevamente traté de apuntarle, pero ya no tenía un ángulo disponible.

    Una parte de mí estaba consciente de que había hecho suficiente, había cumplido con la función de Baker Street Security, había localizado a los piratas, había guiado a las autoridades a su escondite. La operación sería desmantelada y el cliente de Lucas quedaría contento. La fuga de aquel sujeto era inmaterial.

    Y luego otra vocecita dentro de mí gritó, ¡Ah, qué más da! y salté por la ventana.

    Aterricé sobre el techo de un puesto de buhonería que se tambaleó como si estuviese hecho de gelatina. Su dueño trasladó a mi Madre de su cripta a un burdel. Brinqué a la calle y corrí en la misma dirección que el Pirata Tatuado. Oí rugir el motor de la lancha que estaba robando. Escuché también la voz de un pescador indignado al ver lo que pasaba. En mi camino se hallaba una de las patrullas. Salté a la tapa del motor de ésta y de ahí me impulsé. En ese segundo sentí la primera aguja en mi nuca. Alguien gritó mi nombre a mis espaldas.

    En el instante en que mi bota tocó la muralla, con el rabillo del ojo vi a un piedrero orinando impunemente hacia la bahía, y me pregunté cuántas duchas tendría que darme para sacarme la mugre de encima. Pero ya para entonces estaba en el aire, y todos los sonidos en mi entorno fueron opacados por el latido de mi corazón. Uno de los pájaros de los alrededores planeó paralelo a mí, como expresando su solidaridad.

    Pero salté tarde por fracciones de segundos, y el impulso no me dio para alcanzar la lancha. Aún volaba como Wile E. Coyote cuando me arrepentí de lo que hacía. Me hundí en aquellas aguas cuestionables, mas antes de que mi mente registrara una idea completa mis dedos se aferraron a un objeto y lo siguiente que supe fue que estaba surcando la bahía hacia mar abierto. Logré sacar la cabeza del agua, tragué una bocanada de aire, y comprendí que había logrado atrapar la cuerda con la cual el bote había estado anclado, y ahora el Pirata Tatuado me estaba arrastrando con él sin sospecharlo.

    El Terraplén se fue encogiendo a mis espaldas, y las demás agujas de miedo se enterraron en mi nuca. No entres en pánico, me dije a mí misma mientras le daba a la cuerda varias vueltas alrededor de mi antebrazo derecho. Soltarme accidentalmente a medio camino sería aún peor. El agua saltaba a mis lados, de repente me hundía, a veces flotaba. Dos gélidas manos torcían mi estómago como un trapo mojado. Mis dedos izquierdos avanzaron por la cuerda. Nada de pánico. Los Saavedra no sienten pánico. El agua estaba fría. Si el Pirata cortaba la cuerda me hundiría como un yunque.

    Detesto la sensación de estar bajo el agua. Te encuentras aislada de todos los sonidos del mundo exterior, pero tu propia respiración se escucha amplificada. Es como un anticipo de lo que te espera en el más allá.

    Afortunadamente el modesto bote no tenía mucha potencia y no fue extremadamente difícil halar la cuerda con ambas manos, avanzando hacia mi presa, acortando paulatinamente la distancia entre nosotros. No sé si el Pirata Tatuado tenía alguna dirección definida. Mi única ventaja en esos momentos era que mi adversario estaba tan colocado que ni se había enterado de mi presencia.

    Cuando alcancé el bote y mis brazos dejaron ir la soga para aferrarse al borde de madera sentí que mis pulmones nuevamente abrían espacio para el oxígeno. Sin desperdiciar tiempo valioso subí las piernas y abordé el bote, que en ese momento se inclinó en mi dirección. Aquel peso súbito hizo reaccionar al Pirata Tatuado, quien al verme gritó enfurecido y se lanzó sobre mí. Aún no había conseguido balancearme en esa lancha en movimiento, y le fue fácil doblegarme contra el fondo de madera. Si hubiera tenido su puñal transparente improvisado me lo habría enterrado en la garganta, pero ya se había desecho del vidrio, así que sólo me asestó un puñetazo en la quijada.

    El agua nos salpicaba como lluvia invertida. El Pirata estaba concentrado en matarme, y nadie estaba conduciendo el bote. Las agujas se enterraron más adentro en mi nuca. Conecté mi rodilla con sus genitales y volvió a gritar. Aquel ataque lo respaldé con mi codo en su garganta. Cayó de espaldas y yo pasé literalmente por encima de él para tomar control de la lancha, la cual hice trazar una U imaginaria en el agua para dirigirnos de vuelta al Terraplén.

    No fui lo suficientemente rápida y el Pirata logró sujetarme por el cabello mojado y lanzarme fuera de borda. Desesperadamente me aferré al borde del bote, y éste se volvió a inclinar peligrosamente en esa dirección. Creí por una fracción de segundo que se volcaría a medio camino, y eso habría sido peor que cualquier otra cosa que mi oponente pudiera hacerme.

    El Pirata Tatuado se irguió sobre mí, arropándome con su sombra. Quería tomar mi arma y dispararle, pero ninguna de mis manos estaba dispuesta a soltar la madera. Además, su hombro continuaba sangrando copiosamente, pero él estaba tan pasado que no daba señales de sentir dolor. Sin embargo, algo de sentido común debía quedarle pues medio que intuyó que si seguíamos de esa forma mi peso podía voltear el bote, así que se inclinó sobre mí, puso sus manos alrededor de mi cuello y me subió de vuelta a la lancha. En ese movimiento el vehículo se inclinó aún más, y si no me hubiese estado ahorcando le habría dicho lo bruto que era. Pero mi cuerpo cayó a la madera vieja y el bote se estabilizó.

    El único problemita que quedaba era el poderoso brazo del Pirata amarrado alrededor de mi cuello. Planeaba estrangularme, como había hecho con el policía. Tomás. Y tenía buenas probabilidades de lograrlo. En ese instante nada de aire descendía por mi garganta.

    Pero él no reparó en mi pistola, la cual desenfundé y levanté por encima de mi cabeza. Su proximidad hacía innecesario verle para dispararle. Pero sus reflejos funcionaron. Me soltó y desvió mi brazo en el preciso momento en el que yo apretaba el gatillo, la bala partió directo al pequeño motor, que estalló con mayor estrépito del que su tamaño ameritaba.

    Súbitamente ya no estábamos a bordo de un bote sino que surcábamos el agua en el extremo opuesto a una bola de fuego.

    El Pirata Estrangulador se olvidó de mi cuello al ver la llamarada, y tosiendo me di la vuelta y disparé contra lo primero que vi, su pie izquierdo. La bala no sólo atravesó el empeine sino la madera. Él brincó sobre su pierna intacta gritando desaforado, y el agua se empezó a colar en el bote. De un salto dejó de ser mi problema; cayó al agua y quedó atrás. Lo cual era bastante sensato, y yo debía seguir su ejemplo. Sin duda podía nadar la distancia que me separaba del Terraplén.

    Cuando me incorporé pare evaluar cuántos metros serían, me percaté de lo que equivocada que estaba. No existía ya tal distancia. Iba derechito al muro de concreto del Terraplén.

    ¡Oh, fu—! No tuve ni siquiera tiempo de maldecir adecuadamente.

    Desde ahí sólo recuerdo la sensación de hundirme en agua caliente. Y me desperté aquí, en el infierno. El infierno es, claro, un cuarto desconocido con un exceso de arreglos florales cursis.

    ¡Bella durmiente! La voz de Andrés atrajo mi mirada. Su mirada pensativa y tolerante, su cabello negro azabache y su barba de dos días me garantizaron que no estaba en el infierno. Sus dedos se aferraron a los míos.

    Dudo mucho que me vea bella en estos momentos, respondí. No me sentía bella. Y hablar era como masticar vidrio mal molido. Mi garganta...

    Bebe agua, sugirió y me ofreció un vaso con un carrizo del cual ingerí enseguida todo su contenido. Sabía que estaba en un hospital, no sólo por la pinta del cuarto sino porque Andrés estaba en su bata de trabajo. La ventaja de tener un novio cirujano: Apuesto a que ha estado aquí desde que llegué. Y no me sorprendió despertar en un hospital; todo mi cuerpo me dolía. Traté de acomodarme mejor, pero no pude. Estaba inmovilizada.

    En ese instante descubrí el primero de los dos objetos extraños que mencioné: El yeso que forra mi pierna derecha, sostenido firmemente por unos tornillos intimidantes. Un escalofrío me sacudió. Mis manos se congelaron, y mis labios temblaron. El accidente. Y la posibilidad de no volver a caminar. O de tener que valerme de un bastón por el resto de mi vida. Me imaginé una rodilla destrozada. Y nunca más poder correr, manejar una motocicleta, hacer deportes. Busqué la mirada de Andrés y en la mía él debe haber visto mi súplica por buenas noticias.

    Tranquila, me dijo, y acomodó mi cabello con su mano libre. De los males, es el menor. Sufriste una fractura de tibia y peroné.

    No suena como el menor de los males, opiné sin querer sonar como una niña petulante.

    Tendrás que pasar un par de semanas en el hospital, explicó. Y acostúmbrate al yeso, pues vivirás con él por tres meses. Quería poder pararme y huir para no escuchar lo que estaba diciendo. Pero con una terapia mínima, volverás a estar al cien por ciento. Mis músculos se aflojaron y se acomodaron en la cama como quien se hunde en un jacuzzi y deja esfumarse la tensión.

    Noté entonces la venda que cubría el antebrazo y mi muñeca derecha. ¿Me disloqué algo? Pregunté, flexionando la muñeca y los dedos en todas las formas posibles. No se siente dislocada...

    No, ahí sólo tenías unas lesiones en la piel de algo que te cortó; respondió Andrés. Tiene sentido cuando pienso en la cuerda que amarré alrededor de ese brazo para no perder el bote. Te la quitarán en unos días.

    Wow, pensé en voz alta. No había hecho algo tan estúpido desde—

    El Caso de la Zona Libre, Andrés terminó la oración por mí. Es maravilloso y exasperante tener a alguien que te conozca tan bien que sepa lo que estás pensando. Nos diste un susto tremendo, Sabrina; me advirtió. Y sé que éste no es el lugar ni el momento indicado para hablar de esto, pero—

    La puerta se abrió y me dispuse a ofrecerle un premio a quien quiera que supiera interrumpir de forma tan oportuna. Entonces vi aparecer a Lucas y no me sentí tan generosa.

    Estás despierta, dijo al verme. ¡Qué bien! ¿Cómo te sientes?

    Como si me hubiera estrellado en una lancha, contesté.

    ¿Estoy interrumpiendo algo? Preguntó al percibir la mirada que Andrés le lanzó.

    Pasa adelante, invité. Sabía que Andrés sólo estaba teniendo su reacción habitual a los hombres de mi pasado. Y no ayudaba que éste propició la situación que me envió al hospital. Mi médico de cabecera me acaba de informar que durante las próximas semanas no haré más que recibir visitas desde este trono.

    Sabrina, ¿sabes que eres la única mujer que conozco que a medida que pasan los años, me sorprende más y más? Opinó Lucas. Esa pequeña hazaña fue increíblemente estúpida e innecesaria.

    Sí, solía decir lo mismo de nuestra relación; le contesté. A ninguno de los dos le resultó tan gracioso como sonó en mi cabeza.

    Está de mal genio, Andrés me excusó. Se acaba de enterar de que estará incapacitada por unos meses.

    Andrés, ¿estás consciente de la prenda que tienes en tus manos? Sonrió Lucas.

    ‘Prenda’ se queda corto, Andrés sonrió igual que él.

    Jóvenes, la prenda está presente y consciente, así que please no hablen de mí en tercera persona; solicité. ¿Me vas a contar cómo terminó la redada?

    Todo salió como planeamos, admitió Lucas. La operación fue desmantelada. Vamos a ir a juicio. Te debo una grande. Pero eso aún no te justifica, hago constar. Estás consciente de que no hacía mayor diferencia si aquel tipo se hubiese escapado en el bote, ¿verdad?

    Hay una diferencia, Lucas; advertí. No todo se basa en la factura que emite tu firma. Ese tipo mató a un policía.

    Y te pudo haber matado a ti, Andrés lo apoyó.

    Inmaterial, ya tendré bastante tiempo para pensarlo, ¿no? Me encojí de hombros, harta de la intervención improvisada. Y, ¿a quién le debo este jardín? Con mi mano indiqué todos los arreglos florales.

    Uno es mío, indicó Andrés.

    Yo también envié uno. Y uno de los socios también mandó un arreglo. Este de acá es de mis clientes, quienes quedaron muy impresionados y hasta enviaron un cheque adicional como bono para tu agencia.

    Ese es de tu papá, el de allá es de Samuel; Andrés terminó el recorrido. Y éste— Tomó en sus manos la tarjeta del arreglo que tenía más cerca. —es de Raúl, quien, a pesar de que está fuera del país en un seminario, siempre se las ingenia para enterarse de inmediato de todo lo que te pase. Raúl Valdés es el Fiscal Auxiliar y uno de mis mejores amigos. Y Andrés nunca ha terminado de convencerse de que todo lo que nos une es una amistad.

    Los celos no siempre son sexy, le dije. Observé todas las flores. Los hombres de mi vida, todos frustrados porque yo no me quedo en casa a tejerles sweaters.

    Lucas tocó el cristal de su Rolex con el dedo índice. Me tengo que ir, un cliente me espera para almorzar; explicó. Sólo quise pasar a darte las gracias. Pórtate bien y no maltrates a las enfermeras, ¿sí? Volveré con más tiempo. En la puerta se detuvo cuando recordó decirme: A propósito, en el estacionamiento vi a tu papá, me imagino que viene subiendo. Le diré que ya estás despierta.

    Mi Papá, Don Cristóbal Saavedra, se veía aún más masivo desde el ángulo de una cama de hospital. Ningún botón que levante tu espalda en cuarenta y cinco grados anula esa sensación. Aunque su estatura no es realmente proporcional a la medida de su cintura, que constantemente desafía a los diseñadores de puertas, la combinación de ambas da la impresión de estar frente a un elegante minotauro. Pero sus dimensiones no son el único factor de su presencia que eclipsa a cuantos lo rodean. Su voz de tenor también es una ventaja considerable.

    Apenas entró al cuarto me esperaba un regaño por mi comportamiento o un abrazo aliviado. Pero mi Papá sólo se inclinó sobre mí y dejó un beso en mi frente, como quien consuela a una niña que acaba de sufrir el primer flat de su bicicleta.

    Menuda ocurrencia, ¿eh? Es lo primero que dijo.

    Se veía mucho más factible cuando lo pensé, respondí, y al instante me enojé conmigo misma por correr a explicarme. (¡Correr! ¡He ahí algo que no haré en mucho tiempo!)

    Eso sucede a veces, Sabrina; mi Papá descartó lo ocurrido con un gesto casual de su mano. Es el precio de escuchar nuestros instintos. Pero a ti misma te consta que el noventa y cinco por ciento de las veces hacerle caso a ese sexto sentido funciona. Lo importante es identificar en qué fallamos para no repetirlo. Andrés no se veía muy contento con la apreciación de mi Papá. Debo reconocer que a mí me sorprendió un poco. Creí que estaría un poco más angustiado por el accidente de su única hija. Además, agregó al colocarle una mano en el hombro a Andrés; tienes la buena fortuna de contar con el estimado Dr. Navarro, quien se asegurará de que quedes en óptimas condiciones. No era un comentario ni una solicitud. Era una sutil instrucción. Cristóbal Saavedra es uno de los hombres más influyentes de Panamá. Y no toda su influencia es positiva. A continuación se apoyó en la orilla de la cama. Con su peso, tuve un deja vú de cuando aquel bote se iba a volcar. Su voz bajó unos cuantos decibeles. Acerca del responsable de esto— Señaló el yeso.

    No empecemos, le advertí.

    Sabrina, sólo quiero decir—

    ¡Sé lo que quieres decir, Papá, y no quiero oírlo! Exclamé. ¡Y tampoco quiero que nadie tenga ningún accidente en la cárcel, ¿me oyes?! ¡Ni un rasguño! ¡La única responsable de esta fractura soy yo, así que si quieres desquitarte, ya sabes en dónde encontrarme! Me pasé de grosera, y la Sabrina pre-adolescente dentro de mí me informó que debía disculparme. No la escuché. A mi Papá no le gustó lo que escuchó, pero dejó morir el tema. Él sabe que no vale la pena discutir conmigo.

    Mi siguiente visitante fue Samuel Prado, el dueño de Baker Street Security y mi jefe. Si tomas la imagen de uno de los conquistadores españoles—cualquiera—, le quitas la túnica y la armadura y le pones una camisilla, tienes el vivo retrato de Samuel.

    ¡Buenos días, Charlie! Bromeé con mi mejor sonrisa.

    ¿Contusión severa? Replicó.

    Más vale que tú no pretendas sumarte al coro que quiere quemar a Sabrina en la hoguera por su brillante peripecia, le avisé antes de que pudiera saludar.

    Bueno, Samuel hizo un gesto de resignación; no debería esperarme menos de ti. Llegó a mi lado y con un ligero apretón de mano me transmitió su alegría de verme en una sola pieza. Y esta clase de situaciones siempre encuentran la forma de tropezarse contigo. Pero debes tener consideración conmigo, Sabrina. Yo no soy tan joven como tú. ¿Tienes idea de cómo andará mi presión arterial si cada vez que sales a un caso me quedo preguntándome si dejaste la prudencia en alguna gaveta de tu escritorio?

    ¿Qué tal te suena este trato? Propuse. Yo seré más precavida de ahora en adelante si tú pronuncias las dos frases que más quiero oír ahora mismo: ‘Riesgo profesional’ y ‘completa cobertura médica’. Le guiñé el ojo y me sonrió.

    Por supuesto, confirmó. Además, cuando puedas revisar tu cuenta bancaria, te encontrarás con una bonificación.

    ¿Ves? Le dije a Andrés. ¡Trabajo para Santa Claus!

    Súbitamente las facciones de Samuel se endurecieron, y comprendí que el relajo había llegado a su fin. Pero no lo tomes como un incentivo, Sabrina; me informó. Prefiero despedirte que enterrarte. Creo que son las palabras más serias que me ha dicho desde que nos conocimos.

    Eventualmente la ronda de visitas finalizó. Estaba exhausta, pero me quedaba una batalla por librar, y no tenía forma de escabullirme. ¿Por qué nunca hay una enfermera que vocee ‘Dr. Navarro, Dr. Navarro, se le necesita urgentemente en la sala de operaciones siete para un crucial trasplante de silicona’?

    Andrés colocó una mano en el bolsillo de su pantalón y con la otra tomó la mía. ¡Estoy tan cabriado contigo! Me dijo. Me preparé para lo siguiente. Hemos sostenido esta discusión tantas veces... No sólo el riesgo inherente a mi trabajo, sino el peligro adicional al que yo constantemente logro exponerme. ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! Somos tan distintos. Él es tranquilo, pasivo, paciente... Las amistades de cada uno siempre se preguntan qué tenemos en común. Y a veces yo también. Las diferencias entre nosotros ocasionalmente hacen de nuestra relación una banda elástica de la cual cada uno tira en dirección opuesta. Pero parece que esta vez yo halé demasiado.

    Andrés, discúlpame; mis dedos apretaron los suyos. Esa es una palabra que no sale de mi boca con facilidad. No quería que él terminara conmigo, pero entendía absolutamente sus motivos, y no iba a insistirle o a prometerle cambios que no puedo hacer. Sólo sería más difícil para él.

    ¡Esto es típico de ti! Exclamó. Contigo nada puede ser normal. ¡Y ésta, claro, no iba a ser la excepción! No estaba segura de qué hablaba, pero a pesar de que había una docena de cosas que quería aclararle, presentí que no debía interrumpir. ¡¿Tienes idea de cuán preocupado estaba por ti?! Continuó. ¡Cuando me dieron la noticia de que habías sufrido un accidente, me desmayé! La sorpresa debe haberse calcado en mi rostro. ¡Sí, por muy gay que suene, la idea de perderte me hizo desmayarme! ¡Yo no soy un Saavedra, que cuando oye que te ha pasado algo, enseguida carga la ametralladora y sale a buscar venganza! Ellos no necesariamente usan ametralladoras, pero no era momento para ser exactos. ¡Yo nada más soy un tipo normal, que está enamorado de ti, y que te considera el mayor tesoro de su vida! Pensé preferible que no diera tantas vueltas y me cortara de una vez por todas. ¡Y estoy cabriado contigo por haberme forzado a llegar a esta conclusión de esta forma! Pero... Todo el enojo se le escapó en un suspiro. En cierto modo, me alegra que haya pasado. Porque de lo contrario, quién sabe cuánto habría demorado en darme cuenta de cuánto te amo. Eso no sonaba como una ruptura.

    Andrés sacó la mano que tenía en el bolsillo, y en ella apareció una pequeña caja negra que él abrió frente a mis ojos. Si no te quiero perder de ésta ni de ninguna otra forma, planteó al mostrarme el anillo de brillante; entonces significa que quiero pasar el resto de mi vida contigo, ¿no?

    Súbitamente sentí que estaba sumergida una vez más, aislada de todo el mundo externo salvo mi respiración y los latidos estrepitosos de mi corazón. ¿Sería un rush de adrenalina? ¿Había oído bien? Era algo en lo que jamás había pensado... Algo se me metió en el ojo. ¡No era el momento para tener una brusca en un ojo! Pero no había nada en él; eran lágrimas involuntarias, y me reventó lo cursi y fresa que podía llegar a ser. Y estaba

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