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Vintage '62: Marilyn y otros monstruos
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Vintage '62: Marilyn y otros monstruos

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About this ebook

¿Qué tienen en común Marilyn Monroe, dueña absoluta del corazón de los cinéfilos, y uno de los escritores más descarnados y vigorosos de la narrativa norteamericana del siglo XX, William Faulkner?

¿Qué une a la diosa vestida de blanco y rubia melena, a la tentación que vive arriba, con Herman Hesse y su alter ego Harry Haller?

¿Qué comparten tres novelistas de la talla de William Faulkner, Herman Hesse o Isak Dinesen, con dos directores del cine hollywoodiense como Michael Curtiz y Tod Browning? ¿Y con Niels Bohr, uno de los padres de la bomba atómica, o Charles Laughton, actor grande como pocos, y director de "La noche del cazador"?

Todos estos monstruos comparten una fecha. A todos ellos se les acabó el margen para desarrollar su potencial en 1962. Todos fallecieron hace 50 años.

Y todos tienen en común otra cosa. Están aquí, en las páginas de este libro, protagonizando las más angustiosas, disparatadas y extrañas aventuras, embotellados en una única cosecha para que tú, lector, la degustes con calma y la saborees con agrado.

Antonio Calzado: «Viaje a Nuremberg»
Antonio Castro-Guerrero: «Lágrimas en la ducha, pétalos en la corriente»
Alejandro Castroguer: «Mis huesos por una piscina»
Javier Cosnava: «La niña subida a su atalaya»
Mario Escobar: «Marilyn y la invasión de los ladrones de cuerpos»
Rafael Fernández: «El divorciado»
Federico Fernández Giordano: «Ragtime»
Fernando J. López del Oso: «Convocación»
Jorge Magano: «El alcohol y la flecha»
Rafael Marín: «Río sin retorno»
Rodolfo Martínez: «En la mente de Dios»
Antonio Montes: «Ojos de tormenta»

LanguageEspañol
PublisherSportula
Release dateMar 13, 2012
ISBN9788493988524
Vintage '62: Marilyn y otros monstruos
Author

Alejandro Castroguer

Alejandro Castroguer (Málaga, 1971) es autor de "La Guerra de la Doble Muerte", que Almuzara ha publicado tras los éxitos cosechados con los zombis de Max Brooks, premiada recientemente como "mejor obra literaria" por el Festival del Cómic de Málaga. Ha publicado dos relatos en la antología "Para mí tu carne" (Veintitrés Escalones, 2011), y uno en “Tenebrae” (Saco de Huesos, 2010). En la primavera de 2012 aparecerá "El Manantial", editada por Dolmen.

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    Vintage '62 - Alejandro Castroguer

    En este 2012 se cumplen los cincuenta años del fallecimiento de distintas personalidades que marcaron un hito en el arte y en la historia del siglo XX, independientemente del terreno en que desenvolviesen su labor. Y es que todos destacaron por encima de sus coetáneos, convirtiéndose en verdaderos monstruos, en personalidades excepcionales. Así, tenemos a actores como Marilyn Monroe y Charles Laughton, a los directores de cine Michael Curtiz y Tod Browning, a los escritores William Faulkner, Isak Dinesen y Herman Hesse, y al físico nuclear Niels Bohr. Menos constructiva fue la aportación de Lucky Luciano, padre de la mafia italiana, que aparece brevemente en el decurso de estas páginas.

    A lo largo de la antología veremos a un anciano obsesionado a partes iguales con Faulkner y Marilyn, extranjero en tierra española (en «Ojos de tormenta», de Antonio Montes), y a un Michael Curtiz ajeno al alboroto que se organiza en mitad de una tumultuosa y divertida fiesta de disfraces (en «El alcohol y la flecha», de Jorge Magano).

    También asistiremos a una extraña convocatoria donde Faulkner y la rubia más famosa del cine hablan de lo divino y lo humano (en «Convocación», de Fernando L. del Oso), y a las cuitas del médico Harry Haller, acosado entre la espada de los nazis y la pared de sus propios principios éticos (en «Viaje a Nuremberg», de Antonio Calzado).

    Conoceremos a un extraño hombre que se ha encerrado en su dormitorio por culpa de una insólita conjura contra él (en «El divorciado», de Rafael Fernández), y a la indefectibilidad del final de quien en la vida diaria fuera Norma Jean (en «En la mente de Dios», de Rodolfo Martínez).

    Asimismo seremos testigos del final de Tod Browning y de sus añoranzas, miedos e inseguridades (en «Lágrimas en la ducha, pétalos en la corriente», de Antonio Castro-Guerrero), y a una Marilyn que ha sobrevivido desgraciadamente a aquella muerte que sacudiera emocionalmente al público en aquel 1962 (en «Río sin retorno», de Rafael Marín).

    Gran protagonista de la antología, Marilyn regresará de nuevo a nuestro lado obsesionada por su cuerpo y por una temible suplantación para extraños fines (en «Marilyn y la invasión de los ladrones de cuerpos», de Mario Escobar), pero también en la forma de esa niña, ¿o eran dos?, que fue cuando todavía no había sido descubierta por la industria del cine (en «La niña subida a su atalaya», de Javier Cosnava).

    Y por último acompañaremos a Niels Bohr, célebre físico atómico, dominado por los recuerdos y cierta música de ritmo contagioso (en «Ragtime», de Federico Fernández Giordano), y al parásito de la habitación 544, obsesionado con una diosa de veinte años y los libros de Faulkner (en mi relato «Mis huesos por una piscina»).

    A veces surgen los proyectos por un impulso: lo sientes y simplemente te dejas arrastrar. Lo curioso del caso es que luego eres incapaz de fechar ese arrebato o darle una explicación coherente. Supongo que esta urgencia, ese primer impulso, nació a la sombra de uno de mis pasatiempos: comparar distintas fechas históricas y ver su secuencia encadenada. Imagino que al relance de semejante divertimento surgió este interés por hacer algo especial con este 2012.

    He de reconocer que la recompensa de quien esto escribe no ha sido que la antología haya sido publicada finalmente —que lo es—, ni que Sportula haya apostado por ella desde el principio, ni tampoco el orgullo de compartir páginas con autores de tanta valía; la verdadera recompensa ha sido el hecho de ir recibiendo poco a poco los relatos, uno a uno, e irlos leyendo despaciosamente en casa, con la compañía de un té o una buena música, y ver cómo tomaba cuerpo una antología que dará que hablar, por la calidad de los escritores y de los relatos, por su variedad de enfoques, por su inclasificable temática.

    Ciertamente ha sido un placer coordinar este proyecto y aunar el talento de estos once compañeros. El afán de todos y cada uno de ellos ha sido homenajear a uno de estos monstruos desde su estilo y óptica, y a fe que lo han conseguido. Gracias a todos, compañeros, por permitirme seguir adelante con la idea.

    Alejandro Castroguer

    Málaga, 6 de enero de 2012

    Antonio Calzado (Córdoba, 1968) es Licenciado en Geografía e Historia. Con su última novela, Noviembre, ganó el premio Maracena de Fantasía del año 2010. Anteriormente había publicado con Almuzara El círculo del lobo (2008), editada recientemente en edición de bolsillo, y Umbría(2009) con notable éxito. Ha escrito un poemario titulado El libro de la ira y una novela inédita que por su dureza aún está por publicar.

    Su web es: http://ellagartoenlaroca-antonio.blogspot.com/

    Como todas las mañanas, observo mi imagen ante el espejo pensando que tal vez haya llegado el momento de sufrir un fatal accidente al afeitarme. Pero al cerrar los ojos aún mantengo la esperanza de continuar con esta absurda parodia de vida. En mi mundo, el miedo es más fuerte que la desesperación.

     Saco del armario la corbata de seda y mi mejor traje: no he de mostrar ni por un momento a mis verdugos que ya han conseguido destruirme por completo. Saludo a Frau Muller, mi casera, con un prudente buenos días acompañado de una sonrisa servil. Me parece vislumbrar un brillo de desagrado en sus ojos, como si le molestara que continúe alojado en su pensión de la Schiller Strasse. Pero al fin me devuelve la sonrisa con cortesía: Frau Muller es demasiado educada, demasiado austríaca como para dejar traslucir sus sentimientos. Fue la primera orden del nuevo gobierno hace ya cinco años: ningún sentimiento, salvo lealtad y obediencia. ¿Dónde estás ahora, Rachel, amor mío? Esa es la pregunta que jamás tendrá respuesta, la misma que me hace pensar cada mañana y cada noche en la navaja de afeitar.

    Por su parte Frau Muller siempre escucha y obedece, como los genios de las lámparas de las Mil y Una Noches o los honrados burgueses del Reich. En la radio la obertura del Parsifal de Richard Wagner, atardecer sublime al que he llegado a odiar a fuerza de repeticiones, de comunicados urgentes, de victorias y victorias. Mi café es agua sucia con una cucharadita de azúcar. Más bien de un sucedáneo al que ingenuamente denominamos azúcar, y cuya única virtud es la de anular casi completamente el sabor del sucedáneo al que denominamos café: eso y una rebanada de pan negro con una minúscula rodela de manteca, tan dura que resulta imposible de extender. Es lo que Frau Muller denomina patrióticamente un desayuno de guerra.

    —No se queje tanto, Herr Haller. Piense en nuestros valerosos muchachos que combaten en Rusia.

    Sonrío humildemente arrepentido; si Frau Muller supiera exactamente lo que pienso de los valerosos soldados que combaten en Rusia, yo acabaría colgado esta misma noche de un gancho de carnicero en una de las celdas subterráneas de la Gestapo. Así que procuro componer mi mejor cara de perro apaleado, asintiendo enérgicamente.

    —Como de costumbre tiene usted razón, Frau Muller. Son unos auténticos héroes.

    Me llamo Harry Haller y tengo 43 años. Soy doctor en Medicina por la universidad de Graz. Vivo y trabajo en Viena, ciudad a la que en mis momentos de mayor cinismo me refiero como la tumba de todas las esperanzas. Son las ocho de la mañana de un día gris y turbio, preñado de humedades que nunca terminan de derramarse para ahogarnos a todos y dejar caer por fin el telón de esta tragicomedia. Miro el calendario sujeto en la pared tras un busto en escayola de Adolf Hitler, la fotografía muestra un edelweiss solitario y orgulloso coronando la cima nevada de una montaña. Por alguna razón esta imagen vuelve a recordarme a Rachel. Aún hace frío por las mañanas, los últimos jirones del invierno que no quiere marcharse y que yo me resisto a despedir. Pero si hay algo que realmente he aprendido en esta vida es a decir adiós, ¿no es cierto, amor mío?

    La sede de la Gestapo de Viena se halla en el antiguo hotel Metropol de la Morzin Platz. Veinte años atrás, aquel había sido el templo del libertinaje vienés donde los jóvenes nos reuníamos casi a escondidas para adorar a los nuevos dioses venidos de América, con nombres tan exóticos como swing, dixieland o fox-trot, todo ello a despecho de nuestros ilustres antepasados mozartianos. Pero ya hace mucho tiempo que no se escuchan las alegres y deliciosamente frívolas melodías del jazz en los salones del Metropol. Han sido sustituidas por el tableteo incesante de las máquinas de escribir, alguna conversación susurrada a media voz a modo de iglesia o velatorio y, por encima de todo, el ruido de botas aplastando los pasillos, como si alguien los hubiese sembrado de huevos por todas partes. Un tanto ridículo, pero a la vez terrible. Nadie como nuestros tiranos ha sabido combinar de un modo tan ingenioso el esperpento y el horror.

    —Harry Haller. El señor Harry Haller.

    La frase chorrea sarcasmo por cada letra: hoy no está el funcionario de costumbre que siempre parece a punto de reventar la silla a base de tocinos apretados, y casi echo de menos sus diminutos ojillos de cerdo grotescamente aumentados tras las gafas. Su lugar tras la mesa lo ocupa un joven y elegante Obersturmführer SS, que me observa como si dudara entre dispararme, escupirme o tomar mi mano para conducirme paternalmente hacia el nuevo amanecer nacional socialista.

    —Firme aquí.

    Lo hago en el recuadro al lado de la fecha: 2 de octubre de 1943. Esta ceremonia se repite puntualmente cada mañana, a fin de que la Policía Secreta del Estado tenga plena constancia de que no he abandonado la ciudad. No me quejo en absoluto: es más, me considero un afortunado. Peor lo pasan los inquilinos forzosos de Flossenbürg. O los soldados del frente ruso, tan queridos por Frau Muller.

    —Dos años de militancia en el KPO de Graz… vaya, no parece la mejor forma de prosperar en nuestros días. Me pregunto por qué no le han fusilado ya, señor Haller. No lo tome a mal, es una simple curiosidad.

    —Todo eso pertenece al pasado —consigo susurrar. Me prometí a mi mismo que no temblaría más ante ellos y aquí estoy, agitándome como en un acceso de fiebre y dispuesto a caer de rodillas si es necesario. —Una simple locura de juventud. Ya no deseo ser más que un buen ciudadano del Reich.

    —Eso me parece muy bien, porque acabo de recordar que el general Kaltenbrunner me ha comunicado esta mañana que deseaba verle hoy, en cuanto usted llegase. Le está esperando en su despacho de la primera planta. Un soldado le acompañará. ¡Klaus!

    Un escalofrío que se me clava en el pecho en forma de cristales rotos. Subo las escaleras temblando, en compañía de un autómata de uniforme negro y casco de acero. Peldaño a peldaño, más pálido aún que la balaustrada de mármol en la que me apoyo, me pregunto una vez más si he dejado arreglados todos mis asuntos. Hay una ventana abierta en el rellano, quizá la sombra de una esperanza. Pero desde la primera planta no dispongo de distancia suficiente para morir.

    El soldado golpea una enorme puerta de caoba e inmediatamente se coloca en posición de firmes, pese a que nadie puede verle salvo yo, un cadáver ambulante. Una voz tan familiar como horriblemente fría ordena que pase el señor Haller. Es la voz del también conocido como el carnicero de Viena o el monstruo del Danubio, el general de la SS Ernst Kaltenbrunner. El pequeño y nervioso Ernst, mi buen amigo de juventud.

    —Siéntate, Harry.

    Obedezco, ¿qué otra cosa puedo hacer? Siempre me sorprende ver en las fotografías de los periódicos lo mucho que ha cambiado Ernst. Me mira desde la atalaya de sus dos metros como si sintiera lástima, pero es muy mal actor y no tarda en abandonar esa pose por su natural expresión de desprecio mal contenido. Una gran cicatriz le surca el rostro dividiéndolo en dos mitades perfectamente simétricas: el joven Ernst y sus ingenuos delirios de gloria, el viejo Ernst exterminador definitivo de todos los sueños. Me ofrece coñac, que rechazo pese a que bebería con gusto media botella de un trago. Sonríe irónicamente, disfrutando de mi miedo: nuestros líderes siempre sonríen con inteligencia y así lo harían aunque los estuviesen azotando con barras de hierro. Es parte de la representación.

    —Rachel Steinfeld ha muerto. He pensado que deberías saberlo.

    —¿Rachel? ¿Cómo lo sabes?

    —El secreto de mi oficio consiste en saberlo todo, Harry. Se suicidó hace tres días en el campo de internamiento de Ravensbrück.

    Inclino la cabeza, recordando una vez más sus ojos profundos como océanos mientras mis manos acariciaban su largo cabello negro. Una lágrima ansiosa por salir es retenida a la fuerza entre mis párpados: no aquí, no delante del monstruo que una vez fue mi amigo. Adiós, Rachel. Duerme en paz, amor mío.

    —Lo siento. Era bellísima. ¿No es cierto, Harry?

    —Era mucho más que eso.

    —¿La querías?

    —No. Dicha circunstancia está expresamente prohibida por la ley.

    Ernst se levanta con otra de sus sonrisas de suficiencia que debe pasar horas ensayando ante el espejo. Por un momento estoy a punto de sonreír yo también, al imaginarme la Cruz de Hierro en su pechera al modo del cascabel de un perro. Pero al instante el recuerdo de Rachel me aplasta como un alud, y un muro de emociones eternamente contenidas se derrumba al fin con estrépito. Ahora estoy llorando de rabia y de dolor ante el carnicero de Viena y no sólo por la muerte de Rachel. Mi odio es una gran mancha oscura que puedo dirigir simultáneamente hacia Ernst Kaltenbrunner y hacia mí mismo, como castigo por mi debilidad.

    —Tú la mataste.

    —Vamos, tranquilízate —dice, con el tono de paciencia que se emplearía con un niño latoso—.Ya te he dicho que se suicidó.

    —Tú la enviaste a Ravensbrück —continúo, sin que me importen ya las consecuencias—. Como no podías soportar que ella me prefiriese, la enviaste directamente al infierno. ¿En qué te has convertido, Ernst?

    —En la ley. Yo represento la ley y mi deber es hacer que todos la cumplan, tanto si me gusta como si no. Rachel Steinfeld no sólo era judía, sino sobre todo una de las participantes más activas del Círculo Sionista de Viena. Incluso había firmado un libelo insultante contra el Führer. ¿Qué querías que hiciera?

    Al menos he conseguido que deje de sonreír. Ahora se muestra nervioso, tamborileando en su gorra de plato con la insignia de la calavera como si le quemara los dedos. Si no conociera demasiado bien a este nuevo Ernst Kaltenbrunner, diría que hasta siente un poco de lejano remordimiento. Pero eso es demasiado fantasioso, incluso para un novelista frustrado como yo.

    —Rachel jamás consintió en mostrarse razonable. Le ofrecí documentación en regla, le di docenas de oportunidades de abandonar el país por medio de la embajada suiza. Pero ella no quiso: se suicidó por primera vez cuando me obligó a enviarla a Ravensbrück, y hace dos días volvió a suicidarse, una simple confirmación de lo que ya había asumido desde hacía tiempo. Esos son los hechos, tanto si los aceptas como si no.

    —¿Cómo ocurrió?

    —Durante el recuento matinal. Según mis informadores, sencillamente salió de la fila y se dejó caer sobre las rejas electrificadas. Muy triste.

    Intento no imaginar la escena, pero es imposible. Veo el forro oscuro que dan a los prisioneros como un abrigo de espantapájaros sobre su dulce cuerpo, cada día más esquelético a causa de las privaciones y la desesperación. Observo el número tatuado en la muñeca y la cabeza rapada, su hermosa cabellera perdida para siempre. Y unas manos pequeñas y blancas que se aferran a la verja electrificada porque esa es ya la única forma de escapar.

    —Por otra parte… me gustaría pensar que esta triste noticia contiene alguna enseñanza para ti, Harry. Estoy seguro de que será así. Lo que quiero decirte con esto es que mi paciencia se ha agotado, viejo amigo. Me he contenido largo tiempo debido a nuestra amistad, pero el nuevo orden al que pertenezco no entiende de sentimentalismos. Su destino apunta mucho más alto.

    —¿Vas a darme una clase de propaganda política? ¿O es que has decidido enviarme también a un campo de concentración?

    —Eso depende de ti. Nos conocemos desde que éramos muy jóvenes y sé que siempre has sido razonable, Harry. ¿Recuerdas nuestros años locos en la universidad…? Ah, la nostalgia: ese pequeño vicio ridículamente burgués. Y sin embargo también fue una época productiva, a su manera: yo me hice abogado y tú, médico. Y tengo entendido que eres uno de los mejores de Viena. Tanto es así que no te importa arriesgar tu reputación y tu propia vida atendiendo en secreto a pacientes judíos…

    —No sé de qué me hablas —respondo, lívido como un cadáver.

    —¿Ves como eres un hombre razonable? Rachel no lo hubiese negado, incluso se habría mostrado orgullosa de ello. Pero tú eres un cobarde y por eso vivirás más tiempo.

    Bajo la cabeza, vencido. Lo más humillante de todo es que dice la verdad. Y tanto él como yo lo sabemos.

    —Quiero una lista completa con los nombres y direcciones de todos tus pacientes judíos —prosigue implacable. —Mañana por la mañana me la entregarás en este mismo despacho, sin olvidar a uno solo de

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